6

La partida

—¡Lendle! ¡Fritzen, te has recuperado! —exclamó Maquesta—. Pero ¿qué hacéis vosotros dos aquí? Deberíais estar ambos en el Perechon. —La joven quería regañarlos y abrazarlos al mismo tiempo, pero se sentía tan aliviada por estar libre que no hizo ninguna de las dos cosas.

Se había topado con la pareja justo cuando Hvel, Vartan y ella salían del recinto amurallado de la fortaleza de Attat.

Maq se pasó la mano izquierda por el cabello y se llenó los dedos de tierra y telarañas. Con la mano derecha sujetaba una bolsa de cuero que Attat le había entregado a regañadientes. Maq pensó por primera vez en más de dos semanas, en el aspecto que debía de tener. Sus ropas estaban harapientas y asquerosas. Y a buen seguro, apestaba. El hematoma que tenía en el pómulo, donde le había golpeado un guardia, tenía un desagradable color amarillento a través de su piel oscura.

Lendle la miraba de arriba abajo y sus ojos de gnomo se detuvieron en el rostro de la joven antes de hablar.

—Hemos estado vigilando el recinto —explicó el gnomo—, intentando discurrir alguna forma de entrar. Yo había trazado unos planos de una catapulta lo suficientemente grande como para lanzar a Fritzen por encima de la muralla. Pero no tenía monedas suficientes para comprar el material y el equipo necesario para montarla. —El gnomo levantó un brazo para coger la mano de Maquesta y empezar a alejarla del palacio—. Claro que todavía no había pensado cómo regresaría Fritzen al no haber catapulta al otro lado.

Mientras caminaban, Fritzen ofreció una sonrisa desdibujada a Maq, Hvel y Vartan. Ya le habían quitado los puntos de la cara, y sólo quedaba una pequeña cicatriz roja como señal de que le habían rajado la mejilla.

—Los guardias de la ciudad se negaron a ayudarnos —comenzó el semiogro—. Dicen que lo que ocurre dentro de las murallas de Attat es asunto suyo, y de nadie más. Yo acababa de sugerir un método algo más expeditivo: reunir a la tripulación y echar abajo la cancela exterior. Tal vez habría conseguido convencer de ello a Lendle, pero entonces habéis salido. —Le dedicó una mirada de preocupación a Maq—. Habéis estado fuera dieciséis días. Realmente llegamos a pensar que tendríamos que entrar a rescataros a todos, y desde luego tenéis aspecto de haber necesitado ser rescatados.

—¡Esp-pera! —tartamudeó de repente Lendle, que se había detenido bruscamente y había soltado la mano de Maq, girándose para mirarla de frente—. Esperaesperaesperaunmomento. —El gnomo miró de soslayo al palacio—. ¿Dónde está Melas? ¿Dónde está Averon? ¿Quépasaconlosotros? —Lendle comenzó a soltar un torrente de preguntas en su mejor estilo de gnomo—. ¿DóndeestánMaquestaNarThon?

—Más despacio Lendle —respondió Maquesta sin parar de alejarse del palacio—. No hay buenas respuestas para esas preguntas. Esperemos a encontrarnos de vuelta en el Perechon antes de hablar de ello.

A medida que pasaban las manzanas de edificios en su camino hasta el embarcadero, el paso de Maquesta se iba haciendo cada vez más lento. El agotamiento la abrumó finalmente con la fuerza de una ola incontenible y tuvo que sentarse a descansar en un banco delante de una taberna. Sin embargo, sólo se detuvo allí lo justo para recuperar el aliento y luego se incorporó y se forzó a sí misma a poner un pie delante de otro hasta llegar al embarcadero. Vartan y Hvel iban igual de despacio, pidiendo de vez en cuando una parada para descansar. Lendle y Fritzen estaban preocupados por el trío cansado y magullado, pero Maquesta no quería cuidados maternales.

Maquesta, Vartan y Hvel no protestaron cuando Fritzen dijo que remaría él solo para llevar la chalupa hasta el Perechon. Sus poderosos brazos los llevaron al barco mientras los tres se mantenían muy juntos e intentaban no dormirse.

Una vez que llegaron a bordo, Maquesta se sentó sobre un barril de agua y le pidió a Lendle que se acercara. Entregó al gnomo el saco de cuero que traía desde el palacio. La curiosidad del gnomo hizo que éste lo cogiera e inmediatamente metiera la cabeza por la apertura. Dentro había harina, alubias, cecina, especias y otros alimentos que hicieron que Lendle chillara de alegría. En el fondo había una bolsa más pequeña, que contenía treinta y seis piezas de acero.

—Son para provisiones —dijo Maq—, te nombro sobrecargo. Tú eres como de la familia, puedo confiar en ti.

—¿DequiénesestoMaquestaNarThon? —farfulló el gnomo mirando inquisitivamente a Maq. Las preguntas salieron a borbotones de sus labios, que se movían a toda velocidad—. ¿Quiénnosdaríacomidaydinero? ¿Dóndeestátupadre? ¿Noshasconseguidotrabajo? ¿Noshaconseguidotrabajoél? ¿Quétehapasadoparaquetengasesteaspecto? ¿Dedóndehavenidotodoesto?

—De un demonio —contestó tranquilamente Maquesta—. Estamos trabajando para un demonio. —La joven se puso de pie y miró hacia abajo a su amigo gnomo—. Por el momento, yo soy la capitana del Perechon. Necesito que compres algunos suministros, me fiaré de tu buen juicio. Vamos a cumplir una misión especial durante unas semanas. Asegúrate de que tenemos suficiente comida para satisfacer a la tripulación y así les mantendremos contentos. Ahora me voy a mi camarote a darme un baño caliente. Un baño caliente muy largo. Hablaré contigo cuando vuelvas.

Maquesta se alejó rápidamente de Lendle, que seguía teniendo un montón de preguntas sin respuesta. Se lavó, tiró la ropa que había llevado puesta las últimas dos semanas y acto seguido cayó sobre el camastro, donde durmió durante medio día.

A decir verdad, podría haber dormido mucho más, pero una llamada de Lendle a la puerta la despertó. Sin esperar a ser invitado el gnomo entró como un torbellino llevando una jarra de té de taninos. Le puso a la joven la taza de té debajo de la nariz mientras ésta se sentaba en el borde de la cama, bostezando. El aroma astringente del té llenó la cabeza de Maq, despertándola del todo.

—¿Qué es? —preguntó Maq, tomando un sorbo.

—Noimportabébetelo —ordenó Lendle—. Teayudaráasanar.

—Me temo que hará falta algo más que una taza de té fuerte para conseguir eso —contestó Maquesta con pesar.

Lendle asumió un aire de expectante atención que invitaba a la confidencia y Maquesta le contó de corrido lo acontecido en el palacio de Attat: la pelea, la muerte de Averon, los horrores de las mazmorras, la misión que se había comprometido a efectuar en busca del morkoth y las nuevas incorporaciones a la tripulación.

—Hemos de estar de regreso en la fortaleza la puesta de sol de mañana para recoger a mi padre y a los nuevos tripulantes y tenemos que estar preparados para zarpar a la mañana siguiente —dijo Maq—. Debo reunir a la tripulación y explicarles lo ocurrido por si alguien nos quiere dejar. Espero que sigan todos, porque ya hemos perdido a demasiada gente.

Lendle asintió con la cabeza en un gesto de conformidad mientras frotaba un ungüento de aroma agradable en las llagas abiertas de los hombros y brazos de Maq, resultado de la constante humedad de la mazmorra y la gran cantidad de parásitos.

—¿Qué pasa con Fritzen Dorgaard? —preguntó Maq—. ¿Está totalmente repuesto?

—Su cuerpo sanó sorprendentemente rápido, pero no así su espíritu, me temo —respondió Lendle—. Siempre lleva una máscara de buen humor, para ocultar las cicatrices que tiene dentro. Creo que se alegrará de tener algo que hacer, y sospecho que se quedará con nosotros. No le queda nada, ahora que el Torado ha desaparecido. Es un hábil marinero y te será de gran ayuda.

Maquesta estiró los brazos y luego los puso de nuevo en jarras para tocarse las costillas. Pensó en conseguir algo de comer, pero luego pensó que había cosas más importantes de las que ocuparse antes.

—Tendré que preparar a la tripulación para la presencia de la elfa de mar —dijo Maq, pensando en voz alta—. Si no se muestra demasiado reservada estoy segura de que apreciarán sus talentos. Hizo lo que pudo durante la pelea en el palacio de Attat. Evitó que mataran a mi padre.

»Del umbra, sin embargo, no me fío. —Maq frunció el entrecejo al recordar a Ilyatha—. Fue él quien detectó nuestro intento de huida y nos entregó a Attat. De hecho fue el que tocó la flauta de la danza del viento que hizo que perdiéramos la carrera, desencadenando todo lo demás. Debes ayudarme a vigilarlo estrechamente, Lendle, e intenta mantener tu mente concentrada en cosas sencillas cuando lo tengas cerca. Es capaz de escudriñar los pensamientos de una persona.

—No creo que me vaya a gustar eso, Maquesta Nar-Thon —comentó el gnomo, intentando hablar despacio.

—¿Y te he contado que se va a unir a nosotros un marinero minotauro? —preguntó Maq.

—¡Un minotauro! —exclamó Lendle, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué poderes mágicos posee éste? Ésa es la nueva incorporación para la que tendrás que preparar mejor a la tripulación, después de lo que hemos oído acerca de cómo os han tratado Attat y sus lacayos.

—¿Por qué? —se extrañó Maq—. ¿Han hablado Hvel y Vartan? ¿Se han levantado antes que yo?

Lendle asintió enérgicamente con la cabeza. Maq frunció el ceño. No quería que pensaran que ella necesitaba más descanso y recuperación que sus hombres.

Sus hombres, pensó. Su barco.

—Tengo entendido que a ellos no les trataron tan mal como a ti —dijo Lendle, comprendiendo su preocupación—. Las historias que han contado acerca de ese lugar y sus ocupantes, sin embargo, me han helado la sangre —añadió. Maq hizo una mueca de dolor.

—Sí, pero este minotauro, Bas-Ohn Koraf, no es uno de los bestiales secuaces de Attat. Era su prisionero. Y nos ayudó a escapar de la mazmorra. Es un bicho feo, pero muy diferente a Attat, creo —explicó Maq.

»Pero Attat, de ése debemos cuidarnos, incluso mañana, que se supone que vamos allí a recibir sus órdenes —dijo Maq—. Ése es muy suave por fuera, pero afilado, venenoso y malvado por dentro. Si no tuviera a Melas en su poder, yo diría que leváramos anclas, zarpáramos en el Perechon, olvidásemos la deuda y viéramos si es capaz de cogernos. —Maq apretó los labios—. ¿Vartan y Hvel os han contado lo de mi padre?

El gnomo asintió con tristeza.

Maquesta estaba de pie en la cubierta superior de popa y acababa de contarle a la tripulación, reunida en la cubierta principal, lo que tenían por delante si decidían quedarse en el barco, bajo su mando. Incluso antes de empezar a hablar, Maq percibió un nuevo nivel de respeto entre los marineros. Para entonces, todos los de a bordo habían oído la historia, por boca de Hvel y Vartan, de que había sido ella la que dirigió el intento de huida de la mazmorra de Attat.

—¿Hay alguien que quiera abandonar el barco? No habrá represalias por mi parte ni tampoco por parte de Melas. Cuando le toque a él navegar de nuevo, estoy segura de que podréis volver. Sin rencores.

El silencio de los hombres satisfizo a Maq.

Fritzen se encaramó a la escala que llevaba desde la cubierta principal a la cubierta de popa, en la que estaba Maq.

—¡Tres hurras para la capitana del Perechon! —gritó el semiogro—. Si cerramos los ojos, es como si estuviéramos capitaneados por el propio Melas Nar-Thon. ¡Pero cuando los abrimos nos damos cuenta de que nuestra suerte es mucho mayor!

Los marineros prorrumpieron en vítores y carcajadas de alegría.

—Sólo que si veo a algún marinero navegando con los ojos cerrados en este viaje, lo convierto en alimento para los tiburones toro —respondió Maq ruborizada, pero sonriendo abiertamente. Hubo más risas entre los marineros—. Ahora que estamos todos de acuerdo en hacer el viaje, pongámonos a trabajar.

Fritzen, cuya figura apuesta destacaba en la escala, hizo una garbosa reverencia cuando se cruzó con Maq por la escalera. Su piel bronceada mostraba un tono verdoso lo que, según le había contado Lendle a Maq, era señal de salud entre los semiogros. Tenía su largo cabello rubio recogido en una trenza, atada con una tira de cuero, y se había afeitado el encrespado bigote que solía adornar su labio superior. Maq le devolvió la cortesía y fue corriendo a la cocina. Tenía un hambre canina y había decidido que éste era el momento de llenar su estómago, que no paraba de hacer ruidos.

Fritzen no acompañó a Maquesta cuando partió en dirección a la residencia de Attat al día siguiente, a última hora de la tarde. Decía que los minotauros distaban mucho de ser sus seres favoritos.

—Preferiría volver para rescatarte que estropear la entrevista perdiendo los estribos delante de esa gentuza —explicó Fritzen.

—Deberías intentar controlar esa aversión total que sientes —le dijo Maq cuando Lendle y ella abordaron la chalupa—, recuerda que uno de ellos se va a unir a nuestra tripulación y que ya tenemos demasiados problemas como para perder el tiempo peleando entre nosotros.

—Creo que podré soportar a un minotauro —dijo secamente Fritzen—. Aquí él será la minoría.

La ansiedad y la inquietud competían entre sí cuando Maquesta y Lendle entraron con cautela en la fortaleza de Attat. La joven notó que había más centinelas apostados en el patio exterior esta vez y que estaban más fuertemente armados. Maq sonrió con malicia; quizás el hecho de que ella hubiera matado a dos de los lacayos de Attat había puesto sobre aviso al jefe minotauro. Tenía unas ganas enormes de ver a su padre, pero la idea de enfrentarse de nuevo a Attat hacía que se le encogiera el estómago.

Esta vez, al entrar en la gran sala, los «animales de compañía» de Attat no estaban presentes. Sobre la tarima situada en el extremo más alejado de la sala había dos sillas y, en una de ellas, recostado sobre almohadas y envuelto en una manta ligera, estaba Melas. Maquesta corrió hasta él, con lágrimas corriéndole como ríos por las mejillas. Estaba medio dormido cuando llegó hasta la silla y decidió no despertarlo. Mientras lo examinaba con detenimiento, sintió como si la estuvieran observando. Mirando de soslayo hacia las sombras notó que Ilyatha estaba de pie a su izquierda, obviamente velando a Melas.

Maq apartó rápidamente la mirada del umbra e intentó desechar de su mente la hostilidad que surgió en el instante en el que lo vio. Percibió, sin embargo, que sus esfuerzos fueron en vano.

Tu padre lleva bastante tiempo durmiendo. Despertará en cualquier momento.

Maq había oído las palabras con claridad, pero vio que el umbra no había movido los labios. La manifestación se había hecho en el interior de su mente. Maq siguió mirando a Melas y se negó a reconocer la comunicación de Ilyatha, pero Lendle, cuyas cortas piernas acababan de llevarlo hasta la tarima, giró la cabeza en todas direcciones, intentando averiguar quién había hablado.

—Es un telépata ¿recuerdas? —le explicó Maq, haciendo un ademán con la cabeza en dirección a Ilyatha.

Lendle, abiertamente curioso, se acercó para inspeccionar al umbra más de cerca. Maq «oyó» cómo le saludaba Ilyatha. Un segundo más tarde, Melas abrió los ojos y Maq hizo caso omiso a lo que ocurría entre Lendle e Ilyatha. Melas reprimió una mueca de dolor al echarse hacia adelante para abrazar a su hija y una ancha sonrisa se plasmó en sus rasgos cenicientos. Aunque era obvio que seguía muy débil, también se veía que estaba mucho mejor. Padre e hija hablaron de lo que ocurría en el Perechon y, por primera vez en más de dos semanas, Maquesta se sintió feliz.

—¿Dónde se ha metido Attat? ¿Hemos sido anunciados? —preguntó finalmente la joven, ansiosa por recoger a su padre y a los otros y salir de allí.

—Le gusta hacer esperar a las visitas, especialmente si son humanos —contestó Melas—; pero se ha portado muy bien conmigo este último par de días, Maquesta.

—Sí, bueno, estoy segura de que tiene sus razones —continuó Maq—, y no olvides que ha de pagar muchas cosas.

—El mérito debería ser para Ilyatha. Ha cuidado de mí noche y día —explicó Melas—. Y las cataplasmas que preparó han hecho maravillas en mi hombro. Creo que podría enseñarle unas cuantas cosas a Lendle.

En efecto, si los gestos animados y las muecas del gnomo eran de fiar, parecía estar manteniendo ese tipo de conversación con el umbra en ese momento.

Un esclavo entró en la sala, portando una nota para Maquesta; cuando la abrió y leyó la fina letra de trazos marcados, presumiblemente la de Attat, se informó de que el jefe minotauro se había retrasado porque estaba haciendo un esfuerzo preparando algo especial para Melas. También invitaba a Maq a sentirse libre para quedarse en la sala o visitar el jardín. Attat bajaría pronto.

Maq resopló impaciente, pero cuando levantó la vista de la nota, Melas se había vuelto a dormir.

Hace eso a menudo. Tu padre necesita descanso para poder sanar.

De nuevo Maq intentó no comunicarse con Ilyatha, remisa como estaba a darle crédito incluso por ayudar a su padre. Maq indicó a Lendle que se acercara y se quedase con Melas, ya que tenía intención de visitar el jardín para escapar a la sensación de que alguien le espiaba las emociones.

Me gustaría mostrarte algo, Maquesta Nar-Thon. ¿Me lo permites?

La petición llegó a Maq justo cuando estaba a punto de traspasar el ventanal para salir al jardín. Ilyatha había rodeado la sala por la penumbra del perímetro hasta llegar a su lado, en las sombras.

Maq suspiró y asintió con la cabeza. El umbra iba a navegar en el Perechon y a ella no le quedaba más remedio que acostumbrarse a tenerlo cerca, pero ello no significaba que lo aceptara de buen grado.

¿Has visto las formaciones de piedra que hay en el jardín?

Maq asintió con la cabeza antes de recordar que no tenía que mostrar su respuesta al umbra.

Visítalas cuando salgas, vuelve luego y yo te contaré lo que has visto.

«¡Me contará lo que he visto!». Maq estaba furiosa ante la arrogancia de la criatura. Empujó las puertas con fuerza y salió con paso firme al cálido y reconfortante sol.

El jardín de Attat era realmente maravilloso, repleto no sólo de flores y arbustos sino también de espléndidas esculturas. Enojada aún por lo que le había dicho Ilyatha, Maq evitó hacer lo que le había pedido hasta que pensó que era casi el momento de entrar para ver a Attat.

Al principio no notó nada particular en las formaciones de piedra, pero entonces se dio cuenta de que muchas estaban huecas y eran en realidad cavernas; varias de esas cuevas tenían barras cubriendo la entrada. Se sintió atraída hacia una de las más grandes por unos gemidos y chillidos que sonaban como los de algún animal dolorido. La cueva estaba situada de modo que la mayor parte del día estaría a la sombra pero, en ese momento de la tarde, cuando el sol comenzaba su descenso por el cielo, sus intensos rayos de luz iluminaban el interior de la caverna.

Tendida en el suelo de la cueva, en posición fetal y con un único brazo con membrana extendido hacia fuera en un inútil intento de bloquear los rayos del sol, había otra criatura como Ilyatha, aunque más pequeña y delicada, y femenina. La criatura parecía sufrir un dolor inmenso, y Maq sintió deseos de ayudarla. Los gemidos cesaron cuando Maq alcanzó las rejas. La umbra levantó la cabeza y la inclinó hacia la entrada de la cueva. Tenía los ojos abiertos, pero Maq se dio cuenta, horrorizada, de que no veía.

¿Padre? La pregunta del ser fue indecisa. Entonces, tras escudriñar los pensamientos de Maquesta y comprender que no era su padre sino una extraña, el umbra se tendió de nuevo y comenzaron otra vez los gemidos.

Maquesta volvió deprisa a la gran sala. Ilyatha empezó a comunicarse con ella incluso antes de que la joven entrara.

Ésa es mi hija, Sando. Vivimos en una comunidad subterránea de seres de las sombras situada en el otro lado de Mithas. Los seres de las sombras no soportamos la luz del sol. Sólo nos aventuramos al mundo de la superficie de noche, cuando los odiados rayos del sol han desaparecido. Me atormenta la noche en que Sando me convenció de que debía venir conmigo para recoger un trozo de escultura. Nunca tendría que haber dicho que sí. La pieza que queríamos estaba en el jardín de Attat. Iba a ser un regalo para un amigo mío, y yo había traído gemas para dejar a cambio. Como pago. No pretendía robarlo. Pero los guardias de Attat nos atraparon. Me permite merodear por todo el recinto porque mantiene a Sando encerrada en esa cueva. Durante dos horas cada tarde entran los rayos de sol en la cueva. Para Sando es una tortura sin la necesidad de herramientas. Para mi también es una tortura. Se recupera cada noche, pero me preocupa que el efecto final de ese tormento diario la pueda dejar ciega o quizá tullida.

Attat me ha prometido que sacará a Sando de la cueva para meterla en un ambiente de oscuridad total si ayudo en tu búsqueda del morkoth. Sé que crucé la línea entre el bien y el mal anunciándole el otro día vuestro intento de huida. Lo siento. Pero haber obrado de otro modo habría puesto en peligro la vida de mi hija.

Maquesta no tuvo que intentar ocultar sus pensamientos de Ilyatha tras su explicación. Su corazón se abrió a él con simpatía y compasión.

—Te deseo lo mejor, Maquesta Nar-Thon. —Las palabras de Attat sonaron huecas, pero siguió hablando con falso buen humor y pretendida preocupación. Maq, Melas, Lendle, Ilyatha, Tailonna y Bas-Ohn Koraf estaban reunidos delante de la tarima, enfrente del jefe minotauro. Éste vestía una túnica bordada, con perlas negras adornando el cuello, las sisas y el dobladillo. Lucía más anillos en los dedos y alrededor de su garganta había una gruesa banda de plata salpicada de piedras moradas. De sus hombros colgaba un manto de fino satén. Para Maq era evidente que el minotauro se había vestido regiamente con objeto de demostrar su superioridad sobre ella.

Attat levantó una mano y salió de detrás de la tarima un chamán minotauro, ataviado con una capa roja adornada con plumas y cuentas. Tenía un saquillo en la mano y sacó una pizca de polvo que espolvoreó sobre los grilletes de Tailonna. Las cadenas se abrieron por sí solas. Maq vio aparecer una tenue sonrisa en los labios de la elfa de mar por primera vez desde que la había conocido.

—Ahora todo el mundo está libre para marchar contigo, Maquesta, incluso Koraf. Hay veces que la fuerza bruta de alguien corto de alcances tiene sus aplicaciones. Con la compañía de Koraf estaréis bien equipados para volver con el morkoth.

»Sin embargo, como soy receloso por naturaleza, quiero tener una garantía adicional en un asunto como éste —dijo el jefe minotauro chasqueando los dedos, lo que hizo que sus pulseras sonaran de forma discordante.

Al oír la señal dos guardias dieron unos pasos al frente, agarraron a Melas y lo tiraron al suelo de espaldas. Un tercer minotauro le abrió la boca y otros dos corrieron hacia Maquesta para evitar que interfiriera. El chamán avanzó hacia Melas, sujetando esta vez un frasquito lleno de un viscoso líquido negro, cuyo contenido vertió en la boca de Melas. Maquesta, horrorizada, se abrió paso a empellones entre los guardias para llegar hasta su padre. Éste tosió y se quedó inmóvil, jadeando aún. Maq lo ayudó a ponerse en pie. Todo indicio de buen color y buena salud que había recuperado su semblante desapareció de repente, adquiriendo un matiz gris enfermizo.

—¿Qué has hecho? —gritó Maq al chamán. La joven lanzó una mirada airada a Attat—. ¡Teníamos un trato, y esto no estaba incluido!

El jefe minotauro se acercó lentamente a Maq y la miró con desprecio.

—Tu padre se queda aquí. Y para asegurarme de que estás bien motivada, le hemos dado una dosis de veneno de acción retardada, una poción de hierba de ahogo —siseó Attat con malicia. Levantó una mano para mostrar otro frasquito que contenía un líquido dorado—. Tienes treinta días para traer al morkoth. Antes de esos treinta días, este antídoto lo salvará. Si tardas más, bueno… —El minotauro se encogió de hombros—. Si tardas más de treinta días, Melas morirá.

En una residencia algo más desvencijada, que no distaba mucho de la de Attat, otro tipo de jefe minotauro se había reunido con un pirata llamado Mandracore, el Ratero.

Chot Es-Kalin, ataviado con ropas marrones desgastadas y una amplía capucha para ocultar su identidad, se acercó al escritorio cerrado con llave de la sucia oficina y cogió un trozo arrugado de pergamino. Tras darle vueltas en un sentido y en otro se lo arrojó al pirata, un semiogro bestial que estaba sentado en una silla coja.

—¿Y para qué me envían esta información? ¡No vale nada! —rugió Chot. Trazó un arco con el brazo para enfatizar sus palabras y escupió en la dirección del palacio de Attat. Chot hablaba en minotauro, el único idioma en el que sabía expresarse con cierta fluidez. Pataleó con sus pezuñas y miró fijamente al pirata.

Mandracore estudió con rapidez el papel y luego se puso de pie.

—Pone que Attat va a enviar otra expedición en busca de uno de sus trofeos, cerca de la costa de Saifhum —dijo con una mueca burlona el pirata—. Sólo intenta añadir alguna nueva adquisición a su zoo. Quizá quiera un tiburón toro u otro elfo de mar. Va a enviar al Perechon, una nave que ha adquirido recientemente tras la carrera. No nos concierne.

—¿Y la tripulación? —persistió el minotauro.

—Humanos —contestó Mandracore—. La misma tripulación que solía navegar en él, aunque ahora trabajan para Attat.

El minotauro le quitó el pergamino de las manos al pirata y lo arrugó con furia.

—Sí que nos concierne —bramó Chot—. Va en busca de algo peligroso, o en caso contrario habría enviado una tripulación de minotauros. Síguelos, y si puedes, destrúyelos —ordenó Chot—. Sería la manera perfecta de golpear a Attat: evitar que obtenga algo que desea intensamente.

—Tenemos otros asuntos más urgentes en esas aguas —dijo Mandracore sorprendido—. No creo que nuestros amigos estuvieran muy contentos si nos ven causar problemas allí… ahora —comentó Mandracore con incerteza.

—¡No te preocupes de tenerlos contentos a ellos. No soy su lacayo, aunque tú seas el mío! Y me hace feliz aplastar a Attat en todo lo que intenta —espetó el minotauro—. En cualquier caso, un semiogro con talento como tú debería ser capaz de mantenernos contentos a todos: a nuestros amigos, a ti… y a mí. ¡Ahora, márchate!