5

Las mazmorras de Attat

Maquesta se debatía entre la conciencia y la inconsciencia. En su mente se repetía una y otra vez la carrera y sentía como si su cuerpo fuera zarandeado cada vez que coronaba ola tras ola. Vio numerosas veces cómo la tripulación del Torado acababa en los colmillos y las garras de las arpías de mar y observó como Lendle se ocupaba del único superviviente, Fritzen Dorgaard. También vio el rostro risueño de su padre y recordó muchos de los momentos placenteros que habían compartido sobre la cubierta del Perechon. Entonces vislumbró su expresión desgarrada la última vez que el Katos había cobrado ventaja. También pudo ver el rostro de su madre; los detalles del pálido semblante elfo eran claros y bellos y relajaron a Maquesta. Habían transcurrido catorce años desde la desaparición de la elfa y cada mes que pasaba a Maquesta le resultaba más difícil recordar el aspecto de su madre. Pero no le era difícil verla en sueños. La joven se rebullía y daba vueltas sin parar, y su mente era un torbellino tan agitado como las aguas del Ojo del Toro.

Finalmente desaparecieron las visiones y, lentamente, Maq se arrastró hacia la cruda realidad. Sudando y con el corazón desbocado, abrió los ojos. La debían de haber sacudido con más fuerza de lo que ella creía. Recordó que la habían arrastrado hacia abajo por una escalera estrecha, húmeda y resbaladiza por el moho, hasta llegar a un pozo oscuro y maloliente. Tenía que haber puertas, pues recordaba haber oído los chirridos de las bisagras oxidadas de muchas de ellas, seguidos del sonido de los cuerpos que eran empujados o arrojados dentro y que precedía a un estruendoso portazo. Entonces le tocó el turno de ser arrojada al interior de un calabozo, y la puerta se cerró tras ella.

Maquesta se frotó los ojos y se incorporó sobre los codos; recordó que la celda era muy pequeña y al observar el tenebroso interior decidió que su memoria funcionaba bien. Puesta ya de pie, con los rizos rozando el techo, tuvo que agarrarse la dolorida cabeza con ambas manos. Maq se pasó lentamente los dedos hasta encontrar un chichón justo encima de su oreja derecha. Los minotauros no habían sido muy gentiles al reducirla. Caminó de acá para allá, pudiendo dar sólo tres pasos entre pared y pared. Su estómago rugía y tenía la boca y la garganta secas. A juzgar por el hambre, y el hecho de que se le marcaban las costillas, calculó que debía de llevar varios días encerrada. Frustrada, seleccionó una de las paredes que parecía menos fangosa que el resto, y se apoyó contra ella. Se deslizó hasta el suelo rozando con la espalda la fría piedra. Casi podía tocar la pared opuesta con los pies si estiraba las piernas. Tuvo que sentarse con la espalda ligeramente angulada para alejarla de las húmedas piedras y evitar así la acequia de evacuación de desechos que se abría por todo el perímetro del calabozo. Estuvo en esa incómoda postura durante un tiempo incalculable, aunque sospechaba que debían de haber pasado horas ya que la cabeza había dejado de dolerle mientras que su estómago rugía cada vez más.

El sonido de unos quejidos la sacó finalmente de su estado de desesperación. Cuando Maq abrió los ojos se sentía un poco mejor aunque algo más débil por el hambre. Sus ojos, más sensibles que los de los humanos gracias a su parte elfa, se ajustaron bien a la falta de luz. Distinguió fácilmente la sólida puerta de madera de la celda con su ventanuco enrejado, por el que entraba la exigua claridad que había. En la parte superior de las paredes laterales de la celda se abría un largo y estrecho hueco, cerrado también por una reja, que presumiblemente comunicaba con las otras celdas. A través de uno de ellos llegaban unos quejidos.

Tras escuchar con atención, Maq creyó reconocer la voz.

—¿Padre?

Los gemidos cesaron.

—¿Padre? —La joven se puso de pie y llegó hasta la puerta en dos pasos.

—¿Maquesta? —La voz que pronunció su nombre temblaba por la enfermedad y la debilidad, sin embargo Maq sintió un tremendo alivio, pues había temido que estuviera muerto.

—¡Gracias a los dioses que estás vivo, padre! —exclamó Maquesta—. ¿Qué tal tienes el hombro? ¿Te lo han curado?

—No —contestó su padre—. Se han limitado a arrastrarme hasta aquí sin contemplaciones. Me temo que está infectado, porque me ha sido imposible limpiarlo; pero no te preocupes cariño, tu madre ha venido para ocuparse de mí. Ella me cuidará.

—¿Madre? —Una mano de hielo atenazó el corazón de Maquesta. Melas tenía que estar delirando, lo que significaba que tenía la herida infectada. La joven debía encontrar un modo de sacar a su padre de allí. Maq se dejó caer contra la pared y lloró.

La siguiente vez que Maq despertó fue para oír los sonidos de los guardianes que conversaban en la lengua gutural de los minotauros. Escuchó el tintineo repetido de las llaves que golpeaban unas contra otras en un gran llavero. Los guardias parecían nerviosos y unos momentos más tarde oyó el golpeteo de varios pares de pezuñas bajando los peldaños de piedra. Maq apretó su rostro contra el enrejado de la puerta y presenció, a la luz rojiza emitida por varios braseros de carbón, la majestuosa entrada de Attat a la cámara central de las mazmorras que, en ese momento Maq cayó en la cuenta, servía de sala de tortura. La joven se alejó de la puerta y se ocultó en las sombras.

Oyó a Attat encaminarse directamente hacia la celda de Melas. Llamó para que uno de los guardianes le abriera la puerta.

—¡Has arruinado mis planes! —Attat habló con él, pero Maq dudaba que su padre estuviera siquiera consciente. Oyó un golpe seco, seguido de un gemido de dolor—. ¡Levántate cuando te dirijo la palabra!

Entonces Attat les dijo algo a los guardias en la lengua minotaura. Maq oyó unos movimientos en la celda y después una aguda exclamación de su padre. Seguro que los guardias lo habían agarrado de los brazos para obligarle a ponerse de pie, desgarrando más la herida del hombro. La joven no podía soportar aquello.

—Eso está mejor —prosiguió Attat—. Normalmente te hubiera hecho matar por atacarme pero, con Averon muerto, necesitaba que tú fueras a por el morkoth. Pensé que una semana en mis mazmorras te enseñaría a mostrarme un mayor respeto, pero ahora veo que en tus condiciones no me sirves para nada.

»No hay otra solución —concluyó Attat—. Tendré que encontrar otro capitán y otra tripulación, y vosotros moriréis. Tú serás el último, Melas Nar-Thon, para que veas cómo tus marineros pagan tu osadía y cómo tu compañera paga tu afrenta hacia mí.

—¡Lord Attat! ¡Lord Attat! ¿Puedo hablar contigo? —Maquesta tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas y su aplomo para llamar al jefe minotauro. Se había apoyado contra la pared para mantenerse en pie y maniobró hacia la puerta, agarrándose a los barrotes con los dedos.

Sin embargo Attat no dio señal alguna de haberla oído, o quizá simplemente no deseaba responder. Empezó a andar hacia la escalera.

—¡Yo puedo capitanear el Perechon! ¡Yo puedo capturar un morkoth para ti! —gritó Maquesta.

Merced a la visión infrarroja de los minotauros, una capacidad que le permitiría ver extremadamente bien en la penumbra de la mazmorra, Attat recorrió cada una de las celdas con la mirada hasta vislumbrar las manos de Maquesta.

—¿Y quién eres tú? —preguntó el minotauro jefe.

—Maquesta Nar-Thon, hija de Melas —respondió la joven—. Me he criado en el Perechon. He pasado toda mi vida navegando, la tripulación me conoce, y puedo hacerlo. Incluso piloté el barco por las aguas más turbulentas durante la carrera.

—¿Hija? —susurró Attat—. Yo creía que eras su amante. —Las carcajadas de Attat resonaron contra las paredes de las mazmorras—. Me encanta que una chica tenga aspiraciones, pero no que yo las tenga que pagar —dijo con aspereza—. Pero te doy las gracias por una cosa; ahora que sé quién eres me aseguraré de que mueras la última, para que puedas contemplar la muerte de tu padre. Lentamente. —El minotauro dio una palmada y los guardias acudieron corriendo.

»Que se les dé de comer, pero no mucho, y dadles agua —ordenó lord Attat—. Quiero que estén razonablemente sanos, aferrándose a la vida, pensando que tienen una oportunidad. No me producirá ninguna satisfacción si están deseando morir.

Durante los días siguientes obligaron a Maquesta a presenciar las horrendas torturas de Urraca, Canin y Gorz. Los guardianes los sacaron a su padre y a ella de sus celdas para que contemplaran los macabros rituales. A Canin le tocó el potro y después, tras horas de tormento, le devolvieron a su celda con un bullywug, que acabó con él y luego se lo comió.

Para Urraca, fueron brasas ardientes y hierros al rojo vivo seguidos de un enfrentamiento desigual con un grifo. Cuando Maq cerraba los ojos y se tapaba los oídos, seguía viendo la sangre y oyendo los gritos.

A Gorz lo colgaron de las muñecas durante horas mientras se iba cerrando sobre él una funda repleta de pinchos metálicos, perforando su cuerpo. Los guardianes se alegraron al dejarlo vivo para poder tener a alguien a quien torturar al día siguiente.

Maquesta se maldijo a sí misma por haber seleccionado a los hombres que iban a acompañarles a Averon, a su padre y a ella a la fortaleza del minotauro. Si los hombres se hubieran quedado en el Perechon, ahora estarían libres y a salvo. Se preguntó si el resto de la tripulación habría abandonado ya el barco y las lágrimas corrieron por su cara. Por lo menos no caerían en las garras de Attat.

Durante todo el horror, Maq se sintió agradecida por poder estar cerca de su padre, aunque la salud de éste se iba deteriorando con rapidez. Cuando los guardias estaban distraídos con la diversión, Maq hacía lo posible por limpiar la herida de Melas. Parecía que la infección se estaba extendiendo por el brazo. La mayor parte del tiempo el capitán hablaba, sin coherencia, acerca de Mi-al, acerca de la navegación, de barcos, de su juventud, pero nunca acerca de Averon.

Sólo en una ocasión pareció disiparse por completo la bruma de su cerebro; entonces se giró hacia Maq y le habló con claridad.

—Yo te metí en este lío, Maquesta, y todo fue por confiar en quien no debía —comenzó Melas—. Nunca cometas ese error, prométemelo. Puedes confiar en tu familia, pero en nadie más. Prométeme que nunca lo olvidarás. ¡Júralo! —Agarró el brazo de Maq y fijó su mirada hasta que la joven asintió.

—Sí, lo prometo —susurró Maq.

—El dinero es algo que tampoco te traicionará nunca. Recuerda eso también —insistió Melas. Maquesta asintió de nuevo.

Siempre que podía, Maquesta estudiaba la distribución de la mazmorra y la rutina de los guardias con la esperanza de descubrir alguna forma de escapar de allí. Las celdas se extendían en forma de herradura alrededor de una zona central grande, donde estaban expuestos de forma prominente los instrumentos de tortura. Los únicos prisioneros eran, o habían sido, los tripulantes del Perechon, a excepción de un minotauro, una figura musculosa e imponente a quien Maq no había oído aún hablar. Aunque estaba claro que era un prisionero, el minotauro disfrutaba de un tratamiento especial en la mazmorra. En primer lugar, Maq nunca había visto que lo torturasen. A veces los guardias le permitían salir de su celda con grilletes en las pezuñas, y le ordenaban que les ayudara alcanzándoles cosas como los hierros al rojo mientras ellos «trabajaban». Sin embargo, a juzgar por el modo en que el minotauro realizaba estas labores, posiblemente lo considerara una forma de tortura.

La estrecha escalera que comunicaba con el resto del palacio de Attat estaba situada en la cuarta pared de la cámara de torturas. Los peldaños eran la única vía de entrada o salida de la mazmorra.

Como resultado de eso, sólo se asignaban dos guardianes para vigilar en cada turno. Maq había observado que los que trabajaban el turno de noche parecían menos responsables que los otros y a veces traían una botella de una bebida alcohólica con especias que bebían entrada la noche. Durante uno de estos episodios Maq vio que a uno de los guardias se le caía un puñal del arnés. El guardián le dio distraídamente una patada al arma sin saber lo que se le había caído, y ésta fue a parar debajo de uno de los braseros.

Al día siguiente, dejaron salir a Maquesta de su celda para que pudiera ver la tortura final de Gorz, a quien golpearon hasta sangrar copiosamente y luego lo arrojaron dentro de una jaula de hierro con un oso polar. Mientras lo contemplaban la asquerosa escena con creciente excitación, la joven se alejó poco a poco, se agachó al lado del brasero y buscó el puñal. Se quemó la mano, pero consiguió cerrar los dedos alrededor del arma. Al mirar rápidamente alrededor antes de sacarla, Maq se dio cuenta de que el prisionero minotauro la había visto. Sus miradas se encontraron, pero ante el gesto impasible de él, la joven dudó de que diera la alarma. Maq se metió el puñal en el cinturón y observó impotente cómo el oso terminaba de devorar a Gorz.

Sólo quedaban Vartan, Hvel, Melas y ella. Ni siquiera estaba segura de que Vartan siguiera con vida o en qué condiciones se encontraba. Nunca le habían permitido salir de su celda, por lo que no lo había vuelto a ver desde que los habían arrojado a las mazmorras. Tampoco había visto cómo lo torturaban o mataban y eso era un consuelo. Hvel seguía vivo. Por la noche, cuando los guardianes bebían, él la llamaba, pero no estaba muy bien. Le estaban dando de comer la misma cantidad que a ella, que era poco, y los guardias lo abroncaban y se burlaban constantemente de él contándole cómo iban a torturarlo y cuál era la bestia cuyo estómago iba a saciar.

Maquesta sabía que tenía que actuar pronto, antes de debilitarse aún más con las escasas gachas grises que les daban los guardias. Tenía que hacer algo.

Al día siguiente, cuando los guardias los arrastraron a Melas y a ella fuera de sus celdas, estaba preparada. Maq observó hasta que los guardias abrieron la celda de Hvel y empezaron a sacarlo. Bramaron una orden en su lengua al prisionero minotauro, que arrastró los pies hasta la celda. Cuando los tres le estaban dando la espalda, Maq apretó su espalda contra la pared, cerca de uno de los braseros ardientes de carbón, y usó los pies para volcarlo, esparciendo las ascuas sobre un montón de paja mohosa. Durante un instante temió que la paja estuviera demasiado húmeda como para prender; pero entonces comenzó a humear y finalmente brotaron las llamas, que bailaron alegremente en el aire quieto de la mazmorra.

—¡Fuego! —gritó Maq, con la esperanza de que los guardias entendieran esa palabra en la lengua humana. Ya fuera por eso o por el humo, lo cierto es que se giraron alarmados.

Uno de ellos corrió hacia allí y empezó a pisotear la paja. Las llamas le lamieron las pezuñas, y el minotauro aulló mientras seguía con sus esfuerzos, incluso golpeando la paja con su mazo. Maq sonrió para sí, era demasiado estúpido para pensar que el fuego no podía extenderse más allá de la paja. No ardería el suelo de piedra ni las paredes.

El humo formó volutas a su alrededor y empezó a toser. A través de la neblina la joven vio que el otro guardia minotauro corría hacia la escalera. Esperando que el humo le ofreciera algo de protección, Maq sacó el puñal de su cinturón y corrió hacia el guardia que se marchaba. Éste recorrió rápidamente la distancia y colocó su arma contra la pared mientras manoseaba las llaves. ¡No podía permitirle dar la alarma! Corrió hacia él con todas sus fuerzas, pero tuvo que llevarse la mano al costado, que le dolía por el desacostumbrado esfuerzo.

El guardián debía de haberla oído venir, pues se giró y la miró ferozmente. La joven le devolvió la amenazadora mirada y se abalanzó sobre el minotauro mientras éste daba un paso en su dirección. Sin dudarlo un instante, le clavó el puñal en el pecho, donde esperaba que estuviera su corazón. Él se limitó a gruñirle, levantó su brazo derecho y la abofeteó, arrojándola al suelo. La joven cayó de espaldas, sintiéndose mareada. Una sombra cubrió a Maq y al mirar hacia arriba vio al minotauro sobre ella; emitió un gruñido y se sacó el puñal del pecho, lo contempló y gruñó aún más fuerte. La bestia arrojó el pequeño cuchillo al suelo y se agachó para agarrarla. Maq rodó con destreza hacia un lado y se incorporó dándose impulso contra las baldosas en un solo movimiento. Los brazos abiertos del minotauro se cerraron en el aire y gruñó de nuevo.

Maquesta se agachó para recuperar el puñal y dio unos pasos hacia atrás cuando él se lanzó a por ella. Esta vez, sin embargo, su brazo extendido la alcanzó y sus dedos se cerraron sobre la mata de cabello rizado. El minotauro tiró de la joven hacia él y Maq sintió como si le fueran a arrancar la cabeza. Aproximándola contra su pecho, con la cara de ella contra la herida de él, la envolvió con sus brazos y apretó.

Un relámpago de dolor recorrió su espalda y Maq comprendió que se proponía partirle la columna. La joven cerró con fuerza los ojos e, intentando hacer caso omiso de la horrible sensación, se armó de valor y le mordió en la herida. El minotauro aulló de dolor y aflojó la presión justo lo suficiente para que la joven pudiera liberar una mano, la que seguía sujetando con firmeza el puñal. Maq lo apuñaló repetidamente en el costado hasta que, emitiendo un gruñido, la soltó. Esta vez le tocó a él retroceder, dando unos pasos cortos hacia la pared en la que había dejado su arma, una larga espada curva.

¡No! El grito retumbó en la mente de Maq. No podía dejarle coger su arma porque entonces ella no tendría ninguna oportunidad.

—¡No! —gritó Maq en voz alta, haciendo acopio de sus últimas fuerzas para recortar la distancia que los separaba. Entonces, aferrando con ambas manos el pequeño mango del puñal y con la punta apuntando hacia el minotauro, saltó con la daga hacia arriba, clavándola en medio de la garganta. La sangre empezó a brotar del cuello del minotauro, que se tambaleó hacia atrás. Intentó revolverse, con ambas manos en la garganta, intentando sacar el puñal, pero Maquesta había usado tanta fuerza que no lo consiguió y el desafortunado guardia cayó pesadamente de rodillas y luego se desplomó de bruces en el suelo.

El sonido de pezuñas contra el suelo de piedra, a su espalda, hizo que Maq se volviera. Al parecer el segundo guardia había dejado el fuego y corría hacia ella para ver lo que pasaba. Iba armado con una maza de pinchos, con la que trazaba un círculo por encima de su cabeza mientras se acercaba. Maquesta se agachó mientras el arma movía el aire estancado unos centímetros por encima de su cabeza.

Se lanzó hacia adelante y le golpeó en medio del abdomen con la cabeza y el hombro, haciéndole retroceder. La maza cayó al suelo con estrépito y el guardia hizo molinos con los brazos, intentando mantener el equilibrio y seguir sobre sus pezuñas mientras barbotaba sin parar insultos en lengua minotaura.

Impávida y resuelta a ser libre, Maquesta asestó una patada, golpeándole con el pie en la ingle. El minotauro se balanceó, doblándose hacia adelante por el dolor y la sorpresa y finalmente perdió el equilibrio y cayó hacia atrás golpeándose con fuerza el lomo contra las piedras. La bestia gruñó y cayó de espaldas, despatarrado como un muñeco. Maq saltó por encima de él hacia donde había rodado la maza. Se agachó para cogerla y cerró los dedos sobre el mango justo cuando el minotauro empezaba a incorporarse.

—¡Ni se te ocurra! —bramó la joven—. Tú no vas a ninguna parte.

El minotauro consiguió sentarse, haciendo de su espalda un blanco fácil para Maquesta, que corrió hacia adelante, llevó el arma por detrás del hombro y luego trazó un arco hacia arriba con todas sus fuerzas, apuntando hacia su nuca. Falló ligeramente el golpe, pero le atizó entre las paletillas y el guardia cayó hacia adelante, golpeándose la cabeza contra la piedra, entre las piernas abiertas. Como Maq no estaba segura de si se volvería a levantar, le golpeó por segunda vez y se estremeció cuando oyó cómo crujían los huesos del cráneo al fracturarse.

Concluido su espantoso trabajo, Maq soltó la maza e inhaló grandes bocanadas de aire repleto de humo. Tosiendo, se tambaleó hacia el primer minotauro que había matado y lo hizo rodar hasta descubrir el llavero que tenía en el cinturón. La joven tiró de las llaves y aguantó una arcada. ¡Necesitaba aire fresco! El humo del fuego ya había llegado hasta allí. Agarrando el llavero entre sus manos temblorosas, corrió para abrir la celda de Vartan. Este salió tambaleándose, algo desorientado y débil, y Hvel no estaba mucho mejor. Con pesar en el corazón, Maq cayó en la cuenta de que no podía contar con ellos para que la ayudaran a subir a Melas por las escaleras. Tendrían suerte si lo conseguían ellos mismos. Miró hacia el prisionero minotauro que estaba ocupado intentando apagar las llamas.

—Si me ayudas, podremos escapar todos —le contó Maq.

—Y si tú me ayudas a apagar las llamas no bajará nadie a investigar lo que está pasando —dijo el minotauro, asintiendo con la cabeza. Maq sonrió y le ayudó a apagar las últimas llamas. El humo era muy espeso donde ellos estaban pero aún no había llegado a la reja de la puerta que comunicaba con el resto del palacio.

Maquesta apuntó hacia su padre, quien estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared de piedra. Su cabeza caía hacia adelante sobre su pecho, y tosía levemente.

—¿Me puedes ayudar a llevarlo? —preguntó Maq alzando la mirada hacia el minotauro.

—Espera un momento —respondió el prisionero—, primero voy a intentar romper los grilletes. —Su voz procedía de las profundidades de su pecho. El minotauro colocó la cadena que unía sus pezuñas sobre el brasero que seguía de pie. Cuando los eslabones adquirieron un tono naranja brillante los golpeó con una gigantesca maza que los guardias habían usado para fijar las cuñas en el potro de tortura y atascar los engranajes. La cadena se partió como si estuviese hecha de palillos.

—Soy Bas-Ohn Koraf —dijo el minotauro de modo algo formal.

—Y yo soy Maquesta Nar-Thon —gruñó Maq, que intentaba incorporar a Melas y echar un brazo de su padre por encima del hombro.

—Espera, déjame a mí —dijo el minotauro.

Bas-Ohn Koraf levantó con facilidad a Melas, acunándolo entre sus musculosos brazos. Maq condujo a Hvel por la escalera mientras el humo empezaba a disiparse a su alrededor.

Varios minutos después, salieron sigilosamente por una de las puertas de cristal que conducían al jardín, liberados por fin de la oscuridad de los tenebrosos confines de la mazmorra de Attat y los sinuosos pasillos de su palacio.

—Vamos hacia ese gran árbol situado cerca de la muralla. Treparemos por él para saltar la valla —dijo Maq con urgencia. La joven sabía que no era gran cosa como plan, pero era lo único que se le ocurría y no tenía tiempo para ver si se presentaba algo mejor. El minotauro asintió.

Tras dar un rodeo alrededor de una media luna de rocalla, Maq se giraba para exhortar al minotauro a que se diese prisa cuando el rostro sombrío de éste la hizo volverse. Justo delante de ella estaban Attat y el encapuchado Ilyatha, además de un escuadrón de guardias.

A Maq se le cayó el alma al suelo, y luchó para reprimir las lágrimas.

—He de admitir que estoy impresionado —dijo Attat, cuya voz tenía más de amenaza que de aprobación—. Por la humana, Koraf, no por ti —gruñó al minotauro que portaba a Melas.

—¿Cómo has podido saber hacia dónde íbamos para cortarnos el paso? —demandó Maq.

—No ha habido necesidad de seguiros, tenía la ayuda de Ilyatha —respondió Attat.

Maquesta no podía ver el rostro del umbra pero lo miró de hito en hito. Ilyatha agachó la cabeza. Maq no pudo decidir si era un gesto de admisión o de vergüenza.

—Quizás hablé antes con demasiada precipitación —continuó Attat, dando unos pasos al frente hasta situarse a un metro de Maquesta—. Creo que finalmente sí te dejaré capitanear el Perechon. Podría ser una elección peor, por ejemplo Koraf.

—¿Qué pasa con mi padre? —El tono de Maq era brusco, casi imperioso. Estaba al límite de su capacidad y ya no tenía miedo de lo que pudiera hacerle el jefe minotauro—. Quiero que venga conmigo. Se puede recuperar durante el viaje y me será de gran ayuda.

—No, no, no. Pienso que no está en condiciones de emprender un incómodo viaje por mar ¿no crees? —preguntó Attat con fingida buena educación—. Además tengo otros planes para él. Es mi garantía de que volverás, y tu motivación para llevar a buen término la misión.

—Quiero que venga conmigo —dijo Maq con energía—. No quiero que vuelva a tus mazmorras. No duraría ni un día más allí. Y si mi padre muere, tú te quedas sin garantía y yo me quedo sin motivación.

Attat le sonrió y sus labios bovinos empezaron a curvarse hacia arriba; cruzó los musculosos brazos sobre el pecho y sus pulseras refulgieron a la luz del sol.

—Te concederé algo, Maquesta —dijo al fin el minotauro—. No le devolveré a la celda. Mientras preparas el Perechon para el viaje, le daré una habitación en la parte principal del palacio y le diré a Tailonna que se ocupe de sus heridas. Ella se asegurará de que le den comida nutritiva. Estará mejor antes de que partáis. El único que va a volver a la mazmorra es Koraf, aquí presente.

Maquesta oyó a Koraf gruñir bajito y decidió intentar conseguir una segunda concesión de Attat.

—No. Él viene conmigo. —Maq estaba firme, los brazos cruzados, imitando a Attat—. Has matado a tres miembros de mi tripulación, cuatro, si contamos a Averon. Ando escasa de personal, y ya he comprobado que Bas-Ohn Koraf es un trabajador hábil. Estoy segura de poder enseñarle lo que necesite saber acerca de la navegación antes de partir. Podrás hacer con él lo que quieras una vez que regresemos con tu precioso morkoth.

El minotauro echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada, luego clavó en la joven sus ojos, que parecían echar fuego.

—Oh, no tendrás que enseñarle nada a Koraf acerca de la navegación. Su profesión es la de constructor de barcos.

Attat se acarició la barbilla y miró a Ilyatha. El umbra estaba frente a él y Maq sospechó que sostenían algún tipo de conversación. La joven sonrió levemente; al parecer, Attat sopesaba su demanda de liberar a Koraf.

Finalmente el minotauro se giró hacia ella y dio un paso al frente para situarse a sólo unos pocos centímetros. Maq percibió el intenso olor almizcleño, pero no se movió. Sin dejar de mirarla fijamente, levantó un labio en una sonrisa de desprecio, pero luego relajó su expresión.

—Adelante, marchaos —dijo bruscamente Attat—. Pero sólo tú y los otros dos hombres del Perechon —añadió, apuntando a Hvel y a Vartan—. Te espero aquí de vuelta en dos días, lista para partir; entonces te comunicaré mi decisión. Mientras tanto, Koraf se queda aquí.

Maq miró a los ojos de Bas-Ohn Koraf, pero no pudo interpretar lo que allí veía. Este asintió levemente con la cabeza, como dándole permiso para marchar.

Tras asegurarse de que Melas estaba bien instalado y cómodo, Maquesta cogió a Hvel y Vartan de la mano y salieron deprisa por las puertas de plata batida y por la cancela, a las calles embarradas de Lacynes.