Atrapada
—Por suerte para Fritzen Dorgaard su herida no estaba causada por una arpía de mar —explicó Lendle—. Estaba mareado, pero consiguió explicarme que se hirió el brazo al golpearse con un arrecife cuando cayó por la borda. Le he puesto una cataplasma, y ya ha empezado a sanar. —El gnomo le mostró a Maquesta el antebrazo de Fritz, y luego volvió a su trabajo de majar una mezcla de hierbas apestosas en su mortero.
Maquesta miró al semiogro herido y pensó que compartían muchas cosas, además del mestizaje. El barco de Fritzen se había destrozado contra unas rocas. Las esperanzas de ella para su futuro se habían destruido de una forma casi igual de violenta, y muy pronto el barco de su padre pertenecería a otra persona. Ambos estaban prácticamente sin hogar.
Aunque el semiogro, tumbado boca arriba, seguía inmóvil y sus ojos aún estaban cerrados, hubo un leve movimiento de párpados, y parecía algo más tranquilo. También había recuperado algo de color, cosa de la que Lendle se mostró orgulloso. Por suerte para todos aquellos que habían enfermado en el Perechon, los mejunjes medicinales de Lendle siempre habían funcionado mejor que sus artilugios mecánicos.
—¿Te dijo alguna otra cosa después de darle la betónica? —Maq formuló la pregunta de forma casi mecánica, preocupada como estaba con su plan de juntar a Melas, Averon y el jefe minotauro Attat. Quizá, si lo planeaba bien, no perderían el Perechon, después de todo.
—Está avergonzado. —Lendle dejó de majar para contemplar a Fritzen—. Avergonzado y herido allí donde una cataplasma no puede curarle. Intentó decirle a su capitán que no se acercara tanto a las rocas, pero sus palabras no fueron suficientemente convincentes. No sólo perdió el Torado a manos de las arpías de mar sino que fue incapaz de salvar a su capitán. Y al final, se agarró a uno de los hipocampos. Se está maldiciendo por haber abandonado el barco y a la tripulación para salvarse él. No sé si conseguirá olvidarse alguna vez de eso.
«Sí —pensó Maquesta—, quizás algunas heridas son demasiado profundas para cerrarse».
—Melas, Averon, yo y algunos otros vamos a volver hoy a Lacynes —dijo Maq—. ¿Necesitas alguna cosa más para cuidar de Fritzen?
—¿Qué necesidad tenéis de ir a Lacynes? —preguntó molesto Lendle, mirándola fijamente—. Tu padre no parece tener el ánimo necesario como para ir a buscar trabajo para el Perechon y así pagar nuestro salario. Y creo que seguir bebiendo cerveza no va a beneficiar a nadie.
—No te preocupes, Lendle —contestó Maq—, tenemos que resolver algunos asuntos que incluso podrían conducirnos al día de paga en un futuro no muy lejano.
Maq apretó los dientes en una sonrisa que no convenció al gnomo y luego dejó la armería para organizar la visita a tierra firme con Melas. Se encaminó con paso resuelto hacia su camarote, decidida a hacer que su plan funcionara a la perfección.
—¿Padre? —Maquesta empujó suavemente la puerta del camarote de Melas. Sumido en una oscura desesperanza, el capitán llevaba desde la noche anterior sin salir del camarote. Lo encontró de nuevo sentado a su mesa, con Averon sentado en un taburete a su lado. La conversación cesó en cuanto Maq entró en la habitación.
Maq no había previsto que el primer oficial estuviera con Melas. Al no estar preparada, notó que el dolor y la ira eran evidentes en su rostro cuando lo vio. Pero Averon, que ofrecía su perfil hacia la puerta, ni siquiera la miró. Su mirada se perdía más allá de la cabeza de Melas, en alta mar, a través de una portilla. Un su interior Maq seguía furiosa con el mejor amigo de su padre, un hombre cuya amistad ella también había valorado.
—Padre —comenzó Maq—. He descubierto quién tiene tus papeles. Ya no los tiene el maestro de apuestas. Es un minotauro que se llama Attat Es-Divaq. ¿Lo conoces? —Maq pensó que quizás había algún resentimiento entre Melas y Attat.
Melas negó lentamente con la cabeza.
—Creo que tú, Averon y yo deberíamos ir a verlo antes de que venga a cobrar su deuda. Nos ofreceremos a trabajar para pagarle. Eso representaría trabajar para un minotauro, pero por lo menos conservaríamos el Perechon. Y quizá ganemos algo más de acero para pagar a la tripulación.
Era lógico que Averon, al ser el mejor amigo de Melas y el primer oficial, los acompañara, y al hacer la sugerencia delante de ambos, Maq veía imposible que se pudiera negar. La joven estaba convencida de que si conseguía que se reunieran Melas, Averon y ella misma con el jefe minotauro que estaba en posesión de los papeles de su padre, sería capaz de provocar a Averon para que revelase su duplicidad. Pero también creía que Averon intentaría evitar esa confrontación.
—Sí. —Melas se detuvo, estudiando la idea—. Averon estaba sugiriendo eso mismo.
¿Por qué habría propuesto Averon la reunión? ¿Quizá estaba equivocada? Esta novedad inquietó a Maq, pero era incapaz de entresacar nada de la actitud de Averon. Éste seguía mirando fijamente la portilla. Seguía sin mirarla.
Melas sin embargo, siempre optimista y hombre que prefería hacer cualquier cosa a no hacer nada, se sentía atraído por la idea de visitar a Attat.
—Sí, cojamos al toro por los cuernos, y nunca mejor dicho. Sólo nosotros nos podemos ocupar de esto. —Melas habló tanto para sí mismo como para Averon y Maq—. El Perechon es un buen premio, no hay nave mejor, pero premio mucho mejor si además tiene la mejor tripulación del Mar Sangriento. ¡Sí! —Melas golpeó la mesa con la mano abierta, sobresaltando a Averon y a Maq, que seguían absortos en sus propias meditaciones. Sus ojos habían vuelto a recobrar la chispa y estaba eliminando rápidamente la resaca de toda la bebida que había consumido la noche anterior.
»Iremos después del almuerzo —continuó Melas—. Reúne a algunos de los hombres para que vengan con nosotros. Lo más prudente es no estar en inferioridad numérica cuando se entra en una fortaleza minotaura.
El capitán se puso de pie y en tres zancadas se plantó ante ella para darle un cariñoso abrazo de oso.
—Maq, haremos que esto funcione —dijo confiado Melas. Soltó a su hija y palmeó amistosamente a Averon en la espalda, luego se volvió hacia la puerta. La abrió ostentosamente y extendió la mano, indicándole a Maq que ella debía salir.
—Bueno, venga. ¿No era esto lo que me estabas pidiendo que hiciera? —oyó mientras se alejaba, que su padre le decía a Averon. No escuchó la respuesta del primer oficial, pero éste salió detrás de ella.
Aunque la tripulación parecía complacida de tener de nuevo a su capitán entre ellos, incluso la presencia de Melas fue incapaz de alegrar el almuerzo de ese día. Varios de los marineros continuaban demasiado indispuestos por la resaca como para arrastrarse hasta la mesa. Los que lo consiguieron comieron un puré claro de judías, que era todo lo que Lendle era capaz de cocinar, ocupado como estaba por los cuidados de Fritzen y con los escasos víveres de que disponía. La tripulación estaba embargada por una inquietante sensación de incertidumbre.
Melas comió rápido, luego se levantó de la mesa y empezó a impartir órdenes casi con la misma energía y autoridad de siempre.
—Averon, ven conmigo —bramó el capitán—. Maquesta, empieza a bajar la chalupa. Nos iremos enseguida.
Maq se había ocupado personalmente de la selección del grupo que iba a ir a tierra, ya que no quería que se encargara Averon. Un rato antes, nada más salir del camarote de Melas, había hablado de nuevo con Hvel y otros cuatro. —Canin, Urraca, Micah y Gorz— diciéndoles a todos ellos que fueran armados y preparados por si surgían problemas. Se tomaban las mismas medidas de precaución para cualquier visita a Lacynes, así que los marineros no se sorprendieron en absoluto. Maq se alegraba de que Averon se hubiera ido con Melas; se proponía repetir las recomendaciones en cuanto estuvieran todos en la chalupa, pues quería que todo el mundo estuviera sobre aviso.
Al ponerse en pie, Maq hizo un ademán hacia los otros para que también se incorporaran. La joven se enfadó al ver que Vartan se incorporaba con Hvel, que era su mejor amigo. Cuando Maq había hablado con Hvel, éste sugirió que los acompañara Vartan, y ella se había opuesto de forma enérgica. En su opinión, el timonel sólo era una cara bonita que aún no había demostrado su valía, y lanzó una mirada fulminante a su amigo Hvel. Éste se encogió de hombros como si alegara impotencia. Maq decidió no darle por el momento mayor importancia; hablaría luego del asunto con Hvel cuando regresaran al barco. Así que habría media docena de marineros acompañándola, además de Averon y Melas.
El viaje desde el Perechon hasta el embarcadero transcurrió sin novedad. Los tripulantes seguían sin saber nada de la apuesta de Melas y el riesgo de perder la nave. Maq había decidido no compartir esa información hasta que llegara a su desenlace la entrevista con Attat. Los marineros pensaban que iban a acompañar a Melas a una audiencia con el minotauro en la cual, suponían, el capitán iba a solicitar una misión para el Perechon. Maq seguía preocupada por la actitud de Averon, que le resultaba difícil de interpretar. Según se iba acercando la chalupa al embarcadero, tanto Melas como Averon dieron muestras de una creciente agitación.
Tras atracar y asegurar la chalupa en el embarcadero, Averon encabezó el grupo que se alejó del malecón por las calles de Lacynes.
—¿No deberíamos preguntar por el camino de la residencia de Attat? —preguntó Maq desde la retaguardia.
—No te preocupes —contestó Averon—. Conozco el camino. Éste es uno de los muchos temas en los que puedo serte de ayuda, Maq. —El primer oficial terminó su comentario con algún chiste al oído de Melas. Su ostentosa demostración de la categoría que le confería su amistad con el capitán acentuó la determinación que sentía Maq por desenmascararlo.
Resultó que el palacio de Attat estaba bastante alejado de la primera línea de mar, una distancia que se vio incrementada por el hecho de que no hubiera un modo directo de llegar allí a causa de la desordenada disposición de las calles de Lacynes. La mayoría de las viviendas minotauras era similar a los edificios que Maq había visitado esa mañana: desvencijadas, con escalas en vez de escaleras y nunca más de tres pisos. Sin embargo, alguno de los nobles más acaudalados tenían residencias más opulentas. Maq había oído hablar del palacio de Chot Es-Kalin, el autoproclamado gobernador de Lacynes; decían que era casi una ciudad dentro de la ciudad. A pesar de ello no estaba preparada para el palacio de Attat.
Aunque ubicado dentro de los muros de la ciudad, lo rodeaba su propia e inmensa muralla, que Maq estimaba debía medir casi siete metros de alto. Ante la puerta principal, cerrándoles el paso, había dos enormes guardianes minotauros ataviados con grebas de cuero y pectorales de bronce. Iban armados con sendos bardiches, que eran unas largas lanzas con un hacha curva en el extremo superior, cuya hoja relucía amenazadora al sol. Melas intentó decirle a los guardianes lo que querían pero, al parecer, los minotauros no hablaban la lengua común de los humanos. Resultó que Vartan sí hablaba algo de la lengua de los minotauros y fue capaz de explicarles sus intenciones. El marinero sonrió pícaramente a Maq cuando quedó claro que los minotauros comprendían lo que decía. Los centinelas hicieron llamar a un esclavo humano de aspecto lamentable, quien se marchó y volvió al rato con el mensaje de que Melas y los otros podían pasar.
Melas iba en cabeza al atravesar el patio polvoriento que estaba vacío, a excepción de otros guardias, ataviados de forma similar a los de la puerta e igualmente armados. Maquesta se preguntó si era probable que hubiera más guardias ocultos. El grupo avanzó con cautela hasta un par de altas puertas de madera con incrustaciones de plata batida, el metal precioso favorito de los minotauros. Maq se sorprendió ante la calidad del trabajo del artesano, que era sin duda uno de los mejores de Krynn. Mientras la joven estudiaba los paneles, las puertas giraron silenciosamente sobre bisagras bien engrasadas, incluso antes de que Melas pudiera llamar. El grupo entró en una pequeña antesala, que conducía a otra entrada flanqueada por dos columnas de madera talladas profusamente. Había dos guardias más, éstos con pectorales de acero, que les dejaron pasar al gran salón del palacio.
La estancia cumplía un doble propósito: impresionar e intimidar. Maq percibió el asombro y la agitación de los otros tripulantes, todos ellos aventureros experimentados, y la sintió ella misma. La longitud de la sala era casi igual a la del Perechon, tres veces mayor que la anchura. A ambos lados de la sala había sendas filas de inmensas columnas de granito pulido. Tras ellas había nichos sombríos, algunos de los cuales llevaban sin duda a otras secciones del palacio.
En el extremo más alejado se alzaba una ancha tarima recubierta de gruesas alfombras, sobre las que había un imponente sillón de madera tallada en el que estaba sentado el jefe minotauro. Éste se hallaba rodeado de guardianes, varios de los cuales resoplaron cuando se acercaron Melas y sus acompañantes. Maq no pudo reconocer al animal de escamas doradas que colgaba entre dos pequeñas columnas situadas detrás del trono. Las escamas centelleaban débil y cálidamente bajo la luz que entraba por las ventanas de una pared detrás de la tarima. Varias antorchas encendidas incluso ahora, al mediodía, y situadas en hacheros en las paredes, contribuían también a iluminar la sala. A través de las ventanas se veía lo que parecía un jardín bien cuidado y repleto de plantas, estatuas y pájaros multicolores.
Además de Attat, sus guardias y varios esclavos, el gran salón albergaba un zoológico de criaturas fantásticas, cada una de ellas encadenada a una de las columnas. Maq era incapaz de reconocer a algunas de ellas, pero a otras sí. Había un grifo encadenado directamente enfrente de un hipogrifo —una mezcla de caballo y águila—, la presa natural de éstos. La proximidad ocasionaba en ambos una constante agitación, lo que parecía constituir una gran fuente de diversión para Attat. Un oso polar con un pelaje asombrosamente blanco tensaba su cadena, emitiendo de vez en cuando un rugido de frustración. Agachado cerca de la base de una de las columnas, vio el físico deforme de un goblin de Curik Cha’al que estaba babeando y farfullando.
—Un bullywug —susurró Hvel, que caminaba al lado de Maq, cuando pasaron ante los ojos saltones de una criatura parecida a una rana, cuya lengua entraba y salía de su boca continuamente—. Es carnívoro.
Maq se estremeció al recordar que sin duda venía hacia aquí el osquip que Lendle y ella habían visto hacía unos días, conducido mediante una cadena por un minotauro. La joven sospechaba que estaría encadenado a una de estas columnas si su guardián no le hubiera cercenado la cabeza.
El jefe minotauro no les quitó el ojo de encima desde el momento en que entraron en la sala, casi como si estuviera valorándolos como posibles incorporaciones a su zoo privado. Ahora que ya estaba ante él, Maq abrió los ojos de par en par y respiró hondo al darse cuenta de que era el mismo minotauro que Lendle y ella habían visto cerca del mar el día antes de la carrera, el que había acabado de un solo golpe con el osquip. El gnomo y ella habían pasado ante el mismísimo lord Attat, sin saber que en ese momento sujetaba en sus manos el Perechon tan firmemente como la cadena que rodeaba el cuello de la desafortunada bestia. Además del cinturón de joyas que llevaba el otro día, Attat exhibía ahora muñequeras de plata y un collar incrustado con grandes gemas, cualquiera de las cuales podría probablemente comprar un barco del tamaño del Perechon.
—¿Qué os parecen mis animales de compañía? —El jefe minotauro se dirigió a los humanos en Común, con una voz grave, aunque no tan gutural como la solían tener otros minotauros con los que Maq había hablado.
—Imagino que no serán muy afectuosos —comentó Melas, dando unos pasos al frente mientras los demás se quedaban atrás.
Maquesta observó con detenimiento a su padre y a Attat. Era obvio que este lord precisaba ser tratado con deferencia, pero en la forma de ser de Melas había poco lugar para los halagos. Maq esperaba que su padre fuera capaz de controlarse.
—Eso es cierto, pero me proporcionan otros placeres —explicó el jefe Attat, para seguir con una peligrosa insinuación—. Y los invitados de mis mazmorras parecen disfrutarlos inmensamente.
—Soy Melas Nar-Thon y…
—Sé quién eres, humano —le interrumpió Attat—. El famoso capitán de barco, señor del velocísimo Perechon —dijo con tono insultante—. Te estaba esperando —añadió, sorprendiendo a Melas—. No has hecho nada por ocultar tu procesión hasta mi humilde morada —explicó Attat—, y no me faltan amigos en este puerto para mantenerme informado de los asuntos que me puedan interesar. —El jefe minotauro entrecerró los ojos antes de dirigirlos hacia Maquesta.
«Soplones y espías quieres decir».
Durante un instante Maq pensó que había perdido la cabeza y había hablado en voz alta, tan convencida estaba que sus palabras se habían oído. Pero no. La falta de reacción de quienes la rodeaban indicaba que se había guardado para sí misma su opinión acerca de los «amigos» de Attat.
—Me has ahorrado un viaje —prosiguió Attat—. Tenía planeado bajar hoy hasta el Perechon para reclamar lo que es mío.
Maq vio que Hvel y Vartan, que estaban detrás de Melas, intercambiaban una mirada de extrañeza. Les hizo un gesto para que se mantuvieran en silencio. Attat parecía estar disfrutando de su pequeño juego. Las pocas esperanzas que le quedaban a Maq de solucionar el problema, conservando el Perechon, se estaban desvaneciendo por momentos.
—Espero convencerte de lo contrario —respondió Melas—. He venido para proponerte un negocio.
—¡Qué interesante! —murmuró Attat—. Tantas propuestas que considerar y tan poquito tiempo.
Melas, que estaba decidido a hacer su exposición, hizo caso omiso del comentario y prosiguió.
—Mi idea es sencilla y beneficiosa para ambos —explicó el capitán—. Mi tripulación y yo nos quedamos en el Perechon y navegaremos por donde tú quieras hasta que te podamos volver a comprar el barco.
—¿Estás sugiriendo que trabajaríais sin cobrar? —preguntó Attat, claramente intrigado.
—Lo haría, sí —prosiguió el capitán—. Y sospecho que la mayoría de los tripulantes también. Incluso ahora hay veces que navegamos sin el dinero. Podríamos negociar un salario reducido para aquellos que necesitasen cobrar. Nos haría falta algo de dinero para las reparaciones y el mantenimiento del barco, para víveres y quizás algo de dinero en metálico para las visitas a los puertos, pero sería bastante menos costoso que si tú mismo tuvieras que armar el barco y pagar el sueldo completo de una tripulación.
—Ejem. —Attat, reflexionó, aparentemente interesado—. ¿Por qué debería pagar yo el sueldo de una tripulación que, sin duda, te va a ser más fiel a ti que a mi?
—Porque aunque el Perechon es una buena adquisición, es menos valioso si no tiene la mejor tripulación del Mar Sangriento —contestó el capitán con convicción.
Melas tenía los brazos pegados al cuerpo y los puños cerrados mientras esperaba la decisión de Attat, y su hija pudo advertir la tensión en los tendones de su cuello. La joven no debería haberse preocupado por el comportamiento de su padre. Estaba en juego el futuro de su querido Perechon.
—Da la casualidad de que tengo en mente una misión inmediata para el Perechon. —Las palabras de Attat atrajeron de nuevo la atención de Maq—. Dime si te interesa.
»Como habrás podido observar, colecciono criaturas exóticas. —Attat trazó un arco en dirección a las bestias encadenadas—. Mi colección es mucho más extensa de lo que ves aquí; he construido un zoológico en mis jardines. —Attat indicó la ventana que había detrás de la tarima y sacó pecho.
»Pero hay una criatura —prosiguió el jefe minotauro—, que sería la joya de mi colección: un morkoth. ¿Has oído hablar de ellos?
Melas frunció el ceño, sumido en una profunda concentración, pensó un minuto y luego negó con la cabeza.
—A veces los llaman espectros de las profundidades —intervino Hvel, quien, al parecer, tenía un extenso conocimiento de la arcana zoología de Krynn—. Son criaturas malvadas, letales y muy inteligentes. Tengo entendido que viven en túneles submarinos y que son muy difíciles de encontrar, a no ser que sepas dónde buscar. Hay quien afirma que los morkoth tienen aspecto humano, pero con aletas y escamas en el resto del cuerpo, y con una cabeza como la de un calamar, incluido un pico mortífero. Otros dicen que se parecen más a un pez que a una persona, o que son en parte pulpos. Sospecho que en realidad hay pocos supervivientes que puedan describir uno con precisión. —Hvel dio un paso hacia atrás como si hubiera completado un recital. Era evidente que estaba orgulloso de saber tanto sobre el mar. El marinero le guiñó un ojo a Maq, y ésta frunció el ceño como respuesta.
—Correcto, muy bien —dijo Attat, divertido—. Hay descripciones contradictorias, y ésa es una de las razones por las que dichos animales han despertado mi curiosidad. Quiero ver cómo son en realidad. Quiero poseer uno. He hecho construir una gruta en mi jardín para el morkoth. La bestia será la pieza central de mi zoo y un logro que debería demostrar de forma definitiva mi superioridad sobre ese bruto ignorante Chot Es-Kalin, quien osa llamarse rey de Nethosak —bramó Attat, usando el nombre minotauro de Lacynes.
»Mis exploradores han reunido suficientes historias y rumores como para delimitar la localización del morkoth en las aguas llamadas cabo del Confín, más allá de la costa noroeste de Saifhum. Vive cerca de una colonia de kuo-toas. No me interesa adquirir un kuo-toa, ya tengo una pareja.
Los miembros del contingente del Perechon conocían esta raza de hombres-pez que odiaban a los habitantes de la superficie y eran feroces luchadores. No querían enfrentarse a ellos.
—La misión que propones es muy difícil —dijo Melas—, sin embargo, no acabo de entender por qué necesitas al Perechon en concreto para llevarla a cabo.
—Bueno —contestó Attat en tono altanero—, en realidad no necesito al Perechon para esta misión, lo que sí quiero es un morkoth. Mi barco, el Katos, es de primera calidad pero, para ser franco, no tan rápido como el Perechon. Nunca hubiera ganado la carrera de no ser por esa desafortunada racha de mal tiempo que os encontrasteis.
Maq se quedó boquiabierta. ¡Attat era el dueño del Katos! La joven se sintió de repente desasosegada, sin causa aparente, tras descubrirlo en medio de una reunión sobre la posesión de los papeles de su padre.
—Pero es evidente que sería mucho menos costoso usar una tripulación de humanos mercenarios que tener que reclutar y entrenar a una tripulación de los mejores minotauros. Además, si ocurriera algún desgraciado accidente, odiaría perder a los minotauros —continuó Attat, con los ollares muy abiertos, gesto que Maq ya reconocía como señal de que Attat se estaba divirtiendo.
—Si he de ser sincero —intervino Melas—, tal y como lo describes, si los kuo-toas viven cerca del morkoth es posible que estén aliados con él. Si éste es el caso, y la meta es la captura del morkoth, creo que debemos esperar que ocurra ese desgraciado incidente.
Las palabras del capitán no causaron efecto ninguno en Attat.
—Incluso si consiguiéramos superar a los kuo-toas y capturásemos al morkoth, ¿cómo nos las arreglaríamos para traerlo hasta aquí? O mejor aún ¿cómo podríamos llegar hasta él en primer lugar, si ninguno de nosotros tiene agallas para respirar en el agua? —preguntó Melas.
—He considerado a fondo ese problema. ¡Guardias!
Attat dio una sonora palmada. Dos de los guardias minotauros caminaron hasta el gran ventanal que había detrás de la tarima. Descorrieron una cortina y abrieron dos grandes puertas de cristal. Como si hubieran estado esperando la señal entraron otros dos guardias, que sujetaban rudamente por los brazos a una alta elfa de mar. Ésta tenía la piel de un color azul pálido que relucía con una pátina plateada. El vestido blanco hasta las rodillas que llevaba puesto se le pegaba al cuerpo, señal de que acababa de salir del agua. Su largo cabello, liso y brillante, caía hasta la parte de atrás de sus muslos y goteaba, formando un pequeño charco tras ella. Sus ojos de color esmeralda recorrían de forma furtiva la habitación, evitando a Attat. Sus manos palmeadas estaban atadas delante y llevaba grilletes en los tobillos, lo que la obligaba a arrastrar los pies cada vez que los minotauros la empujaban hacia adelante. La elfa mantenía la cabeza erguida con orgullo, lo que le confería un aspecto desafiante a la voz que traslucía la profunda humillación que sentía al verse encadenada.
—Permitidme que os presente a Tailonna —dijo Attat en tono burlón—. Uno de los muchos huéspedes de mi humilde morada. —El minotauro se puso de pie e hizo un ademán a los guardias ordenándoles que la llevaran a su lado. Luego se sentó pesadamente y contempló a la elfa de mar.
Tailonna, quien había sido arrastrada hasta ocupar su sitio al lado de Attat, miraba directamente al frente, negándose a hacer caso alguno del minotauro, a la par que evitaba las miradas de Melas y su tripulación. Maq estaba impresionada por la dignidad de la criatura cautiva.
—Tailonna nos ha llegado procedente de las aguas costeras cercanas a la colonia de kuo-toas —continuó Attat—. Mis exploradores tuvieron la suerte de «adquirirla» durante la misma expedición en la que oyeron hablar del morkoth. Desgraciadamente, como tiene la habilidad de transformarse en una nutria y otras cuantas cualidades mágicas, la hemos tenido que mantener dentro de un tanque especial durante su estancia aquí, usando estas cadenas especiales con la cerradura encantada cuando la sacamos de él. Así que me temo que no esté muy contenta con nuestra hospitalidad.
El gesto pétreo de Tailonna se mantuvo inalterable durante toda la burlona parrafada de Attat.
—La elfa será muy útil en cualquier intento de atrapar al morkoth —añadió Attat—, ya que sabe cómo preparar una poción que permite inhalar agua coma si fuese aire y respirar bajo el mar a los humanos y otras criaturas de la superficie.
«¿Y por qué iba a ayudarte?». Maq se sorprendió ante su atrevimiento; pero cuando Attat no reaccionó, se dio cuenta de que sólo había pensado las palabras, sin decirlas en alto, aunque tenía de nuevo la sensación de que la estaban oyendo.
La pregunta era pertinente, y la hizo el propio Melas un instante después, aunque de un modo más educado.
—He descubierto que Tailonna me causa muchos más disgustos que alegrías en lo que se refiere al entretenimiento —dijo Attat—. Si ayuda a capturar al morkoth, he acordado soltarla cuando lo tenga encarcelado aquí. Sabiendo lo honorable que es el pueblo elfo creo que puedo confiar en que os ayude. —Attat se burlaba de su prisionera.
Melas miraba de soslayo a la elfa de mar prisionera. Nada que le hubiera dicho Attat le había hecho sentirse más incómodo. Seguía teniendo los brazos a los costados, con los puños cerrados. Maq observó con preocupación que cada centímetro del cuerpo de su padre denotaba su tensión.
Attat dio de nuevo una sonora palmada, esta vez sin pronunciar palabra. Maq recorrió la sala con la mirada. Su búsqueda concluyó en un nicho situado a la izquierda de la tarima del jefe minotauro. Algo o alguien que había detrás estaba corriendo una pesada cortina de terciopelo rojo que cubría el vano en forma de arco del nicho. Una figura envuelta en la capa salió de la oscuridad del fondo del nicho, sujetando una larga vara acabada en un gancho de aspecto malvado.
Maquesta miró de hito en hito la figura, convencida de que la había visto antes. Mientras seguía boquiabierta, Attat conminó a la figura a que se acercara.
—He aquí otra incorporación útil para la tripulación del Perechon durante la expedición del morkoth. ¡Ilyatha, retira tu capucha! —ordenó el minotauro.
La figura se había quedado justo en el arco del nicho, sin salir a la sala principal, bien iluminada por el sol del atardecer. Alzó una fina mano con garras y retiró la capucha hacia atrás. Los ojos verdes del ser parpadearon con rapidez, y él pareció encogerse para huir de la luz.
Maq no tenía ni idea de lo que estaba contemplando. Tenía un leve parecido con un hombre, pero con el cuerpo y la cabeza recubiertos de un corto pelaje negro. Bajo la amplia capa se veía una túnica con un brocado de aspecto costoso, que parecía más bien un tabardo por las aperturas laterales. La mirada, que examinaba a Melas, Maq y los otros, sugería una inteligencia excepcional y exigía un respeto inmediato; pero la cara, con una nariz chata y aplastada, y unos colmillos inferiores muy afilados que sobresalían por encima del belfo superior, evocaba la imagen de alguna otra bestia, tal vez un simio. Maq se volvió hacia Hvel y arqueó las cejas en un gesto interrogante, pero incluso él parecía perplejo.
Soy un umbra.
Aunque la joven sabía que no había pronunciado la pregunta acerca de la naturaleza de esta criatura, Maquesta sintió de nuevo como si la hubieran oído, y esta vez le habían contestado. Hvel también lo había oído y tenía los ojos abiertos de par en par; Maq sabía por qué. ¡Los umbras eran parte de las leyendas, no existían! Se volvió para mirar a la criatura.
Soy, para mi pesar en estas circunstancias, de carne y hueso. En vuestra lengua, lo más parecido a mi nombre es Ilyatha. Al igual que Tailonna, soy prisionero de Attat y aunque las razones de mi presencia obligatoria aquí son tal vez más sutiles que las suyas, son igual de reales.
Ilyatha habló con una gran tristeza. ¡Sólo que Maq lo estaba mirando directamente, y sus labios no se habían movido! Maquesta frunció el entrecejo y empezó a abrir la boca para hacer una pregunta imprescindible.
—Sí, Ilyatha es telépata —explicó Attat—. No sólo comunica sus pensamientos sin hablar, es inútil intentar ocultarle los vuestros. Es un talento que a menudo resulta un fastidio; pero que debería resultar muy valioso en la misión de superar a los kuo-toas y traer al morkoth.
—¿Sabe navegar? —preguntó Melas, quien contemplaba al umbra con suspicacia.
—Pues claro —respondió Attat, riendo entre dientes—. Ilyatha tiene una propensión especial a viajar mediante energía eólica. De hecho, visteis una demostración de ello durante la carrera. Ilyatha, muéstrale al capitán lo que quiero decir.
El umbra se mostró renuente, pero sacó del interior de su capa una larga y delicada flauta, tallada con esmero. Cuando se la llevó a la boca, Maquesta observó fascinada que tenía los brazos unidos a los lados del cuerpo con finas membranas, como las alas de un murciélago. Empezó a tocar una melodía pura, con tonos agudos, que subía y bajaba sobre sí misma, jugueteando con la memoria de Maq. Según iba aumentando el tempo de la melodía, Maq notó que se empezaban a agitar las cortinas de detrás de la tarima y que las llamas de las antorchas empezaban a agitarse. Una suave brisa le acarició el cabello y de repente una ráfaga de viento cogió desprevenida a Maq y la hizo tambalearse, yendo a chocar con Vartan, quien la asió del brazo y le dedicó una sonrisa condescendiente. Maq vio que éste había abierto las piernas para mantenerse de pie contra el viento que había aparecido de forma inexplicable en la gran sala.
Entonces Maquesta recordó dónde y cuándo había oído aquella melodía: en el Perechon, durante la carrera, cuando finalmente el Katos los había adelantado. La fascinación que sentía se tornó en furia contra Attat e Ilyatha, quienes se habían confabulado para usar magia con el propósito de que el Perechon perdiera. La joven miró a su padre y vio, por el gesto atormentado que aparecía en su rostro, que él también se había dado cuenta.
El viento tiró de un escudo metálico decorativo que estaba suspendido encima del trono de Attat, haciéndolo rodar por la alfombra y caer en el suelo de piedra con estrépito.
—¡Basta ya! —bramó irritado el minotauro, quien chasqueó los dedos para que uno de los guardianes recogiera el escudo.
Ilyatha apartó la flauta de sus labios y el viento cesó al momento.
—Pones a prueba mi paciencia, Ilyatha, y eso no es bueno como ya deberías saber. —Attat miraba fijamente al umbra, quien se subió la capucha y volvió al sombrío nicho del que había salido.
—¿Y qué pasa con mi paciencia? —demandó Melas, cuyas palabras estaban repletas de evidente furia—. ¿Cómo puedes esperar que acepte la misión de navegar en el Perechon en beneficio tuyo para poder recuperarlo, cuando has demostrado de forma tan patente que no eres de fiar? ¡Has usado magia para ganar la carrera! ¡Eso está prohibido por el reglamento! ¡Voy a quejarme al Consejo Supremo!
El minotauro echó atrás la cabeza y rió, y los tonos graves de su risa retumbaron por las paredes de la cámara.
—Vamos, Melas, no seas idiota —respondió alegremente el minotauro—. Yo me limitaría a negarlo, al igual que todos los marineros del Katos. ¿Crees realmente que el más alto estamento de gobierno de los minotauros va a dar más credibilidad a la palabra de un humano que a la de uno de sus nobles? —preguntó Attat con los ollares abiertos de par en par—. Estoy convencido de que irás tras el morkoth para mí, y creo que lo harás porque es tu única posibilidad, si bien escasa, de recuperar el Perechon.
Durante un instante, Melas se irguió con furia, mirando fijamente a Attat. Maq veía latir su pulso en la sien, pero luego sus hombros se hundieron, bajó la mirada. Estaba atrapado por la complejidad de los planes de Attat. ¿Era posible que el jefe minotauro hubiera urdido todo esto desde un principio con el simple propósito de encontrar un peón para su cacería de la bestia?
—Sí, lo haré —respondió el capitán. Su voz era poco más que un susurro—. ¿Cuándo quieres que partamos? Tardaremos un par de días en pertrecharnos de lo necesario y…
—¡No! —La objeción partió de Averon, quien había estado de pie, en silencio, al lado del capitán durante toda la reunión. El primer oficial dirigió su exclamación a Attat, no a Melas—. ¡Teníamos un trato! ¡Yo te he pagado! ¡Yo iba ser el capitán del Perechon en la misión de atrapar al morkoth! —gritó el primer oficial, lanzándose hacia la tarima.
—¿Que le pagaste? —preguntó Melas, mirando atónito a su amigo—. ¿Por qué? ¿Con qué dinero? ¿Cómo que tú serias el capitán del Perechon?
—Te quería ayudar —dijo Averon, volviéndose hacia Melas con una expresión salvaje en los ojos—. Por una vez quería ser yo quien te ayudase a ti, en lugar de ser siempre tú el que me ayuda a mí. ¡Quería demostrar que yo podía capitanear el Perechon para que lo recuperaras! —El primer oficial suplicaba, más desesperado a cada segundo que pasaba. Melas lo miraba con los ojos abiertos de par en par, sin creerse lo que estaba viendo.
—Aquí, tu amigo —intervino Attat con tono sarcástico— es el reciente ganador del suculento pago de una apuesta que hizo sobre la carrera, un envite a que el Katos ganaría.
Maq se sintió destrozada por la enormidad de la traición de Averon, a pesar de que estaba al tanto de lo ocurrido. Él debía de saber que el Perechon sería incapaz de ganar, quizás incluso se había confabulado con Attat para provocar su derrota. Maq cerró los ojos por un momento, pero los abrió a tiempo de ver cómo Averon saltaba sobre la tarima emitiendo un ahogado grito de protesta a la vez que sacaba una daga de su cinturón y se abalanzaba contra Attat. En el mismo instante, Melas desenvainó su espada y se lanzó tras él.
Maq no estaba segura de si su padre tenía intención de hacer daño a Averon o de ayudarlo. Pero no importó. Con una serie de gráciles movimientos, Attat rodó hacia un lado para esquivar el arma de Averon, se incorporó de la silla, sacó un espadón de su arnés, se giró y, sujetando la empuñadura con ambas manos, le cortó la cabeza a Averon.
Lo que siguió pareció ocurrir a cámara lenta, como en sueños, para Maq. El cuerpo decapitado de Averon se desplomó a los pies de Attat chorreando sangre, mientras su cabeza rodaba por la tarima y caía con un sonido sordo sobre el enlosado, con los ojos abiertos de par en par. Parpadearon una vez, un reflejo muscular, y se tornaron fijos y vidriosos.
En la tarima, uno de los guardias minotauros que estaban al lado de Tailonna apuntó con su shatang, una lanza con lengüeta, hacia Melas, que estaba ante Attat con su espada desenvainada. Justo cuando el guardián iba a lanzar el arma, la elfa de mar le propinó un empujón que le hizo fallar el tiro, dirigido al centro del pecho de Melas. El shatang le dio de todas formas en el hombro con tanta fuerza que lo tiró hacia atrás y lo clavó contra la tarima.
—¡No! —gritó Maquesta, lanzándose hacia su padre. Los guardias que estaban a ambos lados de la sala se acercaron para contener a Maquesta y a los otros. La joven se giró de forma instintiva para trazar un arco con la pierna y propinar una patada en la ingle de uno de los minotauros, que soltó su shatang y se dobló por el dolor. Hincó el codo en el estómago de otro guardián, justo debajo de las costillas.
El golpe iba bien dirigido e hizo que la enorme bestia se detuviera, pero sólo un instante. Antes de que la joven pudiera sacar su espada corta, el minotauro estaba sobre ella, tirándola al suelo, donde cayó, boca abajo, sobre la fría piedra. El guardián apoyó la pezuña en su espalda para que no se pudiera levantar.
Vartan había conseguido desenvainar su arma y la manejaba expertamente contra uno de los guardias, que parecía bastante torpe con la suya. Tras un último intercambio de golpes, atravesó al minotauro, pero perdió demasiados segundos apreciando su propia obra. Otro guardia emitió un rugido y lo atacó por la espalda, golpeándole en el hombro con su tessto lleno de pinchos, lo que hizo que Vartan soltara su espada y cayera de rodillas, gimiendo de dolor. Attat debía de haber dado instrucciones a sus guardianes de no matar a ninguno de los marineros si había problemas, porque el atacante de Vartan, en vez de rematarlo, le propinó una patada y se sentó sobre él para inmovilizarlo.
Micah no tuvo tanta suerte, sin embargo. En los primeros instantes de la refriega había saltado sobre la espalda de un minotauro, asestándole cuchilladas con su daga. La bestia golpeó a su antagonista contra una de las columnas en un intento de quitárselo de encima. La puntería del guardia fue, quizás intencionadamente, algo desacertada. La cabeza de Micah rebotó hacia atrás y quedó clavada en el extremo puntiagudo de uno de los hacheros que sujetaban las antorchas. Allí quedó colgado, con la punta asomando en medio de su frente.
Hvel, Canin, Urraca y Gorz, en evidente inferioridad numérica, fueron reducidos y desarmados con facilidad, y un clamor de gruñidos, rugidos y aullidos llenó la sala cuando los monstruos encadenados exteriorizaron su sed de sangre o su miedo. Los guardianes esperaron nuevas instrucciones, pero Attat sólo paseaba de un lado al otro de la tarima, propinando de vez en cuando una patada salvaje a Melas.
—Llevadlos a las mazmorras —bramó finalmente volviéndose hacia sus lacayos—. ¡Llevadlos a todos abajo!