3

Traición

—Adelante.

La invitación fue pronunciada con dificultad. Maquesta había esperado que su padre bebiera la cerveza que había a bordo, y que lo hiciera en abundancia; lo que le sorprendió fue que se hubiera ido solo a su camarote después de que el Perechon hubiera entrado, sin pena ni gloria, en el puerto de Lacynes, justo a tiempo de poder ver como una barcaza engalanada se llevaba a un grupo de tripulantes del Katos, al parecer para ir a cobrar el premio por ganar la carrera. El capitán bebió en solitario, con sólo un par de grandes jarras del espumoso brebaje por compañía. La joven le dedicó una mirada antes de darse la vuelta y marcharse. Volvería luego, cuando su padre estuviera sobrio o durmiendo la mona.

Maq se encaminó a la cubierta superior de popa, con un libro y un quinqué de aceite. Su puesto en el timón estaba vacío ahora que el Perechon se hallaba anclado en la bahía del Cuerno. Sin embargo, aunque se encontraba en el extremo más alejado de la cocina y de los camarotes de los marineros, Maq todavía podía oír casi todo el velatorio que hacían los hombres para lamentarse del fracaso del Perechon y ahogar sus penas.

Horas después, la mayor parte del ruido había cesado y varios de los marineros habían subido dando traspiés hasta la cubierta y se habían desplomado, incluido Vartan, a quien Maq pudo ver tendido en la cubierta principal. Aquellos que todavía permanecían en la cocina se habían dedicado a beber aún con más empeño. Pero Melas seguía sin salir de su camarote ni Averon se había unido a él, y ambas cosas le parecían extrañas a Maq. En condiciones normales, los dos estarían en medio del fregado con el resto de sus hombres. Maq no bebía casi y, desde luego, nunca con los marineros. No quería exponerse a perder el control y que la pudieran ridiculizar.

En cualquier caso, Maq prefería leer para distraerse. Su madre, que había sido maestra en un pueblo elfo, le leía a menudo tanto en la lengua común de los humanos como en el cadencioso idioma elfo, y Maq siempre se acordaba de su madre al leer. Eso la reconfortaba mucho aunque sólo estuviera leyendo una vieja gaceta marinera o una antigua carta marina. Empero, esa noche, dándole vueltas a la derrota del Perechon, Maq leyó muy poco antes de decidirse de nuevo a visitar a su padre.

La joven se detuvo dubitativa al empujar la puerta del camarote de Melas. Estaba oscuro, iluminado sólo por la luz de las lunas de Krynn que entraba por las portillas de ambos lados del camarote. El capitán se había desplomado sobre su mesa, que estaba repleta de hojas de papel, y a sus pies había dos jarras de cerveza vacías.

Al acercarse, Maq esperó que su rostro no delatara la angustia que sentía. Su padre estaba llorando. Ella no había vuelto a ver sus lágrimas desde la desaparición de su madre. Melas había llorado tanto entonces, solía decir, que se le habían secado las lágrimas. Pero ahora lloraba de nuevo.

—Padre, ¿qué pasa? —Maq se arrodilló a los pies de Melas, y alzó la mirada—. Sólo era una carrera. Habrá más en las que competir y ganar, otros premios que embolsarnos. La tripulación podrá esperar para cobrar. Ya lo han hecho antes y no te van a abandonar ahora.

—Ah, no, Maquesta. —Melas giró la cabeza para que su hija no le viera llorar—. Era más que una carrera, era el Perechon. —El cuerpo de Melas se sacudió con un intenso sollozo. El capitán se pasó un musculoso antebrazo por el rostro, enjugándose las últimas lágrimas, y se volvió de nuevo para mirar a su hija directamente a los ojos, en apariencia dueño de sí otra vez—. Ya lo he dicho.

Su hija lo miró y le acarició la cabeza con la mano.

—¿Que has dicho qué? —preguntó Maq, contemplando a su padre con la mirada interrogante—. ¿A qué te refieres? Al Perechon no le pasa nada. Está tan bien como siempre. Ninguna nave podría haber navegado a través de la turbonada. Sólo necesita una gavia nueva. —La joven sintió un acceso de vergüenza al recordar su actuación al timón, pensando que quizá podría haber hecho algo cuando el Katos los adelantó por segunda vez. Maq se encogió de hombros.

»Justo ahora mismo estaba leyendo en el Manual de Aficionados al Mar acerca de una terrible turbonada que…

—No. Maquesta. El Perechon sigue siendo la mejor embarcación del Mar Sangriento, y tu papel al timón ha sido insuperable.

Maq pensó que, incluso en su estado actual, su padre sabía lo que ella sentía y notó una oleada de afecto.

—Sólo que el Perechon ya no será nuestro barco —continuó Melas, cuya voz se había convertido en un mero susurro. De nuevo intentó evitar la mirada de su hija.

—¿Qué? —El corazón de Maq había dado un vuelco.

—Averon y yo estábamos tan convencidos, tan seguros de que íbamos a ganar la carrera, que apostamos todo lo que teníamos. Mejor dicho, apostamos más de lo que tenemos. Ya sabes el poco dinero que nos quedaba a todos. Y había pasado tanto tiempo desde la última vez que pagué a la tripulación. —Melas hablaba tan deprisa que las palabras le salían entrecortadas.

»El maestro apostador minotauro de Lacynes no quería aceptar nuestro pagaré. En caso de que perdiéramos quería algo más que nuestros nombres en una hoja de papel. Pero nosotros sabíamos que no podíamos perder. Era imposible. Y entonces, Maquesta, con el dinero del premio más nuestras ganancias… —En la voz de Melas se notaba incluso ahora el entusiasmo que esa perspectiva despertaba en él.

»Con nuestras ganancias no nos habríamos tenido que preocupar por el dinero en mucho tiempo —concluyó Melas—. Sólo que el maestro apostador no aceptó nuestro pagaré, así que pusimos en prenda el Perechon.

—Averon no es quien para dejar el barco en prenda, no le pertenece —susurró Maq, cuya voz estaba embargada por la emoción.

—Maquesta, no eches la culpa a Averon. Lo hice yo. Quería hacerlo. Estaba seguro… —Llegado a este punto, Melas sacudió la cabeza, abrumado—. Averon se siente fatal, realmente mal.

—¿Dónde está? —Maq rechazó las ideas tristes que llevaban a la inevitable conclusión de que iba a perder el único hogar que había conocido en su vida—. ¿Por qué no aquí contigo?

—Le dije que se fuera. No me apetecía la compañía de nadie. Necesitaba… Necesito arreglar las cosas yo solo —dijo Melas avergonzado y con la cabeza gacha.

Maq abrazó a su padre, aunque era incapaz de abarcar el voluminoso cuerpo, y acurrucó su cabeza contra el pecho del hombretón. Melas acarició los oscuros rizos de su hija y, abrazados ambos, se sintieron reconfortados durante un momento. Se quedaron así hasta que ella le convenció de que debía descansar.

—Se nos ocurrirá algo por la mañana —aseguró Maq—. No te preocupes. De algún modo conseguiremos resolver el problema, como siempre.

Maquesta cerró suavemente la puerta del camarote de Melas, se giró y se topó cara a cara con Averon. El primer oficial extendió una mano hacia el picaporte para abrir la puerta.

—No entres. Por fin he conseguido que se meta en su camastro. Creo que duerme —dijo Maq, con sus ojos fijos Averon, quien trataba por todos los medios de evitar su mirada, cambiando el peso de un pie a otro y dando pasitos hacia atrás mientras hablaban. Al observarlo, Maq cayó en la cuenta de la gravedad de lo que había ocurrido.

»Averon, ¿cómo pudiste utilizar el Perechon para garantizar las apuestas? ¿Cómo has podido convencer a mi padre de una cosa así? Es tu mejor amigo, y ahora, lo ha perdido todo.

—Ay, chica, parecía un plan perfecto —respondió débilmente Averon, quien seguía apartándose de la joven.

La ira por el incidente de la camisa de seda y la frustración por la pérdida del Perechon estallaron de repente en el interior de Maquesta.

—¿Es así como recompensas a mi padre por ser tu amigo, por darte siempre un hogar y un trabajo al que poder volver cuando llevas semanas vagando por ahí? ¿Le tenías que meter en uno de tus planes irresponsables? Y pronto ninguno de nosotros tendrá un hogar, en este barco. ¡Estaremos desterrados en esta ciudad minotaura! —La joven acentuó su ataque verbal acercándose al primer oficial.

Averon detuvo su lento retroceso, se irguió y alzó la barbilla. Algo de lo dicho por Maquesta le había escocido.

—He hecho mucho a lo largo de muchos años por Melas y por este barco, y nunca me lo han agradecido. ¡No me quedaré aquí para que me sermoneen! —Dicho eso, Averon giró sobre sus talones y se alejó.

Aún furiosa, Maquesta caminó ruidosamente hacia su camarote, situado al lado del de Melas. Una vez dentro se movió de un lado a otro, intentando tranquilizarse sin éxito. Entonces cogió un libro, encendió un quinqué y se sentó ante su mesilla de lectura. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando la interrumpió el tintineo de una campanita que estaba suspendida del techo. Maq alzó la mirada hacia el instrumento de bronce, suspiró, y se puso de pie. La pequeña campana, que seguía sonando, se soltó del muelle que la sujetaba y fue a golpear a Maq en la cabeza. La joven se agachó, la recogió y la arrojó con todas sus fuerzas a un rincón.

—¡Lendle! —Maq bramó el nombre del gnomo, y siguió farfullando una sarta de maldiciones que sólo podía conocer una joven que hubiese crecido cerca de los puertos de mar. Finalmente se dirigió hacia la puerta, llevando consigo su mal humor.

Fritzen Dorgaard estaba tendido de espaldas en un camastro que Lendle había colocado en la armería, la cual se usaba a veces como enfermería temporal ya que estaba al lado de la cocina, en la que el gnomo confeccionaba sus remedios. Maq se inclinó sobre el marinero herido. Los verdes ojos de Fritzen estaban abiertos de par en par, pero sin ver nada.

Melas había dicho que Fritzen era medio merro, u ogro de mar, y Lendle insistía en que su piel, tostada por el sol, debería tener un tono verdoso. En lugar de eso, parecía que su epidermis había perdido toda tonalidad.

—Una combinación extraña, la de ogro de mar y humano —dijo Maquesta, pero después se mordió la lengua antes de concluir—, bueno, ¿quién soy yo para hablar?

La joven apoyó su mano en la frente del enfermo; estaba fría y pegajosa. La piel de alrededor de la herida que había en su rostro estaba hinchada, y tiraba de los puntos que Lendle acababa de suturar.

—Muygravemuygravenecesitounpocodebetónica —farfulló Lendle, hablando a la velocidad típica de los gnomos—, onovasobreviviranoserqueyoconsigabetónicapronto.

—¡Para, para! —se quejó Maq—. Tu estúpida campana de llamada me cayó en la cabeza. Me han dado muy malas noticias. Es tarde. Estoy cansada. En otras palabras, no me encuentro en condiciones de aguantar tu parloteo a velocidad de vértigo.

Lendle apretó los labios para mostrar una leve desaprobación hacia quien era su favorita entre los miembros de la tripulación. Con un ademán de la cabeza, señaló a Fritzen.

—Me hubiera bastado con un simple «más despacio, por favor», Maquesta Nar-Thon. Yo también estoy cansado y no tengo ningunas ganas de que me sermoneen. Me he pasado las últimas tres horas ocupándome de nuestro invitado.

Maq se ruborizó. Había recibido dos regañinas consecutivas por sermonear, aunque echar reprimendas era una práctica bastante frecuente entre los capitanes de barco, que era lo que ella esperaba ser algún día, o por lo menos eso pensaba hasta haber recibido las inesperadas noticias esa misma noche.

—Lo siento —se disculpó Maq—. ¿Cómo está Fritz y para qué me necesitas? Yo no soy una sanadora.

—Su estado es muy grave —contestó Lendle—. ¿Ves esta raja en el antebrazo? —Lendle cogió la muñeca del semiogro y rotó el brazo hacia fuera para que Maq pudiera ver la parte interna más blanda. Había una herida desgarrada de quince centímetros de longitud que penetraba casi hasta el hueso. Los bordes de la lesión exudaban una mucosidad verde y al verla Maq puso una mueca de desagrado.

»Puede que una de las arpías tuviera veneno en las garras y le cortara antes de que los hipocampos lo rescataran —explicó Lendle—, o puede que sea otra cosa. En cualquier caso necesito despertado para hacerle algunas preguntas antes de poder tratarlo. Una herida causada por arpía de mar necesita cuidados especiales. Desgraciadamente, parece que su estado de shock cada vez es más profundo. Le han ocurrido muchas cosas, y puede que no se recupere. La betónica puede hacerle recobrar la conciencia, pero no tengo. Quiero que vayas a Lacynes a comprarla. Me queda un puñado de monedas de cobre y varias de acero. Eso debería de ser más que suficiente. Le he dedicado demasiado tiempo como para dejarlo morir.

—¿No podemos esperar hasta que amanezca? —preguntó Maq—. Me gustaría dormir un poco, y no me atrae nada la idea de caminar por las calles de Lacynes en la oscuridad después de que todos los habitantes se hayan pasado la noche bebiendo.

—Sí, pero debes partir en cuanto empiece a clarear. Y que alguien te acompañe, Maquesta. Iría yo mismo, pero creo que debo quedarme aquí con Fritzen Dorgaard.

Maq asintió con la cabeza y de repente se sintió abrumada por el agotamiento. Regresó hasta su camarote, se dejó caer en el colchón e inmediatamente se quedó dormida.

A la mañana siguiente Maquesta recorrió las calles de Lacynes, intentando caminar por terreno seco a la par que evitar algún solitario minotauro borracho con los que se cruzaba de vez en cuando. Incluso a una hora tan temprana el aire estaba caliente y húmedo, factores constantes del clima de esta parte de Krynn y una de las razones por las que los caminos casi nunca se secaban del todo entre lluvia y lluvia.

Hvel seguía a Maq, caminando a paso acelerado para mantener el mismo ritmo de las zancadas de la joven. Maq era algo más joven que Hvel, pero le sacaba una cabeza. Sin embargo él se movía rápido y sabía muy bien cómo usar su peso y su estatura en caso de pelea. Maq lo tuvo en cuenta cuando le pidió que la acompañara; eso, y el hecho de que era uno de los pocos tripulantes que había despiertos y sobrios a la hora de partir. Cuando estaba alerta, como ahora, era también un hombre de pocas palabras, lo que a Maq en estos momentos le venía muy bien. La joven tenía un asunto personal que resolver en cuanto consiguiera comprar la betónica. Hvel era el tipo de hombre que no haría muchas preguntas si ella decidía separarse de él para después reunirse en el embarcadero.

Casi todas las manzanas de Lacynes presumían de tener una posada o una taberna, y todas las que habían pasado estaban abiertas y ocupadas. En ese puerto nunca cerraban. Más adelante Maq avistó la placa que estaba buscando, El Mirador de la Bahía. Lendle le había dado instrucciones concretas y le había contado que el posadero, un humano llamado Renson, vendía también medicinas y hierbas mágicas.

Una vez que hubieron traspasado el umbral, Maq y Hvel esperaron hasta que sus ojos se adaptasen al tenebroso interior. Había media docena de candelabros en las paredes, pero sólo ardía una de sus velas. La tenue luz del amanecer, que entraba por la puerta y por dos ventanucos en la parte posterior, proporcionaba poca ayuda a la vela. Maq recorrió el establecimiento con la mirada en busca del posadero. En la parte posterior de la habitación vio una escala de madera, que sustituía a las escaleras en la mayoría de los edificios minotauros. Ésta llevaba, se suponía, a las habitaciones de los huéspedes. A diferencia de las tabernas minotauras, que servían sólo comida y bebida, El Mirador de la Bahía ofrecía también acomodo para pasar la noche. Sin embargo, por lo que Maquesta pudo ver, la mayoría de los clientes se habían quedado traspuestos ante sus mesas, sin molestarse en gastar una moneda de cobre en una cama. Sólo seguía despierto y bebiendo un trío de compañeros bien armados, probablemente piratas, pensó Maq.

Maquesta no vio rastro alguno del propietario, pero el sonido de unos ronquidos la atrajo hacia un tosco mostrador de madera situado en el rincón más alejado de la sala. Era una buena posición estratégica para observar la puerta cerrada y la escala de madera. Cuando Hvel y ella se acercaron al mostrador, no sólo se hizo más fuerte el ruido de los ronquidos sino que también notaron un aroma a especias que penetraba en el cargado ambiente de la posada. Unas volutas de humo subían de unos cacharros situados en el perímetro del mostrador. Inhalando profundamente, Maq se echó hacia adelante al caminar, pero se dio con la nariz contra una superficie dura y lisa a la par que se golpeó el dedo gordo pie. La joven se tambaleó hacia atrás maldiciendo, y sólo la mano amiga de Hvel le permitió mantener el equilibrio y no caer de culo. Tras ella, los piratas prorrumpieron en ruidosas carcajadas y burlas.

—¿Qué… qué ha pasado? —se preguntó Maq mientras se tocaba la nariz para comprobar que no se la había roto. No, sólo dolorida, decidió. Sin duda alguna, se había topado con algo y, sin embargo, no había nada ante ella. Detrás del mostrador se entrecortaron los ronquidos antes de detenerse del todo, sustituidos por un ronco rugido.

—¿Cuál de vosotros, petimetres, estaba intentando beber gratis mientras yo me echaba una cabezadita? —bramó el propietario de la voz—. ¡No lo voy a tolerar! Cobro un precio razonable. Nunca engaño a nadie y espero que nadie me engañe a mí.

Enarbolando un hacha en una mano y una espada corta de filo dentado en la otra, el tipo que había pronunciado, o más bien rugido, estas palabras salió de detrás del mostrador. Unos pocos cabellos de punta sobresalían de su cabeza casi calva, un ojo los contemplaba debajo de una poblada ceja, y dónde debía haber estado el otro ojo, sólo había un profundo agujero negro.

—Le aseguro que no estábamos intentando robar nada —dijo Maq con claridad, haciendo caso omiso de la risa etílica de los piratas—. Soy Maquesta Nar-Thon, y éste es Hvel y somos del Perechon. Hemos venido a comprarle betónica.

La mención de una transacción comercial tuvo un inmediato efecto tranquilizante sobre Renson, pues éste era el nombre que dio el hombre del mostrador al presentarse. Los estudió detenidamente con su ojo bueno, evaluándolos claramente. Medio minuto después, el posadero sopló para apagar lo que ardía dentro de los cacharros y les dijo a Hvel y a Maquesta que se adelantaran.

Ambos vacilaron, pero finalmente Maquesta extendió los brazos hacia el mostrador. Nada. Avanzó lentamente, tanteando el aire con las manos, y Hvel la siguió con cautela. Renson rió encantado.

—No os preocupéis, tranquilos —dijo Renson—. Es sólo una pequeña ilusión que he creado con algunas de mis hierbas, una pared de humo invisible. Eso evita que aquellos que tienen los dedos demasiado largos y la sed demasiado intensa se sirvan ellos mismos de la espita. Las hierbas han dejado de humear, ¿veis? No os pasará nada. Las volveré a encender cuando acabemos. No me puedo fiar de todo el mundo. —Llegado a este punto Renson señaló hacia los piratas, quienes seguían bebiendo—. De otra forma, nunca conseguiría dormir.

Al apoyar los antebrazos en el mostrador, Maquesta pudo ver que había colocado detrás un camastro con una sucia sábana encima. Renson había guardado el hacha en un pequeño chiribitil fácil de alcanzar y se había metido la espada corta en el cinturón, dejando así ambas manos libres para atarse un parche deshilachado sobre la cuenca vacía.

—Bueno, ¿qué era eso que queríais comprar? —preguntó el posadero una vez se hubo colocado el parche y frotándose las manos para adquirir el aire de un mercader zalamero.

—Betónica, por valor de unos cinco drames —contestó Maq.

—Tendré que comprobar mi almacén —les informó Renson, cuya expresión se había agriado levemente al oír la minucia que Maq quería comprar—. Creo que os podré ayudar. —Dicho eso, el posadero levantó una trampilla situada en el espacio abarrotado que había tras el mostrador, y desapareció de la vista.

Maq notó cómo Hvel, que estaba detrás de ella vigilando a los piratas, se ponía tenso. La joven se giró y vio que uno de los del trío, un marinero alto, pelirrojo y musculoso, se les acercaba. En una mano tenía tres jarras de cerveza vacías. Maq lo observó. El hombre se movía con garbo, aunque obviamente llevaba un buen rato bebiendo. Sólo una ligera pesadez de párpados dejaba entrever la cantidad de cerveza que había consumido. Miró a Hvel, quien asintió casi imperceptiblemente con la cabeza. Ambos sabían que había que tratar con mucho cuidado a un marinero borracho en un puerto tan salvaje como Lacynes.

El pelirrojo colocó las jarras en el mostrador para que se las rellenasen y luego se volvió hacia Maq, contemplándola con interés.

—Saludos, y buenos días. Me llamo Fletch. Yo y mis colegas navegamos en el Halcón Sangriento. Quizá lo conozcáis.

Maq asintió con la cabeza; era un barco pirata con reputación de rápido y despiadado.

Fletch se tambaleó levemente, sonriendo a Maq.

—¿Por qué no te deshaces de tu amigo rechoncho y te unes a nosotros? Te enseñaremos cómo pasarlo bien. —El pirata le guiñó un ojo y golpeó una de las jarras contra el mostrador—. ¿Qué me dices?

Maq echó un vistazo a los piratas sentados que la estaban mirando con lascivia. Le dedicó una dulce sonrisa a Fletch.

—Estoy segura de que haríais todo lo posible, pero en realidad no me gusta la lucha libre. En cualquier caso, mi amigo está muy enfermo. Le estoy comprando la medicina ahora mismo y tengo que llevarlo de vuelta al barco antes de que se desmaye. Espero que no sea contagioso.

Fletch miró con suspicacia a Hvel, quien seguía de pie al lado de Maquesta y, aparte de los ojos enrojecidos, parecía mostrar un excelente estado de salud.

—No te acerques demasiado —le advirtió Maq, interponiéndose entre Fletch y su compañero—. Me sentiría fatal si tú también lo cogieras, así que declinaré tu invitación. Lo siento de veras, quizá podamos vernos en otro momento. —La joven siguió sonriendo al pirata.

Fletch estaba demasiado borracho como para darse cuenta de que le estaban mintiendo e insultando, pero dio un paso.

—¡Posadero! ¡Más cerveza! —gritó en dirección a la trampilla. Tras unos mininos absorto en la contemplación de las jarras vacías, el pirata pareció olvidarse de su conversación anterior y cambió de tema—. ¿Dices que sois del Perechon? —preguntó, y Maq asintió con la cabeza sin dejar de sonreír—. Alguien en vuestro barco debe de estar muy contento, muy feliz. —El pirata se detuvo un instante para darle mayor énfasis a sus palabras—. Y rico. —El pelirrojo le guiñó un ojo a Maquesta.

«¿De qué está hablando este idiota?», se preguntó Maq. La joven se puso en guardia pues no quería revelar su curiosidad al marinero borracho ni a Hvel, quien, como el resto de la tripulación, desconocía por completo la estrategia fallida de las apuestas de Melas.

—Nadie está contento. Perdimos. —Maq se interrumpió y respiró hondo. Le resultaba difícil decirlo en voz alta—. Perdimos la carrera.

—Sí. —Fletch agitó un dedo ante el rostro de Maq—. Es una pena que no estuvierais navegando en el Halcón Sangriento. Nunca perdemos cuando nos planteamos algo en serio. Te contaré que hubo una vez, hace dos años…

—Sí, he oído lo que pasó, impresionante. —Maq estaba ansiosa de enterarse de lo que había ocurrido en la carrera de la bahía por lo que intentó reconducir de nuevo a Fletch hacia el tema—. Y ¿cuál de los marineros del Halcón Sangriento se alegró del desenlace de la carrera de ayer? —preguntó la joven con aire inocente.

—No, del Halcón Sangriento no, del Pere… Perek… —se rindió—. Vuestro barco. Me lo contaron donde el maestro apostador, allí en El Rompeolas. Ese sí que es un sitio donde por lo menos le sirven a uno un trago —dijo en voz alta, buscando en derredor a Renson.

Maq le tiró de la manga y Fletch la miró sin comprender.

—¿El Perechon? —insistió.

—Correcto. —Fletch frunció el entrecejo antes de animarse—. Alguien de la tripulación apostó por la nave ganadora y entró en El Rompeolas para cobrar sus ganancias. Un tipo bajito, patizambo. Muy contento. Y rico. —El pirata miró con renovado interés a Hvel, quien se había alejado al otro extremo del mostrador tras el improvisado diagnóstico de su enfermedad por parte de Maquesta y por tanto no se había enterado de la mayor parte de la conversación—. ¿Es baja toda la tripulación del Perechon?

Maq estaba desconcertada por la descripción del ganador como alguien que se parecía mucho a Averon, y no pudo articular una respuesta. Para alivio suyo, vio aparecer la cabeza de Renson, que volvía de la bodega. La atención de Fletch cambió de repente.

—¡Posadero! —bramó el pirata.

Maquesta se reunió con Hvel al final del mostrador, donde esperaron a que Renson sirviera a los piratas antes de venderles a ellos la betónica.

—Ese marinero estaba bastante más borracho de lo que parecía —apuntó Hvel—. ¿Qué decía acerca de que uno de nosotros había apostado contra el Perechon? ¿Lo he oído bien? Y después ¿me ha llamado bajito?

—Tiene la mente tan embotada por la bebida que no sabe lo que dice —respondió Maq tras recobrar la compostura. Esa historia ha cambiado unas diez veces en una conversación de cinco minutos.

—Bajito yo. ¡Ja! —Hvel rió entre dientes, y volvió su atención a un plato de bollos azucarados que había en una de las estanterías de detrás de la barra.

—Aquí tenéis la betónica. —Renson depositó sobre el mostrador la hierba enrollada en un trozo de papel—. Son doce piezas de acero.

—¡Doce! —respondió Maq indignada, y así comenzó el ritual del regateo.

Los años de llevar la economía doméstica del Perechon habían hecho de Maquesta una regateadora muy hábil. Sin embargo, en esta ocasión, preocupada por lo que acababa de oír, no estuvo a su mejor altura y abordó el proceso de forma casi mecánica. Aun así, consiguió una importante rebaja con respecto al precio inicial.

—¿Y cuánto quieres por uno de esos bollos duros que tienes ahí detrás? —añadió Maq, lo que hizo que Hvel se alegrara.

Tras regatear durante un minuto más, el marinero tenía uno de los bollos pegajosos entre las manos. La joven contó las monedas y se giraron hacia la puerta, pero, tras andar un par de pasos, ella se detuvo.

—Ve tú delante, Hvel —continuó Maq—. Se me ha olvidado preguntarle a Renson algo que me pidió Lendle acerca de la forma de preparar la betónica. No tiene sentido que te quedes aquí mientras me explica la receta. Nos veremos en el embarcadero. Tardaré menos de una hora.

Hvel siguió masticando su bollo, asintió con la cabeza, y salió por la puerta. En cuanto se alejó lo suficiente para no poder oírla, Maq le indicó a Fletch que se acercara.

—¿Puedes indicarme el camino para ver al maestro apostador, en El Rompeolas? —La joven había salido del barco con la intención de encontrar a la persona o personas que tuvieran los papeles de Melas para intentar negociar un acuerdo que le permitiera a su padre conservar el Perechon. Ahora, tras las palabras de Fletch, tenía otra razón para encontrar al maestro de apuestas, y encontrarlo rápido.

Maq salió por la puerta intentando recordar las vagas indicaciones que había recibido del pirata. A cada paso que daba aumentaba su ira y su curiosidad. Varios minutos después, y tras perderse un par de veces, llegó a El Rompeolas.

Tras recorrer un laberinto de calles y callejuelas se encontró ante un pequeño y estrecho edificio incrustado entre otros dos más grandes. Las ventanas tenían la pintura desconchada, y ante el local crecían de forma profusa las hierbas, entre una jardinera con plantas muertas. Aún así, el camino bien pisoteado que llevaba hasta el umbral del maestro de apuestas indicaba la gran popularidad del lugar. Sin embargo, a esta hora tan temprana, Maquesta parecía ser el único cliente.

Una vez dentro, Maq vio que el mostrador estaba situado en diagonal, en el rincón más alejado. Aparte de eso no había nada en la rectangular estancia que indicara que el local era una taberna y no un almacén vacío. No había mesas para los dientes, sólo dos pizarras, cada una colgada en cada pared lateral para escribir sobre ellas el precio que se podía recibir por cada competidor en una determinada prueba, pensó Maq. Además, no estaba el maestro apostador.

—¿Hola? —gritó Maq—. ¿Hay alguien aquí?

Maq caminó lentamente por el suelo de tierra prensada hasta el final de la estancia. Tras no recibir respuesta alguna y probar a decir varios «holas» más, se dirigió a una puerta situada en la pared del fondo, golpeó la hoja de madera, y como respuesta se abrió hacia dentro tan rápido y con tanta fuerza que era la joven dio un paso atrás para evitar caer de bruces.

Maq atravesó el umbral por encima de un listón de madera que marcaba la entrada y entró en una habitación no tan larga como la primera, pero igual de estrecha. A ambos lados había una fila de minotauros armados con las mazas llenas de pinchos que ellos llamaban tesstos. Ante ella y detrás de un inmenso escritorio con tabla de pizarra, tan alto como para permitir a alguien trabajar de pie, y con la superficie inclinada hacia adentro, para evitar que alguien en la posición de Maquesta pudiera ver lo que había sobre la mesa, había uno que Maq supuso debía de ser el maestro de apuestas. A la débil luz emitida por dos velas que había en los candeleros de las paredes, sus cuernos parecían tocar el techo después de ensancharse hasta ocupar casi la mitad del ancho de la habitación.

Era un minotauro inmenso, incluso sin contar con el efecto de la escasa luz. Medía por lo menos dos metros y veinticinco centímetros de altura, y su pelaje era de un negro tan oscuro como Nuitari. La cabeza se asentaba sobre unos hombros anchos, desde los que se extendían largos brazos musculosos. Unas manos largas y repletas de anillos jugueteaban con un cuchillo que estaba sobre el mostrador. Maquesta se sintió atraída por sus ojos, de un color inusual entre su gente, un azul intenso, casi del mismo tono que los zafiros que formaban un círculo alrededor de su cuello, engarzados en una gruesa cadena de oro. El maestro de apuestas vestía una túnica corta de un sedoso tejido gris; en la tela se marcaban claramente las formas musculosas de su torso. Maq decidió que todo aquello relacionado con el maestro de apuestas debía de ser caro.

El minotauro la miró con fijeza, resopló ruidosamente, y volvió su atención hacia un trozo de pergamino. Era palpable el desprecio que esa criatura sentía por ella. Maq tragó saliva, cuadró los hombros y avanzó enérgicamente. El maestro de apuestas continuó sin hacerle el menor caso; pero Maq percibió que los guardianes estaban observando todos sus movimientos. Cuando llegó hasta un metro de la mesa, uno de ellos dio un paso al frente y le cerró el camino con su tessto. El maestro de apuestas seguía absorto en los pergaminos que tenía sobre la mesa, sin tan siquiera levantar la vista para observarla. Al estar tan cerca, Maq notó que la piel del minotauro tenía un suave punteado rojizo en varias zonas. Este punteado sólo aparecía en los minotauros de más de cien años, por lo que Maq lo observó con renovada curiosidad.

Pasaron unos minutos, y Maq empezó a moverse inquieta. El maestro de apuestas no daba señal alguna de estar concluyendo el trabajo que tenía encima de la mesa y pretender hablar con ella. La joven no conocía los detalles de la etiqueta de los minotauros pero, consciente de la necesidad de volver al Perechon con la betónica para Fritzen, Maq se decidió a hablar.

—Perdone, busco al maestro de apuestas. ¿Es usted? —preguntó al cabo la joven.

—Aquellos que no tienen el coraje de hablar, cuando tienen asuntos conmigo, mientras me ocupo de mis papeles no merecen mi tiempo —contestó el minotauro levantando al fin la vista de la mesa—. ¿Qué quieres? —El minotauro hablaba la lengua común humana con una soltura poco frecuente entre los de su raza, aunque muchos años de ganar mucho dinero cuando el destino repartía victorias le habían conferido un tono incluso más arrogante de lo normal entre los suyos, lo que daba un aire de severidad a cada una de sus palabras.

—Soy Maquesta Nar-Thon, hija del capitán del Perechon. He…

—Entonces no tienes negocios conmigo —intervino el maestro de apuestas—. Ya he pagado al tripulante del Perechon que hizo la apuesta ganadora y ya no estoy en posesión de los papeles del barco de tu padre.

—Pero seguro… —insistió Maquesta, pero el minotauro resopló de nuevo y volvió a su papeleo.

¡Aquel idiota del Halcón Sangriento había dicho la verdad! Ahora Maquesta no sólo necesitaba averiguar quién tenía los papeles de su padre sino que tenía que averiguar cuál de los tripulantes del Perechon había apostado contra su propio barco. Sin embargo, la joven dudaba de que el maestro apostador quisiera revelarle su identidad.

—¿Quién tiene los papeles de mi padre? —preguntó Maq, pensando con agilidad—. Averon me ha enviado para saber si con sus ganancias se podrían cubrir las pérdidas de mi padre.

—¿Ah, sí? —El maestro de apuestas dejó que la pregunta flotara en el aire durante unos instantes antes de proseguir—. Nunca habría pensado que ésas fueran sus intenciones, pero no importa. Ni siquiera el suculento premio que le he pagado cubriría las insensatas apuestas de tu padre. Por suerte, ya no es asunto mío. Debes ir a hablar con Attat Es-Divaq. Él compró los papeles de tu padre antes de la carrera, así que ahora me ahorraré el trabajo de deshacerme de vuestro barco.

El maestro de apuestas la miró con evidente desprecio por la raza humana, hizo un ademán hacia uno de los guardianes y luego empezó a recoger sus papeles.

Maquesta apenas se dio cuenta de la identidad del poseedor de los papeles porque su mente daba vueltas alrededor del mismo nombre: ¡Averon! La joven estuvo a punto de verse desbordada por los sentimientos de ira, traición y confusión. Maq había empezado a temblar de forma tan violenta que temía desmayarse en una habitación repleta de extraños con ganas de chanza. Un agudo pinchazo en medio de la espalda la hizo reponerse. Uno de los guardianes la había empujado hacia la puerta con su tessto. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, Maquesta se giró, recorrió la estancia y traspasó el umbral. Cuando salió a la antesala, Maq apoyó la espalda contra la pared de rugosos ladrillos para no desplomarse. Ya no temblaba, sino que se había quedado sin fuerzas.

Tras unos momentos, empezó a pensar con más claridad. Si era verdad lo que ella pensaba, la noticia destrozaría a Melas. «No —pensó Maq—, se negará a creerme». Él ni siquiera querría escucharla si le hablaba así de su amigo. Necesitaba un plan, no sólo para afrontar a ese nuevo jefe minotauro sino también para enfrentarse a Averon y obligarle a admitir abiertamente lo que había hecho. Sólo así la creería Melas y quizás entonces podrían utilizar el dinero que había ganado Averon para cubrir parte de las apuestas de Melas y apaciguar al jefe minotauro.

Maquesta empujó contra la pared para apartarse y salió a toda prisa de la sala del maestro de apuestas en dirección al embarcadero. Su corazón latía al mismo ritmo acelerado de sus pasos.