La carrera
Con todas las velas desplegadas para acelerar su avance, el Perechon saludó la mañana con ansia de navegar, aprovechando todos los soplos de viento bajo las firmes manos de Melas, quien había cogido el timón.
Mientras Maquesta comprobaba un cabo en el palo de mesana, se maravillaba del clima que hacía; llevaban navegando en carrera desde el amanecer y en el cielo no se habían visto más que unas pocas nubecillas. La brisa del mar había soplado constante y con una fuerza razonable. Sin tormentas o falta de viento por las que preocuparse, Melas y su tripulación habían podido concentrarse en el reto principal: mantener el rumbo. Maq se sonrió, pues pronto le tocaría turno de timón, y estaba ansiosa de demostrar su valía. Por supuesto que había pilotado la nave cientos de veces, pero no en una carrera, por lo menos no en una tan importante y potencialmente fructífera como ésta.
El rumbo les llevaría hacia el norte y el este, saliendo de la bahía del Cuerno para rodear la isla, pasando ante Los Rompientes con sus fuertes corrientes y los poco amistosos tiburones toro, y por delante de la Cuchilla, donde el fondo del mar se perdía en una sima de profundidad incalculable, creando turbulencias imposibles de predecir. Se rumoreaba que la sima servía de hogar para una colonia de ghagglers, o sligs como les llamaba la mayoría de marineros: primos lejanos y más grandes de los goblins que respiraban en el agua o fuera de ella con la misma facilidad.
El Perechon estaba incrementando su ventaja cuando el vigía notó que uno de los barcos de la carrera que estaba más cerca de ellos se había visto afectado por algo situado cerca de un arrecife de coral. El Correolas, una goleta de la costa Sombría, estaba quieta en el agua.
—¡Capitán, la tripulación está trabajando en las velas! —gritó el centinela, que miraba con su ojo derecho por un catalejo—. Parece que han tenido mala suerte y se les ha enganchado la jarcia. No veo nada en el agua que les haya podido detener. No hay rocas ni arrecifes, y tampoco se aprecia turbulencia, no más de la que hemos encontrado nosotros. Sin embargo, hay otra nave más atrás, que parece ir viento en popa, sin problemas, aunque no creo que nos vaya a dar alcance.
El Perechon tendría que pasar por el Ojo del Toro, un tramo estrecho de aguas traicioneras situadas entre Mithas y Kothas, y luego rodear el cabo sudoeste de la isla, al que muchos marineros denominaban «El Albur». Después el rumbo les llevaría de nuevo a la bahía del Cuerno, todo antes del atardecer del segundo día, si es que querían ganar la carrera, y así era.
El reglamento decía que sólo se permitía energía eólica, estaba prohibido usar los remos, y los barcos participantes debían tener por lo menos treinta metros de eslora, independientemente de la longitud de la quilla. Una docena de barcos había comenzado la carrera, aunque al poco tiempo empezaron a quedar menos, con el Perechon por delante de ellos; varias embarcaciones empezaron a ganar terreno al atardecer del primer día, pero Vartan ajustó la jarcia y la nave empezó de nuevo a dejar atrás a sus competidores.
Poco después del amanecer, Maquesta vio cómo una carraca mercante, el Saburnia, y un barco corsario algo cochambroso, el Vasa, eran desviados hacia el océano Courrain Septentrional por las corrientes fuertes e imprevisibles que había cerca de Los Rompientes. Maq no podía saber si volverían a la carrera o qué pasaba con las demás naves que se habían perdido de vista. El Perechon mantenía el liderato y poco a poco iba poniendo más y más agua entre él y sus adversarios. La nave surcó el mar a gran velocidad hasta media mañana, cuando cesó el viento al pasar por entre dos acantilados.
Durante esa calma, dos barcos que aún disfrutaban de vientos fuertes pudieron acercarse hasta la nave. Ahora, cuando el sol matinal brillaba con intensidad y empezaba a arreciar el viento alrededor del Perechon, Maq pudo ver que ya no había más que tres contendientes: el barco de su padre y esos dos: el Torado de Saifhum, capitaneado por Limrod, que era bien conocido por la tripulación del Perechon y considerado un oponente valeroso, aunque incompetente; y una hermosa embarcación que era desconocida por todos, el Katos. Era un barco minotauro, y había entrado en la bahía de Lacynes justo unos minutos antes de comenzar la carrera, al parecer habiendo sido inscrita con antelación.
Maq la contemplaba ahora con creciente respeto. Estaba situada justo a popa y a estribor del Perechon, y los perseguía con determinación pero, para alivio de Maq, no parecía poder recortar la distancia. La velocidad no era una de las mejores cualidades de los barcos minotauros, y eran muy escasos los que podían mantener la misma velocidad que el Perechon. El Torado navegaba a la misma altura que el Katos, pero por el lado de babor del Perechon.
—¡Arrizad las gavias, y todo el mundo a sus puestos! —Por mucho que odiara la idea de frenar y arriesgar el liderato, Melas sabía que sería temerario rodear la punta sudeste de Mithas e intentar pasar por el Ojo del Toro a toda velocidad. Confiaba en que podría recuperar por la costa oeste de la isla cualquier tiempo que pudiera perder con las precauciones.
La superficie del mar se hacía más turbia según se acercaban; pero las olas no eran regulares sino que había un movimiento irregular que se intensificaba en el punto en que las naves debían girar hacia el oeste, donde la cresta submarina que se extendía desde la isla se hundía en la sima de la Cuchilla.
—Vigila al Torado —le dijo Melas a Maquesta, que acababa de unirse a él en el puente—. Si conozco bien a Limrod va a intentar alguna maniobra ahora.
El capitán tenía razón ya que, con las velas hinchadas por el viento, el Torado comenzó a ganarle terreno al Perechon; pero al mismo tiempo tuvo que acercarse a la costa de Mithas, mientras que Melas estaba llevando al Perechon mar adentro para evitar la turbulencia, más cerca de Kothas. El rumbo del Torado acortaría la distancia entre los dos barcos a la vez que lo mantendría alejado de los peores remolinos; pero Maq cayó en la cuenta de que las aguas costeras menos profundas podrían resultar peligrosas para una nave tan grande como el Torado, especialmente porque la rocosa cresta submarina llegaba en algunos puntos casi hasta la superficie del mar.
—¡Maquesta! —gritó Averon—. ¡Deja de soñar despierta y ven a echarnos una mano! —El primer oficial, acompañado de varios marineros, estaba intentando atar la gavia del palo de mesana, una labor que se hacía cada vez más difícil al arreciar la fuerza del viento. Las ráfagas, que a menudo cobraban mayor fuerza en este tramo de mar, contribuían a la turbulencia, como Melas ya había previsto. Avergonzada por su momentánea inactividad, Maq echó una mirada a su padre, pero Melas estaba concentrado en la navegación de su barco y no se había apercibido de nada. Maquesta trepó por la jarcia, pero al llegar a la sección en la que Averon y los otros tripulantes estaban trabajando con la gavia éstos ya habían conseguido atarla a la verga. Se maldijo a sí misma entre dientes y aprovechó para comprobar el aparejo para que, por lo menos, pareciera que estaba haciendo algo.
—No te desanimes, chica —dijo Averon guiñándole un ojo mientras se dejaba caer por un lado de la jarcia—. Si estás buscando trabajo, hay mucho por hacer. Ven conmigo.
Por lo menos Averon no le tenía rencor. Maq ya había comenzado el descenso por el otro lado cuando ambos se detuvieron por un estruendo desgarrador: como si estuvieran arrancando una enorme rama de su árbol. Maq pensó por un instante que el ruido procedía del Perechon, pero entonces, desde la altura de su atalaya pudo ver el origen.
El Torado, que avanzaba rápido por aguas poco profundas, había encallado, enganchado en la cresta submarina. El gran barco había cabeceado a sotavento y Maq pudo ver un agujero irregular justo encima de la línea de flotación y debajo del bauprés.
—¡Ja! Espero que eso le sirva de lección a Limrod —gritó Melas desde el timón—. ¡Su tripulación y él estarán mano sobre mano en la playa o caminando tierra adentro hacia Lacynes cuando entremos navegando en la bahía para reclamar nuestro premio! ¡Quizás incluso volvamos a todo trapo a recogerlos, cuando acabe la carrera! —Los marineros de la cubierta del Perechon silbaron y gritaron alegremente para mostrar su acuerdo con las palabras de su capitán.
Con el Torado encallado a unos doscientos metros a babor y a popa del Perechon, Melas empezó a aumentar más incluso su ventaja sobre la única nave rival que quedaba, el barco minotauro. Cuando el Torado empezaba a escorar, su tripulación empezó a bajar una chalupa hasta el agua. La barca tendría que hacer dos viajes para transportar los más de veinte marineros hasta la costa. Maq pudo imaginar los sentimientos de esos hombres y casi sentía pena por ellos, pero rápidamente descartó esa emoción a sabiendas de que un corazón débil era de muy poco provecho en mar abierto.
Cuando la joven bajó de la jarcia y estaba a punto de volver su atención a otra cosa, como ver dónde se había metido Averon, una extraña turbulencia en el agua que rodeaba el Torado atrajo su interés.
—Averon, ¿qué opinas de eso? —le preguntó Maq, al divisarlo en la batayola.
—Bueno —respondió el primer oficial, que sacó un pequeño catalejo plegable de su bolsillo y se lo colocó en el ojo—, está claro que Limrod ha conseguido más de lo que esperaba con su atajo. Echa un vistazo. —Averon le dio a Maq el telescopio y chilló a Melas para que sacara el suyo y lo apuntara hacia el Torado.
Maquesta no pudo, en un principio, adivinar lo que Averon quería decir. Podía ver a Limrod al timón, gesticulando hacia su tripulación; pero entonces, al recorrer la nave, unas extrañas formaciones de algas que colgaban de los lados del Torado.
—¿Esas algas, de dónde…? —comenzó a preguntar Maquesta, luego se detuvo, con todos sus sentidos puestos en que ocurría en el Torado—. Esas algas se mueven —murmuró la joven.
Los gestos de Limrod se habían hecho más enérgicos ahora, y en cada uno de ellos asomaba el terror que debía de sentir. Su primer oficial, un apuesto semiogro, tenía un arpón en una mano y estaba clavándolo en un trozo de alga que se movía por encima de la batayola. El resto de la tripulación visible estaba como paralizada y la chalupa colgaba a mitad de camino del agua, balanceándose levemente.
Las masas de algas seguían en movimiento. A Maq se le encogió el estómago y sintió que le flaqueaban las rodillas; incluso a esta distancia sabía lo que le esperaba a la tripulación. Al centrar su catalejo en uno de los montones verdosos confirmó sus sospechas: las algas eran realmente largas hebras de pelo verde pertenecientes a la criatura más temible de estas aguas: la arpía de mar. Maq sintió un escalofrío; la aparición de estas criaturas la llenaba de terror. Una de ellas se volvió hacia el Perechon, y Maq pudo apreciar su piel de un color amarillo sucio. Las protuberancias óseas de sus dedos estaban adornadas con manchas de escamas verdes y sus uñas increíblemente largas parecían garras sucias. Los ojos del ser eran puntos rojos, del color de un atardecer antes de una tormenta. Por un instante pareció como si la marchita criatura le estuviera devolviendo la mirada a Maq, pero ésta sabía que el Perechon estaba demasiado lejos. El aspecto cadavérico de las arpías tenía el poder de asustar a las futuras víctimas, provocándoles una debilidad momentánea, lo que les permitía acercarse a sus objetivos y fulminarlos con una mirada mortal que los dejaba indefensos; entonces las criaturas se acercaban para la matanza. Los marineros decían que las arpías de mar sólo vivían para matar, y que comían sólo una parte de lo que aniquilaban.
Más arpías habían subido al Torado por el lado más alejado. ¡Ya debía de haber dos docenas! Maq enfocó con el catalejo a una de las arpías que se acercaba a un marinero que había conseguido pasar una pierna por encima de la batayola antes de ser inmovilizado. Unos brazos flacuchos, con manos que acababan en uñas como garras, salieron de entre los pelos que parecían algas y agarraron al indefenso hombre. Maq observó incrédula cómo esos brazos aparentemente decrépitos rompieron con gran facilidad el cuello del marinero, a continuación le arrancaron al pobre hombre un brazo como si fuera una pata de pollo, y luego la criatura empezó a masticarlo. La bestia empujó el resto del cuerpo por encima de la borda, al agua, antes de comenzar a buscar otra víctima. Las arpías de mar efectuaron ataques parecidos contra todos y cada uno de los marineros del Torado. Sólo el capitán y su primer oficial parecían ofrecer algo de resistencia.
—¿No podemos hacer algo? —se oyó decir Maq—. Tenemos que hacer algo. —Pero sus palabras no obtuvieron respuesta.
La joven observó cómo Limrod usaba su alfanje para destripar a una de las arpías. Una sustancia negro-verdosa fluyó del estómago del ser a la cubierta, pero aun así, la criatura no murió sino que miró fijamente a su adversario y elevó sus sucias garras, pasándolas como un rastrillo por el rostro del capitán. Maq estaba muy lejos para oír nada; pero vio cómo Limrod abría la boca e imaginó que estaba gritando de dolor. El hombre no se rindió, y trazó otro arco con su arma, asestando esta vez el golpe entre la cabeza y el hombro de la arpía. El ser se retorció de forma salvaje y cayó sobre la cubierta. Limrod, sin detenerse, pasó por encima del cadáver y empezó a enfrentarse a otro monstruo. El capitán del Torado era fuerte, pero ya no era un hombre joven, e incluso a doscientos metros, Maquesta pudo ver que sus sablazos iban perdiendo fuerza por la fatiga.
Maq se mordió el labio inferior y mentalmente le urgió a moverse más rápido, a asestar golpes más fuertes y a retroceder hasta el castillo de popa para protegerse las espaldas. La joven emitió un suspiro de alivio cuando la segunda criatura a la que se enfrentaba el capitán cayó muerta sobre la cubierta; pero había ya otras tres para ocupar su sitio. El trío se le acercó lentamente, quizá disfrutando del momento o tal vez inquietas ante el hombretón que parecía inmune a su mirada paralizante. Empezaron a rodearlo, pero él se movía con rapidez y, escogiendo un objetivo, lanzó un sablazo que le cortó la pierna a la más pequeña de las arpías. La criatura cayó retorciéndose, y sus dos compañeras se acercaron más, al parecer indiferentes al destino de su congénere.
Una de ellas agarró el brazo armado del capitán, clavando las garras y mordiendo fuerte con lo que Maq imaginaba que serían dientes pútridos y afilados, y Limrod tuvo que soltar su arma. El otro ser atacó al capitán por detrás, clavándole las garras en la espalda. Maq apartó un instante la mirada tras ver cómo se desgarraban la camisa y la piel de Limrod; al volver a mirar, el capitán estaba boca abajo, y las dos arpías luchaban sobre él. Maquesta pudo ver que el hombre no estaba muerto, pues intentaba incorporarse.
En ese momento apareció en su campo de visión otro marinero, el primer oficial del Torado. El alto semiogro soltó una patada a una de las arpías para quitarla de encima de su capitán y clavó una cabilla entre las paletillas de la otra. Después ayudó a Limrod a incorporarse de la cubierta, y los dos se colocaron espalda contra espalda, manteniendo a raya un número cada vez mayor de arpías.
Durante unos instantes Maquesta creyó que entre los dos serían capaces de hacer retroceder a las horribles criaturas, pero las arpías eran demasiado numerosas. Tras ver perecer a otras cuantas bestias, contempló cómo el capitán caía de rodillas, sucumbiendo al fin a sus horribles heridas. La joven recorrió con el catalejo el resto del Torado y un nudo le atenazó la garganta: la cubierta estaba embadurnada de rojo y por las portas de babor caían riachuelos de sangre.
—Si esas criaturas no eran razón suficiente para abandonar estas aguas, esa sangre sí que lo es —avisó Averon—. En cuanto se diluya en el agua tendremos aquí a todos los tiburones toro y a todas las barracudas de varios kilómetros a la redonda. Melas, ¿no podemos ganar velocidad? —le pidió el primer oficial al capitán.
—¡Espera! —imploró Maq, agarrando el brazo de Ave-ron—. ¿No podemos intentar ayudarlos? ¿No podemos hacer algo? —Esta vez consiguió que alguien le hiciera caso, pero de poco le sirvió.
—¿Qué quieres que hagamos, chica? —respondió Averon apartando con impaciencia la mano de Maq—. Si nos acercásemos a menos de diez metros del Torado las arpías podrían usar sus poderes para paralizarnos, lo único que haríamos sería entregarles el postre en una bandeja. Más fácil, imposible. No gracias, Maq.
Averon hizo señales a varios tripulantes cercanos para que le ayudaran a largar las velas que acababan de fijar. Los marineros estaban asustados, y ansiosos por abandonar la zona, pero dudaron, esperando oír las órdenes de Melas.
—Pero no podemos abandonarlos a su suerte. Aún veo marineros con vida —insistió Maq. La joven seguía mirando por el catalejo, observando la sangrienta lucha en el Torado; la carrera había perdido importancia de repente.
—Ahora lo único que podemos hacer es ayudarnos a nosotros mismos yéndonos de aquí tan rápido como podamos —dijo el primer oficial—, antes de que las arpías de mar empiecen a buscar otro objetivo o lleguen los tiburones toro. Cuando se junta un banco de esos escualos y se les abre el apetito, pueden incluso abrir un boquete a golpes en el casco de un barco tan grande como el nuestro. ¡Vayámonos de aquí!
Averon dirigía estas últimas palabras tanto a Melas como a Maq, pero miraba fijamente a su amigo y capitán. Maquesta apartó su atención del Torado para implorar con la mirada a su padre. Melas seguía aferrando con firmeza el timón; pero la joven pudo ver que su rostro había perdido color bajo la piel morena.
—Padre… —insistió la joven.
—No. Averon tiene razón —se pronunció finalmente el capitán—. No podemos hacer nada —dijo con gesto torvo—. No, si no queremos morir con ellos, y yo desde luego que no. Además, Maq, cuando llegásemos hasta allí ya no habría nadie a quien rescatar. —Tras pronunciar esas palabras y echar un último vistazo al Torado agarró con mayor firmeza el gobernalle—. ¡Vartan! ¡Ve con Hvel y largad la gavia de la mayor! Veamos cuánto tardamos realmente en enhebrar esta aguja. Tendremos que apresurarnos, pues el Katos está acortando distancia. ¡Tenemos que pasar antes que ellos!
Mientras Melas estaba virando el Perechon hacia el oeste, a fin de situarlo en la posición ideal para entrar en el Ojo del Toro, Vartan, que estaba encaramado al palo mayor, llamó su atención. Maquesta vio que el Katos le recortaba terreno al Perechon, indiferente también a lo que ocurría en el Torado, sin detenerse siquiera para ver lo que allí ocurría.
—Capitán, a estribor y a popa. ¿Qué crees que puede ser? —La voz de Vartan traslucía temor.
Melas, Maq, Averon y todos los que estaban en cubierta miraron hacia donde indicaba Vartan y vieron la espumosa cresta de una ola que parecía estar persiguiendo al Perechon. Bajo la espuma blanca, el agua relucía de color aguamarina en el sol de la mañana. Se movía a una velocidad increíble, acercándose por momentos al Perechon.
—¿Qué dices, capitán? ¿Ocupamos nuestros puestos en los remos? —preguntó Hvel, quien acababa de ayudar a Vartan con la gavia. La tripulación interrumpió lo que hacía, esperando la respuesta de Melas, a sabiendas de que usar los remos infringiría el reglamento de la carrera. La tripulación del Katos vería que extendían los remos y ganaría por descalificación. El capitán mantenía toda su atención concentrada en la extraña ola, usando el catalejo para una mejor visión.
—¡Vartan, coge el timón! ¡Averon, Maquesta, tirad una escala de soga por estribor, y manteneos atentos! —ordenó Melas, casi con enfado, luego bajó aprisa por las escaleras de la cubierta de popa en cuanto Vartan cogió el timón. Maq miró a Averon con gesto interrogante, pero en silencio. Éste se encogió de hombros como única respuesta. Era indudable que el primer oficial tenía tan poca idea como ella de lo que estaba pasando. Maq observó con aprensión cómo se acercaba la ola. ¿Una arpía de mar? Estaba claro que no era un tiburón toro; los escualos no se movían tan deprisa.
—¡Mirad, el Katos nos ha alcanzado! —gritó uno de los marineros—. No podemos permitirnos parar. ¡Tenemos que seguir adelante!
Melas hizo caso omiso del aviso y, con una agilidad impresionante, saltó sobre la borda y empezó a descender por la escala.
—Padre, por todo Krynn, ¿se puede saber qué haces? ¡Ten cuidado! —Al caer en la cuenta de que aún tenía el catalejo de Averon, Maq lo sacó y estaba a punto de utilizarlo cuando un relincho agudo detuvo su mano.
—¡Hipocampos! —gritó Averon—. ¡Un corcel de mar!
Aliviada, pero aún curiosa, Maq se asomó por la borda, si bien su gesto era ahora de expectación. Todos los marineros habían oído historias, o conocían a alguien que conocía a otro al que habían ayudado los benevolentes corceles de mar a los que se llamaba hipocampos; pero Maq nunca había visto ninguno. Se inclinó más sobre la borda, mirando fijamente la ola, segura de que la originaban unos hipocampos que traían algo al barco.
Transcurridos un par de minutos, Maquesta pudo distinguir tres criaturas parecidas a caballos que se acercaban a gran velocidad al Perechon. Sus equinas cabezas, culminadas por crines de largas aletas iridiscentes, se elevaban por encima de la espuma, lo que creaba la ilusión de que se desplazaba sobre la ola. Cuando se acercaron, Maq vio que eran los propios hipocampos los que agitaban el agua con sus poderosas extremidades anteriores. Ellos creaban la ola.
La ola disminuyó de altura cuando los hipocampos frenaron su marcha para acercarse a Melas, quien estaba ya al final de la escala, con una mano libre y el otro brazo entrelazado en la soga de cáñamo. Al calmarse el agua, Maquesta pudo distinguir mejor los rasgos de los animales. Uno de ellos, el más cercano al barco, era de color aguamarina; otro era de color marfil, mientras que el tercero era de color verde claro, casi como el mar. Las patas anteriores y el torso eran como los de un caballo y estaban recubiertos de pelo corto, pero los cascos eran aletas membranosas y al final de las costillas de los hipocampos había unas fuertes y largas aletas caudales. Era como si los dioses hubieran combinado los mejores atributos de los peces y de los caballos para crear esas criaturas. Las colas y las aletas dorsales triangulares se agitaban lentamente en el agua para mantener las cabezas de los hipocampos por encima de la superficie marina.
Dos de los animales se mantuvieron quietos, mientras el más grande se elevó sobre el agua agitando la cola con fuerza, para intentar alcanzar a Melas. El sol se reflejó sobre su piel de color aguamarina, haciéndola brillar con gran intensidad. Tenía tres grandes agallas a cada lado, donde la cabeza se unía con el musculoso cuello, lo cual le permitía respirar tanto en el agua como fuera de ella. Así, de cerca, Maq pudo ver que la crin era realmente una membrana flexible que parecía una aleta y que crecía desde el centro del cuello del hipocampo.
El animal se detuvo ante el capitán del Perechon y lo miró fijamente a la par que bajaba la cabeza a modo de saludo, al que Melas respondió del mismo modo. Después, el hipocampo alzó de nuevo la testa para emitir un suave relincho, se giró de lado, y presentó su flanco a Melas. Enganchado al dorso del corcel había un revoltijo de ropas mojadas. Melas se agachó y las rodeó con su poderoso brazo. ¡Entonces se apercibió Maquesta de que dentro de las ropas había una persona! Melas y el hipocampo se saludaron de nuevo y entonces el corcel se unió de nuevo a sus compañeros y se alejó velozmente. Melas echó el peso de la persona sobre sus hombros y trepó lentamente por la escala, un logro que habría sido imposible para un hombre más pequeño y débil.
—Llamad a Lendle —farfulló Melas después de que Maq y Averon lo ayudaran a soltar su carga sobre la cubierta. Maq quedó boquiabierta de sorpresa cuando vio al hombre que estaba allí tendido. Era el primer oficial del Torado, el apuesto semiogro al que había visto batallar contra las arpías de mar. Tenía las ropas hechas jirones y el cuerpo cubierto de arañazos de las garras de las arpías. En medio del pecho tenía un profundo mordisco, donde una de las bestias le había clavado los dientes. El cabello del semiogro, largo y rubio, trenzado desde la nuca hasta la mitad de la espalda, estaba lleno de sangre, y la tira de cuero que lo sujetaba estaba desgastada. El fino bigote se le había pegado a la cara por el agua del mar, y tenía una gran herida sangrante que iba desde el pómulo derecho hasta la mandíbula. Maq pensó que probablemente le dejaría una cicatriz.
—Se llama Fritzen Dorgaard —anunció Melas—. Lleva tres años navegando con Limrod. —El capitán recorrió la cubierta con la mirada y señaló a dos marineros musculosos—. Llevad a Fritz abajo, al camarote de la tripulación, y ved qué puede hacer Lendle por él. Me sorprende que el semiogro haya abandonado el barco, claro que quizá no lo hizo, tal vez los corceles se lo llevaron de allí. En cualquier caso, debe de ser el único superviviente.
Melas y Maq contemplaron a Fritzen: tenía la respiración débil, y sus ojos, abiertos de par en par, estaban vidriosos.
—Pobre hombre —dijo tristemente el capitán—. Probablemente sólo ve lo que tiene grabado en la mente. Si sobrevive, lo enrolaré. Tengo entendido que es una buena persona, un acróbata que cambió la vida en el circo por la de la mar. —Melas se alejó lentamente del semiogro hasta situarse en el centro del Perechon—. ¡Y los demás, vamos, a mover el barco! Tenemos una carrera que ganar, y estamos perdiendo el tiempo.
Tras echar una última mirada preocupada al primer oficial del Torado, Melas subió aprisa las escaleras de la cubierta de popa y retomó el timón de las manos de Vartan mientras gritaba órdenes al resto de la tripulación. Lendle, que había llegado de la cocina, se llevó a Fritzen con la ayuda de otros dos marineros. Maq desechó la sorpresa y la fascinación que sentía y se concentró de nuevo en ganar la carrera.
El retraso acumulado por el Perechon al detenerse para recoger a Fritzen permitió al Katos hacer algo que no había podido lograr por sus propios medios durante día y medio: acceder al liderato de la carrera. La embarcación navegaba ya por el Ojo del Toro, y había puesto casi una legua de por medio entre ella y el Perechon. Estas aguas en particular daban pocas posibilidades de maniobra a Melas para intentar adelantarla. En el lado de Mithas se elevaban unos inmensos acantilados que hacían rebotar con fuerza las olas que rompían contra ellos, chocando así contra otras olas y creando un gran estruendo y una pared de agua casi vertical. En el lado de Kothas, el agua parecía estar más en calma; sin embargo, Melas sabía que bajo la superficie se ocultaban corriente traicioneras y arrecifes mortales que albergaban bandadas de arpías de mar.
—¡Tendremos que aproximarnos al Katos todo lo que nos atrevamos, y luego intentar recuperar el liderato en cuanto salgamos del canal! —gritó Melas, en un intento de hacerse oír por encima del estruendo del agua.
El Perechon cabeceaba y escoraba mientras perseguía a la embarcación minotaura por el Ojo del Toro. El agua subía y bajaba formando gran cantidad de espuma que se derramaba por encima de la cubierta, zarandeando a los marineros que corrían en busca de algo a lo que agarrarse. Maquesta se sujetó a la jarcia e intentó trepar por la escala de soga del palo mayor. Quería conseguir una buena visión para comprobar cuánta ventaja les sacaba el Katos pero, tras ascender unos tres metros, decidió que era mejor detenerse. La joven enlazó los brazos a las sogas y se sujetó con fuerza mientras el Perechon continuaba su baile por encima de las aguas turbulentas. Vio que uno de los marineros más novatos se aferraba al cabestrante y se retorcía con arcadas y vómitos por el mareo. Maq torció el gesto con desaprobación al pensar que si su padre reparaba en el marinero bisoño, le echaría una severa reprimenda antes de conminarlo a buscarse un trabajo en otro lugar.
Una ola imponente rompió contra la proa del barco, lanzando un muro de agua sobre el desafortunado marinero. Maq se sonrió, pero después debió preocuparse por ella misma cuando el barco sufrió una nueva sacudida. Se agarró a la escala con más fuerza, pero sus piernas se soltaron y quedó colgada, como una bandera ondeando al viento. Al mirar hacia arriba, vio que la gavia se ponía tirante contra los mástiles y oyó cómo crujía la larga madera; pero tras un momento soltó un suspiro de alivio cuando el barco atravesó el Ojo y las aguas empezaron a calmarse.
El marinero mareado recuperó la compostura, y se entretuvo comprobando la jarcia. Maq lo observó durante unos instantes con una gran sonrisa en el rostro y luego trepó para ver mejor al Katos. Melas estaba maniobrando para situar al Perechon a popa de la nave minotaura en cuanto empezaron a acercarse al final del canal.
—Más rápido, más rápido —les urgió Maq mientras trepaba e inspeccionaba las velas. La tela y la jarcia estaban aguantando bien; pero se instó a recordar que debía convencer a su padre de que invirtiera parte del dinero del premio que iban a ganar en una gavia nueva. La que tenían ya había sido remendada demasiadas veces.
El Perechon y el Katos salieron finalmente del canal, y Maquesta descendió por las sogas para correr al lado de su padre.
—¡Tira fuerte! —bramó el capitán, empujándola hacia la rueda. La joven se agarró con fuerza a dos de las cabillas e hizo girar el gobernalle hacia la derecha. Ese movimiento se multiplicó por el sistema de poleas e hizo moverse el timón, con lo que el Perechon se acercó al lado de estribor del Katos—. ¡Mantenla así! —gritó de nuevo Melas, quien elevó la voz para que se le oyera por encima del ruido que hacían las velas sacudidas por el viento—. ¡Yo voy a intentar ajustar la jarcia para ver si podemos aumentar un poco la velocidad!
Maquesta se estremeció de la emoción. La habían dejado al timón en el momento crucial de la carrera. El Perechon había participado en muchos torneos parecidos, pero ésta era la primera vez que alguno de los barcos rivales ofrecía una resistencia seria. Se le aceleró la respiración y notó el fuerte pálpito de su corazón. El rumbo que puso acercó tanto su barco al Katos que imaginó que podía oír las conversaciones de los minotauros que estaban en cubierta. Aprovechó para mirar hacia un lado y vio al capitán y a sus oficiales manejando esforzadamente el timón. Otro grupo de minotauros trabajaba en la jarcia, pero la joven dudó de que tuvieran la pericia de su padre.
Maq colocó una mano en la cabilla mayor, aquella que está hacia arriba cuando el timón está recto, y viró todo a babor, alejándose del Katos y acercándose peligrosamente a la traicionera costa. La joven dudaba mucho que su padre hubiera intentado esta maniobra, y probablemente se lo habría impedido si hubiera estado más cerca. Maquesta no quería arriesgarse a que las dos naves chocaran en esas aguas impredecibles, y quería probar a hacer lo mismo que había intentado Limrod, pero en aguas un poco más profundas. Sabía que el Perechon tenía menor calado que el Torado y ansiaba, en secreto, impresionar a su padre y demostrarles algo al resto de la tripulación. Un chorro de agua salada le salpicó la cara, refrescándola. Al mirar de reojo de nuevo, notó que el Perechon había adquirido ventaja y se estaba alejando del Katos. ¡Su maniobra había conseguido que el Perechon recobrara el liderato!
Los marineros de la cubierta del Perechon prorrumpieron en vítores y una fuerte aclamación a su espalda indicó que volvía su padre. Melas le golpeó la espalda con fuerza.
—¡Buen trabajo, Maquesta! —la felicitó el capitán, radiante de alegría—. Y me alegro de haber acertado al darte el timón, porque yo no habría acometido esa maniobra —añadió con voz más queda—. Y espero no pillarte de nuevo intentando algo así. He hecho algunos ajustes, que nos ayudarán a cobrar mayor velocidad. Supondrá un mayor riesgo para las velas y la jarcia, pero necesitamos ganar esta competición.
Maq le dedicó una sonrisa y dio un paso hacia atrás cediendo el timón, olvidada ya la regañina. Nada podía empañar su alegría. Había triunfado allí donde había fracasado el Torado, acercando el Perechon a la costa de Mithas; había pasado entre el Katos y la costa, recobrando el liderato con creces.
El cálido sol de un atardecer veraniego calentaba la piel de Maq mientras ésta se permitía pensar en las celebraciones que sabía tendrían lugar esa noche en Lacynes. La joven sonrió a su padre, y éste, que seguía al timón, le guiñó un ojo. Maq había permanecido en la cubierta posterior, donde podía oír cualquier orden de Melas, mientras éste seguía incrementando la distancia que le sacaban al Katos. Maq había realizado las tareas que le habían sido encomendadas, al igual que hacía desde su niñez, escuchando cómo Melas le explicaba su estrategia: por qué había que disponer las velas de determinada manera, los posibles riesgos o ventajas de las aguas que tenían delante, y cómo se sentía de distinta forma la cabilla mayor según fuesen las condiciones del agua. Cuando Maq era más joven, a menudo se les unía Averon, y Maq y su padre pasaban horas hablando acerca de los detalles sutiles de la navegación, mientras que el dicharachero primer oficial ofrecía su opinión de cuando en cuando. Últimamente, sin embargo, esas charlas habían pasado a ser un asunto exclusivo entre padre e hija. Se alentaba a todos los demás, Averon incluido, a no interrumpirles excepto por un asunto de importancia extrema. Melas solicitaba, cada vez con mayor frecuencia, la opinión de Maq, cuyos conocimientos y experiencia crecían, en lugar de la de Averon, lo que siempre hacía que la joven se hinchiera de orgullo.
Ahora, de nuevo, el Katos navegaba por detrás del Perechon a una distancia estable de casi una legua, incapaz de recortar la ventaja. Si los vientos se mantenían constantes, Maquesta estimaba que entrarían navegando en la bahía del Cuerno para anotarse la victoria una hora antes de que oscureciera. La joven recordó que debía hablar con su padre acerca de comprar una nueva gavia para la mayor, pues aunque los minotauros no construían sus barcos tan bien como las otras razas, eran expertos artesanos de velas, y en Lacynes se podían adquirir unas velas excelentes.
Una extraña sensación se abrió camino en su mente.
—Padre —comentó Maq—, ¿no te parece extraño que no hubiéramos visto ni oído nada acerca del Katos antes de hoy?
—Krynn no es un lugar pequeño —contestó Melas—. Hay puertos que no hemos visitado, aguas por las que nunca hemos navegado.
—No son muchos —continuó Maq, mirando pensativa al Katos—, y, a juzgar por su diseño, parece una nave del Mar Sangriento. Yo pensaba que ya conocíamos todos los barcos que había por aquí. Por lo menos parece una embarcación del Mar Sangriento excepto por un detalle. ¿Te has fijado?
—Sí —respondió Melas—. Es un poco raro, pero no totalmente desconocido, Maquesta.
Ambos se referían a un toldo a rayas que se extendía desde la base de la cubierta superior de popa, por encima de la cubierta principal del Katos, con tres paredes para que pareciera una pequeña tienda de campaña cerrada.
—Yo odiaría tener que trabajar alrededor de eso en nuestra cubierta principal —apuntó Maq—. Me pregunto… Espera un momento. —Maq, que había estado contemplando el Katos relajadamente, observó con más detenimiento la otra embarcación.
»¿Ha rolado el viento? —La joven no había notado ningún cambio, y al comprobar el velamen del Perechon, Maq vio que el viento seguía igual. Miró de nuevo a la otra nave—. ¡Padre, no sé cómo lo estará haciendo, pero el Katos está acortando distancia!
—¡¿Qué?! —bramó Melas—. ¡Maquesta, ven aquí! —El capitán le indicó que tomara el timón y luego se detuvo, con los brazos en jarras, mirando de hito en hito al Katos. Sacó su catalejo del bolsillo, lo extendió, y miró por él. Una retahíla de palabras malsonantes salió de su boca, metió bruscamente el catalejo de nuevo en el bolsillo y saltó para bajar la escalera que llevaba a la cubierta principal—. ¡Averon, échame una mano aquí! ¡Vartan, Hvel, al palo de trinquete!
Melas gritaba una orden tras otra, para que la tripulación ajustara primero una vela y después otra, mientras le gritaba órdenes a Maq, quien seguía al timón. Los marineros trabajaron de forma frenética, pero el Katos seguía acortando distancia.
Maq agarró el gobernalle con fuerza para que no se moviera. Su corazón palpitaba de alegría, ya que de nuevo le habían encomendado pilotar en un momento importante. Su mano derecha se cerró sobre la cabilla principal a la par que los nervios amenazaban con atenazarle el corazón hasta hacerlo detenerse. ¡Corrían peligro de ser adelantados de nuevo!
La joven echó un vistazo por encima del hombro para ver que, a pesar de todos los esfuerzos de la tripulación y a sólo una hora de la bahía del Cuerno, el Katos seguía recortando la ventaja del Perechon. ¡Qué ignominia! Maq sintió vergüenza de sus emociones, tan egoístas; pero le remordía una combinación de ira y sonrojo al pensar que ella pilotaba el Perechon en el momento en que se encaminaban hacia una derrota.
El velamen del Perechon crujió al viento; Melas había ordenado que largaran hasta el último centímetro de tela y dirigía las velas para sacar el máximo provecho del más mínimo soplo de viento. El Perechon cortaba el mar y brincaba por encima de las olas con una energía nunca vista. La espuma del mar humedeció el rostro de Maquesta e hizo que el pelo se le pegara a la cara. La joven estaba aprovechando cada gramo de su peso en un esfuerzo por sujetar el timón y mantener el rumbo de la nave. Pensó en la posibilidad de atar un cabo a la batayola de la cubierta de popa para que le sirviera de ayuda y miró a su alrededor por si veía algo útil. Al levantar de nuevo la mirada vio que su padre estaba de pie a su lado. Melas oteaba hacia la mar con el entrecejo fruncido y, con sólo mirarle a la cara, Maq supo que las cosas no iban bien.
Pero, al echar una ojeada por encima del hombro, Maq estuvo a punto de saltar de alegría. ¡El mar estaba vacío! Debían de haberle sacado mucha distancia al Katos. Pasado un instante se apercibió de que el mar de popa estaba vacío porque el Katos navegaba parejo con el Perechon. Tras hacerle a su hija un ademán con la cabeza, Melas tomó de nuevo el timón. Tras unos momentos, tanto el padre como la hija sacudieron la cabeza para aclararse los oídos, pero los dos siguieron oyéndolo, aunque tenuemente al principio: un sonido agudo de instrumento de viento, que sonaba exactamente como si alguien estuviera tocando una giga con la flauta.
El Katos navegaba aún parejo, aunque aparentemente incapaz de situarse en cabeza. La música se hizo más fuerte, más insistente. Maq y Melas se miraron con el mismo gesto desconcertado: ¿de dónde venía ese sonido? La lenta comprensión de su procedencia hizo que se frunciera aún más el entrecejo del capitán. ¿Quién, en Krynn, estaría tocando la flauta en el tramo final de una carrera?
—Si lo que quieren es levantar con ello el ánimo en su barco —comentó excitada Maq—, me apuesto algo a que no funciona. ¡Creo que son incapaces de adelantarnos! ¿Qué opinas, padre…?
La joven nunca acabó la pregunta. La giga se interrumpió de repente, y Maquesta creyó ver cómo las velas del Katos perdían algo de tensión pero, surcando de nuevo las olas, volvió a oírse la música, aunque esta vez la melodía era casi obsesiva y el tono era más agudo que el de la giga. De forma inexplicable, el Perechon se vio zarandeado por vientos contrarios, cuyas ráfagas llenaron los ojos de la tripulación de polvo y serrín. Las velas del Perechon se tensaron y crujieron, llenándose por momentos de un viento y luego de otro. Los grandes palos crujían de forma amenazadora como si estuvieran sintiendo dolor, tensados al límite.
—¡Arriad las velas! —bramó Melas desde el timón ¡Arriad las velas o vamos a perder los palos!
Protegiéndose los ojos del polvo con el antebrazo, Maq abrió camino hasta el palo de mesana donde Averon y otros cuantos marineros estaban intentando arriar ambas velas.
—Alguien va a tener que subir hasta la botavara —le gritó Averon al oído—. Parte del aparejo de la gavia se ha enganchado en algo. Toma, ocúpate de esta soga y yo subiré.
Maq negó con la cabeza y empezó a trepar por la jarcia. La joven sabía cuál era el problema, porque ya se había preocupado antes de la gavia. Vio que Averon le estaba diciendo algo porque tenía la boca abierta, pero el viento se llevaba el sonido. Maq era una de las mejores trepadoras de la tripulación, y se le daría mejor desenganchar una vela que sujetar un cabo, lo que necesitaba más fuerza que maña. Además, como siempre, creía tener algo que demostrar a la tripulación.
Maq subió centímetro a centímetro por la jarcia, sacudida por el viento y guiándose más por el tacto que por la vista. El polvo era cegador y la obligaba a cerrar los ojos. Entonces, cuando casi había alcanzado la botavara, la turbonada de viento se detuvo de repente, igual que había comenzado. Al parpadear para limpiarse los ojos, Maq observó que el cielo seguía sin nubes, que brillaba el sol y que el Katos navegaba por delante de ellos, a gran distancia, aparentemente sin el estorbo de los vientos cambiantes. La joven trabajó en la gavia hasta conseguir soltar el pliegue antes de mirar de nuevo a la nave minotaura.
Maquesta atisbó sobre la cubierta del Katos una figura esbelta, envuelta en una capa con capucha. Juzgó que no debía de ser un minotauro, pues no se veía la forma de los cuernos bajo la tela. Antes de que la joven pudiera estudiar más a fondo al personaje, éste se metió de nuevo dentro del toldo.