Preparativos
—¿Qué opinas, Maquesta Nar-Thon?
Lendle se expresaba con parsimonia y un estilo ligeramente formal, como tienden a hacer los gnomos cuando hablan con miembros de otras razas, incluso cuando, como en este caso, era alguien a quien conocía desde que era una niña pizpireta.
La manera inquieta en la que Lendle manoseaba los brillantes cilindros y las finas varas de hierro que estaban sobre el puesto del buhonero, además de su habla, angustiosamente lenta para lo habitual en él, indicaban a Maq que, fueran lo que fuesen los objetos, el gnomo los deseaba con una intensidad casi desesperada.
Maq estiró el cuello para intentar atisbar el barco de su padre desde la fila desordenada de puestos que llamaban mercado en el bullicioso puerto minotauro de Lacynes.
—No opino nada acerca de esos artefactos, sean lo que fueren —contestó al cabo la joven—. Ya deberías saber, Lendle, que si una cosa no tiene nada que ver con mástiles y velas, estoy perdida. Venga, vamos, ya hemos perdido aquí suficiente tiempo. —La voz de Maq empezaba a adquirir un leve tono de impaciencia—. Debemos regresar al barco, pues aún nos queda mucho por hacer antes de la carrera de mañana.
Pero parecía que Lendle no la hubiera oído. El gnomo estaba inmóvil, casi hipnotizado, mientras con sus gordezuelos dedos toqueteaba, palpaba y acariciaba cada centímetro de los objetos.
—Está claro, Lendle —dijo Maq, después de suspirar, cambiando de táctica—, éstos parecen justo los que necesitabas, seguro que no puedes vivir sin ellos. De hecho, creo que deberías comprarlos… si eres capaz de encontrar las monedas necesarias. —Maq hablaba ahora en voz baja—. Tras todas estas semanas sin un trabajo decente para el Perechon, no entiendo cómo puede quedarte algo de dinero.
—Sí. Sí, Maquesta Nar-Thon. Creo que tienes razón, éstos son justo los que necesito —contestó Lendle mientras metía la mano en el saco que llevaba colgado al hombro y sacaba una caja de cuero plana y rectangular con varios pequeños cajones y compartimentos. El gnomo apretó algunos botones de colores situados en la parte superior. Con una sonrisa de oreja a oreja le explicó a Maq que este invento suyo tenía un pequeño cajón que al abrirse contendría la cantidad exacta de monedas que le pedía el comerciante. En vez de eso, la caja se desfondó y el pequeño tesoro del gnomo se desparramó en la calle embarrada.
»¡Aymadreaymadreaymadre! —Las palabras salían de la boca del gnomo como un torrente, al recuperar de repente la velocidad normal de habla de los de su raza.
Maq se agachó para ayudar a Lendle a recoger el dinero, y observó que la suspicaz dueña del puesto, una robusta humana, examinaba con detalle cada moneda antes de entregarles varios cilindros y varas de metal. Maq pensó que probablemente no estaba acostumbrada a tratar con clientes que no fuesen minotauros, ya que los miembros de las razas extranjeras eran una rareza en la isla de Mithas, aparte de los esclavos, que no estaban en situación de comprar nada, y los que ejercían profesiones de rango inferior, como comerciantes callejeros. Cuando acabó de entregar los objetos, Lendle ya había arreglado su caja de dinero mecánica y la había vuelto a guardar en su saco. Desde que Maq conocía al gnomo, y de eso hacía muchos años, éste nunca había creado un artilugio que funcionara de forma correcta.
Maq lo guió hacia el embarcadero donde estaba atracada la chalupa que habían usado para llegar desde el Perechon hasta la costa. El gnomo iba dando brincos de alegría, y atravesaba la multitud tan rápido que la joven tuvo que alargar sus zancadas para no perderlo.
Hacían una pareja interesante: la mujer, alta y esbelta, con piel de ébano y cabello rizado y oscuro del color de la medianoche; y el diminuto y rechoncho gnomo, de piel cobriza y melena nívea. Mientras se abrían camino por las calles de arena bordeadas de inmensos, aunque poco imaginativos, edificios de piedra, casi ninguno de los enormes minotauros les prestaba la menor atención. Maq sabía por experiencia que estas bestiales criaturas no tenían el más mínimo interés por los seres de otras razas… excepto como esclavos o como guerreros a los que sacrificar en sus espectáculos de gladiadores.
Maq sintió un escalofrío. Ella tampoco quería tener nada que ver con los minotauros ni sentía especial aprecio por su ciudad. Sin embargo, captó su atención uno de los nativos de la villa que venía hacia ellos con paso firme, procedente del puerto. Sus curvos cuernos relucían como si les hubieran sacado brillo, y llevaba un aro de oro en la punta de una de las astas. El tono rojizo de su pelaje se acentuaba por la capa roja que caía suelta desde sus inmensos hombros. Las correas de un arnés de cuero se cruzaban sobre su pecho, sujetando varios cuchillos y pequeñas hachas de mangos finamente labrados. La falda de cuero que ceñía sus musculosas caderas estaba tachonada de gemas azules y verdes que centelleaban bajo el sol. En una de sus manos sujetaba una gruesa cadena unida a un ancho collar que rodeaba el cuello de una criatura que Maq nunca había visto antes. Del tamaño aproximado de un perro, parecía una rata gigante, aunque sin pelo ni rabo. Tenía seis patas, y su mandíbula superior estaba repleta de dientes grandes, protuberantes y de aspecto mortífero que salían sobre el belfo inferior.
La bestia corría tras el minotauro, quien, en algún que otro momento, daba un fuerte tirón a la cadena para acelerar su marcha. De vez en cuando, la alimaña bufaba de forma amenazadora, sobre todo cuando alguien se les acercaba demasiado, y esto desencadenaba un tirón aún más brusco por parte del amo. Maq podía ver que el collar de hierro había hecho una herida sangrante en la piel casi incolora del animal, cuyos ojos marrones, muy juntos, miraban de hito en hito a su dueño con expresión agresiva.
Maq había aflojado el paso mientras contemplaba a la pareja. Lendle, que sólo prestaba atención a su reciente adquisición, sin dejar de manosearla incluso mientras caminaba, seguía avanzando velozmente. Maquesta alargó un brazo y lo agarró del cuello de la camisa, sacudiéndolo para captar su atención, y con un ademán señaló hacia el minotauro y su «animal de compañía». El gnomo, con gesto de haber sido despertado de un agradable sueño, miró hacia donde Maq le indicaba.
—Es un osquip. Unos bichos desagradables —afirmó Lendle, entrecerrando los ojos con momentáneo interés—. Nunca había visto uno fuera de unas ruinas subterráneas. De hecho, a decir verdad sólo los he visto en dibujo. Pero he oído hablar de ellos. Se dice que son carnívoros y muy voraces. Creo, ejem, no, creo que eso son los otyughs. Ésos sí que son animales terribles si uno se los encuentra. Tampoco he visto ninguno, pero tuve un tío que se topó cara a cara con uno mientras exploraba una gruta subterránea. Mucho más peligroso que el osquip. —Las palabras del gnomo salían atropelladamente de su boca.
En ese momento el osquip soltó un bufido amenazador. La alimaña saltó, gruñendo, al cuello de su amo sorprendiendo a Maq. Sin embargo, el pesado collar y la cadena limitaban su movilidad. Con sorprendente agilidad, el minotauro se alejó unos pasos del animal, desenvainó una espada corta de su arnés, y de un solo golpe cortó la cabeza del animal. La sangre manó a chorros del cuello del osquip mientras éste caía pesadamente al suelo pataleando.
—Ocupaos de eso —ordenó el minotauro mientras limpiaba el arma ensangrentada en la piel del osquip. Volvió a envainar la espada cuando estuvo satisfecho de su limpieza. Dos esclavos humanos con aspecto sarnoso que seguían a su amo se acercaron al cuerpo del osquip que aún se estremecía. Uno de ellos agarró las patas traseras y empezó a arrastrar el cuerpo, dejando tras de sí un rastro sangriento. El otro cogió la cabeza. Luego siguieron a su señor por el camino embarrado que se extendía a lo largo de la bahía del Cuerno. Maq contempló inmóvil cómo los esclavos arrojaban la cabeza y el cuerpo al agua, donde los restos del cadáver se unieron a los despojos que contribuían a dar a Lacynes su «aroma» inconfundible.
—Sí. Bien. Eso fue agradable. Minotauros. En cualquier caso —barbotaba Lendle sin parar—, mi tío evitó por poco los tentáculos del otyugh… o brazos, supongo, según se mire. Aunque uno de los tentáculos tiene globos oculares. Media docena de ojos, decía él. Así que supongo que no se le puede llamar brazo. Bueno, supongo que sí, ya que los ojos no estaban en la cabeza. Eso decía mi tío, y él debería de saberlo. En cualquier caso, la bestia tenía tres o cuatro patas y se movía a toda velocidad. Pero mi tío pudo moverse más deprisa, y consiguió salir de la caverna sin tener que matar al bicho. —Lendle sonrió, feliz de acabar su narración.
—¿Para qué tener un animal de compañía si lo vas a maltratar y matar? —musitó Maquesta, encaminándose de nuevo hacia la chalupa mientras sacudía la cabeza—. Estos minotauros sí que son desagradables y son ellos los que deberían estar atados con correas. Me alegraré de poder dejar su compañía cuando ganemos la carrera de la bahía. Espero no tener que volver por aquí en bastante tiempo.
La joven y el gnomo caminaron en silencio durante un rato, mientras Maq reflexionaba acerca del incidente que acababan de presenciar; pero cuando notó en su rostro la brisa marina imponiéndose al ambiente malsano que los rodeaba, su ánimo mejoró. Y al pisar el muelle y contemplar los mástiles gemelos del barco de su padre, el Perechon, que ahora podía apreciar al completo, su alegría se desbordó. Su paso se aceleró lleno de felicidad. Pronto estaría en el Perechon. Pronto estaría en su hogar.
—Date prisa, Lendle —le exhortó Maq—. A buen seguro, padre estará ansioso de que regresemos.
—Voy deprisa —respondió el gnomo, inspeccionando aún sus compras.
El Perechon de Melas Nar-Thon no era la nave más hermosa del Mar Sangriento, con sus velas remendadas y su pintura desconchada, aunque su línea esbelta y su grácil proa hacían que estuviera entre las más bellas. Pero la embarcación era, indudablemente, una de las más veloces que surcaban las aguas de Ansalon. El Perechon era un bergantín de dos mástiles. Parecida a una goleta, era una nave de guerra que se jactaba de tener velas para navegar velozmente, además de portas para remos que le permitían maniobrar en batalla. Con cuarenta y dos metros de eslora, tenía un soporte para montar una balista en la proa. El arma en sí, una gran ballesta capaz de disparar arpones, saetas, lanzas y otros muchos tipos de proyectiles con una fuerza mayor a la de cualquier hombre, estaba guardada bajo cubierta, ya que no se permitían armas en la inminente carrera. A pesar de su diseño, el Perechon había visto pocas batallas, utilizándose principalmente como barco de carga y, de vez en cuando, como barco de pasajeros para aquellos individuos que necesitasen ir a algún sitio de forma rápida y discreta, aunque últimamente el capitán navegaba de puerto en puerto en busca de trabajo.
La batayola del Perechon estaba tallada en madera de caoba, y los balaustres se habían labrado para asemejar columnas ornamentadas, del tipo que se podía encontrar soportando los techos de los templos. El bauprés, el palo que se extendía por delante de la proa, era de nogal endurecido. La cubierta principal era de madera de roble teñida y se fregaba y pulía de forma casi continua, mientras que el castillo de popa, en la parte posterior de la nave, se había fabricado con roble blanco importado de algún bosque elfo. Maquesta estaba casi tan orgullosa de la nave como su padre.
Maq desató el cabo que unía la chalupa del Perechon a la cornamusa a la que la habían amarrado mientras hacían los recados, y se impulsó apoyándose en el embarcadero, remando con fuerza hacia el barco. Mientras se acercaban al Perechon alcanzó a ver a varios miembros de la tripulación que sacaban brillo a la batayola. Otros trabajaban duro pintando la arboladura. Maq sospechaba que su padre quería que el barco tuviera un aspecto inmejorable durante la carrera. Sonrió ampliamente al pensar que habría tiempo de sobra para que Lendle y ella pudieran también arrimar el hombro. La muchacha deseaba que todo estuviera perfecto para su padre, ya que la carrera era muy importante para él.
El padre de Melas había sido marinero, como también lo fueron su abuelo y su bisabuelo. A la familia Nar-Thon le gustaba decir que su sangre estaba compuesta principalmente por agua de mar. Melas conocía muy bien su profesión. La modesta dote que Mi-al, la madre de Maq, había aportado a su boda secreta, junto a las afortunadas ganancias de las mesas de juego y los beneficios de la venta del balandro familiar de los Nar-Thon, le habían proporcionado a Melas el dinero que necesitaba para construir su propio barco. Sabía bien lo que quería, y lo que necesitaba crear: la embarcación más veloz y marinera que se hubiera visto. Le puso de nombre Perechon, igual que una pequeña ave marina que a su mujer le gustaba contemplar.
Mi-al era una elfa, y Melas confiaba en que una vida en la mar la mantendría a salvo de aquellos a los que les gustaba cazar a los de su raza. Se ocultaba bajo vestimentas amplias y con capucha cuando se movía entre la tripulación del Perechon, y sólo se aventuraba por los puertos con su marido y de noche, cuando las sombras disimulaban sus facciones. Únicamente Lendle conocía su secreto, y compartía el pesar de Melas. Hacía catorce años Mi-al había desaparecido, poco después del cuarto cumpleaños de Maquesta, dejando a Melas desolado, y acabando con la posibilidad de darle un hijo que pudiera continuar la tradición marinera de los Nar-Thon. Aun así, Melas estaba decidido a comunicar todo lo que sabía acerca de la ciencia, el arte y su amor por la navegación a su único vástago. Y así lo había hecho, después de recortarle las orejas a la niña. Maquesta parecía, en todos los aspectos, enteramente humana, aunque era muy consciente de su ascendencia elfa. Melas quería que estuviera a salvo, y Maq no tenía ningún inconveniente en mantener el engaño, pues la joven quería seguir viva, y también deseaba que su padre fuera feliz.
—Nunca adivinarías quién más va a competir mañana —le dijo Maq a Averon, el primer oficial del Perechon, tras subir a bordo. La joven agitaba una lista con los nombres que le habían dado en Lacynes al hacer la inscripción de la nave para la competición—. El Torado —exclamó, refiriéndose a otra embarcación que procedía de Saifhum.
—Bueno, eso pondrá las cosas interesantes —contestó Averon, con una sonrisa y una expresión en los ojos más traviesa de lo habitual—. Tendremos que enarbolar nuestros colores especiales para que todos sepan que la nuestra es la nave de Saifhum a derrotar —comentó Averon, quien hizo un gesto con la cabeza hacia lo más alto del mástil más cercano del Perechon—. He hecho la nueva bandera yo mismo. ¿Qué opinas?
Maq cayó de repente en la cuenta de que los demás tripulantes habían dejado lo que estaban haciendo y los contemplaban con risa contenida. La joven quedó boquiabierta como siempre ocurría al darse cuenta de que estaba participando en una de las bromas pesadas de Averon, y ella era la víctima. A Maq se le encogió el estómago al levantar la vista hacia el cielo.
Gualdrapeando en la brisa marina, al final del mástil, inconfundible a la luz del atardecer, colgaba la camiseta de seda amarilla de Maquesta, una de las escasas prendas realmente femeninas que poseía, adorada también porque era uno de los pocos objetos que habían pertenecido a su madre y sobrevivían a muchos años de vida marina. Maq gritó, saltó sobre el aparejo y trepó velozmente por los cabos para recuperarla, no sin antes fulminar con una mirada a Averon.
¿Cómo podía haberle hecho esto? ¡Y encima Averon! Averon y el padre de Maq eran amigos desde su niñez. A menudo habían rivalizado por conquistar a la misma mujer, hasta que Melas había conocido a Mi-al cuando iba solo en misión comercial. Melas se casó con la elfa, acabando con la rivalidad. Averon había acompañado con frecuencia a los recién casados, y a menudo Melas se preguntaba si Averon habría adivinado que su esposa era una elfa. Averon había estado con Melas en la travesía marina durante la que Mi-al desapareció, y había consolado a Maq, entonces una niña de cuatro años, cuando su padre, durante un tiempo, había estado demasiado embargado por el dolor para recordar que tenía una hija. Averon, siempre impetuoso y pícaro, había sido como un segundo padre para ella.
Una súbita ráfaga de viento golpeó a Maq, y estuvo a punto de arrancarla del aparejo. La joven apretó los dientes y olvidó su mal humor. No podía permitirse llorar ya que no disponía de una mano libre para enjugarse las lágrimas ni podría trepar con los ojos empañados. El viento del mar había virado, se había intensificado y ahora hacía cabecear al Perechon. Maq precisó de todos sus sentidos, toda su fuerza y toda su habilidad para continuar subiendo. La joven tampoco quería que ningún miembro de la tripulación viera que estaba trastornada. Maq se había criado prácticamente como la mascota del Perechon, mimada cuando los marineros tenían tiempo libre, tratada con afecto por todos.
Pero al crecer eso cambió. Los navegantes no sabían qué pensar de Maquesta como joven mujer, a veces ni siquiera ella lo sabía. Se mostraban retraídos con ella, sin hostilidad pero siempre vigilantes, y eso no era bueno para la joven. No si Maquesta quería convertirse algún día en capitana del Perechon, como deseaba. Así pues sabía que cualquier ocasión podría convertirse en una «prueba», y ésta, sin duda, era una de ellas.
Al echar un vistazo hacia abajo, Maq se dio cuenta de que ninguno de los marineros podía ver la expresión triste de su semblante. Estaban agrupados bajo ella como figuritas de juguete, apuntando y riendo. El áspero cáñamo de la maroma le cortaba las palmas, haciéndole sangre, y el viento tiraba con mayor fuerza de su cuerpo. Pero finalmente tuvo la fina seda de su camiseta en la mano, y su mueca de determinación se transformó en una sonrisa. La prenda estaba intacta, pues Averon la había atado con gran cuidado al aparejo del mástil.
La joven descendió tan rápido como le permitieron las ráfagas de viento y finalmente saltó con ligereza sobre la cubierta. Recuperada al fin la compostura, fulminó a Averon con la mirada y después barrió con los ojos al resto de los marineros, desafiándoles a hacer algún comentario. Averon esquivó por un instante su mirada y luego, con una reverencia exagerada, se quitó un sombrero imaginario.
—Bien hecho, Maquesta Nar-Thon —la felicitó, mirando hacia arriba con unos ojos que de nuevo brillaban con picardía—. ¡Enhorabuena, de verdad!
Maq pudo resistirse al encanto de Averon durante al menos tres minutos, y justo cuando notó que sus labios empezaban a curvarse hacia arriba en el inicio de una sonrisa, Melas Nar-Thon apareció sobre la cubierta principal procedente de su camarote situado a popa. Éste, al ver a unos doce miembros de su tripulación sin hacer nada, y el enfrentamiento visual entre Averon y Maquesta, avanzó con paso firme hacia la pareja.
—¿Qué pasa aquí? —bramó el capitán—. Por si lo habéis olvidado, tenemos que prepararnos para una carrera. ¡Averon, maldito perro! ¿Qué broma has gastado ahora, para que la tripulación haya dejado de hacer sus menesteres? Ahora volved todos al trabajo, especialmente vosotros dos —gritó Melas mirando con gesto adusto a Averon y Maquesta.
A pesar de la dureza de sus palabras, todo ello se dijo con la brusca cordialidad típica del afable capitán del Perechon. Antes de que hubiera acabado de hablar, los marineros corrían a sus puestos, y se notaba el aprecio que sentían por el capitán por los pocos murmullos de protesta que se oyeron.
—A ver, vosotros dos. ¿Qué voy a hacer con vosotros? Se supone que debéis dar ejemplo —exclamó Melas, aparentando hablar en serio mientras intentaba rodear con sus brazos a Maq y a Averon. Maq esquivó ágilmente el achuchón de su padre, pero Averon era más torpe. Melas agarró el hombro de su amigo y convirtió el abrazo en una llave de lucha, cosa que no era difícil.
Los dos amigos ofrecían una curiosa estampa: Melas medía más de metro ochenta y su piel negra relucía, más oscura incluso que la de Maquesta. Estaba completamente calvo, lo que hacía aún más llamativa su gran cabeza, sobre sus hombros anchos y fuertes. Su complexión musculosa había empezado a transformarse en los últimos años, con un engrosamiento en su parte media, debido a su gran afición a la cerveza. Le sacaba una cabeza a Averon, quien era ligeramente patizambo. Éste había dejado crecer su cabello, rubio y sucio, en un intento de cubrir la incipiente calva de su coronilla; y un gran mostacho con las puntas retorcidas era el único aspecto de su físico que cuidaba. Su piel bronceada y curtida por el sol tenía algunas arrugas aquí y allá que le hacían parecer más viejo de lo que realmente era.
—Oye, Maquesta, ¿qué averiguaste cuando fuiste a pagar nuestra inscripción? ¿Algo que pueda sernos útil mañana? —preguntó Melas, apretando con fuerza el cuello de su amigo antes de soltarlo con un empujón cariñoso. El primer oficial se tambaleó durante unos instantes, se giró y lanzó todo su peso en un ataque bajo que tiró al gran hombre por los suelos. En un santiamén, los dos rodaban por la cubierta enzarzados en un combate de lucha libre.
—¡Basta ya! —los exhortó Maquesta, molesta de nuevo por la facilidad con la que su padre y Averon se comportaban como niños—. ¡Parad de una vez! —les gritó con los brazos en jarras—. Los dos debéis estar en buena forma mañana o no tendremos ninguna posibilidad de ganar. Vamos, poneos en pie. —A veces la joven se sentía como si fuese su madre.
La idea de la carrera les hizo incorporarse, jadeando ligeramente. La inminente competición era importante para ambos, y para todos los demás tripulantes del Perechon. Solinari y Lunitari habían completado varias veces su ciclo en el cielo desde la última vez que la embarcación había tenido un cliente de pago, aunque, como casi siempre, la mayoría de los marineros habían optado por quedarse en la nave. Melas, siempre dispuesto a «sobrevivir» entre misión de pago y misión de pago siempre y cuando pudiera navegar, no era el más fiable de los pagadores. Los marineros sin empleo en el Mar Sangriento lo sabían, pero a aquellos que realmente amaban navegar les encantaba hacerlo con él.
Sin embargo, esta última sequía económica ya duraba demasiado, por lo que Averon había desaparecido recientemente en una de sus aventuras periódicas «para buscar fortuna», como solía decir con solemnidad. Esas excursiones solían estar precedidas de una bronca de Melas, quien a su vez era recriminado por Averon por no ser suficientemente ambicioso. Sin embargo, pasado un tiempo, siempre conseguía localizar de nuevo al Perechon, y volvía llevando con él una sarta de increíbles historias acerca de sus correrías, y a menudo sin dos monedas de cobre para frotar entre sí. Entonces llegaba el turno de Melas de ofrecer una crítica constructiva. A pesar de las constantes tomaduras de pelo recíprocas, nunca había habido un enfrentamiento serio entre Melas y Averon, ya que su amistad era demasiado profunda. Y Maq siempre se alegraba del regreso de Averon, tanto por ella como por su padre. Él era parte de la única familia que la joven había conocido.
De su última escapada Averon había regresado con noticias acerca de la carrera relacionada con el circo minotauro; sin duda, la competición se llevaba a cabo con la idea de que tripulaciones de minotauros pudieran infligir derrotas humillantes a participantes de otras razas, a la vez que mostraban su gran capacidad como marineros. Una especie de ejercicio preparativo para el concurso realmente mortal del circo. El premio era considerable, decía Averon, y sería suficiente para que el Perechon y su tripulación pudieran sobrevivir durante un tiempo prolongado.
Ahora que había conseguido librarse por fin de la llave de Melas, Averon se marchó para ocuparse de los preparativos, farfullando en voz baja una queja ficticia acerca del poco aprecio que le tenían el capitán del Perechon y la hija de éste.
—¿De qué iba todo eso entre Averon y tú? —preguntó Melas a su hija en cuanto estuvieron a solas—. ¿Y qué es lo que tienes en la mano? Parecías dispuesta a despellejar a Averon cuando subí a la cubierta.
Maquesta hizo un ovillo con la camiseta de seda, ocultándola en un puño detrás de su espalda, ligeramente avergonzada de enseñarle su ropa interior a su padre.
—Averon… —comenzó, pero luego dudó y sólo sacudió la cabeza—, nada, no era nada. —Maq sabía que, por justificada que estuviera su queja acerca del comportamiento de Averon, su padre no le daría importancia. Nunca lo hacía.
Melas rodeó cariñosamente con su brazo los hombros de su hija, la atrajo hacia sí y le dio un beso en la frente.
—Todo el mundo está tenso antes de una carrera —explicó Melas—. Sea lo que fuere, estoy seguro de que sólo lo hizo para distraer a la tripulación. Tienes que entenderlo, Maq. —Melas apretó suavemente los hombros de su hija—, hay pocos amigos tan buenos como Averon. Estoy seguro de que no quiso hacerte daño.
—Lo sé —contestó Maq, abrazando a su vez a su padre—, y estoy bien. —La joven se alejó y le sonrió—. Pero tengo hambre; voy a buscar a Lendle y a averiguar qué está guisando para la cena. Espero que no sea una nueva versión de estofado de anguila reseca.
Maq contempló cómo su padre se alejaba con paso firme hacia un grupo de marineros que comprobaba el aparejo del palo de mesana, el más pequeño de los mástiles del barco, luego se giró y avanzó hacia la cocina.
—Seguro que Averon quería divertir a todo el mundo —farfulló entre dientes mientras caminaba—, excepto a mí.
En cuanto llegó a la puerta de la cocina supo que la cena consistiría, efectivamente, en anguila seca estofada, aunque esta vez mezclada con algunas especias que era incapaz de identificar. La gran cazuela que burbujeaba, sujeta por unos soportes sobre el fogón alimentado por leña, exhalaba el aroma aceitoso a pescado que caracterizaba de forma inconfundible ese guiso. A Lendle, sin embargo, no se lo veía por ningún sitio. Maq tuvo que agachar la cabeza al acercarse para ver lo que se cocía en el cacharro. El gnomo había pertrechado la cocina de forma que casi todos sus utensilios de cocina —cucharones, cacillos, tenedores de dos puntas, cazuelas y sartenes— colgaban de un laberinto de correas transportadoras que estaban todas a su alcance. Lendle insistía en que sabía perfectamente la manivela que debía accionar para poner en marcha las correas, acercando cualquier utensilio que pudiera necesitar hasta su mesa de trabajo o el fogón, y otro tirón lo soltaba de su gancho y hacía que cayera en sus manos. La experiencia de Maq indicaba, sin embargo, que esto raramente ocurría. La mayoría de las veces la herramienta caía ruidosamente al suelo, a varios pasos de donde se hallaba Lendle, o lo hacía dentro de lo que se estaba guisando. En varias ocasiones, un tirón de Lendle había hecho caer ruidosamente el invento, haciendo que todo el mundo acudiera corriendo para ver qué había pasado. Y una o dos veces, un afilado tenedor había herido levemente a algún visitante poco avezado; pero Maq sospechaba que Lendle había planeado esos «accidentes» para miembros de la tripulación que le habían ofendido o habían insultado su capacidad culinaria. Hacía bastante tiempo que no había caído ningún tenedor.
La joven se asomó a la cazuela sopesando la posibilidad de probar lo que allí se cocía; pero el aspecto de varias bolas pringosas que parecían uvas peladas, aunque sin duda no lo eran, y lo que Maq estaba segura de que era un tentáculo flotando en la superficie del guiso la convencieron de lo contrario. En vez de eso cogió una galleta que había en la mesa de trabajo junto a varias naranjas medio podridas y salió de la cocina.
Al no estar todavía preparada para unirse a los preparativos de la carrera tras el episodio de la camiseta, Maquesta se encaminó hacia el castillo de popa que contenía los camarotes de su padre y ella; el aposento de Lendle estaba justo debajo. El ingeniero-cocinero del Perechon ocupaba una cabina relativamente espaciosa, de un tamaño que era la concesión de Melas a la pasión que tenía Lendle de apañar cosas, y su incansable acumulación de objetos potencialmente útiles. Maq golpeó la puerta con fuerza, se detuvo un momento y después la empujó y metió la cabeza por la rendija a sabiendas de que a menudo Lendle estaba tan abstraído en sus arreglos que a veces ni oía la puerta. La joven tuvo, como siempre que entraba allí, la sensación de que se hallaba atrapada en un mágico compartimiento que iba encogiendo poco a poco. Cada centímetro de las paredes, casi todo el suelo, el techo y cualquier repisa estaban repletos de una vasta variedad de objetos curiosos, todos ellos etiquetados, guardados en cajas y organizados de acuerdo con el sistema privado de Lendle.
De unos ganchos en las paredes colgaban ovillos de bramante y alambre fino, rollos de gruesa soga de cáñamo y otros de cadenas de calibres diversos. En el suelo se alineaban cajas de madera repletas de engranajes con dientes recortados, listones de madera, poleas y montones de tela. Al entrar en el camarote Maq se golpeó la cabeza con unas cestas de mimbre y sogas que colgaban dentro de unas redes que pendían del techo. La única excepción a tanto desorden organizado era la cama de Lendle, que estaba atornillada a la pared. Era el típico camastro de mar, con rebordes elevados en los laterales, cabecera y pie para evitar que el cocinero pudiera rodar al suelo durante los episodios de mar encrespada. Fijada al suelo había una mesilla, también con rebordes elevados para que los objetos no se cayeran, iluminada a su vez por un farol que la iluminaba desde el techo.
Lendle solía guardar su caja de herramientas debajo de la mesa, donde la enganchaba a cuatro escuadras que había clavado al suelo, pero ahora no estaba allí, y tampoco el gnomo. Llevada más por una creciente curiosidad que por una necesidad de hablar con Lendle, Maq cerró la puerta del camarote y se encaminó hacia la bodega de carga. Allí no habían almacenado casi nada durante los últimos meses, pero Maq sabía que a menudo Lendle aprovechaba el espacio que allí había cuando estaba elaborando alguna de sus ideas para algún invento especialmente complicado, o trabajaba en algún proyecto que necesitaba más sitio.
—¡Fuego! —La joven gritó la alarma a pleno pulmón, luego se giró y empezó a subir por la escala de la bodega de carga antes siquiera de haber llegado hasta la mitad de ésta. Volutas de humo ascendían a su alrededor, y Maq esperaba que algún miembro de la tripulación la oyera y empezara a traer cubos de agua.
»¡Fue…! —Maq sintió que algo tiraba con fuerza de una de sus piernas, separándola de la escala y haciendo que perdiera el equilibrio. Al caer, alguien le puso una mano en la boca y también amortiguó el impacto. Sus pupilas se adaptaron a la titilante luz de las llamas y tuvo que parpadear para contener las lágrimas provocadas por el humo.
»¡Lendle! —gruñó, con tono de reproche.
—¡Silencio! —El gnomo la amonestó mientras le soltaba la pierna y la fulminaba con la mirada.
—¡Lendle! En el nombre de la Gema Gris de Gargath, ¿qué está pasando? ¡Esta vez vas a destruir el barco! —le exhortó la joven.
—¡El Perechon no va a arder! —respondió Lendle—. ¡Soy un buen ingeniero! —El gnomo parecía tan dolido como emocionado. Sus palabras salían muy lentamente para que Maq lo entendiera bien.
Maquesta buscó el origen de las llamas que, en efecto, parecían estar contenidas en un recinto de ladrillo; y el humo se estaba disipando. Había una puerta abierta en uno de los lados del compartimento de ladrillo y cerca de ella un montón de madera. Sobre la pequeña construcción, como en un nido, había una gran esfera de bronce, parecida a una tetera excepto que estaba cerrada por arriba y acababa en dos tuberías, que la conectaban a un gran cilindro, el cual se curvaba hacia arriba en la dirección de la trampilla que llevaba a la cubierta inferior y a las portas de los remos. Con la tenue luz producida por las llamas y por un quinqué situado a los pies de Lendle, Maquesta no podía apreciar dónde acababa el cilindro ni si su extremo estaba conectado a alguna otra cosa.
Más cerca de ella, Maq pudo ver que la unión entre la especie de tetera y el cilindro era incompleta y emitía un sonido como si el agua contenida en la esfera estuviera empezando a hervir; la joven pudo ver unas volutas de vapor que escapaban por uno de los lados del cilindro. También observó que Lendle estaba sujetando uno de los trozos de tubo que había adquirido en Lacynes.
—Concentradores de vapor —explicó, indicando el cilindro—. ¿Ves esto? —añadió, trazando orgulloso un arco con el brazo en la dirección del artilugio—, es para los momentos en que estemos en alta mar y no haya viento. ¡Esto ayudará al Perechon! —Lendle asintió con la cabeza de forma enérgica, mostrando a las claras que estaba muy de acuerdo consigo mismo.
—Ya tenemos remos, diez pares, para cuando cesa el viento —indicó Maq, intrigada, aunque tenía que admitir que no se usaban casi nunca.
El Perechon estaba bien equipado y su tripulación tenía la experiencia necesaria para aprovechar incluso las brisas suaves. Además estaba el hecho de que a ningún miembro de la tripulación le entusiasmaba la idea de remar. Melas no solía insistir en ello, otra más de las razones que le granjeaba su popularidad entre los marineros.
—Nos ayudará —insistió Lendle—. Te lo mostraré, Maquesta Nar-Thon. Pero ahora no, dentro de poco. Ahora debes marcharte, tengo mucho trabajo que hacer. —El gnomo empezó a empujar a la joven hacia la escalera.
—Vale, pero ten cuidado —dijo Maq, volviéndose de mala gana hacia la escotilla—. Espera un momento. —Se detuvo en el primer peldaño—. Te estaba buscando porque tenía hambre. Todos tenemos hambre. ¿Cuándo comeremos?
—Maquesta Nar-Thon —contestó Lendle con tono de reproche—, conozco mis deberes, y no soy un mago que pueda habilidosamente conjurar una comida en el último momento. —El gnomo arrugó su voluminosa nariz con gesto de desprecio ante la idea de la magia—. La cena ya se está haciendo. Comeremos a la hora de siempre. Ahora no te olvides de tus deberes. Ve a ayudar a tu padre a preparar la carrera. ¡Venga, fuera!
Concluida la regañina, Lendle se volvió hacia su artilugio. Maq trepó por la escala. La joven odiaba que el gnomo le siguiera hablando como si fuera una niña pequeña.
La tripulación del Perechon cenó esa noche a la hora habitual, y el estofado de anguila reseca estaba más sabroso que de costumbre pues las bolas poco atractivas que flotaban en el guiso estaban más ricas de lo esperado. Lendle las llamaba patatas del Mar Sangriento, un organismo desconocido para Maq, pero la joven decidió no pedir que le aclararan su origen. Fueran lo que fueren, ayudaban a llenar su estómago y el del resto de los marineros, demostrando con ello que la capacidad de inventiva de Lendle a veces daba buenos resultados.
Averon, sin embargo, no cenó.
—Quizás haya ido a comprarle a Maquesta algunas prendas de vestir —sugirió Vartan, el timonel—. Tengo entendido que los minotauros de Mithas tejen algunas ropas muy finas y delicadas que sin duda le sentarían muy bien. —El timonel, un nativo de Saifhum, era uno de los marineros por los que Maq sentía menos simpatía.
—¿Algo de color turquesa? Me encanta ese tono —bromeó otro.
Varios de los marineros sofocaron la risa ante estas palabras. Vartan procuró no elevar el tono pero miraba a Maq con expresión desafiante.
—Averon es demasiado listo como para gastar su dinero en algo que puedan coser esas horribles bestias —intervino la hija del capitán—. Y él utiliza su cerebro para pensar, no sólo como relleno para darle una forma bonita a su atractiva cabeza.
Vartan, quien, de hecho, era bastante apuesto y no poco presuntuoso, se ruborizó y volvió su atención al guiso mientras sus compañeros reían y celebraban la respuesta de Maq.
—Averon ha ido a comprar algo de buen ron y un barril de cerveza para que podamos empezar a celebrar la victoria en cuanto crucemos la línea de meta pasado mañana —anunció Melas—. Con el dinero del premio recibiremos todos nuestro salario, incluidos los atrasos. Vamos a concentrarnos en eso y en nada más. —Melas recorrió la cocina con la mirada, deteniéndose por un instante en Maq y en Vartan.
Dicho eso, el capitán se concentró en su comida, y los demás hicieron lo propio. Lendle, al que le gustaba mucho más la cerveza que el estofado, engulló una jarra y empezó a silbar mientras iba rellenando los cuencos ahora vacíos.