Prólogo
Invierno, Año del Carnero (2215 a. C.)
Llega el emperador! ¡Entra en la fortaleza por la puerta sur!
El toque retumbó en las murallas de Caergoth, lanzado por un millar de trompetas y oído por un millón de oídos. La excitación se propagó por la inmensa ciudad de tiendas instaladas en torno a la gran plaza fuerte, en tanto que la propia fortaleza se estremecía expectante.
El carruaje del emperador Quivalin Soth V, llamado en ocasiones Ullves, cruzó las enormes puertas con estruendo, tirado por un tronco de doce caballos blancos y seguido por una escolta de cinco mil hombres. Desde todos los parapetos, desde cada torre almenada y altos baluartes de la extensa ciudad de Caergoth, damas ataviadas con vestidos de seda, orgullosos nobles y cortesanos vitoreaban y saludaban.
Escarpadas murallas grises de granito se alzaban impresionantes sobre la comitiva, dominando las tierras de cultivo de los alrededores del mismo modo que una montaña se encumbra sobre una planicie. Cuatro puertas inmensas, cada una de ellas hecha con tablones de vallenwood de veinticinco metros de altura, atrancaban los lados de la gran plaza fuerte contra cualquier posible enemigo. De hecho, llevaban impresas con orgullo las marcas del aliento de los grandes reptiles causadas durante la Segunda Guerra de los Dragones más de cuatro siglos atrás.
El interior de Caergoth consistía en avenidas tortuosas, puertas altas y estrechas, edificios de piedra apretados unos contra otros, y las ininterrumpidas murallas que seguían un trazado sinuoso a medida que ascendían terraplén tras terraplén hacia el corazón del imponente castillo, creando un laberinto granítico para todo aquel que penetraba en la plaza fuerte.
El carruaje cruzó la barbacana exterior con señorial dignidad y rodó a lo largo de las calles, a través de portones abiertos, y por las avenidas más anchas en dirección al centro del alcázar. Estandartes de color negro, rojo profundo y azul oscuro colgaban de los baluartes. Las aclamaciones de la multitud atronaban por doquier al paso del carruaje del emperador.
Fuera de las murallas, un vasto mar de tiendas cubría los campos en torno a la fortaleza, y de allí salían en oleadas los hombres de armas del ejército del emperador, unos doscientos mil en total. Aunque no se mezclaban con los nobles y los capitanes del alcázar, su alegría era igualmente bulliciosa, y se acercaron en tropel al castillo al paso de la comitiva del emperador; sus aclamaciones penetraron las sólidas murallas de piedra.
Por fin la comitiva entró en una espaciosa plaza, fresca y brumosa por el agua pulverizada de los chorros de un centenar de fuentes. Al otro lado, encumbrándose hasta las propias nubes, se levantaba la gran maravilla de Caergoth: el palacio del rey. Unas altas torres sobresalían de la muralla, y los tejados picudos parecían lejanos e inaccesibles. Los cristales de las ventanas reflejaban la luz del sol, que se descomponía en deslumbrantes arcos iris al traspasar la brillante bruma de las fuentes.
El carruaje rodó por la amplia y pavimentada calzada hacia las puertas de palacio. Dichas puertas, de sólida plata que refulgía con la brillantez de un espejo, estaban abiertas de par en par. En el umbral aguardaba el propio rey Trangath II, señor de Caergoth y el más leal servidor del emperador de Ergoth.
Allí se detuvo la carroza imperial, y una docena de alabarderos presentaron armas mientras la hija del rey en persona abría la puerta del reluciente carruaje de acero. La multitud cruzó en tropel la plaza, incluso a través de los pilones de las fuentes, en un intento de ver al ilustre personaje que viajaba en su interior. Alrededor de la plaza, desde las murallas circundantes y las torres, un hervidero de miles de personas clamaba sus lisonjas a voz en grito.
Los verdes ojos del emperador relucieron al descender del carruaje con una agilidad que desmentía sus cincuenta años. Su barba y su cabello tenían ya hebras de plata, pero su voluntad de hierro se había endurecido aún más durante las décadas de su mandato hasta ser conocido, fundadamente, como un gobernante implacable y enérgico que había conducido a su pueblo a una prosperidad desconocida hasta entonces.
El regio cabecilla, ataviado con un ropón carmesí de pieles que ondeaba sobre una túnica de seda negra ribeteada con hilos de plata, pasó ante el rey de Caergoth haciendo caso omiso de él y se dirigió rápidamente hacia los tres hombres que aguardaban en silencio detrás del monarca, ahora abochornado por la humillación. Los tres hombres tenían barba y llevaban casco y peto de reluciente acero, botas altas hasta la rodilla, y guanteletes sujetos bajo el brazo mientras aguardaban firmes para saludar al hombre más poderoso de Ansalon.
Las aclamaciones de la multitud se intensificaron cuando el emperador abrazó con profundo afecto a cada uno de los tres hombres. Luego se volvió y saludó de nuevo a las masas.
Después, Quivalin V condujo a los tres hombres hacia las puertas de cristal de palacio, que se abrieron suavemente. Cuando se cerraron tras ellos, el estruendo del exterior se redujo a un retumbo amortiguado.
—Encuéntranos un sitio donde podamos hablar en privado —ordenó el emperador al rey Trangath sin dignarse siquiera mirarlo.
De inmediato, el monarca se adelantó presuroso al tiempo que se inclinaba con actitud obsequiosa y conducía a la camarilla del emperador hacia unas inmensas puertas de caoba.
—Espero fervientemente que mi humilde biblioteca se acomode a las necesidades de mi muy respetado señor —dijo con jactancia el viejo rey al tiempo que hacía una reverencia tan exagerada que se tambaleó un instante y a punto estuvo de perder el equilibrio.
El emperador Quivalin mantuvo el mutismo hasta que él y los tres hombres hubieron entrado en la biblioteca y las puertas se cerraron silenciosamente a sus espaldas. La amplia estancia tenía el suelo de mármol negro; sobre sus cabezas, el techo se alzaba distante, una oscura superficie de madera noble. La única luz entraba por las ventanas, altas y estrechas, de cristal, proyectándose sobre los hombres en cálidos rayos antes de que su reflejo se desvaneciera en la obscuridad absorbente del negro suelo.
Aunque había varios sillones cómodos repartidos a lo largo de las paredes, ninguno de los hombres hizo intención de sentarse. En cambio, el emperador clavó una mirada penetrante y coercitiva en los otros.
—Vosotros tres sois mis más grandes generales —dijo Quivalin con un tono sorprendentemente suave en contraste con la intensidad de su mirada—. ¡Y ahora sois la esperanza y el futuro de toda la raza humana!
Los tres militares adoptaron una postura más erguida, cuadrando los hombros, ante estas palabras.
—Hemos soportado el despotismo elfo más que de sobra —continuó el emperador—. Su obstinada negativa a permitir que los humanos ocupen el lugar que les corresponde por derecho en las planicies ha llegado a un punto intolerable. La arrogancia racial de su Orador ha trocado la diplomacia en insultos. Nuestras razonables demandas han sido escarnecidas. ¡La intransigencia silvanesti debe ser aniquilada!
La mirada de Quivalin se dirigió bruscamente hacia uno de los tres hombres, el mayor de ellos, a juzgar por su barba y largo cabello blanco. Su rostro estaba surcado de arrugas, tanto de expresión como las causadas por las preocupaciones y el trabajo; a pesar de su corta estatura, su porte hablaba de una fuerza contenida, encubierta.
—Bien, general supremo Barnet, exponme tus planes.
El viejo militar se aclaró la garganta; veterano de cuatro décadas al servicio de su emperador —y al de Quivalin IV con anterioridad—, Barnet, sin embargo, no conseguía estar del todo tranquilo en su augusta presencia.
—Excelencia, avanzaremos por las planicies en tres grandes formaciones: una poderosa fuerza de arremetida en el centro, y dos grandes alas que cerrarán los flancos por el norte y el sur. Yo mismo dirigiré la unidad central, compuesta por mil lanceros y cincuenta mil robustos soldados de a pie equipados con armaduras metálicas, escudos y picas, así como diez mil marineros y leñadores de Daltigoth y del sur, principalmente, armados con ballestas.
»Nos dirigiremos directamente hacia Sithelbec, emplazamiento que es conocido como el corazón de la defensa elfa, un lugar que el general elfo deberá defender. Nuestro propósito es forzar al enemigo a combatir contra nosotros, en tanto que las alas norte y sur completan el cerco. Estas actuarán como martillos de percusión que empujarán al enemigo contra el yunque de mi sólida unidad. —El general supremo Barnet miró a uno de sus colegas—. El general Xalthan estará al mando del ala meridional.
Xalthan, un guerrero de barba pelirroja y espesas cejas al que le faltaban los incisivos superiores, parecía mirar ceñudo al emperador, pero esto se debía simplemente a su aspecto belicoso. Aun así, su voz tenía un tono deferente cuando habló:
—Cuento con tres brigadas de lanceros, excelencia, y el mismo número de hombres de infantería que Barnet, pero equipados con armaduras de cuero para maniobrar con mayor rapidez. —Xalthan pareció dudar un instante, como azorado, y luego prosiguió con determinación—: La artillería gnoma, he de admitir, ha defraudado las esperanzas que teníamos en ella. Pero sus ingenieros trabajan afanosos en este momento. Estoy seguro de que los cañones de lava entrarán en funcionamiento al principio de la campaña.
Los ojos del emperador se estrecharon al oír esta noticia. Nadie vio el gesto, salvo Xalthan, pero los otros dos veteranos repararon en que la rubicunda tez del general se tornaba visiblemente pálida.
—¿Y tú, Giarno? —preguntó el emperador, volviéndose hacia el tercer hombre—. ¿Cómo va la grandiosa campaña del Pequeño General?
El interpelado, cuya juventud era patente por la tersura de su piel y su suave y rizosa barba, no reaccionó mal al apodo. Por el contrario, mantuvo una actitud desenvuelta, comportándose con una despreocupación que podría haberse interpretado como insolencia de no ser por el vivo respeto reflejado en su expresión mientras pensaba la respuesta. Con todo, sus ojos incomodaban a los observadores, incluido el emperador. Eran oscuros y rebosantes de una intensa y permanente amenaza que lo hacía parecer mayor de lo que era.
Los otros dos generales, en privado, miraban con hostilidad al hombre más joven. Después de todo, era de dominio público que su posición de privilegio con el soberano se debía más a la duquesa Suzine des Quivalin, sobrina del emperador y supuesta amante del general, que a cualquier aptitud militar inherente.
Con todo, la pericia de Giarno en la batalla, demostrada en los enfrentamientos con los alcázares rebeldes de las llanuras de Vingaard, era admitida, de mala gana, incluso por sus detractores. Era su capacidad como estratega, no su valor individual o su dominio de tácticas, lo que todavía estaba por demostrar.
En circunstancias normales, la destreza del general Giarno en dirigir un ejército no se habría puesto a prueba en el campo de batalla hasta pasados varios años, cuando fuera mayor y más aguerrido. No obstante, una reciente sucesión de acontecimientos trágicos —la caída de un caballo espantado, un marido celoso que había regresado a casa, y una orden de retirada mal entendida— había costado la vida a tres generales que eran los siguientes en la lista de ascensos para ocupar este puesto. En consecuencia, y a pesar de su juventud, a Giarno se le había presentado su oportunidad.
Ahora, plantado en actitud orgullosa ante su emperador, contestó:
—Mi unidad es la más pequeña, excelencia, pero también la más rápida. Tengo a mi mando veinte mil jinetes, arqueros y lanceros a caballo, así como diez mil hombres de infantería equipados con espadas y arcos largos. Mi intención es marchar rápidamente e interponerme entre los Montaraces y su base en Sithelbec. Entonces esperaré que Kith-Kanan venga a mi encuentro, y despedazaré su ejército con mis arqueros y mi caballería.
Giarno expuso su informe fríamente, sin dignarse siquiera mirar o hacer un gesto a sus colegas, como si los otros dos jefes militares fueran un lastre inútil en todo esto, la primera expedición importante del Pequeño General. Los dos militares de mayor edad echaban chispas, pues el desdén implícito en su actitud no les pasó inadvertido en absoluto.
Tampoco al emperador. Quivalin V sonrió, complacido con los planes de sus generales. Al otro lado de las paredes de la inmensa biblioteca todavía podía oírse el clamor enardecido de la multitud.
De improviso, el emperador dio una palmada, y el sonido levantó ecos penetrantes en la extensa cámara. Una puerta lateral se abrió y una mujer se aproximó a través del brillante suelo de mármol. Incluso los dos generales mayores, que desconfiaban de la recién llegada y estaban resentidos con ella, habrían admitido que su belleza era arrebatadora.
Su cabello, de un tono rojo cobrizo, se enroscaba en torno a una tiara de platino con diamantes engastados. El vestido, de seda verde, se ajustaba al contorno de sus pechos y caderas, la silueta acentuada por un cinturón de rubíes y esmeraldas que ceñía su estrecha cintura. Pero su rostro era lo más impresionante, con los altos pómulos, la fina y orgullosa barbilla y, fundamentalmente, sus ojos. Brillaban con tanta intensidad como las esmeraldas del cinturón, y eran de ese tono verde, casi antinatural, característico del linaje Quivalin.
Suzine des Quivalin hizo una profunda reverencia ante su tío, el emperador. Mantuvo los ojos agachados mientras esperaba sus preguntas.
—¿Qué puedes decirnos acerca del estado de las fuerzas enemigas? —inquirió el dirigente—. ¿Tu espejo ha sido de utilidad a este respecto?
—Desde luego, excelencia —repuso—. Aunque la distancia hasta el ejército elfo es grande, las condiciones han sido favorables. He podido ver bastante.
»El general elfo, Kith-Kanan, ha desplegado sus fuerzas en estrechas pantallas de protección a todo lo largo y ancho de las planicies, muy por delante del fuerte de Sithelbec. Cuenta con pocos jinetes; quizá quinientos, pero, ciertamente, menos de mil. Cualquiera de vuestras unidades supera la totalidad de sus fuerzas, tal vez en un porcentaje de dos o tres a uno.
—Espléndido —manifestó Quivalin. De nuevo palmeó, en esta ocasión dos veces.
La figura que salió por una puerta diferente era lo más distinta de la mujer que podía concebirse. Suzine se giró para marcharse mientras el achaparrado individuo entraba en la estancia con sonoras pisadas. La mujer se detuvo justo lo suficiente para encontrar la mirada de Giarno, como si buscara algo en sus ojos. Fuera lo que fuera, no lo halló; sólo vio el hambre insaciable por la guerra. Un instante después, Suzine desaparecía por la misma puerta por la que había entrado.
Entre tanto, la otra figura se acercó a los cuatro hombres. El recién llegado caminaba encorvado, casi en una postura simiesca, y apenas medía un metro veinte de altura. Su faz era grotesca, efecto que se acentuaba con una mueca maliciosa. Mientras que los ojos de Suzine coronaban su belleza con orgullo y dignidad, los del enano, de mirada fija y demente, eran totalmente blancos alrededor de las diminutas pupilas, y pasaban veloces, como desquiciados, de uno a otro hombre.
Si la apariencia del enano le causaba repugnancia, el emperador no lo demostró. En cambio, se limitó a hacer una pregunta:
—¿Cuál es el estado de la intervención de Thorbardin?
—Excelso soberano, mis enanos del clan theiwar os ofrecen su apoyo incuestionable. ¡Compartimos vuestro odio por los arrogantes elfos y no hay nada que deseemos más que su derrota y destrucción!
—Nada, aparte de una suma substancial por el pacto —señaló el emperador con un tono neutro.
El enano hizo otra reverencia, demasiado duro de pellejo para sentirse ofendido.
—Vuestra excelencia puede sentirse seguro con el hecho de que la lealtad comprada siempre es fiel al patrón más rico, y, en ese aspecto, ¡no tenéis competidor en todo Krynn!
—Por supuesto —añadió Quivalin con aspereza—. Pero ¿y los demás enanos, los hylars, los daergars?
—¡Ay! —suspiró el theiwar—. No son tan amplios de miras como mi propio clan. Los hylars, en particular, parecen estar comprometidos por antiguos tratados y buenas relaciones. Nuestra influencia es grande, pero hasta ahora insuficiente para romper esos vínculos. —El enano bajó la voz a un tono conspirador—. Sin embargo, excelentísimo señor, tenemos un agente entre ellos, un theiwar, y se asegurará de que sean muy pocos los recursos que se envíen a vuestros enemigos.
—Espléndido —se mostró conforme el emperador. Si sentía curiosidad por conocer la identidad del agente theiwar, no lo dio a entender—. Una estación de esforzadas batallas los forzará a replegarse. Espero expulsarlos de las planicies antes del invierno. ¡Los cobardes elfos estarán dispuestos a firmar un tratado para la primavera!
Los ojos del emperador brillaron con un repentino fuego interno: su disposición calculadora para el poder y la brutalidad que le habían permitido enviar a miles de hombres a la muerte en una docena de guerras imperialistas. El fuego se avivó al pensar en la arrogancia de los longevos elfos y su condenada obstinación. Su voz se tornó un sordo gruñido:
—Pero, si continúan resistiéndose, no nos conformaremos con sostener una guerra en las planicies. Marcharéis contra la propia capital elfa. ¡Si para probar nuestro poder es preciso hacerlo, reduciremos a cenizas Silvanost!
Los generales se inclinaron ante el emperador, decididos a cumplir su voluntad. Dos de ellos sintieron miedo; miedo de su poder y su arbitrariedad. Unas gotitas de sudor perlaron sus frentes y se deslizaron, inadvertidamente, por sus mejillas y sus barbas.
La frente del general Giarno, por el contrario, permaneció totalmente seca.