Epílogo
Otoño (2177 a. C.)
Bloques informes de piedra se alzaban hacia el cielo, enmarcados por los troncos carbonizados que perfilaban empalizadas, puertas y otras estructuras de madera. Sithelbec estaba en ruinas. Los tornados y los rayos habían arrasado el fuerte más eficazmente de lo que lo habría hecho cualquier ataque humano. Los Montaraces supervivientes se agruparon en la planicie, alrededor de las ruinas, para atender a los heridos e intentar salvar algo del desastre.
Sólo de manera gradual se dieron cuenta de que los humanos se habían marchado. El ejército de Ergoth se había deshecho y había huido, obligado por la naturaleza a hacer lo que cuarenta años de guerra con los elfos no había conseguido. Terminada la guerra, los humanos supervivientes marchaban en tropel hacia las exuberantes tierras de labranza de Daltigoth.
Los enanos theiwars —los que habían sobrevivido— huyeron de vuelta a Thorbardin. Y los elfos que habían combatido por la causa humana regresaron a los bosques, donde intentarían una difícil supervivencia en las ruinas dejadas por las tormentas primaverales.
Dunbarth Cepo de Hierro organizó las legiones de sus enanos hylars, casi todos los cuales habían sido lo bastante afortunados de encontrar cuevas en márgenes de río que los habían cobijado durante lo peor de la tormenta.
—¡De nuevo de vuelta a los viejos y queridos muros de roca y un techo de piedra sobre mi cabeza! —anunció el rudo enano mientras estrechaba las manos de Kith antes de emprender la larga marcha.
—Te lo mereces —contestó el elfo sinceramente.
Durante largo rato contempló cómo se alejaba la columna de fornidas figuras hasta que desapareció en la bruma, en dirección sur.
Sithas viajó de nuevo a las planicies, dos meses después de la gran tormenta. Vino a recoger a su hijo para llevarlo a casa. Vanesti viviría, aunque, a menos que ocurriera un milagro, nunca se sostendría sobre sus piernas.
Los gemelos estaban ante las ruinas de Sithelbec. La ciudad era un parche de tierra ennegrecida, un confuso revoltijo de maderos carbonizados y piedra rota y retorcida.
El Orador de las Estrellas buscó los ojos de su hermano.
—Tamanier Ambrodel ha ido a Daltigoth. Él, junto con un embajador de Thorbardin (un embajador hylar), concertará un tratado. Veremos las espadas envainadas de una vez por todas.
—Las espadas que quedan —musitó Kith, que pensaba en Parnigar, en Kencathedrus, en Suzine y en todos los demás que habían perecido en el curso del conflicto.
—Esta guerra ha cambiado muchas cosas… Puede que todo —observó Sithas en voz queda. «¡Hermathya me lo ha contado!», gritaba su alma en silencio. Quería acusar a su hermano, llevar esta discusión al terreno firme de la verdad, pero era incapaz.
Kith asintió con un cabeceo, en silencio.
Estas tierras, pensó Sithas mientras recorría con la mirada la destrucción que lo rodeaba, ¿merecía la pena aferrarse a ellas? Se habían conservado a un alto costo, un precio en vidas que era incalculable. Y, sin embargo, ¿qué habían ganado con ello?
El Orador sabía que los humanos nunca serían completamente erradicados de las tierras occidentales. Sabía que Kith-Kanan permitiría que se quedaran aquellos que habían luchado por su causa. ¿Y cuál sería la suerte de los elfos que se habían enfrentado a ellos? ¿Destierro perpetuo? Sithas no quería pensar en más conflictos, más sufrimiento infligido a su pueblo. Así y todo, también se oponía a más cambios.
Ahora sólo había una forma de preservar la pureza de Silvanesti. Del mismo modo que el miembro infectado de una persona enferma debe amputarse para salvar el cuerpo, también la sociedad infectada de su nación debía ser escindida para preservar la inmunidad de Silvanesti.