33
Anochecer, mediados de verano.
Año de la Nube Gigante
El pedrisco se descargaba violentamente sobre los bosques, arrancando ramas de los árboles y magullando la carne expuesta. Las bolas de hielo, grandes como monedas de oro, alfombraron rápidamente el suelo. El estruendo de sus impactos impedía cualquier intento de comunicación.
Kith-Kanan, Vanesti y Parnigar sofrenaron el paso, diligente pero lento, de sus caballos y buscaron cualquier clase de refugio, por mínimo que fuera, que las ramas de una pequeña arboleda de olmos pudieran proporcionarles. Agradecían que la tormenta no los hubiera sorprendido en la abierta planicie. Una tromba de granizo como ésta podía ser extremadamente peligrosa sin un lugar donde cobijarse. Sus veinticuatro guardias personales, todos ellos veteranos de la Protectoría, se refugiaron debajo de los árboles vecinos. Todos los elfos estaban silenciosos, mojados y deprimidos.
No habían visto otras compañías de Montaraces desde hacía horas ni habían encontrado rastro del enemigo. Habían avanzado al tuntún bajo la tormenta durante todo el día, azotados por el viento y la lluvia, empapados y helados, buscando infructuosamente algún indicio de amigo o enemigo.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Kith a Parnigar. A su alrededor, la tempestad había cubierto la tierra con redondas y blancas bolas de hielo.
—Me temo que no —contestó el veterano explorador—. Creo que hemos mantenido un rumbo constante hacia el sur, pero es difícil asegurarlo cuando no se ve cuatro metros más allá de tus narices.
De repente Kith levantó una mano, inquieto. La tormenta de granizo había cesado súbitamente.
—¿Qué pasa? —susurró Vanesti mientras miraba en derredor con los ojos muy abiertos.
—No lo sé… —admitió Kith—. Siento que algo va mal.
El caballo negro irrumpió de los matorrales con sobrecogedora rapidez, su oscuro jinete inclinado hacia adelante sobre el cuello del animal sudoroso y lleno de espuma.
Los cascos aplastaban los granizos y levantaban rociadas de fragmentos de hielo a cada paso. El atacante pasó como una tromba entre dos guardias, y Parnigar captó el brillo de una espada. El acero se movió con pasmosa rapidez y acabó con los dos guardias elfos mediante fulgurantes cuchilladas.
—¡Nos atacan! —gritó Parnigar. El veterano oficial desenvainó su espada y subió de un salto a la silla; acto seguido, espoleó a su montura.
Kith-Kanan, seguido por Vanesti, dio la vuelta al grueso tronco del árbol justo a tiempo de ver a Parnigar chocar con el atacante. El brutal impacto hizo que la yegua del elfo saliera despedida hacia un lado y luego se desplomara en el suelo. El animal relinchó mientras el guerrero elfo se incorporaba de un brinco y adoptaba una postura agazapada para enfrentarse al humano de negro y a su caballo de guerra azabache.
—¡Giarno! —siseó Kith-Kanan, que reconoció de inmediato al enemigo.
—¿De verdad? —preguntó, boquiabierto, Vanesti, que se adelantó un poco para ver mejor.
—¡Quédate atrás! —bramó el general elfo.
El negro corcel se levantó de patas bruscamente al tiempo que manoteaba. Uno de los cascos alcanzó a Parnigar en la cabeza, y el elfo cayó pesadamente al suelo.
Frenético, Kith echó un vistazo a su arco, bien asegurado a las alforjas de la silla, al otro lado del grueso árbol. Maldiciendo, desenvainó la espada y se lanzó a la lucha.
Con salvaje alegría, el jinete humano bajó de un salto de su caballo y se puso a horcajadas sobre Parnigar mientras el aturdido elfo intentaba incorporarse. Kith corría todavía hacia ellos cuando el humano hundió su espada en el pecho del veterano oficial; el afilado acero lo atravesó de parte a parte y se hincó en la tierra.
Parnigar quedó tendido de espaldas, clavado al suelo. La sangre brotaba alrededor de la cuchilla, y las bolas de granizo que había bajo él adquirieron rápidamente un llamativo tono rojo. En cuestión de momentos, sus forcejeos se redujeron a una débil convulsión y luego, nada.
Para entonces, Kith atacaba al espadachín de negro. El elfo arremetió con su espada, pero se quedó boquiabierto por la sorpresa cuando el rápido golpe pasó sin rozar a Giarno. El puño del humano se disparó contra el estómago de Kith-Kanan, y el elfo gruñó de dolor mientras retrocedía a trompicones, falto de aliento.
Con una mueca burlona, el humano extrajo su espada del pecho de Parnigar y se volvió para enfrentarse a otros dos Montaraces, los guardias personales de Kith, que se habían lanzado a la carga temerariamente. El arma de Giarno centelleó una, dos veces, y los elfos se desplomaron con las gargantas cortadas.
—¡Lucha conmigo, bastardo! —bramó Kith-Kanan.
—Ese es un placer que ansío desde hace mucho tiempo. —El semblante del general Giarno se distendió en una mueca salvaje. Su dentadura pareció brillar cuando echó la cabeza atrás y prorrumpió en una risa maníaca.
Cuatro veteranos Montaraces, todos guerreros leales y competentes de la Protectoría, atacaron a Giarno por detrás. Pero el humano giró sobre sí mismo, mientras su ensangrentada espada trazaba un arco en el aire. Dos de los guardias cayeron, con las entrañas al aire, en tanto que los otros dos retrocedían a trompicones, aterrados por la rapidez de su oponente. Kith-Kanan contemplaba la escena petrificado. Jamás había visto manejar un arma con tan mortífera precisión.
Los elfos no retrocedieron con suficiente rapidez. Giarno se abalanzó sobre ellos, saltando como un felino, y atravesó a uno de ellos el corazón. El segundo guardia arremetió descontrolado. Su cabeza salió despedida del cuerpo tras una cuchillada, semejante a la de una guadaña, que el humano ejecutó con un ligero golpe de muñeca.
—¡Monstruo!
El grito de la joven voz atrajo la atención de Kith-Kanan.
Vanesti había cogido una espada en alguna parte y ahora cargaba desde detrás del tronco del olmo, lanzándose sobre el sanguinario general humano.
—¡No! —chilló Kith, angustiado, al tiempo que echaba a correr para alcanzar a su sobrino. La bota se le enganchó en una planta rastrera, y el elfo se fue de bruces; alzó la cabeza a tiempo de ver a Vanesti blandiendo alocadamente el arma.
Kith se incorporó con precipitación, aunque cada movimiento le parecía grotesca y exageradamente lento, más allá de lo razonable. Abrió la boca para gritar otra vez, pero todo cuanto pudo hacer fue contemplar, aterrado, la escena.
Vanesti perdió el equilibrio tras su precipitado ataque y dio un traspié. Intentó frenar la cuchillada del humano, pero la punta del acero del general Giarno se hundió en la base de su caja torácica, penetró a través del estómago y, tras seccionar la espina dorsal, salió por la espalda. El joven boqueó, emitió un ahogado jadeo y cayó hacia atrás, deslizándose fuera de la espada. Quedó tumbado de espaldas, con las manos crispadas en el aire.
El señor y supremo jerarca de Rocamonte seguía caminando con resolución bajo un tiempo como nunca había conocido. El pedrisco lo aporreaba, la lluvia le azotaba la cara, y el viento rugía y aullaba en sus inútiles esfuerzos por penetrar la capa de gruesa piel de lobo con que se cubría el gigante, una capa que había llevado con orgullo durante cuarenta años.
Así y todo, Colmillo continuaba caminando, firmemente decidido a seguir el impulso que lo había conducido hasta allí. Llegaría hasta el final de este viaje. La ardiente compulsión que lo había llevado tan lejos parecía intensificarse con el paso de las horas, hasta el punto de que el gigante inició un trote, tan apremiante era la sensación de que se acercaba a su meta.
A medida que se movía a través de la planicie, una extraña bruma pareció envolver su mente. Empezó a olvidar Rocamonte, a olvidar a las gigantes que eran sus esposas, y la pequeña comunidad que siempre había sido su hogar. En lugar de ello, su mente voló a los picos de una cordillera, a un valle cubierto de nieves en un lejano invierno, y a una cueva pequeña, caldeada por el fuego.
Posteriormente, elfos que habían vivido seiscientos años juraron que jamás habían visto una tormenta igual. Los elementos se desataron sobre las planicies con una violencia que empequeñecía las insignificantes disputas de los mortales en la tierra.
La actividad tormentosa creció en intensidad, desarrollando un poder destructivo que trascendió todo lo conocido por humanos o elfos. Las tronadas descargaban vientos, aparato eléctrico y granizo sobre las planicies.
Al anochecer, cuando la oscuridad cubrió las inundadas llanuras en la noche del solsticio de verano, Solinari brilló llena y deslumbrante, muy por encima de las nubes, pero nadie pudo verla desde la tierra.
Los relámpagos zigzagueaban y arrojaban rayos chisporroteantes al suelo. Grandes ciclones, de kilómetros de diámetro, pasaron arrolladores y rugientes. Giraban en espiral y estallaban, un centenar de enfurecidos embudos de nubes que aullaban sobre el terreno llano de las planicies, arrasando cuanto encontraban a su paso.
La gran batalla entre los dos ejércitos nunca tuvo lugar.
En cambio, un aullante coro de tornados surgió por el oeste y cruzó rugiente a través de las llanuras, desbaratando las dos fuerzas enemigas a su paso y dejando tras de sí decenas de miles de muertos.
Los huracanes más violentos pasaron sobre el ejército de Ergoth, esparcieron carretas de provisiones, mataron hombres y caballos, y pusieron en desbandada a los supervivientes, que huyeron en todas direcciones.
Pero, si el ejército humano sufrió el mayor número de víctimas, en cambio los Montaraces padecieron la mayor destrucción. Inmensos cúmulos de nubes negras, que se alzaban en forma de hongo en el distante cielo, confluyeron en torno al asentamiento de Sithelbec. Oscuras e impresionantes, formaron un espantoso anillo alrededor de la ciudad.
Durante horas, una amenazante quietud saturó el aire. Aquellos que habían buscado refugio en Sithelbec huyeron, temerosos de la anormal calma.
Entonces los relámpagos empezaron de nuevo. El aparato eléctrico descargó sobre la ciudad; los rayos cayeron en las torres de piedra del fuerte e hicieron estallar la mampostería; en el aire quedó un olor a polvo calcinado. Abrasaron las agrupaciones de edificios de madera construidas alrededor de la empalizada y, a no tardar, una cortina de fuego se unió a la destrucción.
Como un bombardeo cósmico, chisporroteantes descargas eléctricas alcanzaron las paredes de piedra y los tejados de madera. Aplastante y arrolladora, demoledora y virulenta, la tormenta continuó en todo su apogeo mientras la ciudad se desmoronaba lentamente en ruinas.
Kith se dio cuenta de que estaba chillando, escupiendo su odio y su rabia a este monstruoso ser que lo había hostigado amargándole la vida durante cuarenta años. Dejó de lado la precaución en una serie de arremetidas desesperadas, pero cada golpe encontró la espada de Giarno dispuesta para frenarlo, y cada momento del combate amenazaba con abrir un resquicio fatal en las defensas del elfo.
Sus armas chocaron con una fuerza que igualaba al trueno. Los dos oponentes se lanzaban golpes y estocadas mientras salvaban a trompicones los obstáculos de ramas caídas, o se abrían paso entre empapados arbustos espinosos, abalanzándose en salvajes ataques o retrocediendo con precaución. El resto de los guardias personales de la Protectoría corrieron como un solo hombre en ayuda de su cabecilla. El acero del humano era una mortífera guadaña y, poco después, los elfos perdían la vida y el helado manto de granizo se teñía con su sangre.
Quedó claro para Kith que Giarno jugaba con él. El humano era imbatible, podría haber puesto fin a la lucha en cualquier momento, y parecía completamente inmune a los golpes del elfo. Incluso cuando, en un momento de suerte, la espada de Kith se descargó sobre la piel de Giarno, el filo no abrió herida alguna.
El hombre siguió dejando que Kith arremetiera, que se agotara en estos desesperados ataques, y luego retrocediera a trompicones, eludiendo por pelos un golpe mortal. Finalmente se echó a reír, un sonido mordaz, cruel.
—Ahora te das cuenta de que, a pesar de toda tu arrogancia, no puedes vivir para siempre. ¡Incluso las vidas elfas llegan a su fin!
Kith-Kanan dio un paso atrás, respirando entre jadeos y mirando fijamente al odiado enemigo que tenía ante sí.
No dijo una palabra; su garganta se dilataba al inhalar el aire a boqueadas.
—Quizá mueras con tanta dignidad como tu esposa —sugirió Giarno, mordaz.
Kith se quedó petrificado.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente que esa zorra pensó que podía hacer lo que todo tu ejército ha sido incapaz de conseguir. ¡Intentó matarme!
El elfo lo contemplaba conmocionado. ¡Suzine! Por los dioses, ¿por qué había intentado algo tan insensato, tan imposible?
—¡Por supuesto, pagó por su estupidez, igual que te ocurrirá a ti! Lo único que lamento es que se quitara la vida antes de que pudiera sacarle la información que necesitaba.
Una sensación de horror y culpabilidad se apoderó de Kith-Kanan. Claro que Suzine lo había hecho. Era el único modo que tenía de ayudarlo ¡porque él no le había dejado otro!
—Era mejor y más valiente de lo que nosotros seremos jamás —dijo con voz firme a pesar de su dolor.
—¡Bah, palabras! —se burló Giarno—. Haz buen uso de ellas, elfo. ¡Te quedan pocas!
Vanesti yacía en el suelo, tan inmóvil y frío que bien podría haber sido una pálida mancha de barro. Cerca de él se encontraba Parnigar, tendido tan inmóvil como el muchacho, con los ojos muy abiertos, mirando sin ver el cielo, y los puños crispados. Su cálida sangre había derretido los granizos a su alrededor, de manera que estaba tumbado en un frío charco carmesí.
Empujado por una firme determinación, Kith cargó temerariamente lanzando una estocada a su oponente en un desesperado intento de romper su frío control. Pero Giarno se apartó a un lado y el general elfo cayó de espaldas y se encontró mirando dos pozos negros: los insensibles ojos del hombre que sería su verdugo. Kith intentó escabullirse, incorporarse, pero la capa se le había enganchado en una rama retorcida; lanzó una patada y luego cayó de espaldas, indefenso.
Atrapado entre dos troncos, el elfo no podía moverse. Impulsado por la desesperación, sintiendo una rabia que era abrumadora por su impotencia, miró ferozmente el acero que estaba a punto de segar su vida. Giarno levantó lentamente el arma ensangrentada, como queriendo saborear este último y fatal golpe.
El impacto brutal de un garrote empujó a un lado a Giarno antes de que pudiera descargar la estocada mortal. Atascado entre el ramaje, Kith no alcanzaba a ver de dónde había provenido el golpe, pero vio tambalearse al humano, y el enorme garrote cruzó veloz su campo de visión.
Gruñendo de rabia, Giarno giró sobre sus talones, dispuesto a matar a quienquiera que fuera el insolente enemigo que lo molestaba cuando estaba a punto de acabar con su víctima. No sentía miedo. ¿Acaso no era inmune al ataque de elfo, enano o humano?
Pero éste no era un elfo. En cambio, se encontró alzando la vista hacia una criatura gigantesca. Lo último que Giarno vio antes de que el garrote le aplastara el cráneo y esparciera sus sesos por el embarrado suelo fue un solitario colmillo que sobresalía orgullosamente de la mandíbula de su atacante.
—Está vivo —susurró Kith-Kanan, que apenas se atrevía a respirar. Se había arrodillado junto a Vanesti y advirtió el leve movimiento en el pecho de su sobrino. El vaho salía por su nariz a intervalos aterradoramente largos.
—¿Ayudo tipo pequeño? —preguntó Colmillo.
—Sí. —Kith sonrió a pesar de las lágrimas y miró con afecto a la enorme criatura que debía de haber recorrido cientos de kilómetros para encontrarlo. Le había preguntado por qué, y el gigante se limitó a encogerse de hombros.
Colmillo se agachó y levantó el bulto que era Vanesti.
Lo envolvieron en una capa y Kith improvisó un pequeño cobertizo bajo el refugio de unas ramas frondosas.
—Encenderé un fuego —dijo el elfo—. Quizás atraiga a algunos Montaraces.
Pero la empapada madera no prendía y, en consecuencia, el trío pasó la larga noche acurrucado y tiritando. Ya por la mañana, oyeron el ruido de caballos que avanzaban por una senda del bosque.
Kith se abrió paso entre los arbustos y descubrió a una columna de Montaraces exploradores. Varios veteranos, al reconocer a su cabecilla, se acercaron rápidamente a él, pero tuvieron que superar el temor hacia el gigante de las colinas cuando llegaron a la escena de la salvaje lucha.
Enseguida improvisaron unas angarillas para el joven y se dispusieron a emprender el penoso regreso a Sithelbec.
—Esta vez vendrás conmigo —le dijo Kith al gigante.
Envueltos en la niebla que empezaba a aclararse, se pusieron en marcha hacia el este. Hasta pasados varios días, después de encontrar a más supervivientes de su ejército —algunos de los cuales tenían noticias del fuerte—, no se enteraron de que el hogar hacia el que se dirigían había quedado reducido a un montón de escombros humeantes.