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Una semana después

La lluvia azotaba al grifo y a su jinete, pero la pareja continuó a través de la tormenta. Aunque era pleno día, el horizonte a su alrededor permanecía mortecino, crepuscular, tan denso era el manto de nubes grises. Arcuballis volaba bajo, buscando un lugar donde aterrizar, manteniéndose a poca altura para evitar las súbitas descargas de rayos que parecían lanzarles una advertencia desde el cielo.

Finalmente Kith-Kanan encontró lo que buscaba: una cabaña en el centro de una granja, al final del sendero por el que el cochero había visto desaparecer a Suzine. Parnigar le había mostrado la senda tres kilómetros atrás, pero Kith había pasado volando sobre el claro dos veces, sin verlo. Tan entrelazadas estaban las ramas altas de los árboles que no había reparado en él. El comienzo del sendero estaba a tres kilómetros de distancia, y Suzine no habría podido caminar mucho más lejos. Sin embargo, no parecía haber nada aparte de anónimos bosques en kilómetros a la redonda. Este tenía que ser el sitio.

Arcuballis descendió con rapidez, dejándose caer como una piedra entre las ramas de los grandes olmos. El grifo aterrizó agazapado, y Kith llevaba la espada desenvainada.

La puerta de la cabaña estaba entreabierta y golpeaba contra el marco, impulsada por el viento cambiante. El patio alrededor de la casa era un barrizal removido por los cascos de incontables caballos. Unos hoyos negros señalaban los lugares donde habían ardido grandes lumbres para cocinar, pero ahora eran simples agujeros llenos de cenizas empapadas.

Kith-Kanan desmontó con cautela y se aproximó a la casa. Abrió la puerta de par en par de un empujón y vio lo que había sido la sala principal de la cabaña; la estancia estaba en un estado desastroso: mesas volcadas, sillas rotas, un montón de uniformes desechados, y una colección de desperdicios variados. Todo ello contribuía a incrementar la impresión de desorden.

Kith-Kanan empezó a buscar entre los desechos, apartando cosas con la punta del pie y moviendo los objetos más grandes con la mano libre, de manera que la que blandía la espada estaba dispuesta en todo momento. No encontró nada de valor hasta que, cerca de un rincón, su persistencia fue recompensada.

Un escalofrío de aprensión le corrió por la espina dorsal al descubrir un estuche de madera que reconoció al instante, ya que era el que Suzine utilizaba para guardar su espejo. Se arrodilló y lo sacó de debajo de una mohosa manta de las utilizadas bajo las sillas de montar. Lo abrió y vio su imagen reflejada en el espejo, que seguía intacto.

Entonces, mientras lo miraba, la imagen del espejo empezó a desdibujarse y a fluctuar, y de repente se convirtió en algo totalmente distinto.

Vio un humano vestido de negro, cabalgando sobre un corcel oscuro, al frente de una columna de hombres, a través de la tormenta. El ejército humano estaba en marcha.

No identificaba las señales del terreno, ni había postes indicadores en el embarrado paisaje. Pero sabía que los humanos estaban en marcha.

Obviamente, la planeada emboscada de los Jinetes del Viento había sido descubierta y tendría que ser cancelada. Pero ¿hacia dónde marchaban los humanos? La imagen de Sithelbec acudió a la mente de Kith; sintió una súbita náusea al pensar en el fuerte, prácticamente indefenso, puesto que la mayor parte de la guarnición acompañaba a los Montaraces en su marcha. ¿Sería tan osado el general Giarno?

Una idea más espantosa le pasó por la cabeza. ¿Lo había traicionado Suzine, revelando sus planes de batalla al general humano? ¿Marchaba el enemigo a una posición desconocida para tender otra emboscada? No creía que algo así fuera posible, pero tampoco podía pasar por alto el hecho de que ella había estado aquí, en el cuartel general de los humanos.

¿Dónde estaba Suzine? En el fondo de su corazón, sabía la respuesta.

Con gesto sombrío, montó en Arcuballis y remontaron el vuelo. Volvió hacia el este, a la cabeza de su ejército, al que había ordenado marchar en dirección oeste en un intento de sorprender al ejército humano en su campamento. Ahora sabía que tenía que hacer nuevos planes.

Y deprisa.

Le llevó dos días de búsqueda antes de que el orgulloso grifo aterrizara por fin en un húmedo claro donde Kith había divisado la bandera elfa.

Aquí encontró a Parnigar, Vanesti y al resto del cuartel general de los Montaraces. Este grupo marchaba con varias docenas de guardias personales, e intentaba mantenerse en el centro aproximado de los diseminados regimientos.

A causa del tiempo, las columnas en marcha estaban aún más separadas de lo que era habitual, de manera que la pequeña compañía acampaba esta noche relativamente aislada.

—Han levantado el campamento —anunció Parnigar sin más preámbulos.

—Lo sé. Su campamento base está abandonado. ¿Has descubierto hacia dónde han ido?

La respuesta de Parnigar confirmó los peores temores de Kith:

—Al este, al parecer. Hay huellas que parten en todas direcciones, como siempre, pero parece que todas viran hacia el este a dos o tres kilómetros de los campamentos.

De nuevo Kith-Kanan pensó en el fuerte desprotegido que se alzaba en la planicie, ciento sesenta kilómetros al este.

—¿Podemos atacar? —preguntó Vanesti, incapaz de contener más su curiosidad.

—¡Tú te quedarás aquí! —bramó Kith-Kanan. Se volvió hacia Parnigar—. Tendremos que encontrarlos por la mañana.

—¿Qué? ¿Y dejarme solo, en medio de ninguna parte? —Vanesti estaba indignado.

—Tienes razón —admitió su tío con un suspiro—. Tendrás que venir con nosotros. ¡Pero tendrás que hacer lo que te diga!

—¿Acaso no lo hago siempre? —inquirió el joven elfo, con una sonrisa traviesa.

El general Giarno iba repantigado en la silla, consciente de las decenas de miles de soldados que marchaban a su alrededor. El ejército de Ergoth se arrastraba como una monstruosa serpiente hacia el este, hacia Sithelbec. Los exploradores se extendían en un arco de cincuenta kilómetros por delante de ellos, buscando alguna señal de los Montaraces. Giarno quería enfrentarse a su enemigo en combate abierto mientras el tiempo siguiera igual, con la esperanza de que la tormenta neutralizara a la caballería de grifos elfa. Los Jinetes del Viento le habían hecho muy difícil la vida a lo largo de los años que llevaban en guerra por lo que ansiaba entablar una batalla en la que los grifos no fueran un factor decisivo.

Ni siquiera en sus más descabellados sueños había contado con un tiempo tan deprimente como éste. El día anterior, un tornado había pasado sobre la caravana de aprovisionamiento; más de un millar de hombres habían resultado muertos y las provisiones de dos semanas, destruidas. Ahora muchas columnas de su ejército andaban perdidas por el monótono paisaje. A diario, los rayos alcanzaban a unos cuantos hombres, que quedaban lisiados o morían instantáneamente.

El general ignoraba que mientras él marchaba hacia el este el ejército elfo hacía lo propio hacia el oeste, unos cuarenta kilómetros al norte de su posición. Los Montaraces buscaban el campamento del ejército humano. Ambas fuerzas avanzaban al tuntún, en desorden, pasando casi a tiro de piedra una de la otra, pero sin descubrir la presencia de su enemigo.

El general Giarno miró a su izquierda, hacia el norte. ¡Allí había algo! Lo presentía, aunque no viera nada. Su intuición le decía que la presencia que lo atraía estaba a muchos kilómetros de distancia.

—¡Allí! —gritó, levantando de repente una mano enguantada en negro y señalando al norte—. ¡Debemos dirigirnos al norte! ¡Ahora! ¡A toda marcha!

Algunas compañías de su ejército oyeron la orden. Trabajosamente, al mando de sus sargentos mayores, giraron a la izquierda, preparándose para dirigirse hacia allí bajo la lluvia y el granizo y, muy pronto, la oscuridad. Otros no se enteraron. Como resultado final de la maniobra, el ejercito se extendió en un frente el doble de ancho de lo que Giarno tenía intención, dejando grandes brechas entre diversas brigadas y añadiendo el caos a una situación ya confusa.

—¡Moveos, malditos seáis! —chilló tenso, el general.

Los relámpagos se descargaban sobre su cabeza como lanzas de fuego surcando el cielo. Los truenos retumbaban a su alrededor, como si el mundo se estuviera desgajando.

Aun así, la gran formación continuó su atroz avance, mientras los agotados humanos se esforzaban en obedecer las frenéticas órdenes de Giarno.

El general estaba impaciente. El efluvio lo atraía como la presa a un perro de caza. Hizo girar a su caballo y, clavando las aguzadas espuelas en los flancos del negro corcel, salió a galope hacia el norte, separándose de la columna de su ejército, adelantándose a sus hombres.

Solo.

Los vientos cálidos soplaron sobre las frías aguas del océano Turbulento, al sur de Ergoth, acumulando humedad y llevándola hacia arriba hasta que las gotas de agua se alzaron como columnas monumentales de nubes negras, remontándose más y más hasta confundir los ojos de los observadores terrestres al desaparecer en la ilimitada extensión del cielo.

Los rayos relampaguearon; empezaron con un estallido luminoso de vez en cuando, pero fueron creciendo en violencia y frecuencia hasta que las nubes se sumaron al enloquecido ritmo con las cegadoras chispas zigzagueando a través de ellas en continuas descargas. Las aguas, abajo, temblaron con la furia de la tormenta.

Los vientos se arremolinaron, impulsados por la presión cada vez más alta. Los torbellinos se comprimieron más, adquiriendo la esbelta forma de embudos, hasta que un frente de ciclones avanzó rugiente sacudiendo el océano en un caótico remolino de espuma. Grandes olas se alzaron desde la tempestad, impulsadas por torrentes de lluvia.

Y entonces la tormenta llegó a tierra.

La masa de nubes y aparato eléctrico avanzó rugiente en dirección norte, rodeando las montañas Kharolis a medida que viraba ligeramente hacia el este. Ante ella se extendían las planicies, centenares de kilómetros de terreno llano, empapado, castigado ya por el trueno y la lluvia.

La nueva tormenta irrumpió en la llanura, desatando los vientos como si supiera que nada podía interponerse a su paso.

Un Montaraz, empapado hasta los huesos, avanzó cojeando a través de la maleza, con la mano levantada para resguardarse del granizo y limpiarse la lluvia del rostro.

Por fin salió a un claro y vio las vagas siluetas del puesto de mando. Lo había encontrado por pura chiripa. Él era uno de los veinticuatro hombres que habían sido enviados con el parte, confiando en que uno de ellos llegaría hasta Kith-Kanan.

—El ejército de Ergoth —jadeó, al entrar tambaleándose en la pequeña casa que hacía las veces de cuartel general—. ¡Se aproxima desde el sur!

—¡Maldición! —El general elfo comprendió de inmediato la precaria situación de su ejército, extendido como estaba en una larga columna que marchaba de este a oeste. Dondequiera que los humanos lo atacaran, sería vulnerable—. ¿A qué distancia? —preguntó rápidamente.

—A unos ocho kilómetros, quizá menos. Vi una compañía de jinetes, alrededor de un millar. No sé cuántas unidades más hay.

—Hiciste bien en traerme tal información de inmediato. —A Kith le daba vueltas la cabeza—. Si Giarno nos ataca, es que tiene algo en mente. Así y todo, no puedo creer que sea capaz de llevar a cabo un ataque efectivo. No con este tiempo.

—¡Atácalos, tío!

Kith se volvió a mirar a Vanesti. En el fresco semblante de su sobrino, los ojos relucían con entusiasmo. Se aproximaba su primera batalla.

—Tu sugerencia es interesante —dijo. Se quedó pensativo un momento—. Es algo que el enemigo no espera que hagamos. Su dominio de la batalla no será mucho mayor que el mío, si me lanzo a la ofensiva. Y, lo que es más, no hay tiempo de organizar ninguna clase de defensa con este tiempo. Más vale poner las tropas en movimiento y coger al enemigo por sorpresa.

—Enviaré mensajeros —intervino Parnigar—. Informaremos a todas las compañías que podamos. Os dais cuenta de que no será la totalidad del ejército, supongo. No hay tiempo suficiente, y las condiciones atmosféricas son infernales.

—Sí, lo sé —admitió Kith—. Por una vez, los Jinetes del Viento tendrán que permanecer en tierra. —Miró a Arcuballis. El gran animal descansaba cerca, con la cabeza escondida bajo un ala para protegerse de la lluvia—. Llevaré mi caballo y dejaré a Arcuballis aquí.

La perspectiva lo hacía sentirse cojo en cierto modo, pero la tormenta arreciaba a su alrededor, y sabía que volar sería una táctica peligrosa.

Sólo cabía esperar que el ataque de su enemigo fuera igualmente caótico. En este aspecto sus esperanzas se cumplieron, ya que incluso al comienzo de la lucha las tropas humanas se movieron sin estar controladas por sus oficiales.

Los dos ejércitos avanzaban a ciegas a través de la lluvia. Cada uno de ellos se extendía a lo largo de un frente de varias docenas de kilómetros, y había grandes brechas entre sus formaciones. El ejército de Ergoth se movía pesadamente hacia el norte, y, allí donde sus compañías topaban con los elfos, luchaban con ellos en desordenadas refriegas. La mitad de las veces pasaban de largo entre los amplios huecos existentes en las formaciones del ejército de los Montaraces y continuaban hacia la indescriptible distancia de las planicies.

Los Montaraces y sus aliados atacaban hacia el sur. Al igual que los humanos, encontraban a su enemigo de vez en cuando, y otras veces no hallaban resistencia.

Las refriegas aisladas se sucedían a lo largo del extenso frente, entre las unidades que se encontraban por casualidad en el caos. Jinetes humanos luchaban contra espadachines elfos. Enanos equipados con hachas arremetían contra arqueros ergothianos. Debido al estruendo y la oscuridad, una compañía podía no darse cuenta de que un batallón hermano combatía a la desesperada a menos de cien metros de distancia, o que un grupo de guerreros enemigos había atravesado su frente apenas cinco minutos antes.

Pero no importaba. La verdadera batalla se estaba fraguando en las propias nubes.