31
Finales de primavera, Silvanost
Hermathya se contempló en el espejo. Era hermosa y era joven… Pero ¿para qué? Estaba sola.
Lágrimas amargas le humedecían los ojos. Se levantó y dio la espalda al tocador; su mirada se encontró con el lecho. Aquel mueble acolchado y con dosel era una mofa tan cruel como su espejo. Hacía décadas que dormía sola en él.
Ahora incluso le arrebataban a su hijo. Su cólera resurgió tan ardiente como siempre, la misma ira silenciosa que durante las dos semanas de viaje a Silvanost había puesto a prueba a Sithas. Él aguantó su furia y no permitió que lo alterara, y Hermathya comprendió que su marido había ganado la partida.
Vanesti estaba lejos, sirviendo junto a su tío en el frente, corriendo peligro. ¿Cómo podía haber hecho esto su marido? ¿Qué clase de perversa crueldad lo había inducido a torturar así a su esposa? Pensó en Sithas como si fuera un extraño. La poca intimidad que habían disfrutado en el pasado se había deteriorado con las tensiones de la guerra.
Los pensamientos de Hermathya fueron hacia Kith-Kanan. ¡Cuánto se parecía a Sithas y, sin embargo, qué distinto era! Recordaba la apasionada aventura amorosa entre ambos como los mejores momentos de su vida. Antes de que se anunciara su compromiso con el futuro Orador de las Estrellas, su vida había sido un torbellino de pasiones.
Entonces se produjo el anuncio: ¡Hermathya, hija del Clan Hoja de Roble, se casaría con Sithas de Silvanost! Recordaba cómo Kith-Kanan había suplicado —¡suplicado!— que lo acompañara, que huyeran juntos. Se había reído de él como si estuviera loco.
Sin embargo, al parecer, la locura la había cometido ella. El prestigio, la posición y el lujo no valían nada comparados con la felicidad que había arrojado por la borda.
La única ocasión, después de aquello, en que Kith-Kanan y ella habían estado juntos ilícitamente llameó cegadora en su mente. Aquel episodio no se había repetido porque el sentimiento de culpabilidad de Kith-Kanan no lo permitió. La había evitado durante años y se había sentido incómodo cuando las circunstancias los habían hecho reunirse.
Hermathya sacudió la cabeza y contuvo las lágrimas. Sithas estaba en palacio. ¡Iría a verlo y haría que trajera a su hijo de vuelta!
Encontró a su marido en el estudio, leyendo detenidamente un documento con el sello de oro de la Hoja de Roble estampado en él. Levantó la vista cuando ella entró y parpadeó sorprendido.
—Tienes que hacer regresar a Vanesti —instó bruscamente mientras lo miraba con fijeza.
—¡No lo haré!
—¿Es que no entiendes lo que significa para mí? —Hermathya luchó para mantener un tono controlado—. Lo necesito a mi lado. ¡Es todo lo que tengo!
—Ya lo hemos hablado antes. Al muchacho le vendrá bien salir de palacio, convivir con las tropas. Además, Kith lo cuidará bien. ¿Es que no confías en él?
—¿Y tú? —Hermathya articuló la insinuación sin pensar.
—¿Por qué? ¿A qué te refieres? —Él había notado algo en su tono y, levantándose de la silla, la miró con expresión acusadora.
La mujer se dio media vuelta, repentinamente calmada. Ahora controlaba la discusión.
—¿Qué quieres decir con que si yo confío en él? —La voz de Sithas era fría, sin inflexiones—. ¡Por supuesto que sí!
—Ya has sido un crédulo con anterioridad.
—Sé que lo amabas —añadió el Orador—. Sé que tuvisteis una aventura antes de nuestro matrimonio. Se incluso que te suplicó que te fueras con él cuando se marchó al exilio.
—¡Debí haberlo hecho! —gritó, volviéndose bruscamente hacia su marido.
—¿Todavía lo amas?
—No. —Ignoraba si esto era una mentira o no—. Pero él me ama a mí.
—¡No digas insensateces!
—Vino a mi dormitorio hace mucho tiempo. Y no se marchó hasta por la mañana. —Mintió acerca de la habitación porque convenía a su propósito. Su marido no tenía que enterarse que había sido ella quien había ido al cuarto de Kith.
Sithas se acercó a su mujer.
—¿Por qué iba a creerte?
—¿Por qué iba a mentirte?
El Orador le cruzó la cara con una sonora bofetada. La fuerza del golpe la hizo tambalearse y caer al suelo. Hermathya, que tenía roja la mejilla, se incorporó y le clavó una mirada ardiente.
—Vanesti se quedará en las planicies —declaró Sithas mientras ella se volvía y corría hacia la puerta.
El soberano se dirigió a la ventana, conmocionado, y miró fijamente hacia el oeste. Pensó en el hermano, que se había convertido en un extraño.
—¿Creías que podías venir aquí a matarme? —El general Giarno miró a Suzine con sorna.
La anciana retrocedió hasta chocar con la puerta cerrada de la cabaña. Había recogido la hoja quebrada de su puñal, pero el arma era un objeto inútil, ya que no podía dañar a su enemigo. El trueno retumbó en el exterior a medida que otra tormenta se desplazaba sobre el campamento.
—¡Tu muerte sería lo mejor que podía pasarle a Krynn! —Hablaba con valentía, pero su mente estaba paralizada por el miedo. ¿Cómo podía haber sido tan necia de venir aquí sola, pensando que sería capaz de hacer daño a alguien tan brutal? Por el contrario, ahora era su prisionera.
Se acobardó al recordar las tenebrosas torturas utilizadas por el hombre, los medios de los que se valía para sacar información a sus cautivos. Y ningún prisionero había tenido una información tan valiosa como la esposa de su principal enemigo.
El general rió de buena gana, con los puños apoyados en la cintura y echándose hacia atrás, en la actitud de un hombre joven.
—Deberías saber que mi muerte no es tan fácil de lograr.
Suzine lo miró de hito en hito.
—¿Recuerdas la última noche del general Barnet? —preguntó Giarno.
Jamás olvidaría aquel espantoso cadáver reseco, arrojado a un lado por el general como si fuera una cáscara vacía, consumido hasta el último vestigio de vida.
—¡Mis poderes provienen de lugares que ni siquiera podrías imaginar! —Paseó con agitación, sin quitarle los ojos de encima—. ¡Existen dioses que cuidan de la gente con poder, dioses cuyos nombres sólo se susurran en las horas más oscuras de la noche por miedo a asustar a los niños! —El general Giarno se giró de nuevo, el entrecejo fruncido en un gesto de concentración.
»Está Morgion, el dios de la enfermedad y la podredumbre. ¡Y se lo puede comprar, no lo dudes! ¡Le pago con vidas, y él aleja su maldición de mi cuerpo! También hay otros: ¡Hiddukel, Sargonnas! Y, por supuesto… —se estremeció y miró a Suzine—, la Reina de la Oscuridad, ¡la propia Takhisis! Dicen que ha sido expulsada, pero es una mentira. Ella es paciente, y también generosa. ¡Confiere sus dones a aquellos que ganan su favor!
—Tu locura te consume —replicó Suzine.
—¡No es locura! —siseó—. No puedes matarme. ¡Ningún humano puede matarme! Ni un enano ni un elfo. ¡Nadie puede acabar conmigo!
El general Giarno paseó de un lado a otro, agitado. Un súbito golpeteo rítmico de lluvia empezó a sonar en el tejado, obligándolo a alzar la voz.
—¡No solo me mantengo joven y vigoroso sino que también soy invulnerable! —La miró de soslayo, con malicia—. He hecho que mis hombres capturen un grifo. Lo devoraré y así me apoderaré del poder de su aura. A partir de ahora ni siquiera una de esas bestias, el azote de esta larga guerra, podrá reclamar mi sangre.
»Basta de charla —dijo Giarno con repentina dureza. Cogió a Suzine del brazo y la llevó hasta una silla, donde la sentó de un empellón—. Mis espías me han informado que los Montaraces preparan un ataque. Marcharán hacia aquí, a mi cuartel general, porque se han enterado de nuestros planes de emboscar a los grifos. —Suzine lo miraba enmudecida.
»Sin duda sabes la ruta que tomarán cuando vengan al oeste. Me lo dirás, puedes estar segura. Me lo dirás. Me limitaré a trasladar la emboscada y consumaré la victoria que me ha eludido tanto tiempo.
El miedo atenazó a Suzine. ¡Sabía la ruta! Había estado presente muchas noches mientras Kith-Kanan y Parnigar planeaban la batalla. Los otros oficiales habían hecho caso omiso de ella, dando por sentado que no estaba escuchando, pero, llevada por la curiosidad, había prestado atención y había asimilado casi todos los detalles.
—La cuestión es si me lo dirás ahora o después. —En la voz de Giarno había un timbre de amenaza.
La mente de Suzine discurrió con excepcional claridad. Oyó el golpeteo rítmico de la lluvia en la madera de la cabaña. Pensó en sus hijos y en su marido, y entonces lo supo.
Sus dedos, ensangrentados, aferrando todavía la hoja del puñal, se alzaron bruscamente. Giarno vio su movimiento y una expresión de fastidio cruzó su semblante. ¡La vieja bruja ya sabía que no podía hacerle daño!
No a él. En ese instante, comprendió su error mientras la afilada hoja cortaba la garganta de Suzine. Un surtidor de roja sangre brotó de la arteria seccionada y salpicó al general al tiempo que la anciana se desplomaba en el suelo, a sus pies.
Colmillo avanzaba a zancadas bajo otra tormenta. Su marcha, épica para los niveles de un gigante de las colinas, lo había llevado a través de las estribaciones de sus amadas montañas y centenares de kilómetros de tierras llanas.
¿Cómo podía la gente vivir aquí? No alcanzaba a imaginar una vida sin las reconfortantes cumbres rocosas. Se sentía vulnerable y desnudo en estas abiertas praderas de hierba.
Por supuesto, su viaje había sido más fácil por el hecho de que los habitantes de estas tierras con los que se encontraba huían despavoridos al verlo aproximarse, dejando a su alcance la comida que cocía en las lumbres o la leche puesta a enfriar en los húmedos sótanos.
El gigante todavía no sabía por qué había emprendido esta marcha o cuál era su punto de destino, pero sus pies se movían con ligereza y los kilómetros seguían quedando atrás. Se sentía joven otra vez, más ágil de lo que había estado hacía décadas.
Se movía impulsado por una incipiente sensación de buscar su destino. Cuando la marcha terminara, allí sería donde encontraría el suyo.