30
Mediados de primavera (2177 a. C.)
El señor y supremo jerarca de Rocamonte estiró sus fornidos brazos, perfectamente consciente de que sus músculos ya no eran tan flexibles como antaño. Se llevó una mano a la cabeza y pasó los gruesos dedos entre el cabello que parecía estar más ralo de semana en semana.
Entrecerró los ojos para resguardarlos del sol poniente y recorrió con la mirada su comunidad pastoril de viviendas de una estancia, excavadas en la roca de este valle resguardado. Por el este se alzaban las cumbres de las montañas Kharolis, en tanto que por el oeste la cordillera terminaba en la llanura de Silvanesti.
Durante tres décadas había gobernado como señor y supremo jerarca, y habían sido buenos años para todo su pueblo. Buenos años, pero que habían quedado atrás. Dándose con la punta de la lengua en el único colmillo que sobresalía orgullosamente de su encía inferior, el jerarca ejercitó su mente intentando conjeturar el futuro.
Una sensación apremiante lo incomodaba, deseosa de apartarlo del pacífico Rocamonte. Era incapaz de dar en el meollo de los motivos, pero el gigante de las colinas que una vez se había llamado Colmillo sentía ahora la necesidad imperiosa de partir, de dirigirse a través de esas planicies. Era renuente a seguir el impulso, pues tenía la impresión de que, una vez que se hubiera marchado, jamás regresaría. No entendía esa sensación compulsiva, pero se hacía más fuerte día a día.
Finalmente, el gigante de las colinas reunió a sus esposas, propinándoles puñetazos y maldiciéndolas hasta conseguir atraer su atención.
—¡Me largo! —dijo con voz tonante.
Finalizadas las formalidades, recogió su garrote y echó a andar valle abajo. Fuera cual fuera la naturaleza del anhelo que lo empujaba hacia las planicies, sabía que encontraría su fuente en un elfo que en el pasado había sido su amigo.
La conferencia se disolvió con embarazosos adioses. Sólo Hermathya manifestó emociones, gritando y reprochando a Sithas por su decisión de enviar a Vanesti al campo de batalla. El Orador de las Estrellas hizo caso omiso de su esposa con actitud fría, y ella prorrumpió en sollozos. Abrazó desesperadamente al joven elfo, con gran bochorno para el muchacho, y luego se retiró a su carruaje para el largo viaje de regreso a Silvanost.
Pocos habían reparado en la marcha de Suzine, a última hora del día anterior. A Kith-Kanan lo desconcertó su partida, aunque supuso que tenía razones para volver a Sithelbec. A decir verdad, también se sintió un poco aliviado. La presencia de su esposa humana causaba tensiones en el trato con Sithas, y la ausencia de Suzine había hecho el taciturno banquete de despedida más fácil de sobrellevar.
Con todo, no era propio de ella marcharse tan de repente sin avisarle, de manera que no logró desechar completamente su preocupación. Esta preocupación se convirtió en verdadera ansiedad cuando, diez días después, llegaron al fuerte y descubrieron que la esposa del general no había sido vista ni tampoco había enviado mensaje alguno.
Kith envió Montaraces a las planicies para registrarlas a fondo y buscar alguna señal del gran carruaje de Suzine. Sin embargo, cumpliendo la predicción de Kith, la estación de tormentas primaverales empezó pronto, y la borrasca envolvió la pradera con granizo y lluvias torrenciales. El viento aullaba desenfrenado a través de kilómetros de llanura. La búsqueda se hizo imposible y tuvo que ser suspendida contra toda voluntad y propósito.
Entre tanto, Kith-Kanan se volcó en la composición de su gran plan de batalla. Las fuerzas de los Montaraces estaban reunidas en Sithelbec, preparadas para marchar hacia el oeste, donde caerían sobre el ejército humano antes de que el general Giarno se diera cuenta siquiera de que habían abandonado el fuerte.
La información sobre el enemigo era escasa y poco fiable, de modo que Kith recurrió al único explorador con el que podía contar para realizar un exhaustivo reconocimiento: Parnigar.
—Coge dos docenas de jinetes y acercaos tanto como podáis —ordenó Kith-Kanan, sabiendo muy bien que estaba pidiendo a su viejo amigo que pusiera la vida en grave peligro. Pero no le quedaba más alternativa.
Si al veterano lo contrarió la difícil tarea, no lo dio a entender.
—Intentaré ir y volver rápidamente —contestó—. Queremos que la campaña se inicie pronto, ¿verdad?
—En efecto. Y ten cuidado. Prefiero ver que regresas con las manos vacías a que no regreses.
Parnigar esbozó una mueca burlona, pero luego se puso repentinamente serio.
—¿Ha habido alguna noticia sobre Suzine?
—Ni una palabra —suspiró Kith—. Es como si la tierra se la hubiera tragado. Se marchó de la conferencia sin decirme nada, aquella tarde. Llevé a Vanesti al campamento, ya como mi escudero, y descubrí que no estaba.
—Estas condenadas tormentas terminarán en unas pocas semanas —comentó el oficial—, pero dudo que podáis enviar exploradores en los grifos antes de ese momento. Seguramente se ha cobijado en alguna granja…
Pero en sus palabras no había convicción. A decir verdad, Kith-Kanan no se sentía optimista y ya no sabía qué pensar. Todo señalaba que Suzine se había marchado del campamento por propia voluntad. ¿Por qué? ¿Y por qué no estaba más preocupado?
—Mencionasteis a vuestro escudero. —Parnigar cambió de tema—. ¿Qué tal va el muchacho?
—Pone entusiasmo, eso no se le puede negar. ¡Mi armadura no ha estado tan brillante desde hace años!
—¿Cuando marchemos a la batalla…?
—Tendrá que venir —contestó Kith—. Pero lo mantendré en la retaguardia. No tiene suficiente experiencia para que esté cerca de la lucha.
—Ajá —gruñó el viejo guerrero antes de desaparecer en la tormenta.
—Aquí está bien, cochero. Continuaré a pie.
—Señora… —El conductor abrió la puerta del carruaje y miró preocupado a Suzine—. El ejército de Ergoth tiene exploradores por toda esta zona —argumentó—. Os encontrarán, sin duda.
«Cuento con ello», se dijo Suzine para sus adentros.
—Tu preocupación es conmovedora, pero no me ocurrirá nada. De veras —respondió en voz alta.
—Creo que al general no…
—Al general no le importará —lo interrumpió con firmeza.
—Está bien. —En su voz era patente la renuencia, pero la ayudó a bajar al suelo. El carruaje se había parado a un lado de una embarrada senda. Varios senderos anchos conducían al bosque que los rodeaba.
La mujer se sentía agradecida por lo llano de la senda. Ni sus ojos ni sus piernas estaban en condiciones de hacer una caminata más dura. Se volvió hacia el cochero que tan fielmente la había llevado a través de la planicie durante más de una semana. Su espejo, guardado en el estuche que llevaba colgado del cinturón, le había mostrado adónde dirigirse, guiándolos por caminos que evitaban los puestos avanzados con piquetes humanos. Aparte del espejo, la única posesión que llevaba consigo era una bolsita, también colgada del cinturón, y en la que guardaba un puñal de hoja estrecha. No regresaría, pero no podía decirle eso al conductor.
—Espérame aquí dos horas —ordenó—. Estaré de regreso para entonces. Conozco bien estos bosques. Hay algunas viejas vistas que me gustaría volver a contemplar.
Asintiendo con gesto ceñudo, el cochero subió de nuevo al pescante y la siguió con la mirada hasta que el bosque se la tragó. Suzine avanzó por la senda tan deprisa como se lo permitían sus viejas piernas pero, aun así, le llevó más de una hora cubrir tres kilómetros. Caminaba sin vacilaciones, dejando atrás muchas bifurcaciones del sendero, segura de que el espejo le había mostrado el camino correcto.
Poco después de haber recorrido tres kilómetros, un ballestero equipado con armadura le salió al paso.
—¡Alto! —gritó, a la par que aprestaba el arma. Al mismo tiempo, se quedó boquiabierto por la sorpresa al ver a la solitaria anciana que se aproximaba al cuartel general del ejército de Ergoth.
—Me alegro de que estés aquí para recibirme —dijo Suzine con voz placentera—. Llévame ante el general Giarno…
—¿Quieres ver al general?
—Somos… viejos amigos.
Sacudiendo la cabeza en un gesto perplejo, el centinela condujo a Suzine un corto trecho camino adelante hasta llegar a un pequeño claro. El prado estaba casi completamente cubierto por el dosel de unos altos olmos; una buena protección para evitar ser detectados desde el aire, comprendió Suzine.
—El general está allí. —El hombre señaló una pequeña choza que había cerca del borde del claro. Dos guardias estaban apostados a la puerta y le cerraron el paso cuando Suzine llegó a su altura.
—Quiere ver al general —explicó el ballestero mientras se encogía de hombros.
—¿La registramos? —La pregunta, hecha por un fornido alabardero, hizo que un escalofrío recorriera la cargada espalda de Suzine. Era plenamente consciente de la daga guardada en la bolsa.
—Eso no será necesario.
Suzine reconoció la voz profunda que sonó en el interior de la cabaña. Los guardias se apartaron, y la mujer cruzó el umbral.
—Has vuelto a mí.
Por un instante, Suzine permaneció inmóvil, parpadeando e intentando ver en la penumbra. Luego una corpulenta figura vestida de negro se adelantó en su dirección, y lo reconoció: su físico, su olor y su intimidante presencia.
Con una sensación de embotado asombro, comprobó que las historias que corrían sobre él, las imágenes vistas en su espejo, eran ciertas. El general Giarno se paró frente a ella. Suzine sabía que debía de tener setenta años como poco, pero ¡su aspecto era el mismo que tenía cuarenta años atrás!
Él se acercó otro paso, y la mujer sintió la repulsión y el miedo que experimentara cuarenta años antes cuando se aproximaba a ella, cuando la usaba. Lentamente, sus dedos se cerraron sobre el arma guardada en la bolsa. El hombre, imponente en su altura, la miraba con una leve mueca arrogante. Suzine buscó sus ojos y vio el mismo pozo sin fondo, la misma sensación de vacío, que recordaba con tan vívido terror.
Entonces sacó el puñal y echó el brazo atrás para asestar el golpe. ¿Por qué se reía? Se siguió preguntando lo mismo mientras arremetía con la punta del arma al desprotegido cuello del hombre. Giarno no hizo el menor intento de frenar la puñalada.
La hoja de acero alcanzó su piel, pero se quebró por la empuñadura. La inútil cuchilla cayó al suelo, y Suzine parpadeó con expresión incrédula.
La garganta del general Giarno no tenía ni el más leve indicio de herida.
Hasta que Parnigar no regresó con su compañía de exploradores, Kith-Kanan no recibió ninguna información vital referente a las posiciones enemigas. El veterano capitán, con las ropas empapadas tras nueve días de reconocimiento por los caminos, se reunió con Kith tan pronto como volvió al fuerte.
—Llegamos hasta los límites de su posición —informó—. Sus piquetes eran tan numerosos como enjambres de moscas sobre un caballo muerto. Mataron a dos de mis hombres, y el resto nos escabullimos por poco.
Kith sacudió la cabeza, con los ojos apretados en un gesto de dolor. Aun después de cuarenta años de guerra, la muerte de cada elfo a sus órdenes lo afectaba como algo personal.
—No pudimos llegar al campamento principal —explicó Parnigar—. Había demasiados guardias. Pero, a juzgar por la concentración de las patrullas, la conclusión más lógica es que guardaban el grueso de las fuerzas de Giarno.
—Gracias por correr ese riesgo, amigo mío —dijo finalmente Kith-Kanan—. Son muchas las veces que te lo he pedido.
Parnigar sonrió con desgana.
—Estoy en esta lucha hasta el final… de un modo u otro. —El larguirucho guerrero carraspeó para aclararse la garganta, vacilante—. Hay… algo más.
—¿Sí?
—Encontramos al cochero de lady Suzine en los límites de las líneas humanas.
Kith-Kanan levantó la cabeza, asaltado por un repentino temor.
—¿Estaba…, estaba vivo?
—Sí. —Parnigar sacudió la cabeza—. Había sido apresado por los piquetes y luego había escapado tras una lucha. Estaba malherido, en el estómago, pero consiguió llegar a la senda. Allí lo encontramos.
—¿Qué te dijo?
—No sabe dónde está. Se apeó en la senda y se encaminó hacia el bosque por un sendero. Registramos la zona. Por allí los guardias son aún más numerosos que en cualquier otra parte. Creo que el cuartel general tiene que estar en las cercanías.
¿Acaso había vuelto con Giarno? Kith-Kanan adivinó la pregunta de Parnigar aunque no la hizo en voz alta. Era imposible que hubiese traicionado a su esposo.
—¿Puedes mostrarme dónde está ese sitio? —instó el general elfo con tono urgente.
—Por supuesto.
—Siento que tengas que volver a emprender viaje tan pronto, pero quizá… —dijo Kith, suspirando.
—Estaré listo para partir cuando me necesitéis —respondió el oficial mientras hacía un gesto que restaba importancia al asunto.
—Ve a tu casa ahora. Mari te está esperando desde hace días —ordenó Kith-Kanan, que acababa de reparar en el empapado atuendo de Parnigar—. Probablemente te tendrá preparadas ropas secas para que te cambies.
—¡Dudo que quiera que me vista! —Parnigar soltó una risita maliciosa.
—Anda, ve con tu esposa antes de que se haga vieja esperándote. —El intento de Kith de hacer una chanza resultó poco convincente para ambos, aunque Parnigar soltó otra risa forzada mientras salía.