29
Principios de primavera.
Año de la Nube Gigante (2177 a. C.)
El renuevo que había dado origen a un orgulloso arbolillo se alzaba ahora sobre Kith-Kanan convertido en un robusto roble de unos veinte metros de altura. El elfo lo contempló fijamente, pero apenas despertaba emociones en él. Descubrió que el recuerdo de Alaya se había ido borrando en la distancia del tiempo. Casi cuatro décadas de combates, de batallas contra los esquivos ejércitos de Ergoth, habían tenido un efecto devastador en su vida. Parecía que los atesorados recuerdos de un tiempo anterior al conflicto habían sido los primeros en desaparecer. Mackeli y Alaya podrían haber sido conocidos de un amigo, unos elfos de los que había oído hablar y que había visto en retratos, pero a los que nunca había conocido en persona.
Incluso Suzine. Ahora le costaba un gran esfuerzo recordarla como era en el pasado. Su cabello, antaño exuberante y rojo, ahora era ralo y blanco. Lo que había sido una grácil flexibilidad se había convertido en lentitud y torpes movimientos, y su otrora hermoso y joven cuerpo estaba ahora artrítico y rígido. Su vista y su oído habían empezado a fallarle. Mientras que él, con su longevidad elfa, seguía siendo un joven adulto, ella se había convertido en una anciana.
Había volado con el grifo hasta aquí esta mañana, muy temprano, en parte para eludirla…, para eludir a todos los que estaban reunidos en el campamento del bosque, a una hora de distancia desde este lugar, para la conferencia de guerra. Éste era el octavo de tales consejos entre su hermano y él. Se reunían cada cinco años aproximadamente.
La mayor parte de estas asambleas se llevaban a cabo, como la presente, a mitad de camino entre Silvanost y Sithelbec. Kith-Kanan no soportaba la idea de regresar a la capital elfa, y Sithas prefería evitar un viaje hasta la zona de conflicto.
Estas conferencias quinquenales habían comenzado como grandes acontecimientos, una oportunidad para el general y su familia, junto con sus oficiales de más confianza, de emprender un viaje lejos de los tediosos rigores de la guerra. A estas alturas, eran una maldición para Kith, tan previsibles a su manera como el campo de batalla.
La familia de su hermano y su séquito habían hecho un arte de rehuir a la mujer humana con quien se había casado Kith-Kanan. Suzine estaba invitada siempre a banquetes y fiestas y celebraciones. Pero, una vez allí, se hacía caso omiso de ella de forma patente. Algunos elfos, como su madre, Nirakina, habían ido contra la corriente, mostrando amabilidad y cortesía a la esposa de Kith. El marido de Nirakina durante los últimos treinta años, Tamanier Ambrodel, que era oriundo de las planicies, intentaba atenuar los prejuicios que caían sobre ella.
Pero Hermathya, Quimant y los demás sólo le habían demostrado desprecio y, con los años, Suzine se cansó de hacer frente a su hostilidad. Ahora evitaba las grandes reuniones, aunque todavía viajaba con Kith-Kanan al lugar de la conferencia.
Kith apartó la vista del árbol, como si se sintiera culpable por sus pensamientos, que ahora se dirigieron hacia sus hijos. Suzine le había dado dos semielfos, y el general sabía que deberían ser motivo de alegría para él.
Ulvian, hijo de Kith-Kanan. Ese, era de esperar, estaba destinado a gobernar algún día. ¿Acaso no era el primogénito del héroe elfo que había dirigido el ejército fielmente durante todos los años de la Guerra de Kinslayer?
A pesar de la rapidez de su desarrollo, que ya lo había convertido en adolescente y que era indicio de su ascendencia semihumana, ¿cómo no había dado señales del buen juicio y la bravura que habían sido los rasgos persistentes de su padre durante todos estos años? Hasta ahora, esos rasgos no resultaban evidentes. El muchacho demostraba una falta de ambición rayana en la indolencia, y su carácter arrogante y altanero había distanciado a todos los que habían intentado ser sus amigos.
O Verhanna, su hija. ¿Una dichosa imagen de su madre? Con sus constantes accesos de cólera y su letanía de broncas exigencias, corría el peligro de convertirse en un recuerdo vivo en la divisiva guerra que se había convertido en un modo de vida para él y para todos los pueblos elfos.
La Guerra de Kinslayer. ¿Cuántas familias habían quedado divididas por la muerte o la traición? Hacía mucho que este conflicto había dejado de ser un enfrentamiento entre elfos y humanos, si es que lo había sido alguna vez.
La población de Silvanesti no podía cubrir las cotas del prolongado conflicto, así que ahora, además de los fornidos enanos, grandes compañías de mercenarios humanos combatían al lado de sus Montaraces. Se les pagaba bien por servir bajo los estandartes elfos.
Al mismo tiempo, muchos elfos, en especial los kalanestis, obligados a exiliarse por los intolerantes decretos del Orador de las Estrellas, habían buscado amparo bajo la bandera humana. Los enanos, particularmente de los clanes theiwar y daergar, también se habían alistado al servicio del emperador de Ergoth.
Esta era una extraña mezcla de alianzas. ¿Cuántas veces un elfo había matado a un elfo, un humano había combatido contra un humano, o un enano había aniquilado a un enano? Cada batalla traía nuevas atrocidades, una vez sí y otra también enfrentando a guerreros de una misma raza.
La guerra, que en el pasado se había librado con unas directrices claras, se había convertido en un monstruo voraz de apetito insaciable, pues el innumerable enemigo parecía estar dispuesto a pagar cualquier precio con tal de ganar, y las expertas y valerosas tropas de Kith-Kanan cosechaban victoria tras victoria en múltiples batallas a cambio de la preciosa moneda de su propia sangre. Aun así, la victoria final —la conclusión de la propia guerra— seguía eludiéndolos.
Con un suspiro, Kith-Kanan se puso de pie y, con paso cansino, cruzó el claro hacia Arcuballis. Sabía que tenía que volver al campamento. La conferencia empezaría dentro de una hora. El grifo se remontó en el cielo mientras el jinete meditaba tristemente sobre un tiempo en que su vida había estado ensombrecida por el crecimiento de un árbol en el bosque.
—¡Hemos perseguido a los humanos por las planicies cada verano! ¡Matamos un millar, y vienen cinco mil para ocupar su lugar! —Kith-Kanan protestaba ruidosamente del frustrante ciclo de acontecimientos.
Sithas, lord Quimant y Tamanier Ambrodel habían venido de la capital elfa para asistir a este consejo. Por su parte, Kith-Kanan había llevado a Parnigar y a Dunbarth Cepo de Hierro en su viaje a través de la planicie. Otros miembros de sus respectivos séquitos —incluidas Hermathya, Nirakina, Suzine y Mari, la nueva esposa humana de Parnigar— disfrutaban en estos momentos de la sombra de toldos y árboles alrededor de los límites del espacioso prado donde habían acampado.
Entre tanto, las dos delegaciones se enzarzaban en una calurosa discusión dentro de la tienda cerrada, instalada en el centro del claro. Dos docenas de guardias estaban apostados alrededor del recinto de lona, aunque a una distancia suficiente para no oír lo que se decía en su interior.
Faltaban aún dos semanas para que llegara lo peor de las tormentas primaverales, pero una llovizna constante empapaba la tienda y contribuía a aumentar la gris futilidad del ambiente y los ánimos.
—Aplastamos a un ejército en la batalla, y otro ejército marcha hacia nosotros desde otra dirección. ¡Saben que no pueden derrotarnos, pero siguen intentándolo! ¿Qué clase de criaturas son? ¡Si matan a cinco de mis Jinetes del Viento a costa de un millar de sus soldados, lo celebran como una victoria!
Kith-Kanan sacudió la cabeza, sabiendo que era una victoria de los humanos cada vez que su caballería de grifos perdía a uno solo de sus valiosos miembros. Los Jinetes del Viento eran ahora unos ciento cincuenta veteranos, apenas un tercio de su número original. No había más grifos que montar, ni más guerreros elfos entrenados que los montasen. Aún así, la oleada de humanos a través de la planicie parecía ser más numerosa cada año.
—¿Qué clase de seres son éstos que pueden derramar tanta sangre, perder tantas vidas, y continuar adelante con su guerra? —demandó Sithas, exasperado. Aun después de cuarenta años de lucha, el Orador de las Estrellas no podía imaginar los motivos de los humanos o sus diversos aliados.
—Se reproducen como conejos —observó Quimant—. Jamás podremos igualar su número, y nuestra tesorería se agota para mantener simplemente las tropas que tenemos ahora.
—Saber que es así y hacer algo al respecto son dos cosas muy distintas —replicó Sithas.
El consejo se sumió en un sombrío silencio. Había una deprimente habitualidad en su difícil situación. El desgaste ocasionado por la guerra en la nación se había hecho patente treinta años atrás.
—El invierno, al menos, ha sido suave —comentó Parnigar, intentando levantar los ánimos—. Hemos tenido muy pocas bajas a causa del frío y la nieve.
—¡Sí, pero en el pasado tales inviernos han sido seguidos por las peores tormentas primaverales! —contestó Kith-Kanan, que concluyó—: Y los veranos han sido siempre sangrientos.
—Podríamos tantear la posibilidad de la paz con el emperador —sugirió Tamanier Ambrodel—. Tal vez Quivalin VII sea más accesible que su padre o su abuelo.
Parnigar soltó un resoplido.
—Subió al trono hace cuatro años y, en todo caso, lo que se ha notado en todo ese tiempo ha sido un incremento en el ritmo de los ataques humanos. Masacran a los prisioneros. El pasado verano empezaron a envenenar los pozos por dondequiera que pasaban. No, Quivalin VII no es un pacificador.
—Quizá no sea por voluntad del emperador —sugirió Quimant, con lo que provocó otro resoplido de Parnigar—. El general Giarno ha hecho del campo de batalla un imperio propio. Se resistiría a renunciar a él y ¿qué mejor modo de mantener su poder que asegurarse de que la guerra continúa?
—Es asunto del general Giarno —gruño Dunbarth, que tenía un gesto ceñudo que en realidad era poco habitual en él—. Ataca cada vez que se le presenta la oportunidad, y de manera más brutal en cada ocasión. No creo que desistiera ni aun cuando le dieran la orden. ¡La guerra se ha convertido en su vida! No es que sustente su poder. ¡Lo sustenta a él!
—Pero, sin duda, después de todos estos años… —comenzó Tamanier.
—¡Ese hombre no envejece! ¡Nuestros espías nos han informado que tiene el mismo aspecto que tenía hace cuarenta años, y que posee la vitalidad de un hombre joven! Sus propias tropas lo odian o lo temen, pero hay modos inicuos de asegurarse la obediencia de los subordinados.
—Hemos llegado incluso al extremo de enviar asesinos tras él, una brigada formada por humanos y elfos. —Kith relató la historia del intento de asesinato—. Ninguno sobrevivió. Por lo que hemos podido reconstruir de los hechos, llegaron a la tienda de Giarno. Su seguridad personal no parecía muy estricta. Atacaron con dagas y espadas, ¡pero ni siquiera consiguieron herirlo!
—Sin duda eso es una exageración —comentó su hermano—. Si consiguieron llegar tan cerca, ¿cómo es que no tuvieron éxito?
—El general Giarno ha sobrevivido en anteriores ocasiones en circunstancias en las que, por lógica, debería haber muerto. Han descargado andanadas de flechas sobre él y, aunque su caballo caía acribillado, escapó a pie. Ha salido indemne de emboscadas fatídicas, dejando tras de sí docenas de Montaraces muertos.
—Algo antinatural está actuando ahí —sentenció Quimant—. Es peligroso pensar en la paz estando semejante ser por medio.
—También es peligroso luchar contra semejante ser —señaló Parnigar. Quimant entendió la intención del comentario. Al fin y al cabo, Parnigar había estado casi medio siglo luchando mientras que la familia de Quimant había amasado una fortuna con los beneficios del armamento.
Pero el noble, fríamente, hizo caso omiso de la provocación del guerrero.
—¡Todavía no podemos hablar de paz! —dijo con énfasis Sithas. Se volvió hacia su hermano—. Necesitamos algo que nos permita negociar desde una posición de fuerza.
—¿Sugieres que estarías dispuesto a negociar? —preguntó Kith-Kanan, sorprendido.
—En efecto —suspiró Sithas—. Tienes razón. La tenéis todos, pero, durante años, me he negado a creeros. Sin embargo, empieza a parecer inconcebible que podamos alzarnos con una victoria completa sobre los humanos. ¡No nos es posible mantener esta costosa guerra para siempre!
—Debo informaros de algo —intervino Dunbarth, que se aclaró la garganta—. Aunque he estado dando largas a mi rey desde hace años, su paciencia tiene un límite. Ya hay muchos enanos que hacen campaña en pro de nuestro regreso a casa. Debéis entender que el rey Pandelthain no desconfía tanto de los humanos como el anterior rey, Hal-Waith.
«Y tú, viejo amigo, mereces la oportunidad de volver a tu hogar, de retirarte y descansar», pensó Kith-Kanan, aunque se guardó para sí su reflexión. Los cambios producidos en Dunbarth por la edad eran más patentes que cualquiera que fuera manifiesto en los elfos. La barba y el cabello del enano tenían un color plateado. Sus hombros, antes fornidos, mostraban un aspecto frágil, como si su cuerpo fuera una mera cáscara de su antiguo ser. La piel de la cara tenía manchas y arrugas.
Con todo, sus ojos todavía brillaban con una luz alegre y una aguda perspicacia. Ahora, como si adivinara los pensamientos de Kith, se volvió hacia el general elfo y rió entre dientes.
—Díselo, jovencito. Diles lo que tenemos guardado en la manga.
Kith asintió. Era el momento oportuno.
—Sabemos que los humanos están planeando poner una trampa a los Jinetes del Viento. Quieren atraer a los grifos hacia una emboscada con arqueros. Nuestra intención es reunir a los Montaraces, utilizando a todos los mercenarios, las fuerzas de la guarnición y los enanos: todo nuestro ejército. Queremos caer sobre ellos desde el norte, el este y el sur. Si los castigamos con dureza y por sorpresa, les infligiremos la clase de descalabro que los obligará a sentarse en la mesa de negociaciones.
—Pero Sithelbec… ¿Dejarías el fuerte desprotegido? —preguntó Sithas.
En el curso de la Guerra de Kinslayer, el asedio de aquellas altas empalizadas se había convertido en un relato épico, y una bulliciosa ciudad militar había florecido a su alrededor. El lugar tenía una gran importancia tanto simbólica como táctica para la causa de Silvanesti, y una considerable proporción de los Montaraces estaban destacados allí de manera permanente, como guarnición.
—Es un riesgo —admitió Kith-Kanan—. Nos moveremos con rapidez, actuando antes de que los humanos se enteren de nuestras intenciones. Entonces los Jinetes del Viento actuarán como cebo de la trampa y, mientras el enemigo está distraído, atacaremos.
—Merece la pena intentarlo —declaró Parnigar, apoyando el plan de su general—. ¡No podemos seguir persiguiendo sombras año tras año!
—Algunas sombras son más fáciles de capturar —comentó Quimant con acritud—. Las mujeres humanas, por ejemplo.
Parnigar se incorporó con tanta violencia que derribó su silla, y se abalanzó sobre el noble.
—¡Basta! —El Orador de las Estrellas empujó al guerrero obligándolo a regresar a su sitio. A pesar de su cólera, Parnigar hizo caso a su soberano.
—¡Tu ofensivo comentario era improcedente! —bramó Kith-Kanan, que miraba fijamente a Quimant.
—Cierto —se mostró de acuerdo Sithas—. ¡Pero tampoco se habría provocado si tú y tus oficiales tuvieseis más claras vuestras ideas y actuaseis de un modo consecuente!
Kith-Kanan enrojeció por la ira y la frustración. ¿Por qué tenía que llegarse siempre a lo mismo? Miró furioso a Sithas, como si su gemelo fuera un extraño.
Un ruido en la solapa de la entrada atrajo la atención de los reunidos y rompió la tensión del momento. Vanesti, Ulvian y Verhanna, los hijos de los gemelos reales, irrumpieron en la tienda con atrevido descaro. Hermathya entró tras ellos.
Kith-Kanan se encontró con su mirada y se quedó paralizado. ¡Por los dioses, había olvidado lo hermosa que era! A pesar de sentirse furioso y culpable, la observó furtivamente. Ella le lanzó una mirada de soslayo y, como siempre, Kith vio la expresión invitadora en sus ojos. Aquello aumentó su desazón. Sabía que jamás volvería a traicionar a su hermano. Además, ahora también estaba su esposa.
—¡Tío Kith!
Vanesti enojó a su padre al correr directamente hacia su tío. El joven elfo se frenó de golpe y entonces remedó una reverencia.
—Ven aquí. ¡Deja de actuar como un bufón cortesano! —Kith estrechó a su sobrino en un fuerte abrazo, plenamente consciente de los ojos de sus hijos clavados en él.
Ulvian y Verhanna, aunque más jóvenes que Vanesti, habían madurado mucho más deprisa a causa de su condición semihumana. Ya en edad adolescente, contemplaban con desdén tales arrebatos emocionales propios de chiquillos.
Quizá, también, notaban el hiriente contraste en sus relaciones con su propio tío. Nunca se había dado un «¡tío Sithas!» o un «¡venid aquí, niños!» entre ellos. Eran semihumanos y, en consecuencia, no había lugar para ellos en la familia real del Orador.
Tal vez comprendían, pero no perdonaban.
—Esto me recuerda un último asunto que debemos discutir —dijo Sithas con actitud algo tensa. Se relajó cuando Vanesti se apartó de Kith y se puso al lado de Ulvian y Verhanna, junto a la solapa de la tienda—. Vanesti está en edad de iniciar su entrenamiento en las artes marciales. Ha desdeñado las academias de la ciudad y me ha convencido para que te haga esta petición: ¿querrás tomarlo como tu escudero?
Kith-Kanan permaneció en silencio un momento, plenamente consciente de la mirada esperanzada de Vanesti.
No pudo contener una oleada de cariño y orgullo. Le gustaba el joven elfo y presentía que sería un buen guerrero; a decir verdad, creía que haría bien cuanto se propusiera.
Aun así no podía hacer caso omiso de otro sentimiento.
La proposición le trajo a la mente a Ulvian. Kith había encargado la instrucción de su hijo a Parnigar, disponiendo que fuera el escudero de este guerrero tan capaz. El joven semielfo demostró ser tan indisciplinado y perezoso que, con gran pesar, Parnigar se había visto obligado a mandarlo de nuevo con su padre. El fracaso había herido a Kith-Kanan mucho más de lo que había preocupado a Ulvian.
Con todo, al mirar a Vanesti, tan semejante a una versión más joven del propio Kith-Kanan, supo cuál debía ser su respuesta.
—Será para mí un honor —respondió Kith con seriedad.
La envejecida mujer contemplaba la imagen del elfo en el espejo. El cristal estaba rajado y recompuesto, faltándole incluso algunos fragmentos. Al fin y al cabo, había sido reconstruido con pedazos. Cinco años atrás, había contratado a una legión de habilidosos artesanos elfos para que con aquellos fragmentos, guardados por ella durante años, y añadiendo sus propias artes restauraran el espejo para que recuperara en cierta medida su antiguo poder.
Parecía que, con el distanciamiento surgido entre su esposo y ella, le quedaba poco más que hacer en la vida salvo observar el curso de los acontecimientos a su alrededor. El espejo le daba los medios para hacerlo, sin obligarla a abandonar su carruaje y quedar expuesta a las sutiles humillaciones de los elfos silvanestis.
Suzine enrojeció al pensar en Hermathya y Quimant, cuyos mordaces comentarios la habían herido décadas atrás, cuando había permitido que llegaran a sus sentimientos. Con todo, incluso esas pullas habían sido más fáciles de soportar que el conspicuo silencio de Sithas, su propio cuñado, que apenas se había dado por enterado de su existencia.
Por supuesto, también se podía encontrar bondad en el pueblo elfo. Estaba Nirakina, que siempre la había tratado como a una hija; y Tamanier Ambrodel, que le había ofrecido amistad. Pero ahora la edad había deteriorado incluso esas relaciones. ¿Cómo podía sentirse como una hija de Nirakina cuando la elfa, con sus cuatro siglos de edad, parecía una activa y joven mujer al lado de la envejecida Suzine? Y su deficiente audición hacía difícil la conversación, así que Tamanier Ambrodel tenía incluso que gritar para que lo oyera, y a menudo tenía que repetir las cosas dos o tres veces. Le resultaba mucho menos embarazoso evitar a estas dos buenas personas.
En consecuencia, permanecía en este carruaje cerrado que Kith-Kanan le había regalado. El enorme vehículo estaba equipado con comodidades, hasta el punto de tener un blando lecho; un lecho en el que dormía siempre sola.
Reflexionó, tal vez por millonésima vez, sobre el curso que había tomado su vida, y el amor que le había inspirado un elfo que, inevitablemente, la sobreviviría siglos. No lamentaba esa decisión. Los años de felicidad con Kith-Kanan habían sido los mejores de su vida. Pero esos años habían terminado, y, aunque no lamentaba la elección tomada cuatro décadas atrás, tampoco podía olvidar la desdicha que ahora era su constante compañera.
No encontraba consuelo en sus hijos. Ulvian y Verhanna parecían avergonzarse de la condición humana de su madre y la evitaban, fingiendo ser elfos puros hasta donde les era posible. Pero también los compadecía, ya que su padre nunca les había demostrado el afecto que habría correspondido a sus herederos, como si él también, secretamente, se avergonzara de su ascendencia mestiza.
Ahora que era demasiado vieja para montar a caballo, su marido la llevaba de un lado a otro en este carruaje. Se sentía como si fuera parte del equipaje, una mercancía que Kith-Kanan estaba decidido a que fuera debidamente entregada en destino antes de proseguir con su vida. ¿Cuánto tiempo más podría continuar así ella? ¿Qué podía hacer para cambiar su suerte en los años postreros?
Sus pensamientos fueron hacia el enemigo; el de su esposo y el suyo propio. El general Giarno la aterraba ahora más que nunca. A menudo lo había observado en el espejo restaurado, sobrecogida por la apariencia juvenil y el vigor del hombre. Notaba en él un poder de algo mucho más profundo de lo que había sospechado al principio.
Con frecuencia recordaba la manera en que Giarno había matado al general Barnet. Fue como si le absorbiera la fuerza vital, reflexionó. Eso, ahora lo comprendía, era exactamente lo que había hecho. ¿Cuántas vidas más había tomado el Pequeño General a lo largo de estos años? ¿Cuál era el verdadero precio de su juventud?
Su mente y su espejo regresaron a Kith-Kanan. Lo vio en la conferencia. Estaba lo bastante cerca de ella para que pudiera contemplarlo con detalle. La imagen del elfo se hizo más grande en el espejo, y entonces lo miró a los ojos, miró a través de sus ojos. Escudriñó, como había aprendido a hacer años atrás, su subsconciente.
Miró más allá de la guerra, del constante temor que sentía en él, a cosas más agradables. Buscó la imagen de sus tres mujeres, ya que estaba acostumbrada a ver a las elfas, Alaya y Hermathya, allí. Suzine buscó su propia imagen, la de una mujer joven, sensual y seductora. Últimamente, esa imagen era cada vez más difícil de encontrar, y esto aumentaba su pesadumbre.
En esta ocasión no logró encontrar el recuerdo de sí misma. Incluso la idealizada Alaya había desaparecido y su imagen había sido reemplazada por la figura de un alto y esbelto árbol. Entonces topó con la de Hermathya, y notó el deseo en la mente de Kith. Era una sensación nueva que provocó un repentino fulgor en el espejo hasta que Suzine apartó la mirada. El cristal se oscureció mientras las lágrimas humedecían los ojos de la mujer.
Lenta, suavemente, dejó el espejo en su estuche. Intentando detener el temblor de las manos, buscó a su cochero fuera. Sabía que Kith-Kanan no regresaría hasta dentro de varias horas.
Cuando lo hiciera, ella se habría ido.