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Principios de invierno, último día del 2213 a. C.

La ventisca descargó sobre el océano salpicado de icebergs y las faldas nevadas de las montañas Kharolis. Pasó rugiente sobre las planicies, haciendo de la vida una gélida pesadilla para los ejércitos de ambos bandos.

Las fuerzas —humanas, elfas y enanas— interrumpieron todo tipo de maniobras y combates. Dondequiera que los sorprendiera la tormenta, las brigadas y regimientos de los Montaraces buscaban refugio donde podían y se acuartelaban para el invierno. Sus enemigos ergothianos, en bandas aún más pequeñas, ocupaban ciudades, granjas y campamentos en terreno agreste, en un desesperado intento de cobijarse de la violenta furia de los elementos.

Los jinetes del Viento, junto con un gran destacamento de la legión enana, fueron más afortunados. Su campamento ocupaba los graneros y las cabañas de una extensa granja, abandonada por sus arrendatarios humanos tras la derrota del ejército ergothiano. Aquí encontraron ganado para los grifos y escriños llenos de grano con el que los cocineros elfos y enanos prepararon pan de munición que, aunque insípido y duro, sustentaría a las tropas durante varios meses.

El resto del ejército de Kith-Kanan ocupaba un gran número de campamentos, más de cuarenta, repartidos por las planicies en un arco que se extendía unos ochocientos kilómetros.

En este día, brutalmente frío, Kith realizaba una inspección del campamento de los Jinetes del Viento. Se ajustó más el cubrecuello en torno a la cara; no lo resguardaría completamente del viento, pero quizás evitaría que las orejas se le congelaran. En unos pocos minutos llegaría al refugio donde se alojaban los enanos, y en el que se reuniría con Dunbarth. Después lo esperaba el cálido fuego de su casa… y Suzine.

Los Montaraces habían tenido éxito al empujar a los remanentes del ejército de Ergoth centenares de kilómetros al oeste. A lo largo de la campaña Suzine había volado con Kith en su grifo y compartido su tienda y su lecho.

Animosa y resistente en un modo que la diferenciaba de las mujeres elfas, Suzine había adoptado el estilo de vida de él como propio, y no se quejaba de las incomodidades ni de las vicisitudes del tiempo.

El ejército de Ergoth había dejado miles de cadáveres tras de sí en las planicies. Los guerreros humanos más valerosos se habían refugiado en zonas boscosas, donde los jinetes del Viento no podían perseguirlos. La mayoría de sus compañeros había vuelto en tropel a Daltigoth. Pero estos porfiados grupos restantes, en su mayor parte miembros de la caballería ligera del ala norte del ejército ergothiano, luchaban y aguantaban.

Atrapados dentro de los bosques, los jinetes no podían utilizar la velocidad y la sorpresa, sus armas principales. Empujado por la necesidad, el ejército humano empezó una despiadada guerra de guerrillas, atacando en pequeños grupos y después replegándose de nuevo a los bosques. Irónicamente, los elfos que había entre ellos demostraron ser unos maestros en la organización y utilización de estas tácticas de ataques rápidos y dispersos.

Tras meses de dura persecución y pequeñas victorias en incontables escaramuzas, Kith-Kanan había hecho los preparativos para un ataque contundente que habría expulsado al odiado enemigo de las tierras elfas de una vez por todas. La infantería de los Montaraces se había congregado, lista para entrar en las zonas boscosas y aniquilar las tropas ergothianas. La caballería elfa y los Jinetes del Viento caerían sobre ellos después de obligarlos a salir a descubierto.

Entonces las primeras arremetidas de un invierno adelantado paralizaron las operaciones militares.

En el fondo, al general elfo no lo decepcionó mucho el que las circunstancias lo obligaran a permanecer en el campo hasta la primavera por lo menos. Se sentía a gusto en la amplia y bien caldeada cabaña que había requisado, lo que por derecho le correspondía como comandante en jefe. Se sentía a gusto en brazos de Suzine. ¡Cómo había cambiado su vida, revitalizándolo, dándole un sentido a su existencia que trascendía al presente! Resultaba irónico, pensaba, que fuera la guerra entre sus pueblos lo que los había unido.

La larga y achaparrada silueta del alojamiento de los enanos surgió ante él, y llamó a la pesada puerta de madera mientras dejaba a un lado los pensamientos sobre su compañera hasta más tarde. La puerta se abrió y Kith entró en la penumbra del recinto, semejante a una cueva, que los enanos habían construido con troncos para refugiarse durante el invierno. La temperatura, aunque más cálida que la del exterior, era bastante más fría que la mantenida en los alojamientos elfos.

—¡Entra, general! —retumbó Dunbarth, que estaba en medio de una multitud de veteranos, apiñados alrededor de una plataforma levantada en el centro del recinto.

En este estrado, dos enanos, casi desnudos, respiraron entre jadeos para recobrar el aliento antes de abalanzarse uno contra el otro. Uno de ellos levantó en vilo a su oponente y lo arrojó por encima de su hombro, después de lo cual la multitud de enanos prorrumpió en vítores y abucheos. No pocas bolsas, hinchadas con monedas de oro y plata, cambiaron de manos.

—Al menos no os falta diversión —comentó Kith-Kanan con una sonrisa mientras se acomodaba junto al comandante enano en un banco bajo, del que varios hylars se habían levantado para dejarle sitio.

—Tendrá que servir hasta que volvamos a combatir de verdad —respondió Dunbarth con una risita maliciosa—. Toma, hemos calentado un poco de vino para ti.

—Gracias. —Kith cogió la jarra que le ofrecía mientras Dunbarth empinaba un pichel de espumosa cerveza. Para Kith era un misterio cómo los enanos, que marchaban con un número de carros de suministros relativamente pequeño, disponían de un abastecimiento permanente de cerveza; sin embargo, cada vez que visitaba este refugio de invierno, los encontraba consumiendo cantidades ingentes del brebaje.

—¿Qué tal aguantan la tormenta nuestros camaradas elfos? —inquirió Dunbarth.

—Tan bien como puede esperarse. A la mayor parte de los grifos no parece afectarlos, y los Jinetes del Viento y otros elfos tienen un refugio aceptable. El invierno puede ser largo.

—Ajá. Y también puede ser una guerra larga. —Dunbarth hizo el comentario con un tono alegre, pero Kith-Kanan no creyó que estuviera bromeando.

—No pienso igual —objetó—. Tenemos a los restos de las tropas humanas atrapadas en el oeste. ¡Dudo que puedan moverse más de lo que podemos nosotros en medio de esta tormenta!

El enano se mostró de acuerdo con un gesto de asentimiento, así que el elfo continuó:

—Tan pronto como lo peor del invierno haya pasado, nos lanzaremos al ataque. ¡No nos costará más de dos meses empujarlos fuera de las planicies y obligarlos a que crucen las fronteras de Ergoth, a dónde pertenecen!

—Espero que tengas razón —contestó el enano con sinceridad—. Sin embargo, me preocupa su comandante, ese tal Giarno. ¡Es un demonio astuto con muchos recursos!

—¡De Giarno me encargo yo! —La voz de Kith-Kanan era casi un gruñido gutural, y Dunbarth lo miró sorprendido.

—¿Alguna noticia de tu hermano? —preguntó el enano tras una corta pausa.

—No desde que se desató la ventisca.

—Thorbardin está desunida —informó Dunbarth—. Los theiwars hacen campaña en pro de una retirada de las tropas enanas, y al parecer están ganándose el apoyo del clan daewar.

—¡No es de extrañarse, con su propio «héroe» incorporado a las filas del ejército de Ergoth! —Los informes habían sido confirmados a finales de otoño: después de que Sithas lo expulsara de Silvanost, Than-Kar había puesto su batallón al servicio del general Giarno. Los enanos theiwars habían ayudado a proteger la retirada del ejército durante las últimas semanas de la campaña, antes de que el invierno hubiese interrumpido toda actividad.

—Un asunto vergonzoso —se mostró de acuerdo Dunbarth—. Las líneas pueden estar claras en el campo de batalla, pero en las mentes de los míos empiezan a estar muy confusas.

—¿Necesitáis algo aquí? —preguntó Kith-Kanan.

—No tendrás por casualidad un centenar de complacientes mancebas enanas, ¿verdad? —repuso Dunbarth con una mueca maliciosa, al tiempo que hacía un guiño al elfo—. Aunque, tal vez, sólo conseguirían debilitar nuestro espíritu combativo. Hay que andar con cien ojos, ya sabes.

Kith se echó a reír, súbitamente turbado por su situación personal. La presencia de Suzine en su casa era de dominio público en todo el campamento. No se sentía avergonzado por ello, y sabía que a sus tropas les gustaba la mujer humana y que ella correspondía a su evidente afecto. Con todo, la idea de que se la considerara como su «complaciente manceba» lo incomodaba.

Charlaron un rato más sobre los placeres del regreso al hogar y de aventuras en unos tiempos más pacíficos. La tormenta siguió sin amainar y, finalmente, Kith-Kanan recordó que tenía que terminar con sus rondas antes de regresar a su cabaña. Se despidió de los enanos y continuó la inspección por las otras posiciones elfas; luego se dirigió hacia su casa.

El corazón se le alegró ante la perspectiva de volver a ver a Suzine, aunque sólo la había dejado hacía unas pocas horas. No soportaba la idea de pasar el invierno en este campamento sin su compañía. Se preguntó qué pensaban de ella sus hombres. ¿La veían como una «manceba», igual que Dunbarth parecía considerarla? ¿Como una especie de acompañante de campamento? La idea no se le iba de la cabeza.

Un guardia personal, un impecable cabo con la armadura de la Protectoria, abrió la puerta de la vivienda al acercarse él. Kith entró rápidamente, y disfrutó de la caricia del calor mientras se sacudía la nieve de las ropas.

Cruzó el cuarto de guardia, en otros tiempos la sala de la casa, pero ahora la guarnición de una docena de soldados a quienes se les había confiado la seguridad del comandante en jefe. Saludó con un leve cabeceo a los elfos, todos los cuales se habían puesto firmes al entrar él, pero pasó enseguida a los cuartos más pequeños que había detrás y cerró tras él la puerta interior.

Un alegre fuego chisporroteaba en la chimenea, y el aroma de carne asada llegó tentador a su nariz. Suzine se echó en sus brazos, Kith se sintió plenamente vivo. Todo tendría que esperar hasta que el gozo del reencuentro siguiera su curso hasta el final. Sin hablar, se dirigieron a la chimenea y se tumbaron delante del fuego.

Sólo más tarde rompieron lentamente el hechizo de su silencio.

—¿Encontraste a Arcuballis en los pastizales? —preguntó Suzine mientras seguía con el dedo, suavemente, la línea del brazo desnudo de Kith-Kanan.

—Sí. Parece que prefiere estar a campo abierto que en el granero. Intenté engatusarlo para que entrara en la cuadra, pero se quedó fuera, aguantando la tormenta.

—Se parece mucho a su amo —dijo con ternura la mujer. Finalmente se incorporó y cogió una jarra de vino que había dejado junto a la lumbre para calentarlo. Acurrucados juntos bajo la piel de oso, compartieron la bebida.

—Es extraño —comentó Kith-Kanan con aire pensativo—. Los ratos que paso contigo, aquí, junto al fuego, son los momentos más sosegados que he disfrutado en toda mi vida.

—No es extraño. Estábamos destinados a conocer la paz juntos. Lo he visto, lo he sabido, durante años.

Kith no le llevó la contraria. Suzine le había contado que solía observarlo en el espejo, el mágico espejo que había hecho añicos contra la cabeza de Giarno para salvarle a él la vida. La mujer había recogido los fragmentos y los había guardado en un estuche de cuero. Kith sabía que Suzine había visto los grifos antes de la batalla y, sin embargo, no había informado al general humano sobre este detalle crucial. A menudo se había preguntado qué la habría inducido a correr semejante riesgo por alguien —¡un enemigo!— a quien sólo había visto en persona una vez.

No obstante, a medida que las semanas se convertían en meses, el príncipe elfo dejó de hacer este tipo de preguntas, sintiendo —como lo sentía Suzine— lo acorde de su vida juntos. Ella le proporcionaba un bienestar y una serenidad que creía perdidos para siempre. Con ella sentía una plenitud que jamás había alcanzado, ni siquiera con Alaya o Hermathya.

El que fuera humana le parecía a Kith increíblemente irrelevante. Sabía que las gentes de las planicies, ya se tratara de elfos, enanos o humanos, habían empezado a ver que la guerra derribaba las barreras de pureza racial que los habían obsesionado durante tanto tiempo. Se preguntó, fugazmente, si los elfos de Silvanost serían capaces alguna vez de apreciar a los humanos buenos, gente como Suzine.

Estaba naciendo un cisma, lo sabía, entre su pueblo. Dividía la nación, tan seguro como los dividiría, inevitablemente, a su hermano y a él. Kith-Kanan había decidido de qué lado estaba y, al tomar tal decisión, supo que había cruzado una línea.

Esta mujer que ahora tenía junto a él, con la cabeza descansando suavemente en su hombro, se merecía algo más que ser considerada la «complaciente manceba» del general. Quizá la atmósfera del cuarto estaba demasiado cargada con la combustión del fuego y le había ofuscado las ideas. O quizá su aislamiento aquí, en la lejana frontera del reino, lo había llevado a comprender cuáles eran las cosas realmente importantes en su vida.

Fuera como fuese, tomó una decisión. Se giró despacio, sintiéndola rebullir contra su costado. Ella entreabrió un ojo, adormecida, y se apartó el rojizo cabello del rostro para sonreírle.

—¿Querrás ser mi esposa? —preguntó el general del ejército elfo.

—Desde luego —contestó su compañera humana.