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Finales de verano, Año del Oso

Los fríos vientos que presagiaban el otoño soplaban ya hacia el norte desde el océano Courrain, y despojaban de sus hojas a los árboles de las extensas tierras boscosas, preparándolos para el largo descanso invernal.

Los elfos de Silvanesti sintieron también los vientos en todas las ciudades, feudos e incluso en la gran capital de Silvanost.

La ciudad estaba muy animada con el júbilo de la victoria. Las noticias llegadas del oeste hablaban de la completa derrota del ejército humano. El ejército de Kith-Kanan había tomado la ofensiva. El general elfo había enviado columnas de Montaraces que marchaban rápidamente por las planicies, combatiendo los rincones de resistencia humana.

La alianza enana hizo su parte contra los humanos, en tanto que los Jinetes del Viento se lanzaban desde el cielo destrozando los otrora orgullosos regimientos ergothianos, y capturaban o mataban a centenares de humanos y dispersaban el resto a los cuatro vientos. La mayoría de las bandas de desesperados sobrevivientes sólo buscaba huir hacia las fronteras de Ergoth.

Grandes campos de prisioneros humanos —decenas de miles— proliferaban ahora en las planicies. Kith-Kanan envió a muchos de ellos hacia el este, a requerimiento de su hermano, y allí los prisioneros eran condenados de por vida a las minas del Clan Hoja de Roble. A otros se les asignaba la tarea de reconstruir y reforzar Sithelbec, así como a reparar los daños de asentamientos y pueblos asolados tras dos años de guerra.

Una hora antes había ordenado a sus cortesanos y nobles que lo dejaran solo. Se sentía desconsolado, a despecho de la última comunicación de Kith-Kanan —traída por un correo de los Jinetes del Viento, y enviada apenas una semana antes— con más informes favorables de victoria.

Quizá lo habría aliviado tener una charla con lord Quimant, ya que nadie más parecía comprender las presiones de su cargo; pero el noble había partido de la ciudad hacía más de una semana para ayudar en la distribución de los nuevos esclavos prisioneros en las minas septentrionales de su familia. No estaba seguro de cuándo regresaría.

Sithas pensó de nuevo en la última comunicación de su hermano. Kith informaba que la unidad central del ejército de Ergoth, la cual había intentado volver a su tierra por la ruta más corta y directa, había dejado de existir. Sus fuerzas habían sido erradicadas en su totalidad cuando los Montaraces se reunieron y atacaron, y las bajas habían sido cuantiosas.

Tampoco quedaba mucho del ala sur. Era la que había sufrido el mayor número de víctimas en el contraataque inicial. Y el ala norte, con sus miles de jinetes e infantería de rápido desplazamiento al mando del general Giarno, había sido fragmentada en grupos que buscaban refugio desesperadamente en arboledas y terrenos accidentados que bordeaban la planicie.

Entonces ¿por qué Sithas no compartía el entusiasmo de los ciudadanos de Silvanost?

Quizá porque los informes confirmaban que enanos theiwars acompañaban a las restantes fuerzas de Giarno que habían emprendido la huida, aun cuando sus parientes, los hylars, luchaban al lado de los elfos. A Sithas no le cabía duda alguna de que los theiwars estaban dirigidos por el traidor Than-Kar, embajador y general. Esta política antagonista y recíprocamente destructiva de los clanes enanos creaba una mayor confusión en los propósitos de esta guerra.

También era incuestionable ya que un gran número de elfos renegados había combatido del lado de Ergoth. ¡Elfos, enanos y humanos luchando contra elfos y enanos! Quimant seguía siendo partidario de contratar mercenarios humanos a fin de reforzar el ejército de Kith-Kanan, un paso que Sithas no estaba preparado para dar. Y sin embargo…

La inminente victoria no parecía poner fin a las diferencias entre elfos. ¿Volvería Silvanesti a recuperar su pureza anterior? ¿La implicación en esta guerra echaría abajo las barreras que separaban a la raza elfa del resto del Krynn?

Hasta el propio nombre del conflicto, un nombre que había oído pronunciar en las calles de Silvanost e incluso susurraban los labios de la buena sociedad, acentuaba su angustia. A raíz de los combates del verano y tras hacer públicas las listas de los muertos, se había convertido en el apelativo común de la guerra, demasiado popularizado para cambiarlo, ni siquiera con un decreto del Orador de las Estrellas.

La Guerra de Kinslayer.[1]

El nombre le dejaba un sabor amargo en la boca, pues para Sithas representaba todo lo malo que había en la causa contra la que habían luchado. Ciegos, equivocados elfos uniéndose a la suerte del enemigo humano… ¡Habían perdido el derecho de vínculos de raza!

Para Sithas era más serio todavía, a un nivel personal, el rumor que corría por la ciudad, una patraña disparatada. ¡El calumnioso chismorreo propalaba que el propio Kith-Kanan había tomado a una humana como consorte!

Nadie, por supuesto, osaba dar esta noticia directamente a Sithas, pero el Orador sabía que los demás cuchicheaban y creían el ridículo bulo.

Había dado órdenes a miembros de la Protectoría de que se disfrazaran como obreros y artesanos y entraran en las tabernas frecuentadas por los ciudadanos. Tenían que estar atentos a las conversaciones, y, si oían a alguien correr este rumor, el culpable debía ser arrestado inmediatamente y traído a palacio para interrogarlo.

—¡Pa… pá!

La voz le levantó el ánimo como ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Sithas se volvió para ver a Vanesti caminar bamboleante hacia él, llevando como siempre la espada de madera que Kith-Kanan había hecho para él antes de partir hacia Sithelbec.

—Ven aquí, pequeñajo. —El Orador de las Estrellas se arrodilló delante del trono y abrió los brazos.

—¡Pa… pá! —Vanesti, su sonriente cara enmarcada por rizos largos y dorados, apresuró el paso y al punto se fue de bruces al suelo.

Sithas recogió al chiquitín y, alzándolo en brazos, le dio palmaditas en la espalda hasta que dejó de llorar.

—Vamos, vamos. Ya no te duele tanto, ¿verdad? —lo consoló.

—«Tí» —objetó el pequeño mientras se frotaba la nariz.

Sithas se echó a reír. Todavía con su hijo en brazos, se encaminó hacia la puerta privada de la familia real que conducía a los Jardines de Astarin.

Quimant regresó dos días después y fue a ver a Sithas cuando el Orador estaba solo en la Sala de Audiencias.

—¡Vuestro plan ha obrado milagros! —informó el noble. Si reparó en el aire melancólico del soberano, no hizo alusión a ello—. Hemos triplicado el número de esclavos y ahora se puede trabajar en las minas las veinticuatro horas. Además, los esclavos liberados marchan hacia las planicies. ¡Constituyen una compañía formidable, indudablemente!

—La guerra puede haber terminado para cuando lleguen al campo de batalla —suspiró Sithas—. Quizás haya liberado a un puñado de malhechores para nada.

—No lo creo. He leído los últimos informes y, aunque los Montaraces estén empujando a los humanos hacia el oeste, yo no esperaría un final completo de la guerra antes del próximo verano.

—Sin duda no creerás que el ejército de Ergoth vaya a reagruparse ahora, cuando los Montaraces los están persiguiendo.

—Reagruparse, no. Pero se dividirán en pequeñas bandas. El ejército de vuestro hermano dará con muchas de ellas, pero no con todas. Sí, excelencia, me temo que todavía tenemos por delante un año de enfrentamientos con el enemigo…, quizás incluso más.

Sithas desechó esta posibilidad como impensable. Antes de que el debate prosiguiera, un guardia apareció en la puerta de la sala.

—¿Qué ocurre? —preguntó el Orador.

—Lashio ha capturado a un tipo, un albañil, en la ciudad. Estaba propagando el… eh… el bulo sobre el general Kith-Kanan.

Sithas se incorporó del trono con brusquedad.

—¡Traedlo ante mí! Y haz venir al jefe de caballerizas. ¡Dile que traiga un látigo!

—Majestad…

La voz sonó detrás del guardia, que se apartó a un lado para dejar paso a Tamanier Ambrodel. El noble se aproximó al trono e hizo una reverencia.

—¿Puedo hablar en privado con vos, Orador?

—Sal —ordenó Sithas al guardia. Cuando se quedaron solos, hizo un gesto a Tamanier para que hablara.

—Deseo evitar que se cometa una grave injusticia.

Yo soy quien imparte justicia aquí. No es asunto de tu incumbencia.

Ambrodel se encogió ante el duro tono del Orador, pero siguió hablando:

—Estoy aquí a petición de vuestra madre.

—¿Cuál es la naturaleza de esa «injusticia»?

—Concierne a vuestro castigo a ese elfo, el albañil. Vuestra madre, como sabréis, ha recibido cartas del general Kith-Kanan separadas de los comunicados oficiales que os envía a vos. Al parecer, le cuenta cosas que no se preocupa en comentar con… otros.

Sithas frunció el entrecejo.

—Vuestro hermano, Kith-Kanan —continuó Tamanier— ha tomado una humana de compañera. Le ha escrito a vuestra madre sobre ella. Aparentemente, está locamente enamorado.

El Orador se hundió en el inmenso trono. Quería maldecir a Tamanier Ambrodel, llamarlo mentiroso. Pero no podía. Tenía que aceptar lo inconcebible, lo que parecía una pesadilla.

Sintió el estómago revuelto con una repentina náusea.

Sithas bregó durante horas con la carta que quería escribir a su hermano. La empezó varias veces, sin éxito.

«Kith-Kanan, hermano mío:

»He sabido por madre lo de la mujer que te llevaste del campamento enemigo. Me ha contado que la humana te salvó la vida. Le estamos muy agradecidos, por supuesto.

No pudo continuar. Quería escribir: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Es que no comprendes por lo que estamos luchando? Quería preguntar por qué la victoria había llegado a tener un tufo de fracaso y derrota.

Sithas arrugó la hoja de papel y la arrojó a la chimenea. Entonces cayó en la cuenta, y fue un golpe brutal:

Ya no tenía nada que decir a su hermano.