25
Por la tarde, batalla de Sithelbec

Suzine observaba la batalla en su espejo. Aquí, en su tienda del sector norte del campamento, no sentía tanto el rigor de la lucha. Aunque los hombres de aquí habían corrido al combate y sufrían la misma suerte que el resto del ejército, esta parte del campamento en si no había experimentado la destrucción total sufrida por los sectores sur y oeste.

Había visto a los Jinetes del Viento aparecer por el este, había contemplado su inexorable e inesperado avance contra el ejército de Giarno, y había sonreído. Su cara y su cuerpo todavía ardían por las agresiones y abusos de Giarno, y su desprecio por él había cristalizado en odio.

De modo que, cuando el comandante elfo dirigió el ataque que desbarató el ejército, Suzine sintió alegría, no consternación, como si Kith-Kanan hubiese volado con el único propósito de llevar a cabo su rescate. Había observado el violento desarrollo de la batalla tranquilamente, siguiendo las evoluciones del general elfo en su espejo.

Cuando Kith-Kanan dirigió la carga contra las restantes brigadas de caballería de Giarno, Suzine contuvo el aliento; una parte de ella esperaba que el elfo topara con el general humano y lo matara, y otra parte deseaba que Giarno se limitara a huir y ceder los laureles de la victoria a las tropas elfas. Cuando los guardias kalanestis apostados a la entrada de su tienda huyeron, Suzine ni siquiera se dio cuenta.

Ahora escuchaba movimiento en el exterior, ya que los elfos que habían iniciado el ataque desde el fuerte recorrían el campamento buscando supervivientes humanos. Suzine oyó que algunos hombres se rendían, suplicando por sus vidas; escuchó a otros atacar al tiempo que proferían insultos y maldiciones, y por último gritos y gemidos cuando cayeron.

La batalla discurrió a su alrededor, sumiendo el campamento de tiendas en humo, fuego, dolor y sangre. Pero Suzine continuó dentro de su tienda, con los ojos prendidos en la figura de cabello plateado, reflejada en su espejo.

Observó como Kith-Kanan, montado en la gran bestia que saltaba y desgarraba, se abría paso propinando golpes y cuchilladas a diestro y siniestro contra los humanos que intentaban hacerle frente. Vio que el ataque elfo avanzaba a un ritmo constante en su dirección. Ahora los Jinetes del Viento luchaban a escasos mil metros al sur de su tienda.

—¡Ven a mí, mi guerrero! —musitó.

Deseó con todo su corazón que Kith-Kanan llegara hasta ella mientras contemplaba en su espejo cómo el elfo descargaba un golpe mortífero en la cabeza de un fornido humano que manejaba un hacha.

—¡Estoy aquí! —Suzine deseaba desesperadamente que Kith-Kanan sintiera su presencia, su pasión, su… Sí, su amor, aunque hasta ahora no se había atrevido a admitirlo.

La solapa de entrada de su tienda se abrió y la sacó de su ensueño. ¡Era él! ¡Tenía que ser él! Con el corazón brincándole en el pecho, giró sobre sí misma; sólo cuando vio a Giarno plantado allí, la cruda realidad hizo añicos su ilusión. En cuanto a Giarno, su mirada pasó violentamente de ella a la imagen del comandante elfo reflejada en el espejo.

El general humano dio un paso hacia Suzine, su rostro, más semejante al de una bestia que al de un hombre, convertido en una máscara de furia. La mujer sintió que el miedo le atenazaba las entrañas, como si una fría hoja de acero se le hubiese clavado en la boca del estómago.

Cuando Giarno la agarró por los brazos, con tanta fuerza que parecía que iba a romperle los huesos, esa cuchilla de miedo se retorció y se hundió más en su interior. No podía hablar, no podía pensar; sólo mirar aquellos ojos desorbitados, dementes, aquella boca salpicada de saliva, con los labios tirantes en una mueca que dejaba los dientes a la vista, como si anhelaran devorarle el alma.

—¡Me has traicionado! —gruñó mientras la tiraba al suelo de un empellón—. ¿De dónde han salido esas bestias voladoras? ¿Cuánto tiempo han estado esperando, listas para atacar? —Se arrodilló junto a ella y le dio un puñetazo que le partió el labio.

Giarno lanzó una mirada de soslayo al espejo que estaba sobre la mesa. Ahora, rota la concentración de Suzine, la imagen de Kith-Kanan había desaparecido, pero la verdad de su obsesión había sido descubierta.

La mano del general, enfundada en un guantelete negro, desenvainó la daga que llevaba en el cinturón, la apoyó entre los pechos de la mujer, y la punta atravesó la tela del vestido y después la piel.

—No —dijo Giarno, en el mismo instante que Suzine esperaba morir—. Eso sería demasiado compasivo, un precio demasiado bajo para lo que merece tu traición.

Giarno se puso de pie y la miró ferozmente. El instinto le decía a Suzine que se incorporara, presentara resistencia o echara a correr, pero los negros ojos del hombre parecían tenerla hipnotizada, clavada en el suelo, como si fuera incapaz de hacer un solo movimiento.

—¡Levántate, ramera! —gruñó, al tiempo que le propinaba una patada en las costillas y luego se agachaba y la agarraba por el largo cabello rojizo. Tiró hasta hacerla ponerse de rodillas; Suzine dio un respingo y cerró los ojos, esperando recibir otro golpe en la cara.

Entonces notó un cambio en el reducido espacio de la tienda, un repentino soplo de aire en el rostro…, el sonido de la lucha del exterior más fuerte…

Giarno la arrojó a un lado, y la mujer miró hacia la entrada de la tienda.

¡Allí estaba él!

Kith-Kanan se encontraba bajo la solapa levantada de la entrada. Detrás de él había cuerpos tirados en el suelo, y Suzine atisbó humanos y elfos luchando con espadas y hachas. Las tiendas que alcanzaba a ver ardían, envueltas en humo y llamas.

El elfo de cabello plateado entró audazmente en la penumbra de la tienda, con la larga espada de acero extendida ante él. Habló con dureza, sus palabras y su arma dirigidas al general humano:

—¡Ríndete, humano, o muere!

Evidentemente, Kith no había reconocido al comandante en jefe del gran ejército de Ergoth en la oscuridad del interior de la tienda. Avanzó otro paso hacia Giarno.

El general humano, con su daga todavía empuñada y temblando de rabia, contempló en silencio al elfo un instante. Kith-Kanan estrechó los ojos al tiempo que adoptaba una postura ligeramente agazapada, preparándose para una lucha a corta distancia. Mientras estudiaba a su oponente, el recuerdo de aquel día de cautividad, un año atrás, se abrió paso en su mente poco a poco, y, finalmente, lo reconoció.

—¡Eres ! —susurró el elfo.

—Qué apropiado que aparezcas en este preciso momento —replicó el general humano, con voz estrangulada, triunfante—. ¡No vivirás para saborear las mieles de tu victoria!

Con un movimiento fulgurante, la mano de Giarno se alzó al tiempo que giraba la daga, soltando la empuñadura y sujetándola por la punta de la hoja de treinta centímetros.

—¡Cuidado! —gritó Suzine, recuperando de repente la voz.

El brazo de Giarno se disparó como un látigo y arrojó la daga a la garganta de Kith-Kanan. El arma centelleó en el aire como un rayo plateado, dirigiéndose con precisión a su diana.

Kith-Kanan no podía evitar el lanzamiento, pero sí desviarlo. Giró la muñeca en un movimiento apenas perceptible, que impulsó la punta de su espada en un arco de unos quince centímetros. Fue suficiente; la espada golpeó la daga con un agudo tintineo metálico, y el arma más pequeña pasó zumbando por encima del hombro del elfo para chocar con la lona de la tienda y luego caer, inofensiva, en el suelo.

Suzine se alejó gateando de Giarno cuando el hombre desenvainó su espada y se abalanzó sobre el elfo. Kith-Kanan, a quien el general humano sacaba un palmo de estatura y unos cuarenta y cinco kilos de peso, hizo frente a la carga con firmeza, sin pestañear. Los dos aceros chocaron con tal fuerza que resonaron como címbalos en los confines de la tienda. El elfo retrocedió un paso para absorber la fuerza del impacto, pero mantuvo a raya a Giarno.

Los dos combatientes se movieron en círculo, totalmente pendientes el uno del otro, atentos al más ligero indicio —un parpadeo imperceptible o la más mínima crispación de un músculo— que advirtiera la inminente acometida del otro.

Entrecruzaban un golpe, luego se retiraban rápidamente, y arremetían de nuevo con idéntica celeridad. Ninguno de los dos tenía escudo. Ambos eran consumados espadachines y se desplazaban por la tienda sorteando los obstáculos y sacando partido de ello. Kith-Kanan tiró un biombo delante del humano, y éste pasó por encima de un salto. Giarno hizo retroceder al elfo, esperando que tropezara con el catre de Suzine. Kith presintió el peligro y brincó hacia atrás, salvando el obstáculo, y después se desvió bruscamente hacia un lado al tiempo que amagaba un golpe al costado del humano.

De nuevo, Giarno frenó la estocada, y los dos guerreros siguieron girando en círculo, sin malgastar fuerzas, sin evidenciar el cansancio de un largo día de batalla. En tanto que el semblante de Giarno era una máscara retorcida por el odio, el del elfo mantenía una expresión de frío y estudiado desapasionamiento. El humano poseía una fuerza con la que Kith-Kanan no podía competir, de forma que tenía que depender de su destreza y precisión para frenar cada golpe de su adversario o para ejecutar sus propios ataques.

La mirada de la mujer iba del uno al otro, y el terror y la esperanza asomaban alternativamente en sus desorbitados ojos.

Era evidente que ambos estaban muy igualados en destreza y, teniendo esto en cuenta, parecía inevitable que Giarno, con su fuerza y corpulencia, derrotara al elfo. En las fintas y ataques de Kith-Kanan se advertía una creciente desesperación. En una ocasión trastabilló, y Suzine dejó escapar un grito. Sólo la afortunada circunstancia de que Giarno se enganchara un pie en un doblez de la alfombra evitó que su espada atravesara el corazón del elfo.

No obstante, el humano se las ingenió para abrir un tajo en el costado de Kith-Kanan, que soltó un gruñido de dolor mientras recuperaba el equilibrio. Suzine vio que en el semblante del elfo aparecía una expresión tensa hasta entonces inexistente. Podía interpretarse como un inicio de temor. Una vez echó un fugaz vistazo a la puerta, como si esperara recibir ayuda por aquel lado.

Sólo cuando él hizo eso Suzine se dio cuenta del súbito silencio que reinaba fuera de la tienda. La lucha sostenida en el exterior se había trasladado a otra zona, dejando atrás a Kith-Kanan.

Vio que Giarno lo obligaba a retroceder mediante una serie de brutales arremetidas, y supo que tenía que hacer algo. Kith saltó hacia adelante, y su desesperación fue patente en todos y cada uno de sus golpes. Giarno eludió los ataques del elfo, cediendo terreno al tiempo que esperaba el error de su adversario para lanzar la definitiva y mortal cuchillada.

¡Ahí estaba! El elfo se excedió, adelantándose demasiado en un intento de alcanzar a su evasivo oponente. La espada de Giarno se alzó; la punta, roja con la sangre de Kith-Kanan, inmovilizada justo un instante mientras el elfo se echaba sobre ella siguiendo el impulso de su precipitada finta.

Kith intentó evitar el golpe fatal girando el torso y levantando el brazo izquierdo a fin de recibir la herida en el hombro, pero Giarno se limitó a alzar levemente la mortífera punta, dirigiéndola al cuello del elfo.

De lo siguiente que fue consciente Suzine fue del sonido de cristal roto. No alcanzaba a comprender cómo había llegado el espejo a sus manos, ni cómo los fragmentos caían esparcidos en la alfombra. También vio que más cristales brillaban en los hombros de Giarno, y que la sangre brotaba de los cortes abiertos en el cuero cabelludo del hombre.

El general humano se tambaleó, aturdido por el golpe recibido en la cabeza, al mismo tiempo que Kith-Kanan giraba hacia un lado. El elfo miró a la mujer, con ojos brillantes de gratitud… ¿O era algo más hondo, más profundo, más duradero? ¿Algo que ella deseaba ver en ellos?

La espada del elfo se alzó, lista para atacar, en tanto que Giarno sacudía la cabeza, maldiciendo y limpiándose la sangre de los ojos. Con la puerta a su espalda, miró fijamente al elfo y a la mujer, su rostro contraído de nuevo en un gesto de odio desmedido.

Al notar la saña del hombre, Kith-Kanan se situó junto a Suzine para protegerla contra un súbito ataque.

Pero éste no se produjo. Atontado, sangrando, rodeado de enemigos, Giarno tomó una decisión más pragmática. Tras lanzar una última mirada ardiente a la pareja, giró sobre sus talones y salió de la tienda a todo correr.

Kith-Kanan dio un paso para ir en su persecución, pero se detuvo al sentir la mano de Suzine en su brazo.

—Espera —dijo ella suavemente. Tocó la túnica manchada de sangre, en el costado donde la espada de Giarno lo había alcanzado—. Estás herido. Ven, deja que te cure.

El agotamiento de la larga batalla se apoderó finalmente de Kith-Kanan cuando el guerrero se tumbó en el catre. Por primera vez desde hacía muchos meses, más de los que le gustaba recordar, sintió una agradable sensación de paz.

La guerra casi dejó de existir para Kith-Kanan. Se convirtió en algo lejano e irreal. Su herida no era grave, y la mujer que lo atendía no sólo era hermosa, sino que también había ocupado sus sueños durante semanas.

Mientras el ejército de Ergoth se dispersaba, Parnigar tomó el mando en la persecución, agrupando, con muy buen juicio, a los Montaraces para llevar a cabo ataques contra las concentraciones del enemigo dondequiera que se encontraran. Dejaron tranquilo a Kith-Kanan para que se recuperara, y el general apenas prestó atención a los informes presentados por su lugarteniente acerca de los progresos realizados.

Todos sabían que los humanos habían sido derrotados. En cuestión de semanas, o como mucho de meses, se verían obligados a cruzar de nuevo la frontera de su imperio. Los Jinetes del Viento sobrevolaban las planicies, las tropas de infantería enanas y elfas marchaban por ellas, y la caballería elfa galopaba a su libre albedrío.

Entretanto, en el fuerte casi abandonado, el comandante en jefe de este gran ejército estaba enamorándose.