24
Avanzada la mañana, batalla de Sithelbec
Kith-Kanan observaba la valerosa resistencia de los enanos con admiración y un nudo en la garganta. La magnífica carga de Dunbarth había quitado la presión del ataque sobre los elfos a las puertas del fuerte, y ahora las fuerzas de Kencathedrus podían acometer de nuevo, ampliando el perímetro contra los distraídos humanos.
Atacado por dos frentes, el ejército de Ergoth vacilaba y se retorcía como una enorme pero indecisa bestia asaltada por un enjambre de avispas. Grandes masas de soldados de a pie permanecían inactivas, esperando órdenes, en tanto que sus compañeros morían en combates desesperados a unos centenares de metros de distancia.
Pero ahora parecía que cierta firmeza de propósito volvía a impulsar a los humanos. Las decenas de miles de caballos habían sido ensillados. Los jinetes, en especial la caballería ligera del ala norte del general Giarno, habían subido a sus monturas y estaban preparados para la batalla.
A diferencia de la infantería, sin embargo, la caballería no se lanzó a la refriega en pequeños grupos desorganizados, sino que formó en compañías y regimientos, y finalmente en masivas columnas. Los jinetes rodearon a galope la zona del combate por el exterior, situándose en posición para lanzar una carga crucial.
Las fuerzas elfas podían salvarse con una rápida retirada al fuerte. Los enanos, por el contrario, estaban aislados en medio de la destrozada sección meridional del campamento, y no tenían posibilidad de replegarse. Sin picas, estaban prácticamente indefensos contra la arremetida que Giarno estaba a punto de desencadenar.
Kith-Kanan se volvió hacia Anakardain, que había permanecido a su lado durante la batalla.
—¡Ahora! ¡Da la señal! —ordenó el general.
El mago elfo apuntó al cielo con un dedo.
—¡Exceriate! ¡Pyros, lofti! —gritó.
Al instante, un chisporroteante rayo de luz azul salió disparado de su mano levantada y se remontó con un siseo, dejando tras de sí una estela de chispas. Incluso con la brillante luz del sol, la descarga mágica destacaba claramente, visible en todo el campo de batalla.
Kith esperaba fervientemente que también fuera visible para los que aguardaban esta señal a unos treinta kilómetros de distancia.
Pasaron varios minutos durante los cuales la batalla prosiguió frenética, desenfrenada. No había ninguna señal que pudiera alterar esto, aunque Kith-Kanan mantenía los ojos clavados en el horizonte oriental. El sol se encontraba a mitad de camino entre dicho horizonte y el cenit de mediodía, aunque parecía imposible que la fragorosa batalla hubiera empezado hacía sólo tres horas.
La caballería humana venía a galope desde los prados: una impresionante masa de jinetes bajo el férreo mando de un experto comandante. Avanzaron rodeando la zona pisoteada del campamento, y viraron hacia la posición de los enanos.
Al cabo, Kith-Kanan, que seguía mirando fijamente hacia el este, divisó lo que había estado buscando: una línea de pequeñas figuras aladas, a unos treinta metros sobre el suelo, que se dirigían rápidamente en esta dirección. La luz del sol se reflejaba en relucientes yelmos de acero y arrancaba destellos en las mortíferas puntas de las lanzas.
—¡Da el toque de carga otra vez! —bramó el general elfo a su corneta.
Otro trompetazo resonó en el campo de batalla y, por un instante, el ímpetu del combate se interrumpió. Los humanos alzaron la vista al cielo, sorprendidos. Sus oficiales, en particular, estaban perplejos por la orden. Las tropas elfas y enanas, que ahora soportaban una gran presión, no parecían encontrarse en posición de llevar a cabo una ofensiva.
—¡Repite el mismo toque!
Una y otra vez resonó la orden de carga.
Kith-Kanan contempló a los Jinetes del Viento mientras se aproximaban más y más, apenas a tres o cuatro kilómetros del campo de batalla. El general elfo cogió su escudo y comprobó si la espada se deslizaba bien en la vaina.
—Toma el mando —le dijo a Parnigar al mismo tiempo que agarraba las riendas de Arcuballis y se ponía al costado del grifo.
El capitán de los Montaraces miró de hito en hito a su general.
—¡No pensaréis ir allí! —protestó—. Os necesitamos en el fuerte. ¡Vuestro plan está funcionando! ¡No lo pongáis en peligro ahora!
Kith-Kanan sacudió la cabeza, cortando así todos los argumentos de su subordinado.
—El plan funciona ahora por sí mismo. Si falla, haz que toquen a retirada y trae a los elfos de vuelta al fuerte. En caso contrario, continúa respaldándolos con los arqueros de las empalizadas. Y estate preparado para sacar a las restantes tropas si los humanos empiezan a venirse abajo.
—¡Pero, general…! —Las siguientes objeciones de Parnigar se desvanecieron cuando Kith-Kanan subió de un salto a la silla. Era evidente que no lograría disuadirlo de su propósito—. Buena suerte, señor —deseó el capitán, que contempló con gesto sombrío el campo de batalla donde millares de humanos seguían lanzándose al ataque.
—Hasta ahora, nos ha acompañado —contestó Kith—. Esperemos que siga de nuestro lado un poco más.
Los Jinetes del Viento, todavía volando en filas largas y estrechas, iniciaron un suave picado. Aún no habían sido divisados por los humanos, quienes no tenían motivo para esperar un ataque por el aire.
El ritmo de la batalla cesó por completo cuando la asombrosa aparición se zambulló sobre la tierra. Humanos, elfos y enanos por igual miraron, boquiabiertos, a lo alto.
Gritos de alarma y terror se alzaron en las fuerzas de Ergoth. Unidades de hombres que hasta ahora habían maniobrado en disciplinadas formaciones se dispersaron bruscamente en muchedumbres descontroladas. Las sombras de los grifos se deslizaron sobre el campo de batalla, y de nuevo las bestias emitieron sus salvajes gritos de lucha.
Si la reacción de los humanos al inesperado ataque fue marcada y palpable, el efecto en los caballos fue realmente intenso. Al primer sonido de los grifos que se aproximaban, toda coordinación en las unidades de caballería desapareció. Los corceles corcoveaban, coceaban y relinchaban aterrados.
Los Jinetes del Viento sobrevolaron todo el campo de batalla a treinta metros de altitud. De vez en cuando, un arquero humano tenía suficiente presencia de ánimo para disparar una flecha, pero estos proyectiles pasaban muy desviados de sus blancos y luego caían a tierra, la mitad de las veces sobre las propias tropas humanas.
Los arqueros elfos situados a lo largo de las empalizadas de Sithelbec descargaron andanada tras andanada sobre sus estupefactos enemigos cuando sus capitanes comprendieron que era un momento decisivo de la batalla.
—¡Otra vez! ¡Hagamos otra pasada, y tomaremos tierra! —gritó Kith-Kanan, haciendo que Arcuballis iniciara un viraje en picado. La unidad los siguió, y cada grifo hundió su ala izquierda, en un pronunciado giro en descenso y hacia la izquierda.
Las criaturas viraron en un arco de ciento ochenta grados, perdiendo unos dieciocho metros de altitud. Ahora, los gritos de los jinetes elfos se unieron a los de los grifos mientras sobrevolaban a toda velocidad por encima del ejército humano. Las trompetas resonaron en las empalizadas y torres del fuerte, así como en las fuerzas elfas que habían lanzado el primer ataque. Roncos vítores retumbaron en las filas de los veteranos de Dunbarth, y la legión de Thorbardin rompió rápidamente su posición defensiva y cargó contra los despavoridos humanos que los rodeaban.
Los elfos se lanzaron también a través de la trinchera y arremetieron contra los humanos que los habían estado hostigando tan intensamente. Columnas de elfos salieron en tropel por las puertas abiertas de Sithelbec, reforzando a sus compañeros.
Kith-Kanan eligió como lugar de aterrizaje un terreno llano, una amplia área de pastizales entre las secciones oriental y meridional del campamento humano, y condujo a los grifos hasta allí. Su primer blanco sería la brigada de caballeros que se esforzaban para recuperar el control sobre sus monturas.
Los grifos apenas disminuyeron la velocidad mientras plegaban las alas y saltaban hacia adelante impulsados por sus poderosas patas traseras, en tanto que extendían las mortíferas garras delanteras, como anhelando despedazar la carne de sus enemigos.
La línea de grifos, con sus jinetes sosteniendo las lanzas en posición horizontal, arremetió violentamente contra la masa de encabritados y aterrorizados caballos. Ninguna acometida de caballeros equipados con armaduras se descargó jamás con una fuerza tan demoledora. Las lanzas atravesaron petos de acero, y los caballos cayeron, desgarrados por las garras de los grifos salvajes, y después las espadas elfas se descargaron con efectividad.
Kith-Kanan hundió su lanza en el pecho de un caballero con armadura negra, cuya montura corcoveaba despavorida. No pudo ver el rostro del hombre tras el oscuro yelmo cerrado, pero la punta de su lanza salió por la espalda de su víctima junto con un surtidor de sangre. Arcuballis dio otro brinco al tiempo que sus garras arrancaban la silla de montar del corpulento caballo de guerra, y el aterrado animal se desplomó en el suelo.
La fuerza del impacto arrancó la lanza de las manos de Kith-Kanan, y el general elfo desenvainó la espada. Cerca, un caballero se aferraba a la silla en un desesperado intento por controlar a su corcel; Kith-Kanan lo atravesó por la espalda. Otro guerrero con armadura, a pie y blandiendo un enorme mangual —una gran bola tachonada de púas, y unida al mango por una cadena—, arremetió contra Arcuballis. El grifo retrocedió y luego se abalanzó sobre el hombre, al que degolló con un único golpe de su afilado pico.
Un caótico fárrago de gritos, aullidos y gemidos rodeaba a Kith, mezclándose con el trapaleo de cascos y el choque de afilados aceros contra petos metálicos. Pero ni siquiera las excelentes armaduras de los humanos podían salvarlos. Perdido el control sobre sus monturas, poco más podían hacer que aguantar e intentar huir de aquel torbellino mortífero. Muy pocos lo lograron.
—¡Al aire! —gritó Kith mientras espoleaba a Arcuballis, que se impulsó con un poderoso salto.
Bajo ellos, el suelo estaba cubierto de destrozados caballeros en tanto que la ingente masa de corceles salía de estampida justo a través de las líneas de arqueros humanos, que no pudieron quitarse de en medio a tiempo. Los demás grifos remontaron el vuelo y, con gráciles y regios movimientos, los Jinetes del Viento sobrevolaron de nuevo el campo de batalla. Ganaron altitud lentamente y formaron en una línea de frente.
Mientras las alas del grifo lo transportaban hacia arriba, Kith recorrió con la mirada el campo de batalla. A lo lejos se alzaban grandes nubes de polvo. Unos veinte mil caballos habían abandonado la batalla, y estas polvaredas marcaban su paso. La infantería humana huía de las sólidas líneas de la legión enana, en tanto que los refuerzos de elfos desataban el pánico entre los ya aterrados humanos. Muchos enemigos habían tirado sus armas y levantaban los brazos en señal de rendición, suplicando clemencia.
Kith viró hacia los soldados de a pie ergothianos, seguido por la línea de Jinetes del Viento en perfecta formación. El general cogió su arco y encajó con cuidado una flecha. Disparó el proyectil y, al seguir su trayectoria, vio que se hundía en el hombro de un soldado de infantería.
El individuo se desplomó de bruces, y su yelmo rodó por el barro. Kith-Kanan sufrió un sobresalto al ver el largo cabello, rubio claro, caer en cascada sobre su cuerpo. Otras flechas hicieron blanco entre esta compañía mientras los grifos la sobrevolaban, y el general advirtió con gran sorpresa que otros hombres tenían también el cabello rubio claro.
Uno de ellos se volvió y disparó una flecha hacia arriba, y un grifo lanzó un chillido de dolor cuando el proyectil le atravesó un ala. Con ella inutilizada, el animal se ladeó bruscamente y se precipitó al suelo, entre los arqueros ergothianos. El jinete murió al estrellarse, pero ello no fue óbice para que los soldados acuchillaran y golpearan al cuerpo hasta que no quedó más que un amasijo informe.
Kith disparó una flecha, y otra más, y una tercera, observando con gesto sombrío cómo cada una de ellas acababa con uno de estos salvajes de pelo rubio. Sólo después de hacer una criba que dejó al enemigo con numerosas bajas, los Jinetes del Viento consideraron que la muerte de su compañero había sido vengada. Mientras se alejaban de la zona, Kith-Kanan sufrió una impresión al distinguir el alargado y estrecho rostro de una de las víctimas, que había quedado tendida boca arriba en el barro.
Hizo que el grifo descendiera un poco más, y entonces vio una oreja puntiaguda entre el cabello rubio.
¡Elfos! ¡Su propia gente combatiendo en las filas del ejército del emperador de Ergoth! Rugiendo de rabia, azuzó a Arcuballis para que ganara altura, seguido por su compañía. Con sombrío propósito, recorrió con la mirada el campo de batalla cubierto de barro y sangre, buscando un blanco apropiado.
Vio un grupo de jinetes, quizás unos dos mil, que estaba reunido en torno a un estandarte plateado; Kith sabía que era la enseña del propio general Giarno. De inmediato, viró en dirección a esa unidad mientras el general humano apremiaba a sus reacias tropas para que iniciaran otra carga. Los grifos volaron bajo, a menos de tres metros del suelo, y las criaturas lanzaron sus gritos de desafío.
Sin inmutarse por las maldiciones de su comandante en jefe, los jinetes humanos dejaron que sus caballos volvieran grupas y huyeran, poco o nada dispuestos a enfrentarse a los grifos. Kith-Kanan azuzó a Arcuballis, buscando al general humano, pero este había desaparecido en la polvareda levantada por sus despavoridas tropas. Que Kith supiera, Giarno podía haber muerto aplastado por los cascos de los caballos.
Los Jinetes del Viento siguieron volando de un lado a otro del campo de batalla, aterrizando y atacando aquí y allí, dondequiera que una fracción del ejército ergothiano parecía estar dispuesta a plantar cara. A menudo, la simple aparición de las salvajes criaturas era suficiente para dispersar una formación, mientras que a veces entraban en combate con las tropas enemigas; los grifos destrozaban entonces con garras y picos en tanto que sus jinetes elfos acuchillaban y golpeaban con sus armas letales.
Las tropas elfas de tierra y sus aliados enanos recorrían el campo de batalla, alentando la derrota total del ejército de Ergoth. Más y más humanos levantaban los brazos en señal de rendición al comprender que la huida era imposible. Muchos de los caballos habían corrido desbocados, sin jinetes, lejos del campo de batalla, y, hasta donde podía preverse, estaban perdidos para el ejército de Giarno. Una columna enorme de evadidos —en un tiempo un orgulloso ejército, pero ahora una masa de hombres despavoridos y derrotados— atestaba las contadas calzadas y abría nuevos senderos a través de la herbosa planicie.
Cuando, finalmente, los Jinetes del Viento aterrizaron frente a las puertas de Sithelbec, lo hicieron únicamente porque ya no había enemigos contra los que combatir.
Grandes columnas de prisioneros humanos, vigilados por los atentos ojos de los arqueros elfos y guerreros enanos, se alineaban a lo largo de la empalizada exterior del fuerte. En medio del humo y el caos, unos destacamentos de Montaraces recorrían el campo de batalla inspeccionando los cuerpos caídos y descubriendo más prisioneros, así como marcando montones de suministros y reservas.
—¡General, venid enseguida!
Kith-Kanan miró hacia donde había sonado la llamada y vio a un joven capitán que corría en su dirección. El semblante del elfo estaba pálido, y señalaba hacia un punto del campo de batalla.
—¿Qué ocurre? —Notando el apremio en el requerimiento del joven soldado, Kith fue presuroso hacia él. Unos momentos después descubría la razón de la conducta del oficial.
Kencathedrus yacía entre los cuerpos de una docena de humanos. El veterano elfo sangraba por numerosas heridas de feo aspecto.
—Los hemos derrotado hoy —musitó entre jadeos el antiguo preceptor de Kith-Kanan, al tiempo que esbozaba una débil sonrisa.
—Sí, lo hicimos. —El general sostuvo la cabeza de su amigo y levantó la vista hacia el oficial más cercano—. ¡Llamad a un clérigo! —siseó.
—Ya ha estado aquí —objetó Kencathedrus.
Kith-Kanan podía leer el resultado en los ojos del elfo herido: el clérigo no podía hacer nada.
—He vivido para ver este día. Hace que mi vida como soldado sea completa. La guerra está casi ganada. Debéis perseguirlos ahora. ¡No los dejéis escapar! —Kencathedrus apretó el brazo de Kith-Kanan con una fuerza sorprendente, y casi se incorporó—. ¡Prometédmelo! —jadeó—. ¡Jurad que no los dejaréis escapar!
—Lo prometo —susurró el general. Sostuvo la cabeza de Kencathedrus en su regazo durante varios minutos, aun cuando sabía que el elfo había muerto.
Un mensajero, un explorador kalanesti con el rostro completamente pintado, llegó corriendo a donde estaba Kith-Kanan para darle una información:
—General, se ha detectado actividad en el sector norte del campamento humano.
Ese sector del enorme campamento circular era donde menos combates se habían librado. Kith asintió en silencio y tumbó con suavidad el cuerpo de Kencathedrus en el suelo. Se incorporó y llamó a un sargento mayor que estaba cerca.
—Coge tres compañías y da una batida por el sector norte —ordenó. En ese momento recordó que el general Giarno y sus jinetes habían escapado en aquella dirección. Llamó con un gesto a varios de sus Jinetes del Viento—. Seguidme.