23
Dos semanas después, en Sithelbec
Kith-Kanan se quedó en Sithelbec dos semanas, sin salir del reducido cuarto de oficiales en todo ese tiempo. Se reunía con Parnigar, Kencathedrus y otros oficiales de su confianza. Todos fueron advertidos de mantener en secreto el plan de su cabecilla. De hecho, Kith hizo hincapié en que Parnigar no hablara de ello con su esposa, que era humana.
Kith tuvo tiempo de sobra para dormir, pero su descanso era perturbado por unos sueños que se repetían. A menudo, en el pasado, había soñado con Alaya, el amor de su vida perdido; y más recientemente, la imagen seductora de Hermathya lo había obsesionado, desplazando a Alaya de su mente muchas veces.
Ahora, desde que había llegado a Sithelbec, una tercera mujer irrumpía en sus sueños: la humana que lo había salvado del general Giarno cuando fue capturado. El trío de mujeres sostenía una lucha silenciosa pero tenaz en su subconsciente. Por ende, los períodos de un sueño profundo y reparador fueron escasos.
Finalmente la quincena pasó y, en medio de una noche oscura, Kith partió del fuerte a lomos de Arcuballis. Esta vez su vuelo fue corto, apenas veinticinco kilómetros hacia el este. Se dirigió al amplio claro, rodeado de un denso anillo boscoso, establecido de antemano.
Lo complació ver que los Jinetes del Viento, al mando del joven y competente capitán Hallus, habían llegado según lo programado. Cuatro mil elfos de Silvanost también estaban acampados aquí, proporcionándole un refuerzo considerable. Kith-Kanan impartió nuevas órdenes y voló de regreso al fuerte antes de que despuntara el día. Muy pocos advirtieron siquiera su ausencia.
Sólo quedaba por ver si Dunbarth y sus enanos cumplían con su parte del trato, pero Kith-Kanan tenía pocas preocupaciones por ese motivo. Todavía faltaba un día más para la fecha tope.
Kencathedrus y Parnigar habían hecho bien su trabajo. Kith-Kanan salió del cuarto de oficiales cuando todavía era de noche, y se encontró con el fuerte de Sithelbec rebosante de tensión y agitación contenidas. Las tropas limpiaban sus armas o lustraban sus armaduras. Los soldados de caballería alimentaban y ensillaban sus monturas, preparándose para la inminente salida de la plaza fuerte. Los arqueros inspeccionaban las cuerdas de sus arcos y hacían acopio de flechas junto a sus posiciones.
Kith-Kanan caminó entre ellos, deteniéndose para palmear el hombro de un soldado aquí o hacer una pregunta allí. La noticia de su regreso se propagó por el fuerte, y las ocupaciones de los Montaraces adquirieron un marcado grado de resolución y firme propósito.
Los rumores se extendieron como humo en el viento: ¡los Montaraces llevarían a cabo un gran ataque! ¡Había un ejército elfo reunido en la planicie, a corta distancia del fuerte! El ejército humano estaba desmoralizado. ¡Serían derrotados si se les hacía frente con una enérgica carga desde el fuerte!
Kith-Kanan no hizo nada para rebatir estos rumores. De hecho, su postura de mantenerse callado motivó que aumentara la tensión y la expectación entre sus tropas. El largo asedio, de casi un año, había llevado a los Montaraces a un estado de ánimo tal que arriesgarían gustosos la vida con tal de poner fin al encierro.
El general se encaminó hacia la alta torre del fuerte. La oscuridad envolvía todavía la planicie, pero los elfos no tenían encendidas lámparas, ni siquiera dentro de los recintos cerrados. Su vista nocturna les permitía moverse de un lado para otro y organizar las cosas sin necesidad de luz.
Al pie de la alta estructura, Kith encontró a Parnigar, que esperaba, como le había sido ordenado, junto con un joven elfo. Este último no vestía la indumentaria de un guerrero, ni yelmo, sino que llevaba una túnica de suave tejido y calzaba botas de piel de gamo. Sus ojos relucieron al aproximarse Kith-Kanan.
—Este es Anakardain —le presentó Parnigar.
El joven elfo se cuadró en un saludo que Kith-Kanan respondió y luego hizo un ademán para que se pusiera en descanso.
—¿Te ha informado el capitán Parnigar de mis requerimientos? —preguntó sin preámbulos.
—Sí, mi general. —Anakardain asintió con entusiasmo—. Me siento honrado de poder ofrecer mis humildes habilidades en esta tarea.
—Bien. Subamos a lo alto de la torre. ¡Capitán! —Kith se volvió hacia Parnigar.
—¿Sí, señor?
—Haz que traigan a Arcuballis al tejado de la torre. Cuando tenga que montar, no dispondré de tiempo para bajar a los establos.
—¡A la orden!
Parnigar se encaminó hacia donde estaba guardado el grifo, en tanto que los dos elfos entraban en la torre y empezaban a subir la larga y sinuosa escalera que llevaba al tejado. Kith notó que Anakardain deseaba hacer cientos de preguntas, pero guardaba un respetuoso silencio, cosa que el general agradeció profundamente en este preciso momento.
Salieron al techo almenado de la estructura; el cielo todavía estaba oscuro. Divisaron un fulgor rojizo donde la luna carmesí, Lunitari, acababa de ponerse tras el horizonte. En el este, la luna blanca, Solinari, apenas mostraba un estrecho filo creciente. Aparte de esto, la única luz sobre sus cabezas la proporcionaban millones de estrellas; daba la impresión de que un número igual de hogueras ardía en el inmenso anillo del campamento humano que los cercaba.
El irregular y vasto conjunto de construcciones del fuerte de Sithelbec se extendía a su alrededor como un oscuro manchón. Las estrellas eran un buen augurio, pensó Kith-Kanan. Era importante que el día estuviera despejado para llevar a cabo su plan.
—¿Es aquí donde queréis que realice mi conjuro? —preguntó Anakardain, rompiendo por fin el silencio.
—Sí, hasta el límite de tu alcance.
—Será visible desde treinta kilómetros —prometió el joven mago.
Una silueta surgió de la oscuridad elevándose en el aire, y Anakardain dio un respingo de sobresalto cuando Arcuballis se posó en el parapeto, al lado de los dos elfos. Kith soltó una risita y tranquilizó al mago mientras cogía las riendas del grifo y lo conducía hacia la alta plataforma.
Otros elfos, incluidos Parnigar y un reducido destacamento de arqueros, se les unieron en el tejado de la torre. Uno de los soldados llevaba una trompeta y, aun en la oscuridad, el instrumento pareció irradiar un brillo dorado. Para entonces, un tenue fulgor sonrosado marcaba el horizonte oriental, y los elfos observaron cómo se extendía de manera gradual sobre sus cabezas. Una tras otra, las parpadeantes estrellas desaparecieron, apagadas por el resplandor más fuerte del sol.
Kith-Kanan podía ver ahora la animada actividad del fuerte. La caballería de los Montaraces, trescientos elfos orgullosos, se reunía ante las inmensas puertas de madera que eran el principal acceso de entrada y salida del fuerte. Estas puertas no se habían abierto desde hacía once meses.
Detrás de los jinetes, las compañías de infantería se agrupaban en una larga columna. Algunas de ellas se distribuían por los callejones y pasajes que desembocaban en la avenida principal, ya que no había espacio suficiente para que todas las tropas, unos diez mil hombres, formaran ante las puertas. La infantería incluía unidades de piqueros y arqueros, además de muchos soldados equipados con espadas y escudos. Los elfos aguardaban expectantes, parados en sus puestos o paseando inquietos.
Los planes del ataque se habían hecho cuidadosamente. Kencathedrus montaba un corcel que corcoveaba impaciente ante las puertas. Aunque el aguerrido veterano habría deseado cabalgar con la primera oleada de la caballería, Kith-Kanan le había ordenado que se quedará atrás hasta que la infantería se uniera a la lucha.
De este modo, Kencathedrus podría dirigir a las unidades para que iniciaran la carga, y Kith confiaba en evitar así un embotellamiento en las puertas.
Para Kith-Kanan, la siguiente hora fue la más larga de su vida. Todas las piezas estaban en su sitio, todos los planes habían sido trazados. Sólo le quedaba esperar, y esto era quizá lo más difícil de todo.
El sol asomó por el horizonte oriental con desesperante lentitud, y se alzó poco a poco en el cielo. La larga sombra de la torre se proyectaba sobre los sectores más cercanos del campamento humano, al oeste del fuerte. A medida que el sol se alzaba, deslumbró a todos por igual, elfos y humanos, con su radiante resplandor.
Kith-Kanan estudió el campamento humano. Calles anchas y embarradas se extendían entre grandes grupos de tiendas. Los vastos pastizales, detrás del perímetro de las tiendas, albergaban miles de caballos. Cerca de las empalizadas del fuerte se levantaba un cerco de zanjas, trincheras y estacadas. Más montones de troncos habían sido apilados en los aledaños del campamento, arrastrados desde los cercanos bosques, a unos quince kilómetros de distancia, y destinados a diferentes usos.
Unas torres de asalto habían sido construidas durante el invierno. Aunque los humanos preferían que el hambre y el aislamiento hicieran el trabajo por ellos, saltaba a la vista que empezaban a perder la paciencia. Estas enormes estructuras de madera tenían numerosos portillos desde los que los arqueros podían disparar una lluvia de proyectiles sobre las empalizadas de Sithelbec. Las torres se apoyaban en unas ruedas inmensas, y Kith comprendió que, a la larga, avanzarían atronadoras para intentar tomar el fuerte por asalto. Sólo el alto coste en vidas de tal ataque había frenado hasta ahora a los humanos.
Empezaron a surgir las primeras señales de actividad en el campamento enemigo cuando se encendieron lumbres para los desayunos y las carretas de provisiones, arrastradas por caballos de tiro, rodaron trabajosamente por las embarradas calles. El sol coronó las empalizadas del fuerte. Los elfos tenían a su favor la circunstancia de que los humanos situados al oeste estarían deslumbrados por el resplandeciente orbe.
El momento, comprendió Kith-Kanan, había llegado por fin.
—¡Ahora!
El general bramó la escueta orden, y el corneta se llevó de inmediato la trompeta a los labios. El vibrante toque resonó en lo alto de la torre, se propagó con estridencia por el fuerte y retumbó violentamente en los oídos del ejército humano que empezaba a despertar.
Un sordo retumbo sacudió el fuerte cuando los guardias de las puertas soltaron los grandes contrapesos de piedra y los inmensos portones se abrieron con asombrosa rapidez. Inmediatamente los jinetes elfos azuzaron a sus monturas, haciendo que los animales se lanzaran a galope tendido.
Gritos de excitación y ánimo atronaron el aire mientras los jinetes salían en tropel.
El toque de trompeta dio otra orden, y la infantería elfa irrumpió por las puertas a través de la nube de polvo levantada por la caballería. Kencathedrus, cuya briosa montura cabrioleaba por la excitación, señalaba con la espada a cada compañía de soldados de a pie, quienes, en respuesta, se ponían en marcha casi pisando los talones de la unidad precedente.
En el campamento de los humanos la sorpresa era casi palpable, sacando del sueño a aquellos que habían tenido servicio durante la noche o interrumpiendo desayunos o amoríos de primera hora de otros. Once meses de plácido asedio habían tenido el efecto inevitable de una merma en la capacidad de reacción y una creciente indulgencia en los hábitos. Y ahora, la paz de una cálida madrugada estival saltaba hecha añicos con la violencia arrolladora de la guerra.
La caballería encabezaba la carga, en tanto que las compañías de infantería se desplegaban en líneas y avanzaban detrás de los jinetes. Los caballos de la vanguardia llegaron a las trincheras excavadas por los humanos alrededor del fuerte, y cargaron a través del obstáculo. Guarnecidas apropiadamente, habrían representado una barrera formidable, pero las lanzas elfas destrozaron a los escasos humanos que les hicieron frente mientras los caballos subían a galope por los empinados terraplenes.
Los lanceros elfos salvaron la trinchera con gran estruendo y luego se desplegaron fácilmente en una amplia línea. Con las lanzas inclinadas hacia abajo, cargaron contra un grupo de tiendas, alanceando o pisoteando a los humanos que osaban hacerles frente.
Los toques de trompeta resonaron en las compañías del ejército de Ergoth, pero, en opinión del general elfo, el tono tenía un carácter frenético, que reflejaba fielmente la confusión imperante en el vasto contingente de hombres. Un grupo de espadachines se reunió y salió, escudo con escudo, al paso de la caballería.
Los corceles elfos patearon y corcovearon. Los jinetes arremetieron con sus lanzas. Algunos de los astiles de madera se quebraron cuando las puntas chocaron contra el duro acero de los escudos humanos, pero otros introdujeron las afiladas puntas entre las defensas y alcanzaron los cuerpos que había detrás. Un fornido elfo hincó su lanza con tal fuerza que penetró un escudo, atravesó al soldado que lo sostenía, y lo clavó en la tierra del mismo modo que se clava un insecto en un tablero expositor.
Este jinete, al igual que muchos otros, desenvainó su espada tras la pérdida de la lanza. Las apretadas filas de caballos, apiñadas entre el laberinto de tiendas y carretas de suministros, se dividieron, inevitablemente, en grupos más reducidos, y una docena de combates aislados se desencadenaron con violencia a través del campamento.
Los jinetes elfos descargaban golpes y cuchilladas a su alrededor, en tanto que los humanos se defendían con denuedo. Un jinete decapitó a un enemigo mientras su caballo pisoteaba a otro. Tres humanos se abalanzaron sobre él por el costado donde sostenía el escudo, y el elfo golpeó con éste a uno de ellos, dejándolo fuera de combate. Girando sobre sí mismo, el caballo se encabritó y pateó, y derribó a otro de los hombres. Al mismo tiempo que el animal bajaba las patas delanteras, la espada del elfo, en una arremetida fulgurante, atravesó la garganta del tercer soldado. El humano se desplomó con un gemido gorgoteante, olvidado ya por el jinete, que buscaba una nueva presa.
No faltaban las víctimas en medio del hervidero del vasto campamento. Finalmente, los humanos empezaron a agruparse con alguna coherencia. Los espadachines se reunieron en unidades de doscientos o trescientos, evitando a los jinetes hasta poder hacerles frente con disciplinadas formaciones. Otros humanos, los encargados de los animales, recogieron a los caballos de los pastizales y se apresuraron a ensillarlos. Sin embargo, pasarían varios minutos antes de que la caballería humana estuviera en disposición de atacar.
Los arqueros, en grupos de una docena o más, empezaron a disparar sus mortíferos proyectiles contra los jinetes elfos. Por fortuna, los caballos se movían con tanta rapidez y en el campamento reinaba tal desorden que estas andanadas apenas tuvieron efectividad. Los corceles, corcoveando y manoteando, pisoteaban algunas de las tiendas, y coceaban las brasas de las numerosas hogueras en medio del pandemónium. Muy pronto, equipos, ropas y tiendas empezaron a arder, y las llamas amarillas se alzaron en gran parte del destrozado campamento.
—¿Dónde está esa bruja? —demandó el general Giarno, escupiendo prácticamente las palabras en su furia. Bramaba órdenes y preguntas y exigía explicaciones a un aterrado grupo de oficiales—. ¡Deprisa! ¡Ensillad los caballos! ¡Organizad a los arqueros al norte y al sur de la brecha abierta! ¡Alertad a los caballeros! ¡Que los dioses maldigan vuestra lentitud!
A su lado, Kalawax, el comandante theiwar, observaba la escena con aire astuto.
—Esto era imprevisible —rezongó.
—Tal vez. Y también será un desastre para los elfos. Me han dado la oportunidad que deseaba desde hacía mucho tiempo: ¡enfrentarnos en campo abierto!
Kalawax no dijo nada. Se limitó a mirar fijamente al cabecilla humano con los ojos entrecerrados en meras rendijas. Aun así, sus diminutas pupilas hacían que el blanco del globo ocular pareciese grande en exceso.
Suzine quedó olvidada momentáneamente.
—¡General! ¡General! —Un espadachín pringado de barro se abrió paso entre los apiñados oficiales y cayó de rodillas—. ¡Atacamos a las tropas elfas en la trinchera, pero nos barrieron! ¡Han muerto todos mis hombres! ¡Sólo…!
El resto de las palabras quedó silenciado cuando la enguantada mano del general aferró la garganta del balbuciente mensajero. Giarno apretó, y sonó un chasquido de huesos rotos.
Arrojando a un lado el cadáver, el general Giarno clavó su oscura y penetrante mirada en cada uno de los oficiales. Un terror sin paliativos los atenazó a todos, sin excepción.
—¡Moveos! —bramó el general.
Los oficiales se dispersaron a todo correr para cumplir las órdenes.
Sonaron más toques de trompetas, y compañías de humanos surgieron como enjambres por todo el vasto campamento, y cargaron contra los elfos que formaban un semicírculo delante de las puertas del fuerte. Las compañías de infantería de los Montaraces, dirigidas por Kencathedrus, se enfrentaron a estos atacantes con escudos y espadas. El estruendo de metal y los gritos de los heridos se sumaron al tumulto.
Los humanos que cercaban el fuerte seguían aventajando a los elfos en un porcentaje de diez a uno, pero Kith-Kanan había empleado sólo una cuarta parte de los defensores en esta arremetida inicial. No obstante, pequeños grupos de humanos estaban desempeñando bien su cometido, arrojándose contra los afilados aceros elfos en una sangrienta escabechina.
—¡Aguantad firmes ahí! —gritó Kencathedrus mientras espoleaba a su caballo para cubrir un hueco donde dos elfos acababan de caer.
El capitán hizo maniobrar a su corcel hacia la brecha, y derribó con su espada a dos hombres que intentaban abrirse paso por ella. Las espadas chocaban contra los escudos; hombres y elfos resbalaban en el barro y la sangre. La trinchera servía ahora de línea defensiva a dos compañías elfas; maldiciendo y arremetiendo, los humanos se lanzaban a la carga contra la zanja encenagada, sólo para caer ensangrentados o muertos bajo las espadas de los elfos.
Los arqueros elfos disparaban una mortífera lluvia de flechas sobre las tropas humanas. La trinchera se convirtió en un campo de matanza cuando los aterrados hombres se dieron media vuelta para huir, y se embrollaron con las tropas de refuerzo que los comandantes humanos lanzaban al combate.
Detrás de la zanja, la caballería elfa compuesta por trescientos guerreros luchaba en medio de treinta mil humanos. Los incendios se hicieron más numerosos, arrojando nubes de humo negro que flotaban sobre el campo de batalla, obstruyendo gargantas y cegando ojos.
Las hambrientas llamas lamieron la lona de una tienda y el fuego prendió con instantánea violencia. La tienda se desplomó sobre sí misma, dejando a la vista varias hileras ordenadas de barriles que contenían el aceite de cocinar y para lámparas del contingente del ejército humano. Uno de los barriles empezó a arder, y el aceite hirviente se propagó a los demás. Una bocanada de aire seco y caliente salió de la tienda en llamas, seguida de un ruido sordo. Al instante, el aceite prendido se extendió hacia afuera; una nube de fuego infernal se expandió en volutas de negro humo por el cielo, como un enorme hongo.
De forma instantánea, el virulento incendio se propagó por las tiendas vecinas. Un centenar de hombres, empapados en la mortífera substancia, gritó y chilló durante largos segundos antes de desplomarse, semejando madera calcinada.
Desde su posición aventajada en lo alto de la torre, Kith-Kanan contemplaba el fragor de la contienda. Aunque el caos reinaba en el campo de batalla, saltaba a la vista que el ataque desde el fuerte había afectado únicamente una parte relativamente pequeña del campamento humano. El enemigo había empezado a recobrarse de la sorpresa, y nuevos regimientos se lanzaban contra los jinetes elfos, amenazando con dejarlos aislados, sin posibilidad de replegarse.
—¡Toque de retirada! —ordenó el general elfo.
En la trinchera, Kencathedrus y sus hombres aguantaban firmes. Un millar de cadáveres de humanos abarrotaba la zanja, y no había una sola espada elfa que no goteara sangre. La infantería abrió una brecha en sus líneas para que los jinetes pasaran a todo galope, en tanto que una creciente lluvia de flechas mantenía a raya a los humanos.
Mientras esto ocurría, Kith-Kanan volvió la vista hacia el sur, buscando a lo largo del horizonte alguna señal de que la siguiente fase de su estrategia podía dar comienzo. Era el momento oportuno.
¡Allí! Divisó una fila de estandartes ondeando por encima de la hierba, y enseguida distinguió movimiento.
—¡Los enanos de Thorbardin! —gritó mientras señalaba en aquella dirección.
Los enanos se aproximaban en un ancho frente, manteniendo un trote tan rápido como se lo permitían sus cortas piernas. Un bronco clamor prorrumpió de sus gargantas, y la legión de Thorbardin se lanzó a la carga.
Los humanos estaban empujando a las fuerzas elfas hacia las puertas de Sithelbec, pero Kith-Kanan observó con satisfacción que sus Montaraces se las arreglaban para desbaratar ataque tras ataque. Por el sur, algunos de los humanos acababan de reparar en la amenaza que se les venía encima desde atrás.
—¡Enanos! —El grito se propagó rápidamente por el campamento humano y pronto llego a oídos del general Giarno. Kalawax, que estaba junto a él, se quedó boquiabierto por la sorpresa al tiempo que su ya pálida tez se demudaba aún más.
—¡La legión enana! ¡Hylars, de Thorbardin! —Más informes transmitidos por roncos mensajeros llegaban hasta el general, en su puesto de mando—. ¡Acometen por el sur!
—¡No sabía nada de esto! —chilló Kalawax, que retrocedió de manera instintiva de Giarno. El anterior aplomo del enano había desaparecido ante este giro en los acontecimientos—. Mis espías han sido burlados. ¡Nuestros agentes en Silvanost han trabajado de firme para impedir esto!
—¡Has fracasado!
Las palabras de Giarno llevaban en sí una sentencia de muerte. Sus ojos, negros e insondables como un abismo, parecieron llamear un instante con un fuego profundo y abrasador.
Su puño se disparó y alcanzó al theiwar en una sien. Pero no era un golpe corriente, sino que se descargó de lleno, y el cráneo del enano reventó. La otra mano del general aferró el cadáver por el cuello; el rostro de Giarno se encendió y sus ojos llamearon con un placer vesánico. Un instante después, arrojaba a un lado al theiwar, reducido ahora a una cáscara reseca y consumida.
El general ya había olvidado a Kalawax mientras se limpiaba la mano en su capa con gesto ausente y enfocaba su atención en el problema de cómo detener este último ataque.
—¡Por Thorbardin! ¡Por el rey!
Unas cuantas compañías de espadachines humanos corrieron a hacer frente a los enanos lanzados a la carga, pero la mayoría del ejército de Ergoth estaba enfrascada en el combate con los elfos. Dunbarth Cepo de Hierro iba a la cabeza de sus hombres. Un humano enarboló una espada al tiempo que sostenía el escudo ante el pecho, y luego arremetió salvajemente contra el comandante enano. El hacha de Dunbarth, levantada, desvió el golpe con un estruendoso repiqueteo. Un instante después, el veterano enano lanzaba una brutal arremetida lateral, por debajo del escudo del humano. Su adversario lanzó un grito agónico cuando el hacha le abrió el vientre de un tajo.
—¡A la carga! ¡Hacia las tiendas a paso ligero! —bramó Dunbarth.
Los enanos reanudaron su avance; aquellos humanos que intentaron interponerse en su camino perecieron rápidamente, en tanto que otros tiraban sus armas y se daban a la fuga. Algunos de éstos escaparon, mientras que otros cayeron bajo la andanada de saetas disparada por los ballesteros enanos.
Dunbarth condujo a un destacamento a lo largo de una fila de tiendas y fue cortando los vientos de todas, de forma que los burdos refugios se desplomaban como flores marchitas. Llegaron a un recinto de abastecimiento, donde grandes ollas de guisados habían quedado abandonadas, todavía hirviendo a fuego lento. Haciendo acopio de cualquier cosa inflamable, arrojaron a las hogueras armas, arreos, incluso carretillas y carretas. Muy pronto, las llamas se avivaban y prendían en el equipamiento, señalando el punto de avance de los enanos.
—¡Adelante! —gritó Dunbarth, y de nuevo las tropas enanas marcharon hacia Sithelbec.
Las tropas de humanos no reaccionaron con suficiente rapidez a esta nueva amenaza. Pequeños grupos perecían al paso de los fornidos hylars, y las continuas oleadas de atacantes apenas daban margen para que los humanos tomaran posiciones.
Pero la superioridad numérica daba ventaja a los humanos y, a no tardar, Dunbarth se encontró combatiendo con arrojados soldados para ganar cada palmo de terreno. Su hacha subía y bajaba, y muchos veteranos ergothianos perecieron bajo su sangriento filo. Pero el número de humanos aumentaba más y más.
—¡Aguantad firmes! —gritó Cepo de Hierro.
Ahora los enanos combatían en apretadas filas en medio de un campamento humano devastado. Un millar de hombres arremetieron por la izquierda y se encontraron con una descarga cerrada de saetas. Cayeron centenares, atravesados por los proyectiles, y otros se volvieron para huir.
Las espadas chocaban contra las hachas en cinco mil combates a muerte simultáneos. Los enanos luchaban con coraje y disciplina, manteniendo cerradas sus filas. Mutilaban y mataban con brutal eficacia, pero sus valerosos oponentes humanos no les andaban a la zaga y los acosaban con su ingente número.
Fue precisamente esa superioridad numérica la que marcó la pauta. Poco a poco, las fuerzas de Dunbarth formaron un gran anillo. En medio de gritos, alaridos y entrechocar de armas, Dunbarth reparó en la situación.
La legión enana estaba rodeada.