22
El Clan Hoja de Roble
La boca de la mina de carbón semejaba las fauces de una bestia insaciable, hambrienta de los cuerpos de los mineros, negros de hollín, que caminaban con cansancio entre las vigas apuntaladas hasta desaparecer en la oscuridad del interior. Avanzaban en una larga fila, más de un millar de ellos, vigilados por una docena de capataces pertrechados con látigos.
Sithas y lord Quimant se encontraban en lo alto de una escarpada pendiente que conducía a la cantera. El ruido de abajo retumbaba en sus oídos. Justo debajo de ellos una cinta transportadora, cuya fuerza motriz eran los esclavos, acarreaba trozos de mineral de un pozo —donde otros esclavos machacaban la roca con picos y martillos— hasta los rugientes hornos de la planta de fundición. Allí, más esclavos cogían paladas de carbón de los enormes montones negros y las echaban en las incandescentes entrañas de los hornos. Detrás de las naves de fundición se alzaban los humeantes cañones de chimeneas de las fraguas, donde las barras de acero caliente se forjaban hasta convertirlas en afiladas armas.
Algunos de los prisioneros llevaban grilletes y cadenas en los tobillos.
—Esos son los que han intentado escapar —explicó lord Quimant.
La mayoría de ellos avanzaba con aire sumiso, sin necesidad de restricción física alguna, ya que la esclavitud les había quebrantado el espíritu de un modo profundo y permanente. Éstos caminaban penosamente, con la mirada gacha, casi tropezando con el que lo precedía en la fila.
—Casi todos se vuelven dóciles al cabo de un año o dos de trabajo —continuó el noble—. Los guardias lo fomentan. A un esclavo que coopera y trabaja duro por lo general se lo deja en paz, en tanto que aquellos que se muestran rebeldes o reacios a trabajar son… escarmentados.
Uno de los capataces descargó su látigo sobre la espalda de un esclavo que estaba a punto de entrar en la mina. El hombre se había quedado algo rezagado, dejando un hueco entre él y el trabajador que lo precedía. Al sentir el latigazo, el hombre gritó de dolor y avanzó tambaleante. Incluso desde esta distancia, Sithas alcanzó a ver el verdugazo rojo que cruzaba la espalda del esclavo.
En su precipitación, el hombre trastabilló y cayó, y luego gateó patéticamente bajo la lluvia de azotes propinada por el guardia.
—Observad ahora. Los demás caminarán a paso rápido.
Efectivamente, los otros esclavos avanzaron presurosos hacia el negro abismo, pero Sithas no creía que tal crueldad estuviera justificada.
—¿Es un humano o un elfo? —se interesó el Orador.
—¿Quién? ¡Ah, el lento! —Quimant se encogió de hombros—. Están tan cubiertos de polvo que no lo sabría decir con certeza. Tampoco es que importe mucho. Aquí tratamos a todos igual.
—¿Te parece eso acertado? —A Sithas lo incomodaba esta brutalidad más de lo que había imaginado.
Lord Quimant había intentado persuadir al Orador para que no visitara el feudo y las minas del Clan Hoja de Roble, pero Sithas estaba decidido a realizar el viaje de tres días en carruaje hasta la propiedad de la familia de Quimant. Ahora empezaba a preguntarse si quizás el noble no habría tenido razón al querer evitarle este espectáculo. Tenía muchas reservas, y todas perturbadoras, respecto a las minas Hoja de Roble. Pero, al mismo tiempo, tenía que admitir que necesitaba el acero que le proporcionaban estas explotaciones, así como las armas que se forjaban en las cercanas fraguas.
—De hecho, son los humanos quienes nos dan más problemas. Después de todo, los elfos están aquí para cumplir una sentencia de diez o veinte años, sea cual sea su crimen. Saben que han de sufrir durante ese tiempo, y que después serán puestos en libertad.
En efecto, el Orador de las Estrellas había sentenciado a un número de ciudadanos de Silvanost a este tipo de trabajos forzados, ya fuera por incumplimiento en el pago de impuestos, robo o actos violentos contra otro elfo, contrabando y otras transgresiones graves. El asunto había parecido mucho más simple en la ciudad, donde podía limitarse a dictar sentencia contra el infractor y rara vez, o nunca, volvía a acordarse de él.
—Así que éste es su miserable destino —musitó.
—Los humanos, como ya sabréis, están aquí de por vida —continuó Quimant—. Claro que una vida corta, en cualquier caso. Y ya conocéis lo impulsivos que son. Sí, indudablemente, los humanos son los que nos causan más problemas. Los elfos, en todo caso, ayudan a mantenerlos a raya. Fomentamos la iniciativa de espiarse unos a otros.
—¿De dónde proceden los humanos? —preguntó Sithas—. Sin duda no todos han sido sentenciados por tribunales elfos.
—¡Oh, por supuesto que no! Casi todos son malhechores y forajidos, nómadas que viven en el norte. Han ocasionado molestias a los elfos y kenders de las colonias de este territorio, de forma que los capturamos y los trajimos a trabajar aquí. —Quimant sacudió la cabeza, reflexionando antes de proseguir.
»Imaginaos… ¡Sólo unas ínfimas cinco o seis décadas para crecer, enamorarse, intentar que su vida sea un éxito, y dejar descendientes! ¡Es asombroso que les salga tan bien, considerando el poco tiempo que tienen para hacerlo!
—Regresemos a la mansión —dijo Sithas, sintiéndose repentinamente cansado del cruel espectáculo que presenciaba. Quimant había organizado un espléndido banquete para la noche y, si seguían más tiempo aquí, Sithas estaba seguro de que perdería el apetito.
El viaje de vuelta a Silvanost le pareció mucho más largo a Sithas que el trayecto de ida. A pesar de ello, se sintió aliviado de dejar atrás el feudo Hoja de Roble.
El banquete había sido un acontecimiento festivo. Hermathya, orgullo del Clan Hoja de Roble, y su hijo Vanesti habían sido las estrellas de la velada. La celebración se alargó hasta altas horas de la noche, si bien Sithas y Quimant partieron muy temprano al día siguiente. Hermathya y el niño se quedaron para pasar un mes o dos en la hacienda de la familia.
Los primeros dos días de viaje parecieron interminables, y ahora, por fin, estaban en la tercera y última jornada. Sithas y Quimant viajaban en un lujoso carruaje real. Los cómodos y mullidos asientos eran lo bastante amplios para que pudieran reclinarse tumbados. Asimismo, las cortinillas de terciopelo podían correrse para resguardarse del polvo, el sol o la lluvia… o de ojos y oídos indiscretos. Cada una de las enormes ruedas descansaba sobre su propia ballesta, amortiguando los baches del camino de grava.
Ocho magníficos caballos, todos de color dorado y con las crines y las colas, largas y bien peinadas, de un tono cremoso claro, tiraban del carruaje. Un adorno de oro puro perfilaba la silueta de la caja de la carroza, que era lo bastante amplia para llevar ocho pasajeros.
Los dos señores elfos viajaban con una escolta de cien jinetes. Cuatro arqueros, además del conductor, iban subidos al techo de la caja, fuera del alcance de la vista o el oído de los dos pasajeros.
Sithas iba sentado, envuelto en la semipenumbra del interior que era muy acorde con su estado de ánimo. Su mente pasaba de un tema a otro, sin concentrarse en ninguno. Pensó en todos los progresos hechos para llevar a cabo un contraataque. El entrenamiento de los Jinetes del Viento estaba a punto de concluir. En unos pocos días volarían hacia el oeste para empezar la parte que tenían asignada en el gran ataque de Kith-Kanan. Las últimas compañías de infantería —cuatro mil elfos de Silvanost y de los vecinos señoríos de los clanes— ya habían partido. Llegarían a las cercanías de Sithelbec al mismo tiempo que los Jinetes del Viento.
Pero ni siquiera estas perspectivas aliviaban su estado de ánimo taciturno. Se imaginó la satisfactoria escena del embajador enano, Than-Kar, capturado y llevado a su presencia cargado de cadenas, pero esta idea le trajo a la mente los prisioneros de las minas Hoja de Roble.
¡Fosos de esclavos! ¡Con esclavos elfos! Admitía que las minas eran necesarias. Sin ellas, los silvanestis no podrían producir el vasto suministro de armamento que precisaba el ejército de Kith-Kanan. Había un buen aprovisionamiento de armas, cierto; pero unas cuantas semanas de combates intensivos podían reducir esas reservas con pasmosa rapidez.
—Me pregunto —empezó, sorprendiendo a Quimant al hablar en voz alta—, ¿y si encontramos otra fuente de abastecimiento para los trabajos forzados que sustituya a esos elfos?
El noble parpadeó y miró desconcertado al Orador.
—¿Cómo? ¿De dónde?
—Veamos. —Sithas empezaba a vislumbrar una solución, y exponía sus ideas a medida que se le ocurrían—. Kith-Kanan necesita más refuerzos para su infantería. ¡Por Gilean, sólo hemos podido enviarle cuatro mil soldados este verano! Y eso ha dejado la capital prácticamente vacía de hombres jóvenes, aptos para la lucha.
—Si vuestra majestad me disculpa, recordaréis que os previne de que era un número excesivo. La ciudad ha quedado desprotegida…
—Todavía tengo mi guardia de palacio, un millar de elfos de la Protectoría cuyas vidas están al servicio del trono —continuó Sithas—. Crearemos una nueva compañía con los esclavos de tus minas. Los esclavos elfos, se entiende. Que presten juramento en las filas de los Montaraces mientras dure la guerra, y sus sentencias serán conmutadas por el servicio en el ejército.
—Su número asciende a un millar o más —admitió Quimant cauteloso—. Son aguerridos y fuertes. Quizá sea cierto que constituirían una fuerza formidable. ¡Pero no podéis cerrar las minas!
—¡Los reemplazaremos con prisioneros humanos capturados en el campo de batalla!
—¡No tenemos prisioneros!
—Pero el contraataque de mi hermano comienza en menos de dos semanas. Romperá el asedio y derrotará a los humanos, y es de esperar que haga muchos prisioneros. —«A menos que el plan de Kith fracase», pensó para sus adentros, pero se obligó a desechar tal posibilidad.
—Puede que funcione —comentó Quimant con actitud renuente—. Ciertamente, si su ataque tiene éxito, podríamos incrementar incluso el número de… eh… trabajadores. La producción aumentaría. ¡Se podrían abrir nuevas minas! —El noble se entusiasmó ante el potencial del plan.
—Entonces, está decidido —concluyó Sithas sintiendo un gran alivio.
—¿Qué pasa con Than-Kar, excelencia? —preguntó Quimant al cabo de un rato, en el que dejaron atrás varios kilómetros de tierras boscosas.
—Pronto llegará el momento de su justo castigo. —Sithas hizo una pausa—. ¿Sabes que interceptamos a su espía con un mensaje en el que se detallaba la creación del cuerpo de los jinetes del Viento?
—Sí, pero no hemos descubierto a quién iba dirigido ese mensaje.
—El correo viajaba hacia el oeste. La información iba destinada al general de Ergoth, estoy seguro. —Sithas estaba convencido de que los theiwars se habían aliado con los humanos en una tentativa de hacerse con el dominio del reino enano—. Mantendré a Than-Kar en la incertidumbre hasta que mi hermano esté listo para atacar, y así no descubrirá que estamos al tanto de su traición hasta que sea demasiado tarde para que pueda enviar otro mensaje que ponga sobre aviso al enemigo.
—¡Una excelente estratagema! —Quimant se imaginaba la escena—. Rodead a los enanos en sus barracones con vuestra guardia, desarmadlos antes de que puedan organizarse y, como por arte de magia, lo habréis cogido prisionero.
—Es una pena que prometiera enviárselo al rey Hal-Waith —comentó Sithas—. Nada me gustaría más que mandarlo a tus minas de carbón.
De repente se balancearon hacia adelante cuando el carruaje empezó a frenar. Oyeron al cochero gritar a los caballos al tiempo que tiraba de las riendas.
—¡Cochero! ¿Por qué frenas? —preguntó el Orador, que se había asomado por la ventanilla. Sithas vio un jinete, un elfo vestido con el peto de la Protectoría, que galopaba hacia ellos desde la cabeza de la columna.
El soldado no era un miembro de la escolta, comprendió Sithas. Reparó en que el caballo estaba cubierto de espuma y en el aspecto polvoriento del jinete, y supo que el guardia debía de haber cabalgado desde muy lejos.
—¡Majestad! —gritó el jinete elfo, que sofrenó su montura junto a la puerta del carruaje con tanta brusquedad que a punto estuvo de salir despedido de la silla—. ¡Hay disturbios en la ciudad! ¡Son los enanos!
—¿Qué ha ocurrido?
—Los teníamos bajo vigilancia, como ordenasteis. Esta mañana, antes de amanecer, irrumpieron violentamente de las posadas donde estaban acuartelados. ¡Cogieron a los guardias por sorpresa, los mataron, y se dirigieron a los muelles!
—¿Los mataron? —Sithas estaba estupefacto… y furioso—. ¿A cuántos?
—A veinticuatro soldados de la Protectoría —repuso el mensajero—. Hasta el último guardia que hay en la ciudad está luchando en la refriega, pero cuando partí hace seis horas los enanos se iban abriendo paso hacia la orilla del río, aunque lentamente.
—Necesitan los botes —dedujo Quimant—. Tratan de evadirse al oeste.
—Han barruntado mi trampa —rezongó, consternado, Sithas. La posibilidad de que Than-Kar huyera de la ciudad lo preocupaba, sobre todo porque temía que el enano encontrara la forma de advertir a los humanos sobre los Jinetes del Viento—. ¿Los guardias podrán aguantar hasta que lleguemos a Silvanost? —inquirió el Orador.
—No lo sé.
—Los enanos detestan el agua —observó Quimant—. No intentarán cruzar el río por la noche.
—No podemos correr el riesgo. Entra aquí —ordenó al jinete mientras abría la puerta del carruaje—. ¡Cochero, a la ciudad! ¡Fuerza los caballos al máximo!
La carroza dorada y su escolta de cien jinetes elfos partieron con gran estruendo en dirección a la distante Silvanost a todo galope, levantando a su paso una gran polvareda.
—¡Han llegado hasta el río, y en estos momentos se están apoderando de botes a lo largo del muelle! —Tamanier Ambrodel recibió a Sithas en la avenida del Comercio, la amplia calzada que corría paralela a la ribera del Thon-Thalas.
—Abre el arsenal de palacio. ¡Que todos los elfos capaces de manejar una espada me sigan al río!
—Ya están allí. La batalla no ha cesado en todo el día.
La comitiva real había llegado a la ciudad cuando apenas quedaban dos horas de luz.
Sithas bajó del carruaje de un salto y se dirigió hacia un caballo que había sido ensillado para él siguiendo las órdenes de Tamanier. Rápidamente se puso una cota de malla y cogió el ligero escudo de acero que lucía el blasón de la Casa de Silvanos.
Entretanto, los jinetes de su escolta habían desmontado y se preparaban para la batalla.
—Se han atrincherado en dos manzanas de almacenes y tabernas, en la primera línea de muelles. Al parecer tienen dificultades para aparejar los botes —explicó el chambelán.
—¿Cuántas bajas hemos tenido? —se interesó el Orador.
—Casi cincuenta muertos, la mayoría en las primeras horas de combate. Desde entonces, nos hemos limitado a contenerlos hasta que llegaseis vos.
—Bien. Ahora los arrasaremos como quien arranca una mala hierba. —Sorprendentemente, esa idea lo hizo sentir una sombría satisfacción—. ¡Seguidme!
Sithas hizo dar media vuelta al encabritado corcel y se lanzó a galope por la amplia avenida del Comercio. Los elfos de su guardia fueron en pos de él. El Orador inspeccionó los destacamentos que habían tomado posiciones a lo largo de las calles que conducían a los muelles. Justo detrás de estas compañías, Sithas alcanzó a ver unas barricadas de madera levantadas con precipitación. Imaginó los ojos enormes y blancos de los enanos theiwars atisbando entre las brechas de estas burdas defensas.
—Están ahí —le aseguró a Sithas un sargento—. No asoman hasta que atacamos, y entonces presentan una buena resistencia. Nuestros arqueros han derribado a unos cuantos.
—Bien. Atacad cuando oigáis las trompetas.
El propio Sithas dirigió la tropa de su guardia personal por la calleja de la Rosa Blanca, y después continuó por un estrecho callejón que era la ruta más directa a los muelles.
Como había sospechado, los enanos también estaban preparados para hacerles frente aquí. Vio varias barcazas de pesca amarradas al embarcadero y grupos de enanos que se esforzaban para colocar otras. Un poco más adelante, en la calle, un sólido frente de theiwars les cerraba el paso en formación de cuatro en fondo, armados con ballestas, espadas y picas cortas. Una barricada de barriles, tablones y enormes rollos de maroma se levantaba ante ellos.
Detrás, Sithas vio al embajador enano en persona. Than-Kar, con los ojos entrecerrados para resguardarlos del incómodo resplandor del sol vespertino, maldecía y gritaba a sus guardias mientras éstos luchaban a brazo partido para arrastrar la embarcación más grande hasta el embarcadero.
—¡A la carga! —gritó Sithas con voz ronca—. ¡Aplastadlos sin piedad!
Tres trompetas resonaron dando la orden de ataque. Un clamor se alzó en las filas elfas situadas a lo largo de calles y callejones cercanos. Sithas espoleó a su montura.
En la calleja de la Rosa Blanca, un trozo del pavimento de piedra se había aflojado con los hielos de los inviernos y las lluvias de muchas primaveras. Esta baldosa no se diferenciaba del resto, bien cimentado, que constituía la lisa superficie del empedrado.
Pero cuando la pata delantera derecha de la montura de Sithas pisó sobre ella una fracción de segundo, la traicionera losa se deslizó, y torció el casco del caballo lanzado a la carga. Se rompieron los huesos de la pata del animal, que se derrumbó con un relincho de dolor, y el Orador de las Estrellas salió despedido de la silla. En el mismo momento, una andanada de saetas pasó silbando en el aire por encima de la cabeza de Sithas. El Orador no reparó en los proyectiles, ya que cayó de bruces en la calle. La hoja de su espada se quebró en su mano, y su cabeza pareció estallar con el doloroso impacto. Aturdido y jadeante, intentó incorporarse.
Los elfos de la guardia real, al ver que su señor era derribado ante ellos, y sin saber que la caída había sido causada por una losa suelta en el pavimento, gritaron encolerizados y se lanzaron a la carga, con las espadas enarboladas. Al instante se producía el choque contra las tropas enanas que les cerraban el paso. El acero golpeó contra el acero, y los gritos de agonía o triunfo retumbaron en los edificios cercanos.
Sithas sintió unas manos solícitas en sus hombros. Aunque apenas podía moverse, alguien le dio media vuelta y lo tumbó de espaldas. Al mirar hacia arriba, el Orador de las Estrellas vio con gran sobresalto que el cielo estaba cubierto con una neblina rojiza. Entonces un pañuelo empapado con agua fresca le limpió la frente. La vista se le aclaró, y contempló los ansiosos semblantes de varios de sus guardias veteranos. Comprendió que la bruma roja era producto de la sangre que aún manaba de los profundos tajos en su frente y sus mejillas.
—El combate… —jadeó, obligando a sus labios y lengua a articular las palabras—, ¿cómo va?
—Los enanos aguantan —rezongó un elfo, en cuyo tono era patente una fría cólera. Sithas lo reconoció; era Lashio, un veterano sargento mayor que había sido uno de los guardias personales de su padre.
—¡Incorporaos a la lucha! ¡No me pasa nada! ¡Romped su resistencia! ¡No deben escapar!
Lashio no necesitaba que lo apremiaran. Enarboló su espada y corrió hacia la refriega.
—No intentéis moveros, excelencia. He mandado llamar a los clérigos. —Un soldado joven, nervioso, procuraba restañar las heridas de Sithas, pero el Orador rechazó con brusquedad los cuidados del solicito guardia.
Se sentó, e intentó hacer caso omiso de los dolorosos latidos de su cabeza. Miró la empuñadura de su espada rota, que todavía aferraba en la mano ensangrentada. Furioso, arrojó a un lado el inútil fragmento.
—¡Dame tu espada! —bramó al soldado.
—P… pero, excelencia…, por favor, ¡estáis herido!
—¿Tienes la mala costumbre de desobedecer órdenes? —instó el Orador, colérico.
—¡No, mi señor! —El joven elfo se mordió los labios, pero entregó su espada a su soberano sin más dilación, con la empuñadura por delante.
Sithas se puso de pie, tambaleante. Las punzadas de la cabeza se hicieron más fuertes, y el Orador tuvo que apretar los dientes para contener un grito de dolor. El estrépito de la cercana batalla no era nada comparado con el lacerante estruendo que retumbaba dentro de su cráneo.
Su infortunado caballo yacía a su lado, relinchando quejoso y pateando. A juzgar por el grotesco ángulo de su pata derecha, Sithas comprendió que el animal no tenía salvación. Le cortó el cuello con la espada, y contempló entristecido el último estertor del animal mientras su sangre brotaba a chorros sobre el pavimento y salpicaba sus botas.
Poco a poco, empezó a pasársele el aturdimiento, como si la impresión de ver morir al caballo hubiese despejado la bruma de dolor de sus propias heridas. Volvió la mirada al fondo del estrecho callejón y vio que el grueso de su guardia real seguía combatiendo contra las tropas de la escolta de Than-Kar. Sithas comprendió que no podía hacer nada en aquella dirección.
En consecuencia, echó un vistazo al otro lado de la calle y reparó en una cercana taberna, la Espina de la Rosa Blanca. La refriega en la calle retumbaba justo al otro lado de sus puertas. Sithas recordó el establecimiento. Era una posada con habitaciones, cocina y la típica sala de una taberna del puerto. Al instante supo que serviría a su propósito.
Se dirigió presuroso hacia la puerta al tiempo que llamaba a gritos a los miembros de la Protectoría que estaban en la retaguardia de la lucha, sin poder llegar a los enanos debido a las filas precedentes de sus compañeros y a la estrechez del callejón.
—¡Seguidme! —ordenó mientras empujaba la puerta.
Varias docenas de guardias, encabezados por Lashio, acudieron a su llamada.
Los estupefactos parroquianos de la taberna, todos los cuales estaban junto a las ventanas observando la refriega de la calle, se giraron sobresaltados cuando su ensangrentado soberano irrumpió en la sala. Sithas hizo caso omiso de ellos, y condujo a su reducida tropa a través del bar, luego hacia la cocina, y por fin al callejón trasero del edificio.
Un único enano se encontraba a varios pasos de distancia, al parecer guardando esta ruta. Levantó su hacha de batalla y lanzó un ronco grito de alarma. Fue el último sonido que articuló mientras el Orador de las Estrellas se abalanzaba sobre él, esquivaba fácilmente la arremetida del hacha y lo atravesaba con su espada.
De inmediato, Sithas y su pequeño grupo corrieron por el callejón hacia los muelles. Los enanos combatían para llegar a los botes, ya que otros grupos de guardias reales irrumpían en la ribera desde otras calles y callejones cercanos.
Un enano de negra barba hizo frente a Sithas. El elfo vio que su atacante llevaba peto y yelmo de acero negro, pero fueron sus ojos los que atrajeron la atención del Orador: unos enormes círculos blancos, desorbitados y vagos, como los de un demente; genuinamente theiwar.
Gruñendo de frustración, pues detrás de este enano vio a Than-Kar subiendo a uno de los botes, Sithas cargó con temeridad.
Pero este adversario demostró ser mucho más diestro que el anterior oponente del Orador. La afilada hoja del hacha de batalla desvió la espada larga con un golpe, y sólo la rápida reacción del elfo, que rodó sobre sí mismo hacia un lado, lo salvó de perder el antebrazo derecho. Se incorporó de un salto, justo a tiempo de parar un segundo golpe y, durante unos instantes, los dos combatientes amagaron y fintaron ineficazmente, ambos buscando un hueco por donde atacar.
Sithas lanzó otra estocada, y sintió una sombría satisfacción al ver un destello de pánico en los ojos del theiwar, hasta entonces inexpresivos. Sólo un desesperado viraje lateral, que hizo caer de rodillas al enano un instante, lo salvó del afilado acero del elfo. Con una rapidez sorprendente, no obstante, el theiwar se incorporó y paró el siguiente golpe de Sithas.
Entonces fue el elfo quien tuvo que frenar varias acometidas brutales y se vio obligado a retroceder unos pasos. El Orador se enganchó un pie con un rollo de maroma y trastabilló, pero se recuperó a tiempo de parar un golpe salvaje. El acero chocó contra el acero, pero el fuerte brazo del elfo se mantuvo firme.
Entonces, detrás del guerrero theiwar, el embajador enano levantó la cabeza y gritó una orden breve. Los enanos que estaban en el muelle retrocedieron de inmediato hacia los botes, y esto dio a Sithas la oportunidad que esperaba.
El elfo se agachó y agarró el rollo de cuerda. Gruñendo por el esfuerzo, se lo arrojó al theiwar, que retrocedía cautelosamente. El enano levantó el hacha para apartar a un lado la retorcida maroma, semejante a una serpiente, y Sithas arremetió veloz como un rayo.
Su espada se hundió en la garganta del theiwar, justo por encima del rígido peto. Con un gorgoteante grito de dolor, el guerrero dio un traspié mientras la mirada en sus dementes ojos se apagaba paulatinamente.
Su oponente se desplomó muerto en el muelle, y Sithas saltó por encima del cadáver y corrió hacia la embarcación donde Than-Kar impartía órdenes a sus guardias con gestos frenéticos. El Orador de las Estrellas llegó al borde del embarcadero al mismo tiempo que el bote empezaba a deslizarse por el río. Por un instante, pensó en subir a él de un salto.
Sin embargo, una segunda ojeada al bote lleno de enanos lo hizo cambiar de opinión. Con ello sólo conseguiría que lo mataran. En consecuencia, lo único que pudo hacer fue contemplar con desaliento cómo el embajador theiwar y sus guardias personales, impulsados por una oportuna brisa, navegaban suavemente hacia la orilla opuesta del Thon-Thalas y a la calzada que conducía al oeste.