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Finales de primavera, en el ejército de Ergoth

Largas hileras de literas improvisadas abarrotaban la tienda, y en ellas Suzine vio hombres con espantosas heridas, hombres que sangraban, padecían y morían incluso antes de que ella hubiese empezado a tratarlos. Vio otros que sufrían heridas invisibles, guerreros que yacían inmóviles, ajenos a cuanto los rodeaba, aunque sus ojos estaban abiertos, con una mirada fija. Las lámparas de aceite chisporroteaban, colgadas de los postes de la tienda, en tanto que los clérigos y enfermeras se movían entre los heridos.

Había hombres que gemían, gritaban y sollozaban patéticamente. Otros estaban delirantes, balbuceando despropósitos acerca de parajes bucólicos que, probablemente, jamás volverían a ver.

¡Y el hedor! Era una mezcla de olores a suciedad, orina y heces, así como la sofocante atmósfera ocasionada por el hacinamiento de demasiados hombres en un espacio muy reducido. También se percibía el olor de la sangre, y de carne putrefacta. Y, por encima de todo, el penetrante hedor de la muerte.

Durante meses, Suzine había hecho cuanto estaba a su alcance para ayudar a los heridos, atendiéndolos, tratando sus heridas, proporcionándoles todo el consuelo que podía. Durante un tiempo, el número de bajas había disminuido a medida que los pocos heridos en las batallas del invierno se habían ido curando o habían perecido o habían sido repatriados a Ergoth.

Pero con la llegada de la nueva estación parecía que la guerra hubiese adquirido una ferocidad inusitada. Apenas unos cuantos días antes, Giarno había enviado a decenas de miles de hombres a las empalizadas de Sithelbec en un intento brutal de abrirse paso a la fuerza a través de las barricadas. Un grupo de Elfos Salvajes había encabezado la arremetida, pero los elfos del fuerte habían caído con furia vengadora sobre sus congéneres y sobre los humanos que los seguían. Más de un millar había perecido en el combate, en tanto que estos centenares que había a su alrededor representaban sólo una parte de los que escaparon con heridas de mayor o menor gravedad.

La mayoría de los pacientes eran humanos, pero había también elfos —los que habían combatido contra Silvanesti—, así como enanos theiwars. Estos últimos, al mando del fornido capitán Kalawax, habían encabezado un ataque, intentando penetrar por un túnel bajo las empalizadas. Los elfos se anticiparon a la maniobra y llenaron el túnel, atiborrado de enanos, con barriles de aceite a los que prendieron fuego. La muerte había sido rápida y espantosa.

Suzine fue de jergón en jergón, ofreciendo agua o poniendo paños de agua fría en las frentes. Estaba rodeada de suciedad y desolación, pero ella misma sufría heridas que no podían verse pero que laceraban profundamente su espíritu.

En consecuencia, Suzine sentía una afinidad con estos desventurados seres, y procuraba darles alivio, por pequeño que fuera, cuidándolos y atendiendo sus heridas. Permaneció allí la mayor parte de la larga noche; sabía que Giarno estaría enfurecido por el fracaso del ataque y podría buscarla. Si la encontraba, le haría daño, como siempre; pero aquí nunca vendría.

Las horas de oscuridad pasaron y, paulatinamente, el campamento se sumió en un silencio desvelado. Pasada la media noche, incluso los hombres que sufrían los dolores más agudos cayeron en un pasajero duermevela. Agotada hasta el punto de no sostenerse en pie y rezando porque Giarno estuviese ya dormido, Suzine abandonó el hospital de campaña para dirigirse a su tienda.

En el exterior la esperaban dos guardias, los soldados que la escoltaban en todo momento en sus desplazamientos por el campamento. En la actualidad eran dos elfos kalanestis que se habían alistado en el ejército con la esperanza de que éste les ofreciera la oportunidad de obtener la independencia para su pueblo. Cosa sorprendente, Suzine había acabado sintiendo aprecio por los competentes guerreros de voz suave, con sus rostros pintados, sus adornos de plumas, y sus ropas de cuero oscuro.

Suzine se había preguntado cómo estos elfos podían justificar su lucha, puesto que desataba una gran violencia contra su propia gente. Había preguntado a los kalanestis cuáles eran sus razones en varias ocasiones, pero sólo una vez tuvo una respuesta sincera de un joven elfo a quien cuidaba, y que había sido herido en uno de los intentos de tomar por asalto las empalizadas.

—Mi madre y mi padre han sido esclavizados y trabajan en las minas de hierro de Silvanost —le dijo con un tono rebosante de amargura—. Y la granja de mi familia fue incautada por las tropas del Orador cuando mi padre no pudo pagar los impuestos.

—Pero ir a la guerra contra tu propio pueblo… —adujo, perpleja.

—Muchos de los míos han sufrido a manos de los elfos de Silvanost. ¡Mi pueblo son los kalanestis y los elfos de las planicies! ¡Los que viven en esa reluciente ciudad de torres son tan allegados a mí como los enanos de Thorbardin!

—¿Es que deseas ver la nación élfica destruida?

—¡Sólo deseo que nos dejen en paz a los Elfos Salvajes, recuperar nuestra libertad, y no tener nada que ver con los intereses de gobiernos que han hecho de nuestras tierras un campo de batalla! —El elfo manifestó sus convicciones con sorprendente vehemencia, esforzándose por incorporarse hasta que Suzine lo obligó a tenderse de nuevo, con suavidad.

Las declaraciones del elfo habían despertado una gran inquietud en la mujer, pues tales historias de injusticia y discriminación no encajaban con la idea que tenía de Kith-Kanan. Era imposible que él estuviese enterado del trato dado a los kalanestis por su propia gente.

En consecuencia, se había convencido a sí misma de la inocencia del cabecilla elfo, y compadecía a los elfos kalanestis. Se hizo amiga de los que se habían unido al ejército humano, e intentó aliviar sus penalidades.

Ahora, los dos guardias levantaron la lona de acceso a su tienda mientras ella pasaba, y se apostaron fuera, en silencio. Permanecerían en sus puestos hasta el amanecer, cuando fueran relevados. Como siempre, saber que estaban allí le daba cierta sensación de seguridad, y se tumbó, totalmente exhausta, para intentar dormir un poco.

Sin embargo, a pesar de lo agotada que estaba, permaneció despierta, sin conseguir conciliar el sueño. Un extraño nerviosismo se había apoderado de ella y, de repente, se sentó en la cama, dominada por una gran ansiedad.

Fue hacia su espejo de manera mecánica y sostuvo el cristal sobre el tocador. Al principio sólo vio su propia imagen; luego se concentró para despejar su mente y dejarla abierta.

De inmediato, vio un apuesto rostro elfo, un semblante que no había contemplado desde hacía casi ocho meses. El corazón se le subió a la garganta y lanzó una exclamación ahogada. Era Kith-Kanan.

Su cabello ondeaba, dejando despejada su cara, como si lo agitara un fuerte viento. Suzine lo recordó montado en el grifo, sólo que, en esta ocasión, en lugar de alejarse, el elfo regresaba.

Miró el espejo, jadeante. Debería informar de esto a Giarno de inmediato. ¡El general elfo venía de regreso al fuerte!

Al mismo tiempo, no obstante, sintió algo muy hondo en su interior. La vuelta de Kith-Kanan despertaba en ella ciertas emociones. Su aspecto era magnífico, orgulloso y triunfante. ¡Qué distinto de Giarno! Comprendió que no diría nada de lo que había visto.

Con rapidez, sintiéndose culpable, volvió a guardar el espejo en su caja forrada con terciopelo. Con la precipitación, cerró de un fuerte golpe la tapa adornada con incrustaciones de marfil, escondió el estuche en el fondo del baúl, y regresó a la cama.

Suzine apenas había tenido tiempo de tumbarse, todavía tensa por la excitación, cuando una ráfaga de aire le acarició el rostro. Notó que la solapa de la tienda se había abierto, a pesar de que no podía ver nada en la profunda oscuridad. Sintió miedo de inmediato. Sus guardias elfos plantarían cara a cualquier intruso, pero había alguien a quien jamás se atreverían a impedir el paso, pues tenía el destino de ambos en sus manos.

Giarno se acercó a ella y la tocó. Su contacto fue para Suzine como una agresión física, una herida que no dejaría una cicatriz visible.

¡Cuánto lo odiaba! Despreciaba todo lo que representaba. Era un asesino, un verdugo. Detestaba el modo en que la utilizaba, en que utilizaba a todos cuantos estaban a su alrededor.

Pero ahora podía soportar su aborrecimiento gracias a la recuperada imagen de un elfo de cabello plateado y su orgullosa montura voladora; una imagen en la que incluso mientras Giarno la tomaba, halló consuelo y regocijo; una imagen y una información que guardaría para sí.

Kith-Kanan guió a Arcuballis por el cielo negro como boca de lobo, buscando los faroles de Sithelbec. Había pasado sobre los miles de hogueras que marcaban la posición del ejército humano, así que sabía que la plaza fuerte elfa estaba cerca, un poco más al frente. Tenía que encontrar el fuerte antes del alba para que los humanos no supieran que había regresado a la planicie.

¡Allí! Una luz brillaba en la oscuridad. ¡Y otra más!

Instó a Arcuballis a descender, y el grifo inició un suave picado en círculo. Dieron una vuelta completa, y Kith-Kanan vio tres luces colocadas de manera que formaban un triángulo perfecto, destellando en el tejado. Esa era la señal que había ordenado a Parnigar que utilizara para guiarlo a los barracones.

De hecho, cuando el grifo extendió las alas para posarse suavemente en lo alto de la torre, el general vio a su lugarteniente de confianza sosteniendo una de las luces. Los portadores de los otros dos faroles eran su antiguo preceptor, Kencathedrus, y el resuelto kalanesti conocido como Mechón Blanco.

Los dos oficiales hicieron un rápido saludo reglamentario y luego intercambiaron un cálido apretón de manos con su general.

—¡Por los dioses, señor, es estupendo volver a veros! —dijo Parnigar torpemente.

—Es un placer y un alivio. ¡Hemos estado muy preocupados! —Kencathedrus no pudo evitar que sus palabras sonaran algo severas.

—Mi larga ausencia tiene una buena justificación. Pero ahora es mejor que Arcuballis y yo nos pongamos a cubierto antes de que amanezca. No quiero que las tropas sepan que he regresado, al menos de momento.

Los oficiales lo miraron con curiosidad, pero refrenaron sus preguntas mientras se hacían los arreglos oportunos con un jefe de cuadras para meter a Arcuballis en un establo cerrado. Entre tanto, Kith-Kanan, oculto bajo una voluminosa capa, se escabulló sigiloso al cuarto de Kencathedrus y esperó allí a los dos oficiales. Estos se reunieron con él justo cuando el amanecer empezaba a iluminar el horizonte oriental.

Kith-Kanan les relató detalladamente la expedición en busca de los grifos, les describió el regimiento de tropas voladoras, la próxima llegada de los enanos, y sus planes de batalla.

—Entonces, ¿dentro de dos semanas? —preguntó Parnigar, que apenas podía contener la excitación.

—Efectivamente, amigo mío. ¡Después de tanto tiempo! —Kith-Kanan comprendía lo que estos elfos habían pasado. Sus propias experiencias distaban mucho de ser placenteras. Aun así ¡cuán difícil había tenido que resultarles a estos activos guerreros pasar el invierno y la primavera encerrados en el fuerte!—. Nuevos regimientos vienen de camino a Sithelbec. Los Jinetes del Viento partirán de Silvanost en unos pocos días. Los enanos de Thorbardin también se están preparando para situarse en posición.

—Pero ¿queréis que vuestra presencia se mantenga en secreto? —preguntó Kencathedrus.

—Hasta que estemos listos para atacar. No quiero que el enemigo sospeche que hay cambios en nuestra defensa. Cuando se desencadene el ataque, quiero que sea la mayor sorpresa que han recibido en su vida.

—Y, esperemos, la última —gruñó Parnigar.

—Me quedaré dos semanas, y luego volaré hacia el este durante la noche para fijar con las fuerzas que llegan de Silvanost el lugar y el momento en que habrán de sumarse a la batalla. Cuando regrese, atacaremos. Hasta entonces, seguid la misma rutina de defensa que habéis llevado hasta ahora. Limitaos a impedir que abran una brecha.

—Estas viejas empalizadas han aguantado bien —comentó Parnigar—. Los humanos han intentado tomarlas al asalto varias veces y siempre los hemos obligado a retroceder sobre los cuerpos apilados de sus muertos.

—De hecho, las tormentas primaverales nos han causado más daños que todos los ataques humanos —añadió Kencathedrus.

—He volado a través de algunas —dijo Kith-Kanan—. Y Dunbarth también me habló de ellas.

—El pedrisco destrozó dos graneros. Perdimos un montón de ganado. —Kencathedrus hizo un recuento de los daños—. Un par de tornados barrieron la zona, y causaron algunos deterioros en la empalizada exterior.

—¡Algunos deterioros en la empalizada… y un destrozo en las tiendas de los humanos! —añadió Parnigar con una risita maliciosa.

—Cierto. La destrucción fuera de las empalizadas fue aun peor que dentro. Nunca había visto un tiempo tan violento.

—Todos los años ocurre lo mismo, más o menos —explicó Parnigar, el más conocedor de las planicies—. Aunque las tormentas de esta primavera han sido un poco más fuertes de lo habitual. Los elfos viejos hablan de una borrasca que hubo hace trescientos años, cuando un centenar de ciclones surgieron arrolladores desde el este y arrasaron todas las granjas que había en un radio de mil quinientos kilómetros.

Kith-Kanan sacudió la cabeza, intentando imaginar semejante devastación que empequeñecía incluso la guerra.

Volvió su atención a otros asuntos.

—¿Y el contingente del ejército humano? ¿Han podido reponer sus bajas? ¿Han crecido o ha menguado su número?

—Por lo que hemos podido averiguar… —empezó a responder Parnigar, pero el antiguo instructor de Kith-Kanan lo interrumpió.

—¡Me avergüenza admitir que cuentan con la incorporación de nuevas fuerzas! —bramó Kencathedrus. Parnigar asintió tristemente mientras el capitán de los silvanestis continuaba—: ¡Elfos! ¡De los bosques! ¡Al parecer están conformes con servir en un ejército de invasores humanos, sin que les importe lo más mínimo tener que luchar contra su propio país!

El elfo, nacido y criado entre las torres de Silvanost, no podía entender tan infame traición.

—He oído hablar de esto, para mi sorpresa. ¿Por qué han tomado partido por ellos? —preguntó Kith-Kanan a Parnigar.

—Algunos están resentidos por los fuertes impuestos exigidos por una capital lejana, con el resultado de que quienes no cumplen con los pagos son llevados como esclavos a las minas del Clan Hoja de Roble. Otros son de la opinión que comerciar con los humanos es una buena práctica que da a sus hijos oportunidades que antes no tenían. Hay millares de elfos que sienten poca o ninguna lealtad por el trono.

—Aun así, es una situación seriamente preocupante. —Kith-Kanan suspiró. El problema lo mortificaba, pero no veía una solución inmediata.

—Necesitáis un descanso —comentó Kencathedrus—. Entre tanto, nosotros nos ocuparemos de los detalles.

—¡Desde luego! —se hizo eco Parnigar.

—¡Sabía que podía contar con vosotros! —dijo Kith-Kanan, sintiendo una abrumadora gratitud—. ¡Ojalá el futuro nos depare la victoria y la libertad por la que tanto hemos luchado!

Aceptó la oferta de sus oficiales de ocupar un camastro privado, y disfrutó de la comodidad de sentir un colchón bajo su cuerpo por primera vez tras varias semanas. No podía hacer más de momento, y se entregó a un plácido y reparador sueño que duró más de doce horas.