20
Mediados de primavera (2213 a. C.)

Kith-Kanan no lograba conciliar el sueño, y salió a dar un paseo por los Jardines de Astarin. Se alegró de que los grifos hubieran sido trasladados a los campos de juegos. Allí los animales descansaban y disfrutaban de la carne fresca que los mozos de cuadra de palacio habían descuartizado y les habían llevado con carretillas.

Durante un rato, el elfo deambuló sin rumbo por los sinuosos paseos y los rincones de los elegantes jardines. El ambiente sedante del entorno le hizo recordar su juventud, los días apacibles y, después, las noches apasionadas. ¿Cuántas veces se habían encontrado Hermathya y él en estos retirados vergeles?, pensó.

Alterado, intentó alejar estos recuerdos. Dentro de poco, Arcuballis y él emprenderían el vuelo, dejando atrás esta ciudad y sus tentaciones. El simple hecho de verla, despertaba en él una honda culpabilidad y lo hacía sentirse incómodo.

Como si las circunstancias reflejaran sus pensamientos, Kith giró en una esquina y se encontró con la esposa de su hermano. Hermathya caminaba pensativa; alzó la vista, pero, si toparse con él la sorprendió, su rostro no lo reveló.

—Hola, Kith-Kanan. —Su sonrisa era cálida, intensa… y de repente, al parecer del guerrero, atrevida.

—Hola, Hermathya. —Él estaba realmente sorprendido de verla. El palacio estaba a oscuras, y la hora era muy avanzada.

—Te vi dirigirte al jardín y vine en tu busca —le dijo.

En su mente sonaron timbres de alarma mientras la miraba. ¡Por los dioses, qué hermosa era! No había conocido ninguna mujer que lo incitara como ella. Ni siquiera Alaya. Se dio cuenta, por la ardiente mirada de sus ojos, que los pensamientos de la mujer eran similares a los suyos.

Dio un paso hacia él.

El impulso de atraerla hacia sí y estrecharla, tomarla en sus brazos y tocarla, fue casi irresistible. Pero, al mismo tiempo, evocó sórdidos recuerdos de su última cita y la infidelidad de ella con su esposo. La deseaba, pero no cedería de nuevo a la tentación… sobre todo ahora, después de todo lo que Sithas y él habían pasado juntos.

Sólo merced a un gran esfuerzo de voluntad, Kith retrocedió un paso al tiempo que levantaba las manos para frenar el avance de ella.

—Eres la esposa de mi hermano —dijo, aunque sus palabras parecían, en cierto sentido, no venir al caso.

—También lo era el pasado otoño —replicó bruscamente ella con súbita animosidad.

—Lo del pasado otoño fue un error. Hermathya, hubo un tiempo en que te amé. Pienso en ti más de lo que me atrevo a admitir. ¡Pero no traicionaré a mi hermano! —De nuevo, añadió en silencio—: ¿Es que no puedes aceptar esto? ¿No podemos ser miembros de la misma familia sin atormentarnos el uno al otro con recuerdos de un pasado que debería estar enterrado y olvidado?

Hermathya se cubrió el rostro con las manos, y unos sollozos desgarradores le sacudieron el cuerpo. Dándose media vuelta, echó a correr, y pronto se perdió de vista.

Kith pasó largo rato mirando fijamente el punto donde ella había estado. La imagen de su cuerpo, de su rostro, de su exquisita presencia, permaneció vívida en su mente, casi como si la mujer estuviera aún allí.

Tres días después, Kith estaba preparado para partir. Había trazado su plan de batalla, pero quedaban muchas cosas que hacer. Los Jinetes del Viento no volarían hacia el oeste hasta dentro de seis semanas. Bajo la tutela de su nuevo capitán, Hallus, tendrían que entrenarse duramente entre tanto.

—¿Cuánto crees que tardarás en encontrar a Dunbarth? —preguntó Sithas cuando él, su madre y Tamanier Ambrodel acudieron a despedirlo.

—No lo sé —contestó Kith encogiéndose de hombros—. Esa es una de las razones por las que salgo de inmediato. Tengo que localizar a los enanos y ponerlos al corriente del proyecto. Luego he de llegar a Sithelbec antes que los Jinetes del Viento.

—Ten cuidado —lo instó su madre. El color había vuelto a su semblante desde el regreso de los gemelos, y durante las pasadas semanas había tenido el mismo aspecto animoso y fuerte de siempre. Ahora luchaba para contener las lágrimas.

—Lo tendré —prometió Kith mientras la abrazaba.

Todos confiaban en que la guerra terminaría pronto, pero comprendían que podían pasar muchos meses, incluso años, antes de que Kith-Kanan pudiera regresar. La puerta de la sala de audiencias se abrió bruscamente, y los reunidos se volvieron, sorprendidos. Vanesti estaba en el umbral.

El hijo de Sithas, que todavía no había cumplido el año, caminó hacia ellos con pasos inseguros y una ancha sonrisa en el rostro. Empuñada en la mano, blandía una espada de madera con la que arremetía a enemigos imaginarios a derecha e izquierda hasta que su propio ímpetu lo hizo caer de bruces al suelo. La espada olvidada, el pequeño se levantó y se acercó a Kith-Kanan, tambaleante.

—¡Pa… pá! —gritó el chiquitín, sonriendo de oreja a oreja.

Kith se puso colorado y se apartó a un lado.

—Tu papá está ahí —dijo, señalando a Sithas.

Kith-Kanan reparó en lo mucho que Vanesti había cambiado en el transcurso de los meses invernales que su hermano y él habían pasado en las montañas. No era descabellado suponer que la guerra podría alargarse varios años más. El pequeño sería un muchachito la próxima vez que lo viera.

—¡Ven con tío Kith, Vanesti! ¡Despídete de mí antes de que suba al grifo y parta!

Vanesti hizo unos pucheros, pero luego abrazó a su tío.

Mientras estrechaba al chiquitín, Kith sintió una punzante tristeza. ¿Llegaría a casarse alguna vez, a tener hijos?

No tardaron en llegar a las planicies, y continuaron sobrevolando el mar de hierba que se desplegaba hasta donde alcanzaba la vista. Kith sabía que, hacia el norte, sus Montaraces defendían todavía el fuerte contra la horda humana. Pronto se reuniría con ellos.

Divisó las cumbres nevadas de las montañas Kharolis, recortándose contra el cielo. Durante un día entero, Kith vio cómo los imponentes picos se encontraban cada vez más cercanos, hasta que por fin sobrevoló los valles boscosos que se desplegaban desde el corazón de la cordillera, y se encontró rodeado por grandes riscos.

Aquí empezó su búsqueda en serio. Sabía que el reino de Thorbardin se hallaba completamente bajo tierra, con grandes puertas de acceso por el norte y el sur. El deshielo se había producido en los valles hacia tiempo, y sólo las altas cumbres seguían nevadas. Las puertas, dedujo, de inmediato, debían de encontrarse a menos altitud, tanto para un acceso más fácil como para encubrir mejor su emplazamiento.

Exploró estos valles a diario, desde las primeras luces hasta el ocaso, buscando alguna señal del paso del ejército enano. La zona era una comarca deshabitada casi en su totalidad, por lo que dedujo que la marcha de veinte mil soldados, calzados con pesadas botas, tendría que haber dejado alguna clase de rastro evidente.

Durante días su búsqueda fue infructuosa, y empezó a impacientarse por esta pérdida de tiempo. Transportado por su veloz montura, recorrió la cordillera de punta a punta dos veces, pero no encontró lo que buscaba. Su recorrido lo llevó a través de todos los valles altos, y gran parte de las estribaciones. Ya desesperado, decidió que haría una última pasada sobre el extremo septentrional de la cadena montañosa, donde las dentadas estribaciones daban paso a colinas y posteriormente al terreno llano de las planicies.

Frecuentes aguaceros, a menudo acompañados de truenos y relámpagos, obstaculizaron su búsqueda. Pasó muchas tardes exasperantes acurrucado con Arcuballis bajo cualquier tipo de cobijo que podían encontrar, en tanto que el granizo y la lluvia se descargaban sobre la tierra. Estas tormentas no eran de sorprender, ya que las condiciones atmosféricas de la primavera eran notoriamente violentas en las planicies, pero, aun así, los obligados retrasos resultaban desalentadores en extremo.

Casi dos semanas después de iniciar su búsqueda, Kith voló hacia el norte, trazando un amplio zigzag de este a oeste. El sol, que brillaba este día, estaba alto, de manera que la sombra del elfo y el grifo se proyectaba casi directamente bajo ellos. De forma paulatina, la sombra se deslizó hacia el este, pareja al curso descendente del astro hacia el oeste, y seguía sin ver señal alguna de lo que buscaba.

El ocaso estaba próximo cuando algo atrajo su atención.

—Vamos, viejo amigo…, allí abajo —dijo, articulando en voz alta, de manera inconsciente, la orden transmitida simultáneamente a Arcuballis mediante una leve presión de sus rodillas en los flancos del grifo. La criatura plegó las alas y, efectuando un suave picado, sobrevoló un somero arroyo que discurría por un valle amplio y llano.

En un punto, no obstante, la corriente se precipitaba por una repisa rocosa de tres metros y creaba una reluciente y pintoresca cascada. Pero, en realidad, no era la belleza del paisaje lo que había llamado la atención de Kith-Kanan.

El elfo reparó en que la maleza que bordeaba las orillas de la corriente estaba pisoteada; de hecho, la franja aplastada tenía unos seis metros de anchura. El rastro de maleza y hierba chafada formaba un arco que partía de la orilla, en lo alto de la cascada, y terminaba abajo, junto al cauce por donde el río seguía discurriendo.

Kith-Kanan no vio ninguna otra señal de paso en este amplio valle bordeado de prados, ni tampoco había arboledas que hubieran podido ocultar un rastro. Kith desmontó presuroso, y el grifo aprovechó para arreglarse las plumas al tiempo que permanecía ojo avizor contra cualquier peligro mientras el elfo exploraba el terreno.

En lo primero que se fijó Kith fue en la fangosa orilla; un poco más arriba, en la inclinada margen, donde el suelo estaba un poco más seco, vio algo que le aceleró los latidos del corazón.

¡Huellas de botas! Por aquí había pasado un gran número de personas con fuerte calzado. Las huellas señalaban que estas personas se dirigían valle abajo tras salir del cauce de la corriente para salvar la cascada. ¡Por supuesto! Los enanos se habían tomado muchas molestias para que la entrada a su reino siguiera siendo un secreto, y Kith entendía ahora por qué no había calzada, ni siquiera un sendero, que condujera a la puerta norte de Thorbardin.

¡Los enanos habían marchado por el cauce del río!

—¡Vamos, amigo! ¡Reemprendemos el vuelo! —gritó a Arcuballis.

El grifo se agachó a fin de que Kith pudiera subir de un salto a la amplia silla de montar. El elfo se ató la correa de seguridad con ligereza y luego azuzó los flancos del animal con un seco taconazo.

Al instante, Arcuballis se impulsó con un salto y batió las alas. Mientras el grifo se remontaba en el aire, Kith-Kanan lo condujo con ligeros toques de las rodillas para que siguiera el curso de la corriente, a poca altura.

Sobrevolaron el arroyo mientras Kith-Kanan examinaba ambas orillas buscando más huellas. ¡Gracias a los dioses que había esa catarata! En caso contrario, no habría encontrado el rastro. El ocaso no tardó en alargar las sombras por el valle, y Kith-Kanan comprendió que tendría que posponer su búsqueda hasta el día siguiente.

Sin embargo, se sentía eufórico cuando ordenó a Arcuballis que aterrizara. Acamparon al abrigo de una zona alta de la ribera, que formaba un saliente arenoso, y el grifo capturó casi una docena de gordas truchas apresándolas con sus garras delanteras, semejantes a las de un águila. Kith-Kanan dio buena cuenta de dos de ellas mientras que el grifo hacía lo propio con el resto.

A la mañana siguiente, Kith se adelantó al sol en el cielo y, al cabo de una hora, había dejado atrás las estribaciones. El arroyo de montaña que seguía se unió a otra corriente de cauce pedregoso, y se convirtió en un plácido riachuelo que fluía perezoso sobre los sedimentos del fondo.

Aquí, también, había señales de que la columna de enanos había abandonado la corriente para marchar sobre tierra firme.

Kith-Kanan instó a Arcuballis a seguir adelante, y las alas del grifo los llevaron a una buena altura. El rastro se convertía en un ancho surco de tierra fangosa, claramente visible incluso desde trescientos metros de altitud. El grifo siguió el camino, mientras los ojos del elfo recorrían, escrutadores, el horizonte. Durante gran parte del día, todo cuanto alcanzó a ver fue el largo rastro de color marrón que se perdía en la brumosa lejanía, hacia el norte.

Al guerrero empezó a preocuparlo la posibilidad de que los enanos hubiesen llegado ya a Sithelbec. Nadie ponía en duda que eran luchadores fieros y avezados, pero, aun con sus formaciones compactas, serían vulnerables a los ataques de la caballería humana si los sorprendían sin el apoyo de fuerzas auxiliares.

La tarde estaba avanzada cuando finalmente los divisó; aliviado, comprendió que no había llegado demasiado tarde. La columna avanzaba recta como una flecha a través de la planicie, en dirección norte. Kith instó a su grifo a que descendiera y aumentara la velocidad.

Al aproximarse, el elfo vio que las figuras marchaban con precisión militar en una larga columna de ocho en fondo. No pudo calcular su longitud, aunque la sobrevoló durante varios minutos desde que divisó su retaguardia hasta alcanzar a ver la formación que iba a la cabeza.

Ahora su presencia fue avistada desde abajo. La retaguardia de la columna se dividió y giró a medida que compañías de guerreros achaparrados se apresuraban a adoptar posiciones defensivas. Al descender más Arcuballis, Kith divisó rostros barbudos, yelmos metálicos con los penachos de plumas o crines, y, lo más importante, hileras de ballestas ¡apuntadas hacia arriba para disparar!

Tiró de las riendas para que Arcuballis se remontara bruscamente, confiando en estar fuera del alcance de las saetas y en que los enanos no dispararían sin identificar antes su blanco.

—¡Eh! ¡Enanos de Thorbardin! —llamó, planeando a unos sesenta metros sobre las filas de rostros recelosos vueltos hacia arriba.

—¿Quién eres? —demandó uno, un veterano capitán tocado con un yelmo rematado en un penacho de plumas rojas.

—¡Kith-Kanan! ¿Eres tú? —gritó otra voz ronca que el elfo reconoció.

—¡Dunbarth Cepo de Hierro! —contestó a gritos Kith mientras agitaba la mano en un gesto de saludo.

Alegre y aliviado, hizo que el grifo descendiera en espiral. Finalmente, Arcuballis aterrizó, si bien el animal se encabritó y gritó con nerviosismo a las tropas desplegadas ante él.

Dunbarth Cepo de Hierro se aproximó a grandes zancadas; una amplia sonrisa asomaba entre la espesa barba canosa. A diferencia del resto de los oficiales de la columna, el enano llevaba un peto sencillo, sin adornos, y un casco de acero corriente.

Kith desmontó de un salto y estrujó al robusto enano en un fortísimo abrazo.

—¡Por los dioses, viejo oso, creí que nunca te encontraría! —exclamó.

Dunbarth soltó un resoplido desdeñoso.

—¡Si hubiésemos querido que se nos encontrara, habríamos puesto señales indicadoras! —dijo el enano—. Aun así, con todas las tormentas que nos hemos visto obligados a esquivar… trombas de agua, rayos, e incluso un tornado… es una suerte que hayas dado con nosotros. ¿Por qué nos buscabas?

El canoso enano arqueó las cejas en un gesto de curiosidad, esperando que Kith hablara.

—Es una larga historia —explicó el elfo—. Te la contaré esta noche, frente a una buena hoguera.

—Me parece bien —gruñó Dunbarth—. Acamparemos después de recorrer otro par de kilómetros. —El comandante enano hizo una pausa, y después chasqueó los dedos al tomar una repentina decisión—. ¡Al Abismo con ello! ¡Acamparemos aquí mismo!

Dunbarth consiguió que Kith-Kanan tuviera pronta la risa. El comandante elfo comió las raciones de munición de los enanos sentados alrededor de las hogueras, e incluso tomó un sorbo de la fría y amarga cerveza que tanto les gustaba a los enanos, pero que los elfos encontraban desagradable al paladar.

Mientras el fuego se convertía en rescoldos, Kith habló con Dunbarth y varios oficiales. Les contó la aventura de capturar a los grifos y la creación del cuerpo de los Jinetes del Viento. A sus contertulios les impresionó la historia de la caballería voladora que los respaldaría en la batalla. También describió la doblez de Than-Kar, revelación que indignó y encolerizó a los enanos, y los planes de su hermano de arrestar al embajador y enviarlo encadenado al rey Hal-Waith.

—¡Típico de los traicioneros theiwars! —gruñó Dunbarth—. ¡Jamás les des la espalda, es lo que siempre digo! ¡Nunca debió de confiársele una misión de tanta importancia!

—¿Por qué se le encomendó a él? —preguntó Kith—. Que no se te suba esto a la cabeza, pero siempre fuiste un representante espléndido de tu rey y tu pueblo. ¿Qué motivo tuvo Hal-Waith para reemplazarte?

Dunbarth Cepo de Hierro sacudió la cabeza y escupió en el suelo.

—En parte fue culpa mía, lo reconozco. Deseaba regresar a casa. Todas esas conversaciones y reuniones diplomáticas estaban acabando con mis nervios. Además, nunca he pasado en la superficie más que unos pocos meses seguidos, y recordarás que estuve en Silvanost casi un año, sin contar el tiempo empleado en el viaje.

—Efectivamente —dijo Kith-Kanan, asintiendo con la cabeza. Recordaba los comentarios de Tamanier Ambrodel acerca de los largos meses pasados por el elfo en el subsuelo. Por primera vez, empezaba a entender el ajuste que los enanos, moradores subterráneos, tenían que hacer para adaptarse a la superficie y emprender la campaña. Crecer, trabajar, entrenarse… Pasaban toda su vida bajo tierra.

Una inesperada emoción le puso un nudo en la garganta, pues comprendió de repente la profundidad del compromiso que había dado origen a la formación del ejército enano. Miró a Dunbarth, y esperó que el enano comprendiera su inmenso agradecimiento.

Dunbarth Cepo de Hierro se aclaró la garganta bruscamente y continuó:

—Existe un delicado equilibrio en Thorbardin que, estoy seguro, sabrás entender. Nosotros, los del clan hylar, tenemos control en los reinos centrales, incluido el Árbol de la Vida.

Kith-Kanan había oído hablar de la imponente estructura, una ciudad subterránea autosuficiente, excavada en la piedra viva de una estalactita gigantesca. Hizo un gesto de asentimiento.

—Los otros clanes de Thorbardin tienen sus propios reinos: los daergars, los daewars, los kiars y los theiwars —continuó Dunbarth. El viejo enano suspiró—. Es de todos conocido que somos un pueblo testarudo, y a veces de genio pronto. En ninguno de nosotros estos rasgos de carácter se destacan tanto como en los theiwars. Pero también hay un grado de malevolencia, de avaricia, maquinación y ambición entre nuestros parientes de tez pálida que no se da entre las culturas superiores enanas. Los demás clanes sienten una gran desconfianza por los theiwars.

—Entonces ¿por qué vuestro rey nombró a un theiwar como embajador en Silvanesti? —preguntó Kith-Kanan.

—Son todas esas cosas que he dicho pero ¡ay!, también son numerosos y poderosos. Constituyen una gran proporción de la población del reino, y no se los puede excluir de los asuntos políticos. El rey tiene que seleccionar sus embajadores, sus nobles, incluso sus clérigos mayores entre los componentes de todos los clanes, incluidos los theiwars. —Dunbarth miró a Kith-Kanan directamente a los ojos.

»Así pues, el rey Hal-Waith pensó, al parecer equivocadamente, que las negociaciones cruciales con los elfos habían quedado ultimadas cuando partí de vuestra capital. En consecuencia, corrió el riesgo de nombrar a un theiwar para sustituirme, ya que tenía en mente otra misión importante para mí, y sabía que el clan theiwar causaría un alboroto considerable si se lo pasaba por alto otra vez para una designación diplomática tan importante.

»Creo que empiezas a coger la idea —continuó Dunbarth—. Pero ocupémonos ahora de asuntos concernientes al futuro, no de cosas ya pasadas. ¿Tienes planes para la campaña de verano?

—Los engranajes ya están girando —explicó Kith—. Y ahora, que os he encontrado, podemos poner en marcha la última fase de la estrategia.

—¡Espléndido! —sonrió Dunbarth, casi relamiéndose de expectación.

Kith-Kanan hizo un resumen de su plan de batalla, y los ojos del enano se iluminaron a medida que conocía los detalles.

—¡Si consigues llevarlo a cabo, será un victoria que los bardos cantarán durante años! —comentó Dunbarth con un gruñido de aprobación cuando Kith-Kanan terminó.

Pasaron el resto de la velada conversando sobre cosas menos trascendentes y, alrededor de media noche, Kith-Kanan preparó su campamento en medio del ejército de sus aliados. Apuntaba el alba cuando ya estaba levantado y ensillando a Arcuballis, preparado para partir. Los enanos también estaban despiertos, listos para emprender la marcha.

—Nos veremos antes de tres semanas —dijo Dunbarth al tiempo que le hacía un guiño.

—¡No os retraséis o la guerra empezará sin vosotros! —bromeó Kith.

Instantes después el sol se reflejaba en las plumas de las alas del grifo, treinta metros por encima de la columna de enanos.

Arcuballis se remontó más y más alto en el cielo. Transcurrieron muchas horas antes de que Kith divisara una forma compacta que parecía minúscula e insignificante desde la tremenda altitud a la que volaban. Llegarían allí al anochecer. Era Sithelbec, y por ahora, al menos, era su hogar.