19
Principios de primavera, Año del Oso
(2213 a. C.)

Las tierras boscosas de Silvanesti se extendían allá abajo como una alfombra verde que se perdía en el horizonte por los cuatro puntos cardinales. Inmensas sombras aladas se deslizaban sobre el suelo, señalando el paso de los grifos. Las criaturas volaban en grandes formaciones en «V» compuestas por varias docenas de grifos cada una. Estas formaciones se extendían a lo largo de más de un kilómetro.

Kith-Kanan y Sithas montaban las dos bestias que iban a la cabeza, volando uno al lado del otro rumbo a su hogar. Hacía dos días que sobrevolaban los extensos bosques, pero ahora, en la lejanía, apareció un tenue brillo de luz marfileña. Volaron más rápidos que el viento, y, enseguida, el distante destello se hizo identificable: la Torre de las Estrellas. Pronto, las demás torres de Silvanost aparecieron en el paisaje, descollando sobre las copas de los árboles como un campo de afiladas agujas.

A medida que dejaban atrás las tierras agrestes, Kith-Kanan evocó con afecto al gigante del que se habían hecho amigos. Colmillo los había despedido agitando la mano desde el valle cubierto de nieve hasta que la bandada se perdió de vista. Kith-Kanan recordaba todavía su único diente, semejante a un colmillo, subiendo y bajando en un apenado gesto de adiós.

Sobrevolaron el curso del rio Thon-Thalas en dirección a la isla que albergaba la capital elfa. Los grifos se colocaron en una larga fila tras ellos, y varios de los animales emitieron gritos de expectación mientras descendían. Avanzaron veloces hacia el sur, ciento cincuenta metros por encima del río, y, muy pronto, la ciudad entera se extendía bajo ellos.

Los grifos chillaron y gritaron, y las buenas gentes de Silvanost se asustaron de tal modo que, durante varios minutos, se desató un pánico generalizado, ya que la mayoría de los elfos supuso que la guerra había llegado hasta sus puertas mediante algún encantamiento poderoso y arcano de los humanos.

Únicamente cuando los dos elfos de cabello plateado fueron vistos, el pánico dio paso a la curiosidad y al asombro. Y, para cuando Sithas y Kith-Kanan hubieron dado una vuelta alrededor de palacio para luego conducir a los animales a los Jardines de Astarin en un progresivo descenso en espiral, la noticia se había propagado por la ciudad. Las emociones de los silvanestis se descargaron en un espontáneo estallido de alegría.

Nirakina fue la primera en reunirse con los gemelos cuando las grandes criaturas se posaron en el suelo. La mujer tenía los ojos llenos de lágrimas, y al principio le fue imposible hablar. Besó a sus hijos y luego los miró de arriba abajo, como para constatar que estaban sanos y salvos.

Detrás de su madre, Sithas vio a Tamanier Ambrodel, y su optimismo se acrecentó. Lord Ambrodel había regresado de su misión secreta a Thorbardin. Lealmente, había mantenido en secreto lo que había descubierto, y podría tener noticias decisivas acerca de la alianza enana en la guerra elfa.

—Bienvenido, alteza —dijo Ambrodel con sinceridad, mientras Sithas palmeaba los hombros del chambelán.

—¡Me alegra ver que estás aquí para recibirme! Hablaremos tan pronto como pueda escabullirme.

Ambrodel asintió con la cabeza; en su rostro alargado se traslucía una secreta satisfacción.

Entretanto, los grifos seguían aterrizando en los jardines, en los campos de juego, e incluso en muchos huertos cercanos. Gritaban y gruñían, y las buenas gentes de la ciudad guardaban una prudente distancia entre ellos y los animales. Sin embargo, todos los grifos mantenían un buen comportamiento una vez que aterrizaban, moviéndose únicamente para arreglarse las plumas y acomodar las cansadas patas y alas. Cuando todos hubieron aterrizado, se arrellanaron cómodamente en el suelo apenas prestaron atención a la gran agitación que había, a su alrededor.

Kith-Kanan, que cojeaba casi imperceptiblemente, tomó a su madre del brazo mientras Hermathya y una docena de cortesanos salían de la Sala de Audiencias. Lord Quimant iba a la cabeza del grupo, caminando a paso rápido.

—¡Excelencia! —gritó con deleite, y corrió hacia el Orador de las Estrellas, a quien abrazó con afecto.

Hermathya se acercó mucho más despacio, saludando a su esposo con un beso formal. Su recibimiento fue frío, aunque el alivio que sentía saltaba a la vista a pesar de su pretendida actitud enojada.

—¿Y mi hijo? —preguntó Sithas emocionado—. ¿Dónde está Vanesti?

Una niñera se adelantó y ofreció el infante a su padre.

—¿De verdad es él? ¡Cuánto ha cambiado! —Sithas, sin salir de su asombro, tomó a su hijo en los brazos mientras el silencio se adueñaba de la multitud. Efectivamente, el niño había crecido mucho desde la partida de los gemelos, casi seis meses atrás. El cabello, de un color rubio plateado, le crecía abundante. Sus ojitos se alzaron al rostro de su padre, y una gran sonrisa le iluminó el rostro.

Durante varios segundos, Sithas fue incapaz de hablar. Hermathya llegó junto a él y le cogió el niño con suavidad. Al girarse, su mirada se encontró fugazmente con la de Kith-Kanan. El guerrero se sobresaltó ante lo que vio en aquellos ojos. Era una mirada fría y vacía, como si él ni siquiera existiera. Hacía varias semanas que no pensaba en ella, pero esta expresión suscitó en él un fugaz y colérico arrebato de celos… y, al mismo tiempo, el recuerdo de su culpa.

—¡Venga! ¡Vayamos a palacio! —gritó Sithas mientras echaba el brazo sobre los hombros de su hermano—. ¡Esta noche habrá fiesta en la ciudad! ¡Que se corra la voz! Llamad a los bardos. Tenemos un relato para ellos. ¡Que lo escuchen y lo divulguen por todo el país!

Las noticias se difundieron por la ciudad tan deprisa como podían pasar de boca en boca, y todos los elfos de Silvanost se prepararon para celebrar el regreso de los herederos reales. Los carniceros sacrificaron los mejores cerdos; toneles de vino se sacaron rodando de las bodegas; y farolillos de colores brotaron rápidamente, como por arte de magia, en todos los árboles, esquinas y puertas de la ciudad. La celebración empezó de inmediato; y los ciudadanos bailaban en las calles y cantaban las grandes canciones de la nación élfica.

Mientras tanto, Sithas y Kith-Kanan se reunían con el regente, lord Quimant, y el chambelán, lord Tamanier Ambrodel, en una pequeña sala de audiencias. El regente miró al chambelán con cierta sorpresa, y se volvió hacia Sithas con una expresión interrogante. Al ver que el Orador de las Estrellas no tenía intención de decir nada, Quimant se aclaró la garganta y empezó a hablar azoradamente:

—Excelencia, tal vez el lord chambelán debería esperar al término de esta conferencia para reunirse con nosotros. Después de todo, algunos de los temas sobre los que tengo que informar son asuntos estrictamente confidenciales. —Hizo una pausa, como si continuar le causara embarazo.

»De hecho, en este casi medio año que habéis estado ausente, he de aclarar que el lord chambelán no ha estado presente en la capital. Hace poco que regresó de sus feudos familiares. Al parecer, los intereses y negocios de su clan tienen prioridad sobre los asuntos de estado.

—Tamanier Ambrodel goza de toda mi confianza —replicó Sithas—. De hecho, puede que también él tenga ciertos informes que presentarnos.

—Desde luego, mi señor —se apresuró a decir Quimant, al tiempo que hacia una profunda reverencia.

Quimant empezó de inmediato a ponerlos al corriente de los acontecimientos acaecidos durante su larga ausencia.

—Ante todo, he de deciros que Sithelbec se mantiene tan resistente como siempre —se anticipó el jefe del Clan Hoja de Roble a la pregunta más urgente de Kith-Kanan—. Un mensajero del fuerte atravesó las líneas enemigas hace unas pocas semanas, y trajo la noticia de que los defensores habían repelido todos los intentos de tomar por asalto las empalizadas.

—Estupendo. No esperaba menos —contestó Kith, que, a pesar de sus palabras, sintió un gran alivio con esta información.

—Sin embargo, la presión es cada vez mayor. Nos hemos enterado de la llegada de una cuadrilla de ingenieros enanos, theiwars al parecer, que se ha unido a los humanos en la excavación de obras de asedio contra las empalizadas. Asimismo, el número de Elfos Salvajes en las tropas de Ergoth se va incrementando continuamente. Son más de un millar y, aparentemente, han formado una compañía de «elfos libres».

—¿Luchando contra su propia gente? —Sithas estaba estupefacto. Su semblante enrojeció por el esfuerzo de controlar la cólera.

—Cada vez son más los kalanestis que ponen en duda el derecho de Silvanost de gobernarlos. Y una delegación de Elfos Salvajes llegó a la ciudad poco después de vuestra partida con la petición de que se pusiera fin al derramamiento de sangre.

—¡Los muy canallas, gentuza de la más baja ralea! —Sithas se puso de pie y paseó de un lado a otro de la sala antes de volverse hacia Quimant. Su rostro estaba crispado por la ira—. ¿Qué les contestaste?

—Nada. —El noble elfo esbozó una mueca presuntuosa—. Han pasado el invierno en nuestras mazmorras. Quizá queráis hablar con ellos personalmente.

—Bien hecho —dijo Sithas, asintiendo con un gesto de aprobación—. No podemos tolerar este tipo de manifestaciones públicas. Haremos de ellos un escarmiento ejemplar que corte cualquier otro intento de traición.

Kith-Kanan se enfrentó a su hermano.

—¿Es que ni siquiera vas a escuchar lo que tienen que decirte?

Sithas lo miró como si hablara en otro idioma.

—¿Por qué? Son traidores. ¡Eso es evidente! ¿Por qué iba a…?

—¿Traidores? Vinieron a hablar. ¡Los traidores son aquellos que se han unido al enemigo en abierta rebeldía! ¡Necesitamos hacer preguntas!

—Me sorprende que , precisamente, tomes esta postura —dijo Sithas suavemente—. ¡Eres quien ha de llevar a cabo nuestros planes, el que más riesgo corre de perder la vida! ¿Es que no comprendes que a esos… elfos —Sithas pronunció la palabra como si fuera algo execrable— hay que tratarlos sin contemplaciones, sin compasión?

—¡Si son traidores, por supuesto! ¡Pero al menos podrías tomarte la molestia de hablar con ellos antes, averiguar si son realmente desleales o simplemente ciudadanos honrados que viven acosados por el peligro y el miedo!

Sithas y Kith-Kanan se miraban ceñudos, como dos desconocidos enemistados. Tamanier Ambrodel observaba el intercambio en silencio. Todavía no había dado su opinión sobre ningún tema, y tenía la impresión de que éste no era el momento de exponer su punto de vista. Lord Quimant, por el contrario, fue más atrevido. Se puso de pie y levantó las manos.

—Excelencia, general, por favor… Hay más asuntos que tratar, y algunos son urgentes.

Sithas asintió en silencio y se dejó caer en su silla. Kith continuó de pie, y se volvió, expectante, hacia él.

—Llegó un comunicado de Thorbardin hace apenas quince días. El embajador, Than-Kar, del clan theiwar, me lo transmitió en un tono desagradable y arrogante al máximo. Su rey, afirma, ha dictaminado que ésta es una guerra entre humanos y elfos. Los enanos han decidido mantenerse neutrales.

—¿Nada de tropas? ¿No nos enviarán nada? —Kith-Kanan miraba a Quimant consternado. ¡Recibir una noticia así, justo cuando empezaba a ver un atisbo de esperanza en el panorama militar! Esto era el mayor desastre que podía ocurrir.

El general se sentó pesadamente en su silla, intentando contener, sin mucho éxito, una creciente sensación de nausea. Sacudió la cabeza, aturdido, y miró a su hermano esperando ver el mismo desaliento reflejado en el rostro de Sithas. En cambio, el Orador había estrechado los ojos y su expresión era inescrutable. ¿Es que no lo entendía?

—¡Esto es una catástrofe! —exclamó Kith-Kanan, furioso porque su hermano no parecía comprender algo tan básico—. Sin los enanos estamos condenados a enfrentarnos a un número de fuerzas muchísimo mayor en cada batalla. ¡Ni siquiera con los grifos podemos imponernos a un cuarto de millón de hombres!

—En efecto —se mostró de acuerdo Sithas con aire tranquilo. Luego se dirigió a Ambrodel—. En cuanto al resultado de tu misión, mi fiel chambelán, ¿corrobora esta información?

Lord Quimant sufrió un sobresalto al caer en la cuenta de que Sithas hablaba con Ambrodel.

—Ni por lo más remoto, excelencia —repuso Tamanier con calma. Kith-Kanan y Quimant miraban fijamente al chambelán sin salir de su asombro—. Lamento este subterfugio, nobles señores. El Orador de las Estrellas me ordenó no revelar a nadie mi misión, e informarle exclusivamente a él.

—No había motivo para decir nada… hasta ahora —comentó Sithas. De nuevo, los otros advirtieron el tono autoritario en su voz que ponía punto final a toda discusión de manera tajante—. Puedes continuar cuando gustes, chambelán.

—Por supuesto, excelencia. —Ambrodel se volvió hacia los otros para incluirlos en su explicación—. He pasado el invierno en el reino enano de Thorbardin…

—¿Qué? —Quimant estaba boquiabierto. Kith-Kanan guardaba silencio, pero sus labios se apretaron conteniendo una sonrisa al empezar a comprender la astucia de su hermano.

—El Orador ha sido de la opinión, muy desde el principio, de que el embajador Than-Kar no realizaba con total integridad su labor de mantener abierta una comunicación veraz entre nuestros dos reinos.

—Entiendo —dijo Quimant con un formal asentimiento de cabeza.

—En efecto, tal como se han desarrollado los acontecimientos, las sospechas de nuestro monarca han resultado ser ciertas.

—¿Than-Kar ha saboteado deliberadamente las negociaciones? —demandó Kith.

—Descaradamente. El rey Hal-Waith dio su apoyo a nuestra causa largo tiempo atrás, desde que le fue presentada por Dunbarth Cepo de Hierro al regreso de dicho embajador. La misión original de Than-Kar era la de informarnos que el rey tenía intención de enviar veinticinco mil hombres para respaldarnos.

—Pero no he visto señales de esas tropas en la planicie. Ni hay noticias de ellos hasta ahora, ¿verdad? —quiso confirmar Kith.

—No —repuso Quimant sacudiendo la cabeza—. Y, si se hubiesen puesto en marcha durante el invierno, nos habría llegado alguna noticia a Silvanost.

—Es que no se pusieron en marcha… entonces —continuó Ambrodel—. La oferta de ayuda llegó junto con algunas condiciones. Condiciones que, según Than-Kar informó a su rey, nosotros no estábamos dispuestos a aceptar.

—¿Condiciones? —Ahora Kith estaba preocupado—. ¿Qué condiciones?

—Bastante razonables, dadas las circunstancias. Los enanos os reconocen como jefe supremo del ejército, pero no permitirán que sus unidades sean divididas en pequeños destacamentos… y dichas unidades actuarán sólo bajo el mando de comandantes enanos.

—¿Y esos comandantes, presumiblemente, serían responsables ante mi durante la batalla? —preguntó Kith-Kanan.

—Si —asintió Ambrodel.

El general elfo no daba crédito a sus oídos. La capacidad combativa y la maestría táctica de los enanos eran legendarias. Disponer de veinticinco mil guerreros así… ¡Vaya, con ellos combatiendo junto con la nueva caballería de grifos, el sitio de Sithelbec se levantaría en una sola tarde de combate!

—Había varios puntos más de menor relevancia, todos ellos razonables. Los cadáveres deberían ser enviados a Thorbardin para su inhumación, habrían de respetarse las festividades enanas, se garantizaría un suministro regular de cerveza, y cosas por el estilo. Presumo que no habrá objeciones por vuestra parte.

—¡Por supuesto que no! —Kith-Kanan se incorporó de nuevo, esta vez impulsado por el entusiasmo. Entonces recordó el obstáculo que representaba Than-Kar, y su ánimo se ensombreció—. ¿Has pactado el acuerdo o todavía tenemos que actuar a través del embajador? ¿Cuánto tardarían en…?

Ambrodel sonrió y alzó las manos.

—El ejército enano se estaba reuniendo cuando partí. Que yo sepa, ya han salido del reino subterráneo. Se me prometió que emprenderían la marcha una vez que el deshielo en las montañas Kharolis dejara paso libre para viajar. —El chambelán se estremeció al recordar el largo y oscuro invierno pasado allí—. ¡Nunca hace calor en Thorbardin! La humedad está presente en todo momento, y tienes que forzar los ojos continuamente para ver en la oscuridad. ¡Por los dioses! ¿Cómo podrán los enanos aguantar el vivir bajo tierra?

—¿Y el embajador? —Esta vez fue Sithas quien hizo la pregunta. De nuevo, la cólera tensaba su rostro al considerar el alcance de la doblez de Than-Kar.

—El rey Hal-Waith consideraría un favor personal si lo pusiéramos bajo arresto y lo recluyéramos hasta que llegue la siguiente delegación enana. Se espera que estén aquí en verano.

—¿Se sabe el número de guerreros que nos envían o la ruta que seguirán? —Kith-Kanan ya estaba dándole vueltas a la cabeza con asuntos de táctica y estrategia.

Ambrodel frunció los labios y sacudió la cabeza.

—No. Sólo sabemos el nombre del comandante, el cual confío que obtendrá vuestra aprobación.

—¿Dunbarth Cepo de Hierro? —Kith-Kanan esperaba estar en lo cierto.

—El mismo.

—¡Esa es una buena noticia!

Este íntegro hombre de estado había sido el factor que había dado animación a las, por lo demás, frustrantes asambleas entre Thorbardin, Silvanesti y Ergoth. La actitud campechana del embajador del reino enano, rayana a veces en lo estrafalario, y su sentido del humor habían aliviado el ambiente en muchas de las sesiones negociadoras, de otro modo tediosas.

—¿Dónde he de encontrarme con él? —preguntó Kith-Kanan—. ¿Sería conveniente que cogiera Arcuballis y volara hasta Thorbardin?

Ambrodel sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Dudo que pudieseis hacerlo. Las puertas permanecen cuidadosamente ocultas.

—¡Pero tú podrías darme instrucciones para encontrarlas, sin duda! ¿No has dicho que estuviste allí?

—En efecto —asintió el chambelán con un cabeceo. Luego tosió, turbado—. Pero, para ser franco, he de deciros que nunca vi las puertas y, por ende, me es imposible explicar cómo llegar a ellas, ni a vos ni a nadie.

—Entonces ¿cómo entraste?

—Es un tanto embarazoso, en realidad. Pasé casi un mes deambulando por las montañas, buscando un sendero o una calzada o alguna señal de las puertas. No encontré nada. Finalmente, sin embargo, un pequeño destacamento de exploradores enanos apareció en mi campamento. Al parecer, mientras patrullaban por los alrededores observaron mis erráticos vagabundeos, y se preguntaron qué me traería entre manos.

—Pero tuviste que entrar por las puertas —insistió Kith.

—Así es. Pero estuve dos días caminando… dos días muy largos, he de añadir… avanzando a trompicones hasta que llegamos, pues llevaba los ojos vendados.

—¡Eso es un ultraje! —gritó Quimant, indignado—. ¡Un insulto a nuestra raza!

Sithas también puso un gesto ceñudo. Sólo Kith-Kanan reaccionó esbozando una sonrisa comprensiva.

—Teniendo en cuenta que hay traidores entre su propia gente, parece una precaución lógica —hizo notar el general elfo. Su comentario atenuó la tensión del ambiente, y Tamanier, aunque renuente, se mostró de acuerdo con un gesto.

—Excelencia, ésta es una novedad espléndida en la situación, pero ¿era necesario llevar el asunto tan en secreto? —preguntó Quimant con una imperturbabilidad sin duda forzada. Saltaba a la vista que el regente estaba molesto porque no se lo había hecho participe de las negociaciones—. Quizá yo podría haber ayudado a la causa si se me hubiese informado.

—Sí, muy cierto, mi buen primo. No es que albergara dudas de que traicionases mi confianza si te ponía al corriente… Pero, en tu condición de regente, eres la persona que más tiempo ha pasado con Than-Kar. Era esencial que el embajador no conociera el plan, y me pareció que la manera más segura de evitar que tuvieras un desliz que lo pusiera sobre aviso… inadvertidamente, por supuesto… era mantenerte al margen. Fue una decisión que tomé yo mismo.

—No soy quién para dudar del buen juicio del Orador —contestó el noble con humildad—. Este giro en los acontecimientos es muy alentador.

Kith dejó la reunión a fin de organizar la distribución de anuncios por toda la ciudad. Quería que Silvanost supiera cuanto antes la petición de voluntarios. Tenía intención de entrevistar y seleccionar personalmente a todos los aspirantes a un puesto en la caballería de grifos.

Sithas se quedó con Quimant y Ambrodel para tratar asuntos de estado.

—En cuanto a la ciudad, ¿cómo ha ido todo durante nuestra ausencia?

Quimant le informó sobre diferentes temas: la producción de armamento era espléndida, y ya había un gran acopio de armas almacenadas; los refugiados de las planicies habían dejado de llegar a Silvanost, hecho que había aliviado enormemente las tensiones y el apiñamiento en la urbe. Los gravosos impuestos decretados por Sithas para financiar la guerra se habían recaudado sin más problemas que algunos incidentes aislados de escasa importancia.

—Ha habido algunos brotes de violencia en los muelles. La guardia de la ciudad tuvo que enfrentarse a miembros de la escolta de Than-Kar en más de una ocasión. Hubo varios elfos heridos graves y un muerto durante estos altercados.

—¿Con los theiwars?

—En efecto. Los mayores camorristas son algunos de los oficiales de la guardia de Than-Kar, como si buscaran provocar un incidente. —La aversión de Quimant por los enanos se hacía patente en su tono mordaz.

—Ya nos ocuparemos de ellos en el momento oportuno. Esperaremos hasta que mi hermano forme su caballería y parta hacia el oeste.

—Estoy seguro de que no nos faltarán voluntarios. Hay muchos nobles elfos que se han resistido a tomar las armas al tratarse de cuerpos de infantería —dijo lord Quimant—. Ahora se apresurarán ante la oportunidad de entrar en una unidad de elite, ¡sobre todo con la perspectiva de reclutamiento obligatorio pendiendo sobre sus cabezas!

—Mantendremos en secreto el pacto con Thorbardin —añadió Sithas—. Nada de lo dicho aquí ha de trascender fuera de esta habitación. Entre tanto, háblame de las tropas de refuerzo para la infantería. ¿Cómo va el reclutamiento de los nuevos regimientos?

—Tenemos cinco mil elfos entrenados y pertrechados, dispuestos para marchar cuando deis la orden.

—Esperaba que fueran más.

Quimant fingió una tosecilla afectada.

—La opinión de la ciudad no está totalmente a favor de la guerra. Nuestro pueblo no parece comprender lo que hay en juego.

—Pues haremos que lo comprenda —se encrespó Sithas, que miró al noble como esperando que lo desafiase.

Sin embargo, el primo de su esposa no hizo ningún comentario al respecto; en cambio, tras ciertos titubeos, hizo una sugerencia:

—Hay otra alternativa para conseguir más tropas. No obstante, puede que no sea de vuestro agrado.

—¿Otra alternativa? ¿Cuál? —demandó Sithas.

—Humanos… Mercenarios. Hay numerosas bandas en las planicies, al norte de aquí y en el oeste. Muchos de ellos no sienten gran aprecio por el emperador de Ergoth y estarían más que dispuestos a ponerse a nuestro servicio… por un precio, naturalmente.

—¡Jamás! —Sithas se incorporó como impulsado por un resorte; su semblante estaba muy pálido—. ¿Cómo puedes sugerir siquiera algo tan abominable? ¡Si somos incapaces de defender la nación con nuestros propios hombres, entonces no merecemos la victoria!

Su voz retumbó en las paredes de la pequeña sala, y su mirada se clavó en Quimant y Ambrodel, como si los retara a llevarle la contraria. Pero no hubo ningún desafío a su autoridad y, poco a poco, el Orador de las Estrellas se tranquilizó.

—Disculpa mi arrebato —dijo, dirigiéndose a Quimant—. Te limitabas a hacer una sugerencia. Así lo interpretaré.

—Considerad retirada mi propuesta. —El noble se inclinó ante su soberano.

Los soldados reclutados para el cuerpo de caballería de grifos prestaron juramento durante una brillante ceremonia que tuvo lugar una semana después de la llegada de los hermanos a la ciudad. El acontecimiento se llevó a cabo en los campos de juego situados detrás de los jardines, ya que en ningún otro lugar de la urbe había espacio suficiente para que las grandes monturas y sus orgullosos y recién designados jinetes se reunieran.

Miles de elfos se hallaban allí para presenciarlo, desbordando las tribunas y ocupando el perímetro de los campos. Otros se habían apiñado en las torres cercanas, muchas de las cuales tenían una altura de treinta metros o más, con lo que proporcionaban una espléndida vista.

—¡Os doy la bienvenida, valerosos elfos, a las filas de un cuerpo de elite, decisivo y único en nuestra gran historia! —arengó Kith-Kanan a los reclutas mientras la multitud se esforzaba por escuchar sus palabras.

»Nos remontaremos hacia el cielo en nuestro vuelo inicial bajo un nombre que hace clara alusión a nuestra velocidad. ¡A partir de hoy se nos conocerá como los Jinetes del Viento!

Un gran clamor se alzó en las filas de guerreros y en los espectadores.

Como Quimant había vaticinado, muchos jóvenes de familias nobles habían acudido en tropel para alistarse cuando conocieron la naturaleza de la unidad de elite. Kith-Kanan había decepcionado y encolerizado a muchos de ellos al seleccionar sus tropas sólo después de llevar a cabo numerosas pruebas de combate y rigurosos métodos de entrenamiento. Los hijos de albañiles, carpinteros y artesanos tuvieron las mismas oportunidades que los orgullosos herederos de casas nobles. Aquellos que no deseaban realmente el honor, o que carecían de espíritu de sacrificio o eran incapaces de alcanzar los altos niveles establecidos por Kith-Kanan, eran rechazados enseguida y enviados a la infantería. Al final de una semana de brutales pruebas, el comandante elfo tenía a su disposición más de un millar de elfos de probado coraje, dedicación y destreza.

—Seréis entrenados en el uso de la lanza ligera, el arco largo y la espada larga. Las lanzas se manejarán tanto en el aire como en tierra firme.

Recorrió con la mirada a los elfos reunidos. Los soldados estaban firmes, dos flanqueando cada grifo, tocados con yelmos de acero adornados con penachos de crin de caballo. Los Jinetes del Viento calzaban botas de piel flexible, y petos de suave cuero negro. Eran una tropa formidable, y el inminente entrenamiento aumentaría todavía más sus habilidades.

Las trompetas de bronce anunciaron el momento cumbre de la ceremonia, y cada uno de los Jinetes del Viento recibió una espada corta de afilada hoja que debería llevar durante todo el entrenamiento. Tendrían que aprender deprisa, había advertido Kith-Kanan a los reclutas, y estaba convencido de que lo harían, añadió.

El general volvió la mirada hacia el oeste, sintiendo una repentina impaciencia. Ya faltaba poco, se dijo para sus adentros.

Muy pronto el asedio de Sithelbec quedaría desbaratado, y después de eso ¿cuánto tiempo más podían tardar en ganar la guerra?