17
Al día siguiente
Sithas alargó el brazo hacia arriba, se agarró, y subió otros veinte centímetros, más cerca de su meta. El sudor le perlaba la frente, la fatiga le agarrotaba brazos y piernas, y un vertiginoso vacío se abría a sus pies. Todos estos factores los pasó por alto en su firme determinación de llegar a la cumbre del risco.
La rocosa barrera se alzaba sobre él, imponente, escarpada, y salpicada de afloramientos de granito resquebrajados y aserrados. Mientras hacía un alto para recobrar el aliento, pensó que, un mes atrás, habría considerado imposible esta escalada. Ahora representaba meramente un obstáculo más, un escollo que acometía con respeto, pero que estaba seguro de poder superar con éxito.
En su corazón renacían grandes esperanzas, animándolo a seguir adelante. ¡Este tenía que ser el sitio! La noche anterior, esas huellas en el saliente estaban tan claras que parecían una prueba irrefutable de que los grifos habitaban en las cercanías. Ahora lo asaltaban las dudas. Quizá su mente le había jugado una mala pasada y esta tortuosa escalada era simplemente otro esfuerzo inútil.
Sabía que al otro lado de este risco de paredes escarpadas se extendía una ramificación de las montañas Khalkist que todavía no había explorado. La región se desplegaba en un laberinto de riscos, glaciares y valles. Por fin, con un último impulso, remontó la rocosa cima de la vertiente divisoria. Con los ojos entrecerrados para resguardarlos de la deslumbrante luz del sol, contempló un valle profundo. Sithas ya no llevaba el pañuelo para protegerse el rostro; después de cuatro meses de tenerla expuesta al viento, la nieve y el sol, su piel estaba tan curtida como un trozo de cuero.
Sus ojos no captaron ningún movimiento, ningún signo de vida en el ancho y profundo valle. Con todo, allá al frente —muy, muy abajo— vio una gran extensión de bosque, verde oscuro. En medio de la fronda atisbó un reflejo centelleante que comprendió que debía de ser un estanque o un lago pequeño, y, a diferencia de cualquier extensión de agua que había visto durante los dos últimos meses, ésta no estaba congelada.
Dio unos pasos por la cima del risco y se encontró con un precipicio que caía casi en vertical. Sin desanimarse, avanzó a lo largo de la cresta, semejante a un cuchillo, hasta que por fin encontró una estrecha barranca que descendía en ángulo. Rápidamente, casi con temeridad, Sithas se deslizó por el angosto y pronunciado declive. No apartó ni un momento los ojos del cielo, esperando descubrir alguna señal de las magníficas bestias, mitad leones, mitad águilas, que buscaba.
¿Sería capaz de domarlas? Pensó en el pergamino que había llevado consigo durante estas semanas de búsqueda. Cuando hizo un alto para descansar, sacó el tubo de marfil y lo examinó. Lo destapó para comprobar que el pergamino continuaba enrollado y bien protegido en el interior. En algún rincón de su mente, una duda persistente lo incomodó y, por primera vez, se preguntó si el hechizo funcionaría. ¿Cómo era posible que unas simples palabras leídas de un pergamino hicieran efecto en criaturas tan orgullosas y libres como los grifos? Sólo le cabía esperar que Vedvedsica hubiese dicho la verdad.
La barranca le proporcionaba una buena cobertura y un descenso relativamente fácil que lo condujo centenares de metros hacia abajo a un ritmo constante. Sithas se movía con cuidado, tomando la precaución de no provocar un desprendimiento de rocas sueltas. Y, aunque no veía señales de su presa, puso todo su empeño en asegurarse de ser él quien los descubriera, y no al contrario.
El largo y tedioso descenso le llevó varias horas. Escarpadas paredes se alzaban a derecha e izquierda, a veces tan próximas que Sithas podía tocar ambas caras de la barranca con sólo extender los brazos. En cierto momento llegó a un sitio donde el suelo caía a plomo casi cuatro metros. Se giró de cara a la montaña y se descolgó por el tajo, tanteando con los pies hasta encontrar un apoyo seguro. Con toda clase de cuidados, se apretó contra la roca y buscó asideros un poco más abajo en los que poder agarrarse. Con este método lento y concienzudo, salvó el tramo perpendicular.
El suelo del pasaje se retorcía adelante y atrás como un pasillo sinuoso, y a veces Sithas no veía más allá de cuatro metros al frente. En tales ocasiones, avanzaba con mayor cautela, y se asomaba a la esquina antes de proseguir. Así fue como topó con el nido.
Al principio creyó que era una aguilera. Un gran círculo de ramas, palos y varitas descansaba sobre un pequeño saliente de la barranca. Debajo, la pared del risco se precipitaba en el vacío. Un hueco en el centro del nido había sido obviamente alisado, creando un refugio profundo y abrigado de casi dos metros de anchura. Tres pequeñas criaturas con plumas se movían en él, y de inmediato se volvieron hacia Sithas con los picos muy abiertos y lanzando chillidos exigentes.
Los animales se levantaron, extendieron las alas y sus gritos se hicieron más apremiantes. Sithas vio que las plumas de los animales eran finas y crecían dispersas; no parecían ser capaces de volar. Actuaban como crías de una camada reciente, pese a que los jóvenes grifos tenían el tamaño de halcones adultos.
Sithas se asomó cauteloso por el borde del saliente. Vio que los pequeños grifos se habían apelotonado formando un montón de plumas, plumón, garras y picos. Siseaban y escupían, con las plumas de la nuca de sus cabezas de águila erizadas. Al mismo tiempo, las colas, semejantes a la de un felino, se sacudían de uno a otro lado por el nerviosismo y la tensión.
Durante unos momentos, el elfo ni siquiera se atrevió a respirar ni a abrir la boca. La sensación de triunfo era tan fuerte que tuvo que contener las ganas de gritar de alegría.
Se obligó a mantenerse inmóvil, en silencio, escondido en la sombra de la enorme roca, mientras intentaba contener los latidos desbocados de su corazón.
¡Había encontrado a los grifos! ¡No eran un sueño!
Por supuesto, estas crías no eran las orgullosas criaturas que buscaba, pero la cercanía de la bandada ya no era objeto de duda. Sólo era cuestión de tiempo que descubriera a los adultos. ¿Cuántos serían? ¿Cuándo regresarían? Aguardó, alerta.
Durante una media hora, no hizo el menor movimiento. Observó el cielo en lo alto, y se aplastó contra la pared de la barranca a fin de no ser visto desde arriba.
Con un repentino apremio, sacó el tubo de marfil de su petate. Desenrolló el pergamino y estudió los símbolos del hechizo. Vio que era necesario tener concentración y disciplina a fin de pronunciar la antigua lengua elfa, que estaba repleta de pronunciaciones arcaicas y terminología mística. Articuló en silencio los desusados sonidos.
—¡Keerin… silvan! …Thanthal ellish, Quimost… ¡Hothist kranthas, Karin Than-tanthas!
La inquietud se apoderó de él nuevamente, y no tuvo más remedio que moverse. Con tanto sigilo como le fue posible, Sithas empezó a remontar el declive de la barranca. Buscaba un sitio desde donde tuviera una buena visión del valle. Su instinto le decía que los acontecimientos que tendrían lugar en lo que quedaba de día serían el colofón de la empresa y los que determinarían si había o no merecido la pena toda esta aventura. De hecho, podían determinar la importancia de toda su vida.
Encontró un amplio saliente en el risco, una cornisa abierta que, sin embargo, estaba a la sombra de una repisa rocosa que colgaba por encima. Desde aquí, creía, podía divisar todo el valle a sus pies, pero no sería visto ni atacado desde arriba.
Se acomodó para esperar. El sol parecía haberse quedado parado en el cielo, mofándose de él.
Dormitó un rato, arrullado por el calor del astro y tal vez agotado por la tensión a la que estaba sometido. Cuando despertó, lo hizo bruscamente, alarmado. Por un instante creyó estar sumido en un sueño fantástico.
Sithas parpadeó y sacudió la cabeza, con la vista clavada en la lejanía, en un minúsculo punto en movimiento, una mota de oscuridad contra el claro cielo. A juzgar por la distancia, lo que quiera que fuera tenía que ser muy grande. A medida que se acercaba, distinguió dos inmensas alas que sostenían un cuerpo; la silueta parecía aumentar segundo a segundo. Observó atentamente, pero no vio nada más detrás de este solitario explorador.
La aerodinámica silueta del ave se zambulló en un vuelo de picado, rumbo al risco situado al otro extremo del valle. Incluso a esta gran distancia, Sithas vio las leoninas patas traseras descender, sosteniendo el peso del grifo en tierra firme en tanto que batía las alas hasta posar lentamente las garras delanteras. Se podía apreciar claramente el tamaño de la criatura, y se percibía su fuerza bruta latente. Otra bestia voladora apareció, y luego varias más; todas ellas se posaron junto a la primera. Desde esta distancia, era como si Sithas estuviera contemplando una bandada de mirlos que acudiera a posarse en el maizal de un agricultor, colmado de mazorcas maduras. Pero el elfo sabía que cada grifo era más grande que un caballo.
Las bestias regresaron a su valle volando en una gran bandada, y lanzaron gritos de contento por encontrarse de vuelta al hogar. Los sonidos eran semejantes a los de grandes águilas, aunque más fuertes y fieros incluso que los de esas orgullosas aves. La bandada se extendía un kilómetro o más, oscureciendo el cielo con su imponente presencia.
Se posaron a lo largo del aserrado risco y en los picos cercanos, todavía a varios kilómetros de donde se encontraba Sithas. Las numerosas prominencias rocosas desaparecieron bajo las alas que batían lentamente, mientras los suaves y poderosos cuerpos buscaban una ubicación cómoda. Por primera vez, Sithas reparó en los numerosos nidos que se repartían a lo largo de riscos y vertientes en el lado del valle donde él se encontraba, cuando docenas de crías empezaron a gritar y a agitarse. Estaban tan bien camuflados que no había advertido la presencia de varios a menos de treinta metros de su aventajada posición.
Algunos de los adultos remontaron el vuelo otra vez y se zambulleron sobre el valle con largos y gráciles picados, las patas traseras extendidas hacia atrás adoptando una línea aerodinámica impecable. A medida que se aproximaban, Sithas alcanzó a ver largas tiras de carne colgando de sus picos. Al parecer, alimentaban a sus crías al estilo de las aves.
Los siguió el resto de la bandada, que de nuevo llenó el cielo con el rítmico batir de alas. Debían de ser cientos, quizá medio millar de individuos, aunque Sithas no perdió el tiempo contándolos. Sabía que tenía que actuar audaz y rápidamente.
Con gestos seguros y raudos, desenrolló el pergamino y echó un vistazo a los singulares y extraños símbolos. Apretó los dientes y salió a descubierto, al borde del precipicio, con el pergamino extendido ante sí. Se sintió vulnerable como un niño indefenso.
Su movimiento provocó una reacción instantánea, impresionante. El valle retumbó con un coro de gritos agudos de alarma cuando los salvajes grifos lo divisaron y chillaron desafiantes. Los que iban al frente, los que llevaban comida para sus crías, viraban hacia los laterales de inmediato, alejándose del intruso. Los demás plegaron las alas y se zambulleron directamente hacia el Orador de las Estrellas.
El terror constriñó la garganta de Sithas. Jamás se había enfrentado a semejante arremetida. Los grifos se acercaban a una velocidad vertiginosa. Las enormes garras se tendieron hacia él, ansiosas de desgarrar y arrancar a tiras su carne.
El Orador se obligó a bajar la vista al pergamino, aunque estaba convencido de que su voz no se oiría en medio de este estruendo.
Pero, de todas formas, leyó el escrito. Su voz salió de lo más profundo de su ser, poderosa y autoritaria. Los sonidos de las antiguas palabras elfas le parecieron de repente un lenguaje que conocía desde siempre. Habló con gran fuerza, con tono vibrante e imperioso, sin delatar el temor que amenazaba dominarlo.
—¡Keerin… silvan!
Al articular esta frase, se hizo el silencio de un modo tan repentino que la ausencia de sonido tuvo en Sithas un efecto tan demoledor como un golpe físico, y el elfo se tambaleó. Notaba que los grifos seguían zambulléndose en picado sobre él, pero sus gritos penetrantes habían sido silenciados con las primeras palabras. Ello reforzó su confianza.
—¡Thanthal ellish, Quimost!
Las palabras parecían inflamarse en el pergamino, cobrando vida a medida que las leía. No se atrevió a mirar hacia arriba.
—¡Hothist kranthas, Karin Than-tanthas!
Lo primero que vio fue el rostro rebosante de odio de un grifo zambulléndose sobre él. La criatura llevaba el monstruoso pico abierto, y las dos garras de sus patas delanteras y las zarpas traseras se dispararon en dirección a Sithas, listas para desgarrarlo en pedazos.
Pero entonces, de repente, viró hacia arriba y, extendiendo las inmensas alas, se posó en un saliente rocoso situado directamente frente a la erguida figura de Sithas, Orador de las Estrellas, descendiente de la Casa de Silvanos.
—¡Venid a mí, criaturas del cielo! —gritó el monarca elfo. Una sobrecogedora sensación de poder lo inundó, y Sithas levantó los brazos, con los puños apretados tendidos hacia el cielo—. ¡Venid, mis grifos! ¡Responded a la llamada de vuestro señor!
Y así lo hicieron.
La bandada, sometida al encantamiento, voló en círculos a su alrededor y luego se posó en las prominencias rocosas de los imponentes riscos cercanos. Uno de los animales se acercó a Sithas, avanzando a lo largo de la cresta rocosa. El Orador se fijó en una mancha de plumas blancas en el pecho pardo, y su entusiasmo creció desbordante al reconocerlo.
—¡Arcuballis! —gritó mientras la cabeza de la criatura subía y bajaba respondiendo a su llamada. El grifo había sobrevivido y, de algún modo, había encontrado un hogar con esta bandada de su especie.
El orgulloso animal llegó de un brinco ante Sithas, se levantó sobre las patas traseras y extendió las inmensas alas. El elfo reparó en una brecha, ya cerrada, en un lateral de la cabeza de Arcuballis, donde lo había alcanzado el garrote del gigante. Sithas estaba sorprendido de la alegría que sentía al encontrar viva a la montura de su hermano, y sabía que esa alegría no sería nada comparada con el júbilo que sentiría Kith-Kanan al saberlo.
Los otros grifos también se aproximaron a él, orgullosos y fieros, pero ya no se mostraban amenazadores. De hecho, parecía que la curiosidad era su principal motivación.
¡Por los dioses, lo había conseguido! ¡Su misión había tenido éxito! Era tal su entusiasmo que la distante guerra le parecía ya casi ganada.