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Invierno, en el ejército de Ergoth

La lluvia se descargaba sobre un mar de lonas con un ruido monótono, cadencioso, que marcaba el tiempo durante el invierno en la planicie. El cielo gris se extendía sobre la tierra parda, azotada por vientos que traían niebla, aguaceros y llovizna gélida.

¡Si al menos helara! Éste era el deseo de todos los soldados del ejército que hacían guardias, instrucción, o penosos viajes a los distantes bosques para recoger leña y madera. Una fuerte helada endurecería el fangoso suelo sobre el que ahora chapoteaban y las ruedas de los carros se quedaban atascadas, y que hacía que algo tan simple como caminar resultara un ejercicio agotador.

Los centinelas apostados alrededor del anillo del vasto campamento humano tiritaban en sus puestos de guardia. La gran mole de Sithelbec resultaba prácticamente invisible en la gris penumbra del crepúsculo. Las empalizadas del fuerte se erguían sólidas y fuertes; su resistencia había sido puesta a prueba a un alto precio: la muerte de un millar de hombres durante los pasados meses.

La noche llegó como una cortina que se cierra, y la quietud y el silencio se adueñó del campamento, salvo por el crepitar de las hogueras que salpicaban la oscuridad. Incluso estos fuegos eran pocos, pues todas las fuentes de abastecimiento de leña habían sido esquilmadas en un radio de quince kilómetros.

En medio de la oscuridad, una figura aún más oscura se movió. El general Giarno se dirigió con andar pausado al puesto de mando, la tienda del general Barnet. Siguiéndole los pasos, e intentando controlar su terror, iba Suzine.

No quería encontrarse aquí. Jamás había visto a Giarno con un aire tan amenazador como el que parecía tener esta noche. La había llamado sin dar explicaciones; en sus ojos había una expresión distante… y hambrienta. Era como si el hombre apenas advirtiera su presencia, tan absorto estaba en cualesquiera fueran sus pensamientos.

Ahora comprendía que su víctima tenía que ser Barnet. El general Giarno llegó a la tienda del general en jefe, apartó a un lado la lona de la entrada y entró audazmente. Suzine, más precavida, pasó tras él.

Barnet estaba esperando compañía, ya que se encontraba de pie, de cara a la puerta, con la mano en la empuñadura de su envainada espada. Aparte de ellos tres no había nadie más en el habitáculo, pobremente iluminado. Una única lámpara chisporroteaba sobre una deteriorada mesa de madera, y la lluvia se filtraba por el empapado techo y los costados de la tienda.

—¿El usurpador osa desafiar a su superior? —zahirió el canoso Barnet, pero su tono no era tan enérgico como sus palabras.

—¿Superior? —La voz del general más joven estaba cargada de menosprecio. La expresión de sus ojos seguía siendo ausente, como si los tuviera enfocados en algo muy lejano—. Eres un fracasado. ¡Estás acabado, viejo!

—¡Bastardo! —Barnet reaccionó con una rapidez sorprendente, considerando su edad. Con un movimiento suave y ágil, su espada siseó al salir de la vaina y embistió con un zumbido el rostro del hombre más joven.

El general Giarno fue aún más rápido. Levantó una mano, protegida con el guantelete negro de acero. La hoja se descargó sobre el guantelete, a la altura de la muñeca, con un poderoso golpe que debería haber abierto un tajo a través de la armadura y cercenado la mano del general.

En cambio, la espada se quebró en un montón de añicos plateados. Barnet, sosteniendo todavía la inútil empuñadura, miró boquiabierto a Giarno, e involuntariamente retrocedió un paso.

Suzine gimió aterrada. Algún poder inconcebible y espantoso vibraba en el cuarto; algo que percibía a un nivel más profundo que la simple vista, el oído o el tacto. Sintió que se le doblaban las rodillas, pero se obligó a sostenerse en pie.

Sabía que Giarno quería que presenciara la escena, pues esto iba a ser una lección para ella tanto como un castigo para Barnet.

El hombre mayor chilló —un sonido patético, gemebundo— mientras miraba fijamente algo en los oscuros ojos de su verdugo. Las manos de Giarno, enfundadas en reluciente acero negro, se cerraron en torno a la garganta de Barnet, y los sonidos emitidos por el general en jefe se redujeron a jadeos y toses estrangulados.

El semblante de Barnet se tornó una convulsa máscara de terror. Sin hacer el menor sonido, su mandíbula colgó fláccida, y la lengua le salió entre los dientes, en tanto que la piel adquiría un vivo tono rojo. Como una rosa carmesí, pensó Suzine. Luego, el rostro del hombre se puso azulado y después, gris, ceniciento.

Por último, como si su cuerpo hubiese ardido en un fuego abrasador, Barnet se puso negro. Su semblante dejó de hincharse y empezó a encogerse progresivamente hasta que la piel se contrajo, tirante, sobre los claros contornos del cráneo. Los labios se estiraron hacia atrás, y luego se agrietaron y se resecaron como pellejos momificados.

Suzine vio que las manos del hombre se habían convertido en auténticas garras, cada una un perfil de huesos blancos, con unos pocos jirones de piel y las uñas sobresaliendo del espantoso esqueleto.

Giarno arrojó a un lado el cadáver, que se desplomó lentamente en el suelo, como un saco de yute mecido por corrientes de aire.

Cuando el general se volvió finalmente hacia Suzine, ésta soltó un grito sofocado de instintivo terror. Su aspecto era más imponente, más sobrecogedor que nunca. Tenía la tez encendida, brillante.

Pero eran sus ojos los que despertaban verdadero terror, pues ahora estaban fijos en ella, con un brillo inequívoco, letal.

Suzine contempló su espejo, descorazonada. Aunque podía mostrarle diez mil cosas distintas, no reflejaba la única imagen que significaba todo para ella. Ya no sabía siquiera si Kith-Kanan estaba vivo, tan lejos había volado.

En los diez días transcurridos desde que Giarno había matado a Barnet, el campamento había bullido en una frenética actividad. Una serie de enormes catapultas cobraron forma a lo largo del frente. Construir las grandes máquinas de madera era una tarea lenta, pero, para finales de invierno, dos veintenas de estas máquinas de guerra estarían a punto para descargar su destrucción sobre Sithelbec.

Las fuertes heladas habían endurecido el suelo durante los días inmediatamente siguientes al brutal asesinato, y ello había eliminado el barrizal que había impedido cualquier actividad. Ahora, grandes grupos de jinetes humanos recorrían las planicies circundantes, y las contadas partidas de Montaraces que se encontraban fuera de las empalizadas de Sithelbec habían sido eliminadas o empujadas a buscar refugio en lo más profundo del bosque.

Desanimada, Suzine enfocó la mente en su tío, el emperador Quivalin Soth V. El espejo registró a fondo la extensa planicie helada en dirección oeste, y la mujer no tardó en encontrar lo que Giarno le había ordenado buscar: el carruaje imperial, escoltado por cuatro mil de sus más leales caballeros, aproximándose al campamento.

Salió en busca del general y lo halló vapuleando a los infortunados capitanes de una brigada destacada para traer madera de un bosquecillo distante a unos veinte kilómetros.

—¡Doblad el número de hombres si es preciso! —gritaba el general Giarno, en tanto que seis veteranos oficiales, marcados con las cicatrices de muchas batallas, temblaban en su presencia—. ¡Pero quiero esos maderos aquí mañana! ¡La construcción de las catapultas estará detenida hasta que tengamos esa madera!

—Señor —se aventuró a decir el más audaz—, ¡se trata de los caballos! ¡Los forzamos al máximo y hay que darles un descanso si no queremos que revienten! ¡Se tardan dos días en hacer el trayecto!

—Entonces forzadlos hasta que revienten. ¿O es que consideráis más importante la vida de unos caballos que la vuestra?

—No, general.

Azogados a más no poder, los capitanes se retiraron para organizar una nueva y más numerosa expedición para hacer aprovisionamiento de madera.

—¿Que noticias tienes para mí? —Giarno se volvió hacia Suzine y clavó en ella su penetrante mirada.

Por un instante, la mujer lo miró mientras intentaba contener los temblores. El Pequeño General le recordaba, por primera vez en mucho tiempo, al oficial dinámico y rebosante de energía que había conocido, y por el que, en un tiempo, había perdido la cabeza. ¿Tendría algo que ver en ello la muerte de Barnet? Suzine tenía la impresión de que, en algún modo abominable, Giarno había consumido la fuerza vital del otro hombre, como si hubiese devorado a su rival, y el hecho le hubiera resultado vigorizante.

—El emperador llegará mañana —informó—. Avanza a buen ritmo, ahora que el suelo está helado.

—Espléndido.

Saltaba a la vista que el general estaba enfrascado ya en otra cosa, pues desvió su penetrante mirada hacia el bastión de Sithelbec.

Si el emperador Quivalin advirtió algún cambio siniestro en el general Giarno, no le comentó nada a Suzine. Su carruaje había entrado en el campamento en medio de las aclamaciones de sus más de cien mil soldados. La numerosa comitiva rodeó toda la circunferencia del emplazamiento circular antes de dirigirse a la tienda donde el Pequeño General tenía su cuartel general.

Los dos hombres conferenciaron en el interior de la tienda durante varias horas, y después el soberano y el oficial salieron, codo con codo, para dirigir unas palabras a las tropas.

—He nombrado al general Giarno comandante en jefe del ejército para ocupar el puesto que había quedado vacante con la desafortunada muerte del general Barnet. —El anuncio de Quivalin fue acogido por sus hombres con vítores—. ¡Confío plenamente en él, como en todos vosotros! —Más aclamaciones—. ¡Estoy seguro de que, con la llegada de la primavera, vuestro ímpetu echará abajo las empalizadas del fuerte elfo y sus defensores quedarán reducidos a cenizas! ¡Por la gloria de Ergoth, triunfaréis!

Sus aduladoras palabras surtieron efecto en las tropas, que se adelantaron para ver más de cerca a su poderoso dirigente. Una mirada severa de su general, sin embargo, frenó en seco su avance. El silencio, renuente y paulatino, se hizo en la muchedumbre de guerreros.

—El fallecimiento de mi predecesor, ocasionado por el agotamiento, era sintomático de la indolencia generalizada que prevalecía anteriormente en este ejército. Una apatía que permitió a nuestro enemigo alcanzar el fuerte hace unos meses —dijo el general Giarno. A pesar de hablar en un tono bajo y desapasionado, había en su voz una ominosa fuerza, superior a la arenga exhortadora del emperador.

Se alzaron murmullos de descontento en millares de gargantas. Barnet había sido un líder muy popular entre sus hombres, y su muerte no les había sido explicada satisfactoriamente. Con todo, el terror sin paliativos que les inspiraba el Pequeño General impedía que ninguno de ellos manifestara en voz alta su desagrado.

—Nuestro emperador me ha informado que se nos unirán tropas adicionales, un contingente de enanos del clan theiwar, de Thorbardin —continuó Giarno—. Son expertos mineros, y se ocuparán de excavar túneles que pasarán bajo las defensas enemigas.

»Aquellos de vosotros que no tengáis algún cometido relacionado con los preparativos del ataque, empezaréis un enérgico programa de entrenamiento a partir de mañana. ¡Cuando llegue el momento de atacar, estaréis preparados! ¡Y por la gloria de nuestro emperador, venceréis!