14
Inmediatamente después
Sithas observó atentamente al gigante de las colinas que dirigía la columna de brutos, a unos tres kilómetros de distancia y trescientos metros más abajo. El monstruo hizo un gesto a sus compañeros, señalando hacia arriba. No en su dirección, comprendió Sithas, sino a la cornisa. ¡Al punto donde estaba acampado su hermano! La docena de gigantes avanzó pesadamente por la nieve que cubría el suelo del valle, encaminándose en aquella dirección.
Sithas intentó divisar a su gemelo, pero la distancia era demasiado grande. Un momento… ¡allí! Comprendió que Kith-Kanan también debía de haber visto a los gigantes, ya que el elfo herido se había echado por encima una oscura capa y se aplastaba contra la pared más alejada del saliente. Su camuflaje parecía eficaz, y lo haría prácticamente invisible desde abajo mientras los gigantes se dirigían hacia el risco.
La columna de brutos vadeó el regato. El que iba a la cabeza gesticuló de nuevo, esta vez señalando el surco abierto en la nieve por Sithas en sus idas y venidas para coger agua. Otro gigante señaló un rastro distinto, el que había hecho el Orador el día anterior.
Aquel gesto lo hizo concebir una idea desesperada. Actuó con celeridad, lanzando rápidos vistazos a su alrededor hasta que sus ojos se detuvieron en una piedra de tamaño mediano que descansaba en la cima del paso y que se había soltado del estrato rocoso. La agarró con ambas manos y, jadeando por el esfuerzo, levantó la piedra por encima de su cabeza. El gigante que cerraba la fila ya había cruzado el regato, y ahora las inmensas y grotescas criaturas se aproximaban a la base del risco.
Sithas arrojó la piedra tan fuerte y tan lejos como le fue posible. Esta cayó a plomo por la empinada cara del paso, sembrada de rocas. Luego chocó contra otra piedra grande con un sonoro estampido antes de seguir rodando y saltando una y otra vez, ladera abajo. Conteniendo el aliento, Sithas observó a los gigantes. ¡Tenían que oír el estruendo!
Y, efectivamente, lo oyeron. De repente, los doce monstruos giraron sobre sí mismos, sorprendidos. Sithas pateó otra piedra, y ésta también bajó dando brincos y golpes, y fue rodando hasta la hendidura abierta entre los dos inmensos peñascos entre los que Sithas había pasado en la escalada del día anterior.
Los brutos se detuvieron y miraron a lo alto. Sithas aguardó, casi sin respirar.
Su argucia dio resultado. Vio que el primer gigante gesticulaba frenéticamente, señalando hacia la cima del paso, donde estaba él. Kith-Kanan quedó relegado al olvido, y toda la banda de monstruos dio media vuelta y empezó a correr en persecución del elfo que probablemente creían haber «sorprendido» mientras intentaba escabullirse por el paso.
Sithas los observó mientras se acercaban. Trotaban a través del profundo manto de nieve a grandes zancadas, y con cada paso se alejaban de Kith-Kanan. Sithas se preguntó si su hermano estaría observando la escena, y si habría visto la ingeniosa maniobra de distracción creada por su gemelo. El Orador permaneció inmóvil, tendido en el suelo y atisbando por detrás de un peñasco mientras los monstruos se aproximaban al pie de la pendiente.
¿Y ahora qué iba a hacer? Los gigantes habían llegado casi a la base del repecho. Sithas miró atrás. El valle estaba cubierto por doquier con un profundo manto de nieve. Dondequiera que fuera, dejaría un rastro tan obvio que incluso unos zoquetes como los gigantes de las colinas no tendrían la menor dificultad en seguirlo.
Volvió su atención al problema más inmediato. Vio, asaltado por el pánico, que los gigantes habían desaparecido de la vista. Lo comprendió unos instantes después: estaban tan cerca de la base del paso que la abrupta inclinación de la ladera le impedía verlos.
El miedo parecía nublar su mente, y su cuerpo se puso tenso ante la expectativa del combate. La idea casi lo hizo sonreír. La perspectiva de enfrentarse a una docena de gigantes con su endeble espada resultaba ciertamente ridícula. Con todo, por la misma razón, esa posibilidad parecía ser inevitable, de manera que su hilaridad fue rápidamente reemplazada por el terror más absoluto.
Se adelantó cautelosamente y se asomó al paso. Sólo vio los monstruosos peñascos entre los que había pasado el día anterior. Todavía no había señal alguna de los gigantes.
¿Debería hacerles frente en esas rocas? Por la estrecha abertura sólo podían pasar de uno en uno. Aun así, valorando con brutal sinceridad su capacidad para combatir, sabía que no hacía falta más de uno para que le aplastara el cráneo como si fuera una cáscara de huevo. Además, recordó el precario equilibrio de esos peñascos; de hecho, uno de ellos se había desplazado varios centímetros con sólo rozarlo.
Aquello le dio una idea. El elfo revisó su espada larga, que había sujetado firmemente a su espalda. Con rapidez desató el haz de leña y tiró los palos en el suelo sin contemplaciones. Cogió el más grande, que era más o menos tan largo como su pierna, pero no más grueso que su brazo. Pese a ello, tendría que servir.
Sin pensarlo dos veces, Sithas echó a correr, agazapado, y empezó a descender la cuesta en dirección a los dos peñascos. Ahora podía ver a los gigantes a través de la hendidura, y comprendió, sobresaltado, que los brutos se encontraban a mitad de camino de la empinada pendiente.
Resbalando sobre el cascajo suelto, Sithas chocó contra una de las rocas y la sintió tambalearse bajo su peso, pero enseguida se asentó de nuevo y el elfo ya no consiguió moverla. Volviéndose hacia la otra roca, Sithas empujó con todas sus fuerzas, y sus afanes fueron recompensados con un leve desplazamiento de la maciza mole. Sin embargo, ésta, también, parecía haber quedado encajada en una posición estable y no se movió más.
Desesperado, Sithas se deslizó a través de la abertura de los peñascos, se agachó al pie del que, a su juicio, estaba más suelto, y empezó a cavar y hurgar con la punta del palo.
Utilizándolo como palanca, soltó una piedra grande, que cayó rodando por la ladera. Inmediatamente, empezó el mismo proceso con otra piedra. Un rugido de sorpresa sonó más abajo, y Sithas comprendió que no le quedaba mucho tiempo. No miró atrás: en cambio, trepó afanoso entre los dos peñascos. Nada más pasar la abertura, se lanzó contra la gran roca en cuya base había trabajado afanoso para dejarla suelta, y fue recompensado por un ligero tambaleo. Luego, una lluvia de grava se desprendió de la base y cayó sobre las cabezas de los gigantes.
El cabecilla de los monstruos rugió otra vez. La criatura se hallaba ahora a escasos cincuenta metros por debajo de Sithas, y trepaba a una velocidad pasmosa.
Tras un último y fútil empellón al peñasco, el elfo supo que tenía que abandonar el plan. Se le había acabado el tiempo. Desenvainó la espada y se deslizó de nuevo por la angosta abertura para enfrentarse al primer gigante en la boca de la grieta. Estaba firmemente decidido a derramar cuanta sangre de sus enemigos le fuera posible antes de perecer.
El bruto se aproximó a él, exhibiendo una grotesca caricatura de sonrisa en el rostro. Sithas vio sus diminutos ojillos, inyectados en sangre, y los afilados dientes que sobresalían de las encías como los colmillos de una fiera. Sus grandes labios chasquearon con excitación mientras el bruto se preparaba para arrancar la vida de este insolente elfo.
El gigante blandía uno de aquellos monstruosos garrotes que las bestiales criaturas habían utilizado en su previo ataque. El arma se descargó, pero Sithas retrocedió al interior de la grieta y sintió temblar el peñasco por el fuerte impacto. Salió disparado otra vez y arremetió velozmente con su espada. Una sensación de cruel deleite llameó en su interior cuando su arma abrió un profundo corte en la frente del gigante.
Con un rugido de rabia salvaje, el gigante tiró el garrote y se abalanzó hacia arriba, tendiendo las inmensas zarpas para coger las piernas de Sithas. El elfo se escabulló de un brinco y retrocedió por la hendidura al tiempo que arremetía con la espada, consiguiendo atravesar limpiamente la mano del monstruo.
Aullando de dolor, el gigante se retorció y se apartó de la grieta para agarrarse la ensangrentada extremidad. Sin embargo, Sithas no tuvo tiempo para aquilatar la situación, ya que otro gigante había ocupado la posición del anterior. Éste, al parecer, había aprendido de los errores de su compinche, pues acometió con el pesado garrote por delante, metiéndolo en la grieta pero manteniéndose él fuera del alcance del elfo.
Sithas esquivó el golpe al tiempo que maldecía, ya que la burda arma había estado a punto de aplastarle la muñeca izquierda. El gigante se metió un poco en la hendidura, y Sithas retrocedió. Pero entonces perdió el equilibrio al pisar un parche de cascajo suelto y resbaló hacia aquel rostro malicioso, rebosante de odio.
Vio que los monstruosos labios se ensanchaban en una mueca malévola, los ennegrecidos colmillos listos para desgarrar su carne. Sithas lanzó una patada, y su bota se estrelló contra la narizota llena de verrugas del bruto.
Desesperadamente, Sithas pataleó impulsándose hacia arriba y uno de sus pies se apoyó en una irregularidad de la pared del peñasco. El gigante alargó las zarpas para cogerlo, pero Sithas estaba justo fuera de su alcance, poco más de treinta centímetros por encima de él.
Con gesto determinado, el corpulento bruto metió los anchos hombros en la angosta abertura. La fortaleza de su cuerpo logró apartar los peñascos ligeramente.
Con todo, al parecer eso fue suficiente. La mano del monstruo se cerró sobre el pie de Sithas. Mientras el elfo pateaba y se revolvía frenético, uno de los peñascos se tambaleó, a punto de desprenderse.
El Orador de las Estrellas apoyó la espalda contra una de las enormes rocas e hizo palanca en la otra con los dos pies. Encomendándose a cuantos dioses podía recordar, tensó el cuerpo y empujó con todas sus fuerzas, jadeando y bregando para mover el colosal peso.
Lenta, paulatinamente, el inmenso peñasco se inclinó hacia adelante. El gigante miró hacia arriba, y los diminutos ojos casi se le salieron de las órbitas al ver que la gran roca se desplomaba sobre él. Toneladas de roca cayeron sobre el bruto y lo hicieron papilla.
Al encontrarse sin punto de apoyo en los pies de forma tan repentina, Sithas se deslizó cuesta abajo, detrás del peñasco. Se oyó un espeluznante crujido en el suelo, y Sithas alzó la vista a tiempo de ver que el segundo peñasco también se soltaba, a punto de caer rodando hacia el valle, trescientos metros más abajo. Desesperadamente el elfo saltó hacia un lado; sintió temblar la tierra cuando la gigantesca piedra pasó dando tumbos a su lado.
El retumbo del desprendimiento se hizo más fuerte y levantó ecos en el valle, como si el mundo se sacudiera en sus cimientos. Sithas se aplastó contra el suelo, hincando los dedos en él para agarrarse mientras toda la pendiente del paso se desplomaba. El atronador ruido era insoportable, y Sithas estaba convencido de que, en cualquier momento, el alud lo arrastraría.
Pero esta vez los dioses fueron clementes con el Orador de las Estrellas, y, aunque la pared del cerro se desplomó a menos de treinta centímetros de su posición, la roca a la que Sithas se aferraba se mantuvo, milagrosamente, sujeta a la ladera.
El mundo se sacudió y retumbó alrededor de Sithas durante lo que parecieron horas, aunque en realidad no duró más que unos minutos. Cuando el elfo abrió los ojos, parpadeando para librarse del polvo y la suciedad, miró abajo y contempló un panorama de total destrucción.
La nube de polvo se había posado sobre las extensas áreas nevadas antes prístinas, tiñendo todo el valle con un sucio tono gris. En la cara del risco se abría, como una herida, una gran hendidura allí donde grava, cascajo e incluso grandes fragmentos de estrato se habían desprendido. Sithas no vio rastro de ninguno de los doce gigantes, pero parecía inconcebible que alguno de ellos hubiera podido sobrevivir a la destructora avalancha.
El paso era ahora aún más escarpado que cuando lo había escalado, pero toda la superficie estaba limpia de nieve, y la roca que asomaba era parte de los sólidos cimientos montañosos. Por ende, el elfo no tuvo mucha dificultad en elegir la ruta en su laborioso descenso de trescientos metros hasta el suelo del valle.
Cerca ya de la base, topó con el cuerpo de uno de los gigantes. La criatura estaba medio enterrada en cascajo y cubierta de polvo.
Sithas avanzó por la pendiente con sumo cuidado, usando asideros para mantener el equilibrio, hasta llegar junto al inerme cuerpo del gigante. La criatura estaba colgando sobre un afloramiento rocoso, con el aspecto de una muñeca de trapo que alguien hubiera tirado a un lado sin contemplaciones. Cuando el elfo estuvo al lado del monstruo, lo examinó con más detenimiento.
Vio que llevaba botas de pieles y una túnica de piel de oso. La criatura tenía una barba, larga y rala, que acentuaba la apariencia descuidada y primitiva de su rostro. La enorme boca estaba abierta, laxa, y su larga lengua colgaba fláccida por un lado. Varios dientes rotos tachonaban sus encías junto con un único colmillo, intacto, en el frente. Sithas se encontró sintiendo una espontánea reacción de compasión mientras miraba el patético semblante del bruto.
Esta reacción se tornó de manera instantánea en sobresalto cuando el gigante se movió, tendiendo un brazo, semejante a un tronco, hacia él. El elfo retrocedió un paso con nerviosismo, la espada presta en su mano.
El gigante gimió, chasqueó los labios y resopló quejoso antes de abrir, con esfuerzo, el párpado de un ojo inyectado en sangre y vacío de expresión. El ojo miró fijamente al elfo.
Sithas se quedó paralizado. Tan pronto como había visto que el bruto se movía, el instinto lo había apremiado a atravesar la garganta o el corazón de la criatura con su afilada espada.
No obstante, algún sentimiento nacido en lo más hondo, y que sorprendió al elfo por su intensidad, detuvo su mano. La hoja de acero seguía cernida sobre el rostro del gigante, a un palmo de su roma e hinchada nariz, pero Sithas no la hundió.
En lugar de ello, estudió a la criatura mientras ésta abría el otro ojo. El gigante bizqueó ridículamente cuando, al parecer, advirtió la afilada hoja tan próxima a su rostro. Los enrojecidos ojos se enfocaron lentamente; Sithas notó que el gigante se ponía tenso, y supo que debería matarlo, si es que no era ya demasiado tarde. Lo asaltaron dudas.
A pesar de todo, se mantuvo firme. El gigante frunció el entrecejo todavía intentando comprender qué había ocurrido, qué estaba ocurriendo. Por fin la comprensión se abrió paso en su cerebro, y su reacción cogió a Sithas totalmente desprevenido. El monstruo chilló —un grito penetrante de terror— y, retorciéndose sobre el suelo, intentó apartarse del elfo y su espada.
Una piedra grande le cerró la retirada, y el bruto se encogió contra la roca, levantando los enormes puños ante si, como para detener un golpe. Sithas adelantó un paso y, cuando el gigante chilló otra vez, bajó la espada, desconcertado por su extraño comportamiento.
Luego hizo un movimiento fortuito con el arma, y el gigante levantó las manos para protegerse la cara y gruñó algo en un idioma tosco. De nuevo, a Sithas le llamó poderosamente la atención aquel colmillo intacto, perfecto, moviéndose arriba y abajo en las melladas encías.
El problema era qué hacer con él. Dejar marcharse al bruto, sin más, sería correr un riesgo absurdo. Con todo, Sithas era incapaz de matarlo, ahora que lo miraba acobardado y balbuciente. Ya no parecía una amenaza, a pesar de su gran tamaño.
—Eh, «Colmillo». Ponte de pie. —El elfo gesticuló con la espada y, tras unos segundos, el gigante se incorporó vacilante.
La criatura medía tres metros o más de altura, tenía un torso grande como un barril y unos miembros robustos y nervudos. Colmillo miró boquiabierto, en un gesto patético, a Sithas, en tanto que el elfo asentía, satisfecho. Luego gesticuló otra vez con la espada, en esta ocasión pendiente abajo, hacia el valle.
—Vamos, tú irás delante —instruyó al gigante.
Los dos echaron a andar cuesta abajo; Sithas no enfundó el arma, como medida de precaución. Pero Colmillo parecía darse por satisfecho con caminar delante del elfo, arrastrando los pies. Ya en el suelo del valle, Sithas descubrió que era una gran ventaja seguir el paso del gigante, en lugar de ir abriéndose camino a través de la nieve. Mediante una prolija pantomima demostró a Colmillo cómo tenía que arrastrar los pies al caminar, abriendo de ese modo un surco más profundo y llano para él.
Condujo al gigante hacia la cornisa donde Kith-Kanan yacía indefenso. Al pie del risco, antes de tomar la escarpada y peligrosa trocha, Sithas se plantó ante el gigante.
—Quiero que lo lleves en brazos —explicó al tiempo que hacía un gesto como si sostuviera en los suyos a un niño, y luego señaló hacia arriba, a la cornisa—. ¿Me comprendes?
El gigante miró al elfo con los ojos entrecerrados, en un gesto de profunda concentración. Luego levantó la vista hacia la pared del risco.
Entonces sus ojos se abrieron de par en par, como si alguien acabara de abrir las contraventanas de un cuarto oscuro y poco utilizado. Su boca se ensanchó en una mueca de contento, y el colmillo subió arriba y abajo con entusiasta comprensión.
—Espero que sí —rezongó Sithas, no muy seguro de estar obrando con cordura.
Ahora fue el elfo el que se puso a la cabeza, trepando por la angosta senda hasta llegar a la cornisa que tenía recluido a su gemelo.
—¡Bien hecho, hermano! —Kith-Kanan estaba sentado, con la espalda recostada en la pared del nicho, y una mueca de asombrada complacencia en su semblante—. Los vi venir y pensé que era el fin.
—Esa misma idea me pasó también por la mente —admitió Sithas.
Kith lo miraba con una expresión de admiración que Sithas nunca había visto en los ojos de su hermano.
—Podrías haberte matado; lo sabes, ¿no? —dijo el guerrero.
Sithas rió con cortedad, notando una cálida sensación de orgullo.
—No pienso dejarte toda la diversión para ti.
Kith le sonrió, los ojos relucientes.
—Gracias, hermano. —Carraspeó y señaló con la barbilla a Colmillo—. Y éste ¿quién es? ¿Un prisionero o un amigo? ¿Qué se te ha ocurrido ahora?
—Nos vamos al otro valle —contestó Sithas—. ¡No pude encontrar un caballo, así que tendrás que ir montado en un gigante!