13
Sangre fresca
Sithas cortó una tira de carne de la pieza cobrada, allí mismo, en el valle, y empezó a arrancar trozos a mordiscos, sin importarle que estuviera cruda o que la sangre le escurriera por la barbilla. Masticó vorazmente, y engulló el pedazo antes de transportar el resto del animal por la empinada trocha hasta la cornisa. Encontró a Kith-Kanan tan inmóvil como cuando lo había dejado, pero ahora, al menos, tenían comida…, ¡tenían esperanza!
La falta de fuego era un inconveniente, pero ello no impidió que Sithas devorara un gran trozo de carne tan pronto como llegó al saliente. Antes de que se enfriara, vertió la sangre en la boca de su inconsciente hermano, confiando en que el calor y el alimento tuvieran un efecto beneficioso, por mínimo que fuera.
Ya saciado, Sithas se acomodó para descansar. Por primera vez desde hacía días, sentía algo que no era una angustiosa desesperación. Había acechado a su presa y la había matado…, algo que jamás había hecho; no sin batidores, guías y subordinados que cargaban las armas. Sólo el estado de su hermano ensombrecía la situación.
Durante dos días más, no hubo cambios en las condiciones físicas de Kith-Kanan. Llegó un frente de nubes grises, y los copos de nieve cayeron arremolinados sobre los hermanos. Sithas vertió más sangre del becerro en la boca de Kith, bajó por agua al valle varias veces al día, y ofreció plegarias a Quenesti Pah.
Entonces, ya próximo el ocaso del séptimo día que pasaban en la cornisa, Kith gimió y se movió. Parpadeó y abrió los ojos, y miró a su alrededor, aturdido.
—¡Kith, despierta! —Sithas se inclinó sobre su gemelo y, lentamente, los ojos de Kith-Kanan se encontraron con los suyos. Al principio estaban apagados, pero Sithas observó que, poco a poco, cobraban brillo y vivacidad.
—¿Qué…? ¿Cómo te…?
El alivio fue tan grande que Sithas sintió flojedad en las piernas. Ayudó a su hermano a sentarse.
—Tranquilo, Kith. Te pondrás bien. —Se obligó a dar a su tono mayor seguridad de la que sentía en realidad.
La mirada de Kith se detuvo en el cuerpo del animal muerto, que Sithas había colgado cerca del precipicio.
—¿Qué es eso?
—¡Un carnero! —Sithas sonrió enorgullecido—. Lo cacé hace unos cuantos días. ¡Toma, come un poco!
—¿Crudo? —Kith-Kanan arqueó las cejas, pero enseguida comprendió que no había otra alternativa. Cogió un trozo de tierno lomo y le dio un mordisco. No era un manjar, pero sí sustento. Mientras masticaba, reparó en que Sithas lo observaba como un cocinero mayor disfrutando de la reacción por una nueva receta—. Está bueno —dijo mientras tragaba y daba otro buen mordisco.
Con gran excitación, Sithas le contó cómo había acechado a su presa, y los dos tiros que había fallado y el golpe de suerte que lo había ayudado a derribar al animal. Kith rió tan de buena gana que contradecía sus heridas y la apurada situación de ambos.
—¿Y tu pierna? —preguntó, preocupado, Sithas—. ¿Cómo la notas hoy?
Kith gruñó y sacudió la cabeza.
—Haría falta que un clérigo se ocupara de ella. Dudo que mejore lo bastante para que me sostenga.
Sithas se recostó en la pared, sintiéndose demasiado cansado para continuar. Solo, quizá conseguiría salir de estas montañas a pie, pero no veía la forma de que Kith-Kanan pudiera siquiera bajar de esta peligrosa cornisa.
Los hermanos guardaron silencio un rato mientras contemplaban la puesta de sol. El cielo se extendía como una cúpula sobre ellos, azul pálido por el este y en lo alto, pero difuminándose en un matiz rosa que se oscurecía gradualmente hasta adquirir un fuerte tono lavanda a lo largo de los picos occidentales. Una tras otra, aparecieron las parpadeantes estrellas. Finalmente la oscuridad se deslizó sigilosa por el firmamento, extendiéndose desde el este y avanzando hasta alcanzar las postreras franjas de claridad del oeste.
—¿Algún rastro de Arcuballis? —preguntó Kith esperanzado. Su hermano sacudió la cabeza, entristecido.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Sithas.
—Lo ignoro. No creo que me sea posible bajar desde aquí, y no podemos llevar a buen fin nuestra misión si nos quedamos en esta cornisa.
—¿Misión? —Sithas casi había olvidado la empresa que los había traído a estas montañas—. No estarás sugiriendo que todavía busquemos a los grifos, ¿verdad?
Su hermano esbozó una sonrisa, bien que apagada.
—No, no creo que podamos continuar la búsqueda. Pero tal vez tú tengas una oportunidad.
Sithas miró boquiabierto a su gemelo.
—¿Y dejarte aquí solo? ¡Ni lo pienses!
—Debemos planteárnoslo —insistió el elfo herido mientras hacía un gesto para acallar la protesta de su hermano.
—¡No tendrías la menor posibilidad de sobrevivir aquí arriba! ¡No te abandonaré!
—Nuestras posibilidades no son muchas. —Kith-Kanan suspiró—. Salir de estas montañas a pie queda descartado hasta la primavera. Y todavía tenemos por delante los meses de crudo invierno. No podemos quedarnos sentados aquí, esperando que mi pierna se cure.
—¿Y qué voy a conseguir si tengo que emprender la marcha a pie? —objetó Sithas mientras señalaba las imponentes paredes que rodeaban el valle.
Kith-Kanan apuntó con el dedo hacia el noroeste, al paso que había sido su meta antes de que la tormenta los condujera a esta cornisa. La quebrada existente entre dos elevadas cumbres estaba protegida por una escarpada vertiente, sembrada de peñascos y cascajos de desprendimientos de tierra. Curiosamente, la nieve no se había acumulado allí.
—Podrías inspeccionar el siguiente valle —sugirió el guerrero—. No olvides que ya hemos explorado gran parte de la cordillera.
—Eso no es un gran consuelo —replicó Sithas—. Sobrevolamos las montañas con anterioridad. Y ni siquiera estoy seguro de ser capaz de trepar hasta ese paso, cuanto menos explorar lo que hay al otro lado.
Kith-Kanan estudió la escarpada pendiente.
—Claro que podrías. Sube por los peñascos grandes que hay a aquel lado. Evita esos parches lisos. En apariencia ofrecen un acceso más fácil, pero estoy seguro de que es cascajo suelto. Probablemente resbalarías más trecho del que conseguirías escalar. Pero, si te mantienes en un terreno firme, lo lograrás. —Volvió la mirada hacia su escéptico hermano y continuó—: Incluso si no encuentras a los grifos, quizá localices una cueva o, mejor aún, alguna choza de pastores. Lo que quiera que haya al otro lado de ese risco, no puede ser más desolado que este lugar.
El Orador de las Estrellas se sentó en cuclillas y sacudió la cabeza con frustración. También él había contemplado el paso durante los últimos días y, para sus adentros, había llegado a la conclusión de que probablemente sería capaz de escalarlo. Pero en ningún momento se había planteado la posibilidad de ir sin su hermano. Por fin tomó una decisión:
—Iré, pero sólo para echar un vistazo. Si no veo nada prometedor, regresaré de inmediato.
—De acuerdo. Y ahora, quizá quieras acercarme otro trozo de carnero… sólo que esta vez lo preferiría un poco menos hecho. El último trozo estaba demasiado pasado.
Riendo de buena gana, Sithas cortó una tira de carne cruda con su daga. Había comprobado que cortándola muy fina resultaba más gustosa o, al menos, más fácil de masticar. Y, a pesar de estar fría, les supo muy, muy buena.
Kith-Kanan se sentó y se recostó contra la pared de la cornisa para ver cómo su hermano preparaba su equipo. Faltaba poco para el amanecer.
—Coge algunas de mis flechas —ofreció, pero Sithas sacudió la cabeza.
—Te las dejaré, por si acaso…
—Por si acaso, ¿qué? ¿Por si ese gran carnero viene en busca de venganza?
Sintiéndose repentinamente incómodo, Sithas miró a otro lado. Los dos sabían que, si los gigantes de las colinas regresaban, Kith-Kanan podría hacer poco más que disparar unas pocas flechas antes de que acabaran con él.
—Kith… —Quería decirle a su hermano que no lo abandonaría, que se quedaría a su lado hasta que sanara.
—¡No! —El guerrero levantó una mano, anticipándose a las objeciones de su gemelo—. Los dos sabemos que es lo único que puede hacerse.
—Supongo…, supongo que tienes razón.
—¡Sabes que la tengo! —El tono de Kith era casi desabrido.
—Volveré tan pronto como sea posible.
—Sithas…, ten cuidado.
El Orador de las Estrellas asintió en silencio. Abandonar así a su hermano lo hacía sentirse como un traidor.
—Buena suerte, hermano. —La voz de Kith sonó suave a sus espaldas, y Sithas se volvió hacia él. Se estrecharon las manos, y después el Orador se agachó para abrazar a su gemelo—. No me dejes tirado ¿eh? —dijo Kith, sonriendo con socarronería.
Una hora más tarde, Sithas había dejado atrás el agujero de agua, donde se detuvo para rellenar el odre. Ahora el paso se alzaba ante él como un talud helado: la muralla del castillo de un inconcebible coloso. Concienzudamente, todavía a cierta distancia de la pendiente, eligió una ruta de ascensión. Se detuvo a descansar varias veces antes de llegar a la base, pero antes del mediodía comenzaba a escalar la accidentada pared.
Era consciente en todo momento de los ojos de Kith-Kanan fijos en su espalda. Miró atrás de vez en cuando, hasta que su hermano se convirtió en una borrosa mota en la oscura cara del risco. Antes de iniciar la escalada del paso, agitó la mano en el aire y divisó un movimiento apenas perceptible en la cornisa, cuando Kith-Kanan respondió de igual manera a su saludo.
El paso, a esta distancia, se encumbraba imponente sobre él, como la escarpada muralla de un castillo, mucho más abrupto de lo que aparentaba desde la segura distancia del campamento. La base era un cúmulo masivo de rocas sueltas; grandes piedras que, al paso de los siglos, se habían desprendido con los hielos y el agua y habían caído rodando y chocando por la falda de la montaña. Ahora se sostenían en precario equilibrio unas sobre otras, y la nieve en polvo rellenaba los huecos entre ellas.
Sithas se colgó el arco en bandolera, junto con su espada. Se quitó la capa y la ató a su cintura, confiando en que así tendría libertad de movimientos.
Escogió el camino para subir el repecho de rocas desprendidas, pasando de una piedra a otra sólo después de comprobar que el apoyo era firme. En una ocasión, varias rocas rodaron bajo sus pies, y Sithas saltó a un lado justo a tiempo. Ganó altitud de manera constante, aupándose por la escarpada pared con las manos enfundadas en guantes de cuero. El sudor le entró en los ojos y, por un instante, se preguntó cómo infiernos podía tener tanto calor en medio de un paraje helado y cubierto de nieve. Entonces un remolino de aire gélido lo alcanzó y, al traspasar la túnica y las polainas empapadas de sudor, le provocó un repentino escalofrío que lo estremeció hasta los huesos.
Poco después llegaba al final del repecho. Aquí encontró grandes parches de cascajo suelto, piedras pequeñas que parecían escurrirse y resbalar bajo sus pies a cada paso, haciéndolo retroceder cuarenta centímetros por cada medio metro que avanzaba.
Kith-Kanan, por supuesto, no se había equivocado. ¡Nunca se equivocaba! Su hermano sabía cómo moverse por terrenos como éste, sabía cómo sobrevivir, y explorar, cazar y encontrar refugio.
¿Por qué no había sufrido él, en lugar de su hermano, la fractura? Sithas sabía que, de estar ileso, Kith-Kanan habría sido capaz de cuidar de los dos. Por el contrario, él luchaba por sobreponerse a la abrumadora sensación de impotencia y desaliento, ¡y todavía estaba a la vista del campamento!
Librándose de su lástima por sí mismo, Sithas se desvió hacia un lado, en dirección a unos salientes rocosos más empinados pero más firmes. Resbaló una vez y cayó rodando seis u ocho metros por la ladera, hasta que consiguió frenarse a fuerza de hincar manos y pies en la capa suelta de cascajo. Maldiciendo, repasó sus armas y comprobó con alivio que estaban intactas. Por fin alcanzó un sólido peñasco con un pequeño resalte que tenía casi la forma de una silla, y allí se dejó caer, exhausto.
Una rápida ojeada a lo alto puso de manifiesto que había recorrido quizá una cuarta parte de la distancia hasta la cima. A este paso, la noche lo sorprendería en la ladera, una perspectiva que lo aterraba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Reanudó la escalada con resolución, esta vez trepando por abruptos afloramientos de roca. Al cabo de unos momentos, comprendió que este camino era, con mucho, más fácil, y ello lo animó considerablemente.
Trepando a largas zancadas, saboreó una nueva sensación de logro. El suelo del valle estaba cada vez más lejos; el cielo —y más montañas— parecía llamarlo desde allá arriba. Ya no sentía la necesidad de descansar. Por el contrario, tenía la impresión de que el ejercicio le daba energías.
A media tarde se había acercado a lo alto del paso, y aquí la ruta se estrechaba retadoramente. Dos inmensos peñascos se sostenían en precario equilibrio, dejando sólo una estrecha grieta entre ellos por la que penetraba la luz del día. Uno, o los dos, podían muy bien soltarse y arrastrarlo ladera abajo si es que antes no lo aplastaban.
Pero no parecía haber ninguna otra ruta. A ambos lados de los peñascos, se alzaban escarpados riscos que finalizaban en las cumbres de las dos montañas. La única vía a través del paso era entre los dos inestables peñascos.
Sithas no vaciló. Se acercó a las peñas y vio que la grieta le permitía el paso…, apenas lo justo. Se metió en la hendidura, trepando a través de piedras sueltas.
De repente el suelo se deslizó bajo sus pies, y a Sithas el corazón le dio un vuelco. Sintió que uno de los inmensos peñascos se movía con un amenazador retumbo. Las paredes rocosas entre las que se encontraba se estrecharon dos o tres centímetros más. Entonces el peñasco pareció asentarse y no se notó más movimiento.
Sithas se lanzó hacia arriba con un súbito impulso de velocidad, y salió del angosto pasaje antes de que los peñascos cedieran otra vez. Ascendió los últimos cien metros impulsado por el ímpetu de su movimiento hasta que por fin se encontró en lo alto del paso.
¡Árboles! Muy lejos, allá abajo, se veían parches verdes entre campos de nieve. ¡Los árboles significaban madera que, a su vez, significaba fuego! El declive que se abría a sus pies, aunque largo y escarpado, no era ni remotamente tan duro como el que acababa de escalar. Echó un vistazo a su izquierda y, por la posición del sol, calculó que quedaban otras dos horas e luz.
Tendrían que ser suficientes. Esta noche tendría un fuego, se prometió a sí mismo.
Se lanzó temerariamente cuesta abajo, a veces deslizándose por pequeños y resbaladizos bancos de nieve; otras, saltando a través de grandes ventisqueros para aterrizar, blandamente, tres o cuatro metros más abajo.
Jadeante, empapado de sudor y completamente exhausto, llegó al cabo a un soto de nudosos cedros, bastante abajo de la cuenca. Ahora, por fin, renació su ánimo. Aprovechó las últimas luces del día para recoger la leña muerta que pudo encontrar. La apiló delante de un trío de árboles perennes inusualmente gruesos, donde había decidido instalar el campamento.
Un simple golpe de su daga de acero contra el pedernal que llevaba en la bolsita colgada del cinturón produjo la chispa deseada, y la seca leña prendió de inmediato; enseguida disfrutó de un chisporroteante fuego.
¿Era esto maldición de los dioses, pensaba Kith-Kanan, el castigo por traicionar a su hermano con su esposa? Se recostó en la pared del risco y apretó los ojos en una mueca, no de dolor, sino de culpabilidad.
¿Por qué no había muerto, simplemente? Eso habría hecho las cosas mucho más fáciles. Sithas habría estado libre de llevar a cabo la misión, en lugar de preocuparse por él como una nerviosa niñera se preocupa de un bebé febril.
Para ser sincero, Kith-Kanan se sentía más indefenso que un niñito que gatea, pues él ni siquiera tenía esa movilidad.
Había observado a Sithas trepar por el declive hasta que su gemelo se perdió de vista. Su hermano se había movido con agilidad y fuerza, sorprendiendo a Kith con la velocidad de su ascensión.
Pero mientras que él yaciera aquí, en la cornisa, sabía que Sithas estaría atado a este lugar por los lazos de la fraternidad. Quizás exploraría los alrededores, pero sería incapaz de viajar más lejos.
Ahora su grifo había desaparecido, muerto sin duda; él mismo estaba lisiado, y Sithas exploraba solo y a pie. A su entender, parecía inevitable que la misión acabara en fracaso.
Sithas secó sus ropas y sus botas —todas ellas empapadas, ya fuera por el sudor o a nieve derretida— frente a la crepitante hoguera, que alumbraba su noche y rechazaba la oscuridad de la alta montaña que anteriormente se extendía, ilimitada, en todas direcciones; también le levantaba el ánimo de un modo que no habría creído posible unas pocas horas antes.
La hoguera le hablaba con una voz apaciguadora, y bailaba para él su seductora y ardiente danza. Era como una compañera que podía escuchar sus pensamientos y complacerlo. Además, el fuego le permitió cocinar un trozo de carne congelada.
Ese trozo de carne, ensartado unos pocos minutos en un palo ahorquillado que Sithas metió en las llamas, salió del fuego cubierto de ceniza, ennegrecido, chamuscado por fuera y casi crudo por dentro. No había sido aderezada, estaba dura y mal conservada… pero, indiscutiblemente, era la carne más espléndida que el elfo había comido en su vida.
Los tres pinos eran el trasfondo de su campamento. Sithas retiró la poca nieve que cubría el suelo, dejando limpio un blando lecho de agujas en el que tumbarse. Echó leña a la hoguera hasta que tuvo que retroceder del abrasador calor.
Esa noche durmió unas cuantas horas, y después despertó para alimentar el fuego. Un montón apilado de brasas irradiaba calor, y el suelo le proporcionó un colchón mullido y cómodo hasta la llegada del amanecer.
Sithas se levantó despacio, reacio a romper el ensueño de calidez y comodidad. Asó otro pedazo de carne para el desayuno, esta vez sin tantas prisas. Para cuando hubo terminado, los rayos de sol bañaban con su luz brillante la depresión en forma de cuenco que lo rodeaba. El elfo tomó una decisión.
Traería a Kith-Kanan a este valle. Todavía no sabía cómo iba a conseguirlo, pero estaba convencido de que era el mejor modo de asegurar la recuperación de su hermano.
Trazado ya el curso a seguir, recogió sus escasas pertenencias y se las ató al cuerpo. A continuación empleó varios minutos en reunir una brazada de leña: palos ligeros y secos que arderían a un ritmo constante. Les quitó las ramas laterales para así poder hacer un prieto haz con ellos, y se ató el paquete a la espalda.
Finalmente, volvió el rostro hacia el paso; la ladera que tenía ante sí seguía sumida en las sombras, y así continuaría durante la mayor parte del día. Desandando el trayecto de la tarde anterior, se abrió paso a través de la profunda nieve, de vuelta a la cumbre del paso.
Tardó toda la mañana pero, por fin, alcanzó la cima. Hizo un alto para descansar, ya que la escalada había sido agotadora, y buscó en la distancia la mota de color que sabía señalaría la presencia de Kith-Kanan en la cornisa. Tuvo que estrechar los ojos, pues la luz del sol reflejada en la cuenca nevada lo hirió brutalmente en los ojos.
No alcanzaba a ver la cornisa, aunque divisó el agujero donde había cogido agua para beber. ¿Qué era aquello? Veía movimiento cerca del reguero y, por un instante, se preguntó si los carneros habían regresado al valle. Sus ojos se acostumbraron a la radiante luminosidad, y entonces comprendió que aquello no podían ser carneros. Grandes figuras humanoides se movían pesadamente a través de la nieve. Un pelaje greñudo parecía cubrirlas a trozos, pero el «pelaje» resultaron ser capas echadas sobre anchos hombros.
Eran diez o doce, y cruzaban el suelo del valle avanzando en fila, haciendo caso omiso de la profundidad de la nieve.
Sithas se tambaleó como si le hubieran dado un golpe al comprender lo que ocurría: los gigantes de las colinas habían vuelto, y se dirigían hacia la cornisa donde estaba Kith-Kanan.