12
Al amanecer
Sithas debió de quedarse dormido en algún momento, ya que, de repente, cayó en la cuenta de que el viento, la nieve —de hecho, la tormenta en sí— habían cesado. El aire, ahora quieto, se había tornado gélido, con esa nitidez que sólo se da en las altas montañas durante las heladas más fuertes del invierno.
El sol no había salido todavía, pero el Orador podía ver que todo en derredor se alzaban picos de increíble altitud, cubiertos de nieve. Grises e impávidos, como gigantes de rostros pétreos con espesas barbas de hielo, lo contemplaban desde su distante preeminencia.
La cornisa que ocupaban los hermanos se asomaba a una de las dos escarpadas paredes del valle. Hacia el sur, a la izquierda de Sithas, el valle se extendía serpenteante en dirección a las tierras bajas y boscosas de donde habían venido los hermanos. A la derecha, parecía terminar en un anfiteatro formado por las paredes de escarpados riscos. En un punto, divisó una sillada entre dos picos que, aunque se encontraba a bastante altura, parecía ofrecer un paso peligroso al siguiente tramo de la cordillera.
Kith-Kanan yacía inmóvil a su lado. Su piel tenía la palidez de la muerte, y Sithas tuvo que combatir la desesperación que lo asaltó con renovada energía. No podía permitirse el lujo de perder la esperanza; el que ambos sobrevivieran dependía exclusivamente de él. La búsqueda de los grifos, la excitación por la aventura de esta expedición que antes había experimentado, todo quedó relegado al olvido al imponerse el simple y básico instinto de la supervivencia.
Vio que el valle que había debajo no era tan profundo como habían supuesto cuando la tormenta se desató. La cornisa estaba a escasos treinta metros del nivel del suelo. Se inclinó para asomarse por el borde, pero sólo vio montones de nieve apilada contra el farallón. Si los cuerpos de los gigantes y del valeroso Arcuballis se encontraban allá abajo, en alguna parte, no había manera de saberlo. No crecían árboles en este valle alto, ni tampoco se veían señales de vida animal. De hecho, lo único que divisaba en cualquier dirección era el sólido estrato rocoso de la cordillera y el manto de nieve que lo cubría.
Con un gemido, se recostó contra la pared del risco. ¡Estaban condenados! No veía posibilidad de escapar a la muerte en este valle remoto. Sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas acudieron a sus ojos. ¿De qué servía su preparación cortesana en una situación como la presente?
—Kith —gimió—. ¡Despierta! ¡Por favor!
Al no haber reacción alguna por parte de su hermano, Sithas se derrumbó de bruces sobre su capa. Una parte de él deseaba estar tan ignorante de la suerte que corrían como lo estaba Kith-Kanan.
Pasó todo el día como si estuviera sumido en un trance. Echó las capas sobre su hermano y él cuando cayó la noche, convencido de que morirían congelados. Kith-Kanan no se había movido; de hecho, apenas respiraba. Abrumado por la angustia, el Orador se sumió por fin en un inquieto duermevela.
No recobró cierta firmeza de propósito hasta la mañana siguiente. ¿Qué necesitaban? Calor, pero no había leña a la vista. Agua, pero la que llevaban en los odres se había congelado, y sin fuego no podía derretir nieve. Alimento, del que tenían varias tiras de tasajo y un poco de pan. Pero ¿cómo podía alimentar a Kith-Kanan mientras su hermano permaneciera inconsciente?
De nuevo, la sensación de impotencia se apoderó de él. ¡Ojalá Arcuballis estuviera con ellos! ¡Ojalá Kith pudiera caminar! ¡Ojalá los gigantes…! Soltó un gruñido de rabia, furioso consigo mismo, al comprender la insensatez de sus divagaciones.
Se obligó a levantarse, súbitamente consciente del terrible entumecimiento de su cuerpo. Estudió el angosto y sinuoso saliente que descendía desde el nicho hasta el suelo del valle. Parecía transitable… apenas. Sin embargo, ¿qué podía hacer si era lo bastante afortunado de llegar abajo?
Reparó, por primera vez, en un manchón oscuro en la nieve, al borde de la extensión de terreno llano. Para entonces, el sol había asomado por encima de los picos orientales, y Sithas entrecerró los ojos para resguardarlos del resplandor.
¿Cuál era la causa del cambio de color en la inmaculada capa de nieve? Entonces lo comprendió: ¡agua! ¡En alguna parte, debajo de esa nieve, el agua todavía fluía! Empapaba el polvo de la capa superior y lo volvía aguanieve, haciendo que se apelmazara.
Con una meta clara ahora, Sithas entró en acción. Cogió su odre casi vacío, ya que el de Kith contenía un sólido trozo de hielo que sería imposible sacar. Pero, cuando daba la espalda al sol, tuvo otra idea. Puso el odre de Kith donde le dieran los rayos del astro, sobre una piedra plana. Encontró varias piedras más y las colocó junto al odre, con cuidado de que no taparan la luz solar.
Luego echó a andar por el peligroso saliente. En muchos puntos, la nieve se apilaba en la angosta trocha, y Sithas utilizaba su espada para apartar estos montones y tantear el suelo firme para asegurarse de no dar un paso en falso.
Finalmente llegó a un sitio desde el que podía saltar a la blanda nieve que había más abajo. Avanzó con esfuerzo a través de la profunda capa blanca, dejando un surco hondo tras de sí a medida que se abría camino hacia la oscura mancha de aguanieve. La marcha era difícil y tuvo que descansar muchas veces, pero al cabo alcanzó su meta.
Al detenerse de nuevo, escuchó el débil rumor de un borboteo a través del profundo y esponjoso manto: el gorgoteo del agua al correr por un arroyuelo enterrado. Empujó y hurgó con la espada, y la capa de nieve se hundió, dejando a la vista un regato de apenas un palmo de profundidad.
Pero era suficiente. Sithas colgó el odre de la punta de la espada y la hundió en el arroyuelo. Aunque sólo se llenó a medias, era más agua de la que habían probado desde hacía dos días, y Sithas bebió con fruición hasta vaciar el pellejo. Luego lo volvió a llenar tanto como le permitió el tosco pertrecho, y regresó al risco. Le llevó más de una hora llegar a la cornisa donde estaba Kith-Kanan, pero esa hora de esfuerzo para subir la empinada cuesta pareció vivificarlo.
No había cambio en el estado de su hermano. Sithas vertió un poco de agua en la boca de Kith, justo lo suficiente para humedecerle la lengua y la garganta. También lavó la sangre reseca del rostro congelado del elfo. Sobraba incluso algo de agua, ya que el contenido del odre de Kith-Kanan empezaba a derretirse con el calor del sol.
—¿Y ahora qué, Kith? —preguntó Sithas con voz queda.
Oyó un ruido y miró en derredor con inquietud. El ruido se repitió; sonaba como un desprendimiento de rocas por una ladera abrupta.
Entonces divisó movimiento al otro lado del valle. Unas formas blancas saltaban y brincaban por la escarpada pendiente y, por un instante, Sithas creyó que volaban, tal era la habilidad con que desafiaban la gravedad. Se soltaron más piedras, que chocaron y rodaron pendiente abajo. El Orador vio que estas ágiles criaturas tenían pezuñas.
Había oído hablar sobre los grandes carneros de montaña que habitaban en las altitudes, pero nunca los había visto. Uno de ellos, obviamente el macho de la manada, hizo una pausa y miró en derredor alzando la orgullosa cabeza. Sithas divisó sus inmensos cuernos, retorcidos en espiral.
Reflexionó un instante sobre la presencia de estas grandes bestias mientras las seguía con la mirada en su descenso. Llegaron al pie del farallón y entonces el gran macho avanzó a brincos por el profundo manto de nieve, abriendo un surco para los demás.
—¡El agua! —se dijo Sithas en voz alta. Los carneros también necesitaban beber.
En efecto, el gran macho se aproximaba al somero regato. Alerta, recorrió con la mirada la extensión del valle, detenidamente, y Sithas, a pesar de estar fuera del alcance de su vista, se quedó muy quieto. Por fin el orgulloso animal bajó la cabeza para beber. Se paraba frecuentemente para mirar a su alrededor, pero bebió durante un buen rato antes de apartarse del pequeño agujero abierto en la nieve.
Entonces, una por una, las hembras se acercaron al agua. El carnero permaneció junto a ellas, protector y vigilante, su orgullosa cabeza y agudos ojos moviéndose a uno y otro lado.
La manada de ovinos estuvo alrededor de una hora junto al agujero de agua, hasta que todos ellos saciaron la sed. Entonces, con el macho todavía a la cabeza del grupo, volvieron sobre sus pasos y remontaron de nuevo la pared del farallón.
Sithas los estuvo observando hasta que se perdieron de vista. Las magníficas criaturas se movían con gracia y agilidad por la escarpada cuesta; parecían estar a sus anchas allí, como en su propia casa… ¡todo lo contrario que él!
Un quedo gemido hizo que su atención volviera de inmediato a su hermano.
—¡Kith! ¡Dime algo! —Se inclinó sobre el rostro de su gemelo, jubiloso ante esta leve señal de reanimación. Los ojos de Kith-Kanan seguían cerrados, pero sus labios se torcían en una mueca de dolor, y hacía esfuerzos por respirar.
—Toma, bebe un poco. No intentes moverte.
Vertió unas gotas de agua en los labios de Kith, y el elfo herido se los lamió. Despacio, con evidente dolor, Kith-Kanan abrió los ojos; los entrecerró enseguida al sentir la brillante luz.
—¿Qué… ha ocurrido? —preguntó débilmente. Sus párpados se abrieron con brusquedad y su cuerpo se puso tenso—. ¡Los gigantes! ¿Dónde…?
—Ya pasó todo —lo tranquilizó Sithas, que le dio un poco más de agua—. Han muerto… o se han marchado, no estoy seguro.
—¿Y Arcuballis? —Los ojos de Kith se abrieron de par en par mientras el elfo se esforzaba por incorporarse, pero volvió a derrumbarse con un sordo gemido.
—Ha… desaparecido, Kith. Atacó al primer gigante, recibió un garrotazo en la cabeza, y de inmediato cayó por el borde.
—¡Tiene que estar abajo!
—No, he mirado —dijo Sithas, sacudiendo la cabeza—. No hay señales de su cuerpo, y tampoco de ninguno de los gigantes.
Kith gimió; fue un sonido de profunda aflicción, y Sithas no tenía palabras que le ofrecieran consuelo.
—Los gigantes… ¿Qué clase de bestias crees que eran? —preguntó el Orador.
—Gigantes de las colinas, estoy seguro —repuso Kith tras una breve pausa—. Emparentados con los ogros, supongo, pero más grandes. Nunca hubiera imaginado que los encontraríamos tan al sur.
—¡Dioses! ¡Si hubiese actuado con más rapidez! —se reprochó Sithas, avergonzado.
—¡No digas eso! —instó el elfo herido—. Me advertiste…, me diste tiempo para coger mi espada, para aprestarme a la lucha. —Kith reflexionó un instante—. ¿Cuándo…? ¿Cuánto hace que ocurrió? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde…?
—Llevamos aquí arriba dos noches —contestó Sithas con voz queda—. Y el sol está a punto de ponerse por tercera vez. —Vaciló un momento antes de plantear una pregunta—: ¿Estás malherido?
—Bastante —repuso Kith—. Siento el cráneo como si lo tuviera aplastado, y la pierna derecha me arde.
—¿La pierna? —Sithas había estado tan preocupado por el golpe que su hermano había recibido en la cabeza que apenas había prestado atención al resto de su cuerpo.
—Creo que la tengo rota —gruñó el guerrero, que apretaba los dientes para aguantar el dolor.
A Sithas la mente se le quedó en blanco. ¡Una pierna rota! ¡Era tanto como una sentencia de muerte! ¿Cómo iban a salir de aquí estando su hermano lisiado de esa manera? ¡Y el invierno acababa de empezar! Si no salían pronto de las montañas, podían quedar atrapados en ellas durante meses. Con otra nevada, viajar a pie sería de todo punto imposible.
—Tienes que hacer algo al respecto —dijo Kith, aunque pasaron varios segundos antes de que el cerebro de Sithas registrara sus palabras.
—¿Respecto a qué?
—¡Mi pierna! —El elfo herido miró a su gemelo fijamente; cuando habló, su voz se había endurecido. Casi sin darse cuenta, utilizó el tono imperioso que se había acostumbrado a emplear cuando dirigía a los Montaraces—. Dime si la fractura está abierta, si hay alguna alteración de color en la piel, o si hay infección.
—¿Dónde? ¿En qué pierna? —Sithas se esforzaba por poner en orden sus ideas. Jamás en su vida había estado tan aturdido.
—La derecha, por debajo de la rodilla.
Con toda clase de cuidados, casi temblando, Sithas apartó las mantas y capas que cubrían las piernas de su hermano. Lo que vio lo dejó aterrado.
Una fea hinchazón roja casi duplicaba el tamaño normal de la pierna, desde la rodilla hasta el tobillo, y el miembro estaba doblado hacia afuera, en un ángulo anormal. Por un instante, se maldijo a sí mismo, como si la lesión fuera culpa suya. ¿Cómo no se le había ocurrido examinar a su hermano dos días antes, cuando Kith había sido herido? ¿Acaso había agravado la fractura cuando trasladó a su hermano hasta el nicho?
—No es una fractura abierta —explicó, procurando mantener un tono tranquilo—. Pero está enrojecida. ¡Por los dioses, Kith, está de un rojo subido, como sangre!
El guerrero hizo una mueca al oír esto.
—Tendrás que reducir la fractura. Si no lo haces, ¡quedaré cojo de por vida!
El Orador de las Estrellas miró a su hermano gemelo con una sensación de creciente impotencia. Pero vio el dolor en los ojos de Kith, y supo que no tenía más remedio que intentarlo.
—Va a dolerte —advirtió, y Kith asintió en silencio, con los dientes apretados.
Sithas tanteó la pierna hinchada con sumo cuidado, pero retiró de inmediato la mano cuando Kith jadeó de dolor.
—No te detengas —siseó el elfo herido—. Hazlo… ¡ahora!
Apretando los dientes, Sithas agarró la pierna hinchada. Sus dedos tantearon la lesión y palpó la fractura del hueso. Kith-Kanan gritó, jadeante y sin resuello por el intenso dolor mientras Sithas tiraba de la pierna.
Volvió a chillar, y después, afortunadamente, perdió el sentido. Sithas estiró con desesperación, obligando a sus manos y brazos que hicieran estas cosas que sabía debían estar causando a Kith-Kanan un dolor indecible. Por fin notó que los huesos se colocaban en una posición normal.
—Por Quenesti Pah, lo siento, Kith —susurró mientras miraba el pálido semblante de su hermano.
Quenesti Pah… ¡la diosa de la curación! La invocación a la benigna deidad trajo a su mente el pequeño frasco que su madre les había dado antes de partir, y había dicho que se lo había facilitado Miritelisina, la sacerdotisa mayor de Quenesti Pah. Frenético, Sithas rebuscó en la alforja hasta que encontró el frasquito de cerámica, tapado con un sólido corcho.
Quitó el tapón de la boca del recipiente, y al punto retrocedió ante el acre olor. Retiró la capa y extendió una pequeña cantidad de ungüento alrededor de la herida. Una vez hecho esto, tapó a su hermano con las mantas y se recostó contra la pared de piedra para esperar.
Kith-Kanan permaneció inconsciente durante toda la interminable tarde mientras el sol descendía por el pálido cielo azul y finalmente desaparecía tras los riscos occidentales. El elfo herido seguía sin dar señales de recuperación; antes bien, incluso parecía más debilitado.
Con sumo cuidado, Sithas vertió unas gotas de agua en los labios de su hermano; lo arropó con todas las mantas que tenían, y se tumbó a su lado.
Así se quedó dormido y, aunque despertó con frecuencia durante la noche, brutalmente fría, permaneció al lado de Kith-Kanan hasta que empezó a clarear en el valle.
Kith-Kanan no daba señales de volver en sí. Sithas examinó la pierna de su hermano y se quedó horrorizado al ver una mancha roja que se extendía hacia arriba, sobrepasando la rodilla, y llegaba al muslo. ¿Qué debía hacer? Nunca había visto una herida como ésta. A diferencia de Kith-Kanan, no había tenido que afrontar los horrores de la batalla ni la necesidad de valerse por sí mismo en terreno agreste.
Rápidamente, el Orador untó el resto del ungüento alrededor de la lesión. Sabía lo suficiente sobre infecciones en la sangre para comprender que, si no se detenía el ponzoñoso proceso, su hermano estaba condenado. No obstante, sin disponer de más medios para tratar a Kith-Kanan, todo cuanto podía hacer era rezar.
El agua se había congelado otra vez en los odres, así que tuvo que repetir el arduo recorrido por la angosta trocha abajo, desde la cornisa hasta el suelo del valle. Seguía abierto el surco que había hecho en la nieve el día anterior, pues el viento, felizmente, apenas había soplado. De esta suerte, llegó al agujero del agua con mucha menos dificultad que un día antes.
Pero aquí se topó con un escollo: el frío glacial de la noche había congelado incluso la rápida corriente de agua bajo la capa de nieve. Picó el hielo con su espada y finalmente consiguió que fluyera un pequeño chorro de apenas cinco centímetros de profundidad. Tuvo que tumbarse en la nieve cuan largo era, y meter la mano en el agua helada para coger una cantidad suficiente que llevar al encumbrado campamento.
Mientras se incorporaba, vio el rastro de los carneros al otro lado del agujero de agua, y recordó a los magníficos animales. De repente, tuvo una inspiración. Pensó en el arco y las flechas, allá arriba, en la cornisa. ¿Cómo podría ocultarse para llegar lo bastante cerca y disparar? A diferencia de Kith-Kanan, no era un experto arquero, de modo que era esencial que el blanco estuviera muy próximo.
Olvidó momentáneamente sus reflexiones con el esfuerzo de remontar el trayecto hasta la cornisa. Cuando llegó, no vio cambio alguno en su hermano y lo único que pudo hacer fue obligar a Kith a tomar unas cuantas gotas de agua.
Acto seguido, montó la cuerda de su arco, y comprobó que la suave superficie del arma no tenía grietas, ni la cuerda nudos o desgastes. Mientras se dedicaba a esta tarea, oyó la trápala de pezuñas. Contempló, cociéndose en su propia frustración, cómo el hato, conducido una vez más por el gran macho, descendía por la pendiente del otro lado del valle y llegaba al somero chorro de agua. Los animales bebieron por turnos, vigilantes, con el macho montando guardia en todo momento.
Una vez, cuando los ojos del animal pasaron por el risco donde Sithas y Kith yacían inmóviles, el carnero se puso en tensión. Sithas se preguntó si lo habría descubierto, y combatió el apremiante impulso de encajar una flecha en al arco y disparar, con la remota esperanza de acertar en algo.
Pero se obligó a permanecer inmóvil y al cabo, el carnero bajó la guardia. Sithas suspiró y apretó los dientes, frustrado, al ver que los animales daban media vuelta y regresaban saltando por la nieve hacia la seguridad de su baluarte montañoso. La profunda capa de nieve en polvo llegaba al lomo del gran carnero, y el hato pataleó y se esforzó hasta encontrarse al pie de la rocosa pendiente.
El resto del día transcurrió con gélida monotonía. Esa noche hizo aún más frío que las anteriores, y Sithas, tiritando violentamente, no pudo conciliar el sueño. Habría agradecido incluso ver esta señal de vida, por desagradable que fuera, en su hermano, pero Kith-Kanan permaneció inmóvil, exánime.
La cuarta mañana de su permanencia en el risco, Sithas apenas fue capaz de salir de debajo de las capas y mantas. El sol asomó sobre los picos orientales, pero el Orador continuó inmóvil.
La sensación de apremio volvió a él, y se incorporó impulsado por el pánico. Un sexto sentido le advertía que hoy era su última oportunidad. Si no conseguía alimento para su hermano y para él, no vivirían para ver un nuevo amanecer.
Cogió su arco y las flechas, se ató la espada a la espalda, y se concedió el lujo de abrigarse con una capa de lana que apartó del montón de prendas que cubrían a su hermano. Descendió del risco con una precipitación casi temeraria. Sólo después de estar a punto de resbalar por el borde, quince metros por encima del suelo del valle, se obligó a caminar con más precaución.
Avanzó hacia el agujero de agua, notando que la sensibilidad volvía a sus miembros, en tanto que la expectación y el nerviosismo atenazaban su corazón. Por fin llegó al lado opuesto del sendero por donde bajaba a beber el hato. No se permitió plantearse otra posibilidad. ¿Y si los carneros no regresaban hoy aquí? En tal caso, su hermano y él morirían. Tan simple como eso.
Limpió una somera depresión del terreno apresuradamente, temeroso de que los animales estuvieran ya en camino. Echó un rápido vistazo al risco meridional, a la ladera por donde el hato había descendido los dos días previos, pero no vio señal alguna de movimiento.
En cuestión de minutos, Sithas había despejado de nieve el hueco que quería. Comprobó con otro fugaz vistazo que aún no había señal de la presencia de los carneros. Temblando de excitación, se despojó del arco y las flechas y los colocó en la nieve, frente a él. A continuación se arrodilló y empujó con los pies para meterlos en el esponjoso manto blanco que tenía detrás. Extendió frente a sí la capa que había traído y se tendió encima, boca abajo.
El último paso era el más penoso de dar. Empezó a echarse encima la nieve acumulada a los lados del hoyo, enterrando las piernas, las nalgas y el torso. Únicamente los hombros, brazos y cabeza le quedaron al descubierto.
Aunque el frío lo penetraba hasta los huesos a medida que se aplastaba contra el colchón de nieve, se giró hacia un lado y se echó encima más polvo blanco. El arco y varias flechas, colocados directamente frente a él, los cubrió con una fina capa de nieve.
Por último, se tapó la cabeza, dejando sólo una abertura, no mayor de cinco centímetros de diámetro, delante del rostro. Desde esta pequeña rendija podía ver el agujero de agua, y le entraba aire suficiente para respirar. Finalmente su trampa quedó lista; ahora, sólo tenía que esperar.
Y esperar. Y esperar un poco más. El sol pasó su cenit, la hora en que los carneros habían venido a beber ayer y anteayer, sin que los animales hicieran acto de presencia. Un frío entumecedor invadió poco a poco los huesos de Sithas. Los dedos de las manos y los pies le ardían, en un proceso de congelación; era muy desagradable, pero, de manera progresiva, fue consciente de que estaba perdiendo la sensibilidad en todos ellos. Frenético, los movió y estiró tanto como le era posible dentro de los restrictivos límites de su confinamiento.
¿Dónde estaban los malditos carneros?
Transcurrió una hora más, y empezó a correr la siguiente. Ya no sentía los dedos; unas pocas horas más y moriría congelado, estaba seguro.
Pero entonces fue consciente de que experimentaba una sensación extraña en el interior de su capullo de nieve. Lenta, inexplicablemente, empezó a sentir calor. Las puntas de los dedos volvieron a arderle. La nieve alrededor de su cuerpo formó una cavidad, ligeramente mayor que el propio Sithas, y éste notó que estaba húmeda y adquiría una firme consistencia que le dejaba espacio para moverse. Sintió humedad en el cabello, en la espalda.
¡De hecho ya no notaba el frío! La cavidad había acumulado el calor de su cuerpo, con lo que la nieve se derretía, y le proporcionaba calidez al aislarlo del exterior. La estrecha ranura frente a su rostro se había solidificado, y comprendió con regocijo que podía esperar aquí cierto tiempo, pues estaba a salvo de momento.
Sin embargo, la llegada del ocaso confirmó sus peores temores: los carneros no habían venido a beber hoy. Mortificado por la sensación de fracaso, intentó hacer caso omiso de los retortijones de hambre que le contraían el estómago mientras cogía más agua y emprendía el camino de regreso a la cornisa, a la que llegó cuando la oscuridad caía de pleno sobre ellos.
¿Es que los carneros habían visto su trampa? ¿Acaso el hato se había trasladado a algún valle distante, siguiendo el curso de una migración invernal? No había forma de saberlo. Todo cuanto podía hacer era poner en práctica el mismo plan mañana y esperar vivir lo suficiente para intentar llevarlo a cabo.
Tuvo que inclinarse hasta casi rozar el rostro de su hermano para comprobar que éste todavía respiraba.
—¡Por favor, Kith, no te mueras! —susurró.
Éstas fueron las únicas palabras que pronunció antes de quedarse dormido.
El hambre era acuciante, dolorosa, cuando despertó. De nuevo, hacía un día claro y transparente, pero ¿cuánto durarían estas condiciones atmosféricas? Con actitud sombría, repitió los mismos pasos del día anterior: descendió hasta la orilla del arroyo, se enterró bajo la nieve, con el arco y las flechas a mano, y procuró ocultar todo rastro de su presencia. Si los carneros no aparecían hoy, sabía que al día siguiente estaría demasiado debilitado para intentarlo de nuevo.
Exhausto, desmoralizado y muerto de hambre, acabó por quedarse dormido sin darse cuenta.
Quizá la nieve lo aisló de sonidos, o tal vez su sueño era más profundo de lo que imaginaba. Fuera como fuera, el caso es que no oyó nada mientras su presa se acercaba y sólo despertó bruscamente cuando los carneros se pararon junto al agujero de agua. ¡Habían venido, y los tenía a menos de seis metros de distancia!
Sin atreverse siquiera a respirar, Sithas observó al gran macho. El animal era aún más magnífico a tan corta distancia. La espiral de los cuernos tenía más de treinta centímetros de diámetro. Los ojos del carnero recorrían, vigilantes, el entorno, pero Sithas comprendió con gran alivio que el animal no había advertido la cercana presencia de su enemigo.
Como tenía por costumbre, el gran macho bebió hasta hartarse y luego se apartó a un lado. Una tras otra, las hembras se aproximaron al reducido agujero del agua, y hundieron el hocico en el gélido líquido para sorberlo ruidosamente. Sithas esperó hasta que casi todos los miembros del hato hubieron bebido. Como ya había observado con anterioridad, los más pequeños eran los últimos en beber, y uno de éstos era su proyectada víctima.
Por fin una hembra gorda y más joven que sus compañeras se adelantó titubeante. Sithas se puso en tensión, manteniendo las manos bajo la capa de nieve en tanto que las alargaba con lentitud hacia el arco.
De repente, la joven hembra levantó la cabeza y miró directamente en su dirección. Otros componentes del grupo saltaron hacia los lados, recelosos. El elfo sintió veinticuatro pares de ojos clavados en su escondrijo. Barruntó que, dentro de un segundo, los animales volverían grupas y saldrían de estampida. No podía darles esa oportunidad.
Con toda la velocidad y agilidad que fue capaz de imprimir a sus movimientos, aferró el arco y las flechas y salió impetuosamente de su escondite, con los ojos clavados en la aterrorizada hembra. De un modo vago notó que el hato daba media vuelta y, saltando, emprendía la huida. Los animales brincaron con trabajo por la profunda capa de nieve, lejos de esta aparición maníaca que surgía, aparentemente, de la propia tierra.
Sithas vio al gran macho saltar hacia adelante y empujar a la hembra que se había quedado petrificada junto al agujero de agua. Con un balido de pánico, el animal más pequeño volvió grupas e intentó darse a la fuga.
Mientras se giraba, durante una fracción de segundo, presentó el suave flanco al arquero elfo. A la par que se esforzaba por incorporarse, Sithas había encajado una flecha en el arco; tensó la cuerda en el mismo instante en que su presa se convertía en una mancha borrosa lanzada a la carrera. Concentrado en su diana, disparó y rogó a todos los dioses para que el proyectil diera en el blanco.
Pero los dioses no fueron indulgentes.
La flecha pasó de largo junto al anca del animal, arañando apenas la piel, pero justo lo suficiente para actuar como acicate en la aterrada criatura, que se lanzó a una carrera enloquecida y, en unos cuantos saltos, se puso fuera de tiro mientras Sithas todavía manejaba con torpeza otra flecha. El Orador levantó el arco a tiempo de ver al gran carnero cocear el aire para, también, darse a la fuga.
El hato se alejaba a través del profundo manto de nieve, saltando y brincando en distintas direcciones. Sithas disparó otra flecha y casi sollozó por la frustración cuando el proyectil pasó volando por encima de la cabeza de una hembra. De manera mecánica, encajó una tercera flecha; pero, incluso mientras lo hacía, supo que los animales habían escapado.
Por un instante, la sensación de catástrofe fue abrumadora. Se tambaleó sobre las debilitadas piernas, y se habría desplomado de no ser porque algo atrajo su atención.
Un animal pequeño, un añal, se debatía para salir de un ventisquero particularmente profundo. El borrego se encontraba apenas a nueve metros de distancia, balando patéticamente. Sithas comprendió que tenía otra oportunidad —tal vez la última— para lograr sobrevivir. Apuntó con cuidado el agitado flanco del animal, que estaba jadeante, y disparó.
La punta acerada de la flecha dio en el blanco, y se hundió en el costado del cordero, justo detrás de la pata delantera, atravesando corazón y pulmones con mortífera precisión. Lanzando un último balido, una desesperada llamada al hato que se perdía en la distancia, el animal se desplomó. La sangre brotó por sus belfos y ollares, y tiñó de rojo la nieve. Sithas llegó junto a él; guiado por el instinto, desenvainó su espada y descargó la afilada hoja en el cuello del becerro. Sonó un gorgoteo y el añal murió.
Sithas lanzó una fugaz ojeada a la escarpada pendiente del otro lado del valle. El hato trepaba por ella, en tanto que el gran carnero se detenía un momento y contemplaba fijamente al elfo que había matado a un miembro de su manada. A Sithas lo inundó una momentánea gratitud hacia la criatura, y contempló, con el corazón rebosante de admiración, cómo el magnífico animal remontaba la empinada cara de la montaña con poderosos saltos.
Luego, se agachó y cortó el vientre de su presa para vaciarle las entrañas. Sabía que el camino de regreso a la cornisa iba a ser duro; pero, de pronto, su cuerpo vibró, vigorizado por una nueva energía, una especie de excitación.
Tras él, en lo alto del risco, el gran carnero lanzó una última mirada al fondo del valle y luego desapareció.