11
Día de la partida, otoño
Se encontraron en los establos antes del amanecer, y, como habían pedido, nadie fue a despedirlos. Kith echó la silla sobre el lomo del inquieto grifo, y se aseguró de que las correas que pasaban alrededor de las alas de Arcuballis estuvieran tirantes. Sithas se mantenía apartado a un lado, observando cómo su hermano levantaba las pesadas alforjas por encima de la grupa del animal. Kith se tomó varios minutos para confirmar que todo estaba bien sujeto.
Montaron la poderosa bestia, con Kith-Kanan delante, y se instalaron en la silla especialmente modificada. Arcuballis salió trotando por la puerta del establo al amplio corral. Allí dio un salto, impulsándose con los fuertes músculos de sus patas. Las poderosas alas batieron el quieto aire y, con un único y fluido movimiento, saltó otra vez y levantó el vuelo.
El grifo pasó sobre el jardín y luego a lo largo de la avenida principal, y fue ganando altitud lentamente, con dificultad. Los gemelos vieron las torres de la ciudad pasar por los costados y después, paulatinamente, quedar atrás y abajo. Los tintes sonrosados del amanecer adquirieron un tono más fuerte y luego un pálido color azul a medida que el sol parecía asomar como un estallido sobre el horizonte oriental y nacía un día radiante y límpido.
—¡Por los dioses, esto es fantástico! —gritó Sithas, conmovido por la belleza del vuelo, por el panorama de Silvanost, o quizá por el regocijo de escapar, por fin, del restrictivo ceremonial protocolario de su vida cotidiana.
Kith-Kanan sonrió para sí, complacido con el entusiasmo de su hermano. Sobrevolaron el río Thon-Thalas, siguiendo la plateada cinta de su cauce. Aunque el otoño se había adueñado de las tierras elfas, era un día radiante de sol, el aire estaba límpido, y una deslumbrante gama de colores se desplegaba por los terrenos boscosos, allá abajo.
El constante batir de las alas del grifo los transportó durante muchas horas. La ciudad quedó pronto atrás, aunque la Torre de las Estrellas permaneció visible durante cierto tiempo. A media mañana, no obstante, sobrevolaban prístinas tierras boscosas. Ningún edificio rompía la uniformidad del verde dosel de vegetación para indicar que alguien —elfo, humano o cualquiera— vivía allí.
—¿Están estas tierras deshabitadas realmente? —preguntó Sithas mientras observaba el verde terreno.
—Los kalanestis viven en estos bosques —explicó Kith.
Los Elfos Salvajes, considerados incultos y primitivos por los civilizados silvanestis, no construían estructuras para dominar la tierra ni monumentos a su propia grandeza. En lugar de ello, tomaban la tierra tal como la encontraban y así la dejaban cuando morían.
Su vuelo duró seis días. A partir del segundo hicieron un alto de dos horas a mediodía a fin de que Arcuballis pudiera descansar. Dejaron atrás los bosques al tercer día, y entraron en las áridas llanuras del Silvanesti septentrional, un área que era casi un desierto, deshabitada y desdeñada por los elfos.
Por fin volaron al lado de los aserrados picos de las Khalkist, la montañosa columna vertebral de Ansalon. Durante dos días completos, estos picos escarpados se alzaron a su izquierda, pero Kith-Kanan hizo que el grifo se mantuviera sobrevolando las secas llanuras, y explicó a su hermano que aquí las corrientes eran más fáciles de salvar que entre las altas cumbres.
Finalmente llegaron a un punto donde tenían que virar en dirección a los valles altos y las navas cubiertas de nieve si es que querían encontrar algún rastro de su presa. Arcuballis bregó para ganar altitud, y los transportó sanos y salvos por encima de las escarpadas crestas de las estribaciones montañosas; después sobrevoló un valle profundo y fue siguiendo su sinuoso trazado, con las imponentes siluetas de los picos escarpados elevándose sobre sus cabezas a derecha e izquierda.
Esa noche, la séptima de su viaje, acamparon cerca de un lago parcialmente helado, en un valle circular rodeado por empinadas laderas. Tres cascadas, ahora congeladas y convertidas en gigantescos carámbanos, se precipitaban sobre ellos desde las alturas circundantes. Los hermanos eligieron una zona donde crecía una pequeña arboleda de resistentes cedros, razonando, acertadamente, que la leña sería un bien poco abundante en estos parajes altos.
Sithas ayudó a su hermano a preparar la fogata. Descubrió que disfrutaba al sentir la hoja de la pequeña hacha cortando la madera en leña menuda. La hoguera de campamento no tardó en crepitar alegremente, y calentarse las manos con el fuego le resultó especialmente gratificante ya que había contribuido con su trabajo a proporcionar el bienvenido calor.
Hasta ahora, al Orador de las Estrellas la expedición le parecía la mayor aventura que había emprendido jamás.
—¿En qué dirección crees que se encuentran los Señores de la Muerte? —preguntó a su hermano mientras se acomodaban para comer un poco de tasajo de venado. Según los rumores, los tres volcanes se hallaban en el corazón de la cordillera.
—No lo sé exactamente —admitió Kith—. En algún punto al noroeste de aquí, en mi opinión. La ciudad de Sanction está al extremo opuesto de la cordillera, y si llegamos a ella sabremos que hemos ido demasiado lejos.
—Ignoraba que las montañas pudieran ser tan hermosas, tan majestuosas —añadió Sithas, que contemplaba las impresionantes alturas a su alrededor. Hacía mucho que el sol había abandonado el profundo valle, pero sus mortecinos rayos todavía iluminaban algunas de las cimas más altas y arrancaban brillantes destellos al reflejarse en la nieve blanca y el hielo azul.
—Y también inhóspitas.
Los dos miraron a Arcuballis cuando el grifo se enroscó cerca del fuego. Su inmenso corpachón semejaba un muro.
—Ahora tendremos que empezar a buscar —comentó Kith—. Y eso puede llevarnos bastante tiempo.
—¿Tan extensa crees que es esta cordillera? —replicó Sithas con tono escéptico—. Al fin y al cabo, vamos volando.
En efecto, volaron; día tras día de jornadas agotadoras y gélidas. La agradable temperatura otoñal de las tierras bajas se había tornado de manera brusca en otra brutalmente invernal a esta altitud. Siguieron adelante, hasta alcanzar las mayores elevaciones, y Sithas sintió un fiero júbilo mientras pasaban entre las prominentes cumbres; era una sensación de logro que empequeñecía todo cuanto había hecho en la ciudad. Cuando la nieve los azotaba en la cara, disfrutaba arrebujándose en la gruesa capa y resguardándose el rostro con la capucha; cuando tenía que pasar una noche en las áridas alturas, gozaba con la búsqueda de un buen punto de acampada.
Kith-Kanan permanecía horas enteras callado, casi taciturno, durante su búsqueda aérea. La culpabilidad de la noche pasada con Hermathya lo reconcomía, y maldecía su estúpida debilidad. Ansiaba sincerarse con Sithas, pedirle perdón, pero en el fondo de su corazón sabía que esto sería un error, que su hermano jamás lo perdonaría. En consecuencia, soportó su dolor en secreto.
Algunos días el sol lucía resplandeciente, y entonces las blancas hoyas de los valles se convertían en enormes reflectores. Los dos aprendieron, el primer día que ocurrió esto, a no dejar expuesta la piel en tales condiciones. Sus mejillas y frentes se abrasaron, pero, irónicamente, el aire frío impidió que notaran la quemadura del sol hasta que alcanzó un grado doloroso.
Otros días, las nubes grises cubrían el cielo como un manto plomizo, ocultando las cimas más altas y proyectando una luz triste y desapacible en el paisaje. Entonces se desataba una ventisca, y Arcuballis tenía que buscar tierra firme y esperar hasta que la tormenta pasaba. Una fuerte cellisca podía zarandear al grifo como una hoja seca a merced del viento.
Siguieron volando entre las altas cumbres de la cordillera, registrando cada valle en busca de algún rastro de las aladas criaturas. Viraron hacia el sur hasta alcanzar la frontera del territorio ogro, Bloten. Los valles eran aquí más bajos, pero vieron señales de los brutales habitantes de la zona por doquier: bosques ennegrecidos por arrasadores incendios, inmensos montones de desperdicios. Sabedores de que los grifos buscarían un hábitat más aislado, regresaron hacia el norte, siguiendo un glaciar serpenteante que se remontaba más y más alto, hasta el corazón del macizo montañoso.
Aquí sufrieron la embestida de las condiciones atmosféricas más extremas hasta el momento. Una masa de oscuros nubarrones apareció con repentina celeridad por el oeste, cubrió el cielo y se extendió veloz en su dirección.
—¡Allí! ¡Un saliente! —gritó Sithas mientras señalaba sobre el hombro de su hermano.
—Lo veo. —Kith-Kanan dirigió al grifo hacia una estrecha cornisa rocosa, protegida por un resalte achaflanado. Los escarpados riscos se precipitaban bajo ellos y se encumbraban sobre sus cabezas. El ventarrón los zarandeó mientras el grifo aterrizaba; continuar volando habría sido un suicidio. Una trocha angosta parecía conducir a lo largo de la cara del risco, descendiendo tortuosa y gradualmente desde la prominente cornisa, pero decidieron esperar a que amainase la tormenta.
—Mira, esto es amplio y está plano —anunció Sithas al tiempo que despejaba el suelo de cascotes—. Hay sitio de sobra para descansar, incluso para Arcuballis.
Kith asintió en silencio.
Desensillaron al grifo y se acomodaron para esperar mientras el aullido del viento se volvía ensordecedor y la cellisca caía con violencia.
—¿Cuánto durará? —inquirió Sithas.
Kith-Kanan se encogió de hombros, y Sithas se sintió como un estúpido por hacer semejante pregunta. Desenrollaron sus petates y se acurrucaron juntos contra el cálido flanco del grifo, al resguardo de la pared del risco. Dejaron sus arcos, flechas y espadas al alcance de la mano. A pocos palmos de sus pies, la perpendicular vertiente de la montaña caía a plomo en un vertiginoso precipicio que se perdía en la distancia y los remolinos de nieve.
Pasaron dos días en aquel remoto saliente, soportando la inclemente ventisca y las bajas temperaturas. No tenían madera para hacer un fuego, así que no pudieron hacer otra cosa que mantenerse acurrucados uno junto al otro, durmiendo por turnos para evitar que el sueño los sumiera a ambos en el eterno descanso, enterrados bajo el gélido manto invernal.
Sithas estaba despierto al final del segundo día, sacudiendo la cabeza y pellizcándose de vez en cuando para no caer en el sopor. Notaba las manos y los pies como pedazos de hielo, y cambiaba de postura con frecuencia en un intento de calentar alguna parte de su cuerpo al contacto con el inmenso corpachón de Arcuballis.
Advirtió que el ritmo de la respiración del grifo variaba ligeramente. De pronto, el animal levantó la cabeza y Sithas siguió la dirección de su mirada hacia la lóbrega oscuridad de la ventisca.
¿Había algo allí, en la senda que habían visto cuando aterrizaron, la que parecía alejarse de la cornisa? Sithas parpadeó, convencido de que sus ojos le habían engañado, pero ¡le había parecido que algo se movía!
Un instante después, se quedaba boquiabierto por la impresión cuando una figura inmensa salió de la nieve arremolinada y se abalanzó sobre él. El ser duplicaba la talla de un elfo, aunque sus formas eran vagamente humanas. Tenía brazos y manos; de hecho, una de éstas blandía un garrote del tamaño de un tronco pequeño. El arma se alzó amenazadora sobre Sithas y la criatura cargó contra él.
—¡Kith! ¡Un gigante! —gritó mientras daba una patada a su hermano para despertarlo. Al mismo tiempo, por puro instinto, echó mano de la espada que tenía a su lado.
Arcuballis reaccionó con más rapidez que el elfo, saltando en dirección al gigante a la vez que emitía un fuerte grito. Sithas contempló horrorizado cómo el garrote del monstruo se estrellaba contra el cráneo del grifo. Arcuballis se desplomó silenciosamente y desapareció por el borde de la cornisa.
—¡No! —Kith-Kanan estaba ya despierto y presenció la suerte de su querida montura. Al mismo tiempo, los gemelos atisbaron más figuras, dos o tres, que aparecían en la tormenta detrás del primer gigante. Rugiendo de rabia, el guerrero elfo cogió su espada.
El rostro del monstruo, a tan corta distancia, era más grotesco de lo que Sithas había imaginado al principio. Sus ojos eran pequeños, inyectados en sangre, y estaban muy juntos, en tanto que su nariz sobresalía como un pedazo de roca. Su boca era llamativamente grande; las fauces del gigante se abrieron de par en par, dejando a la vista unas encías enrojecidas y piezas de marfil con más aspecto de colmillos que de dientes.
Un profundo terror se apoderó de Sithas y lo dejó petrificado, incapaz de hacer nada salvo contemplar con horror la amenaza que se aproximaba. Una remota parte de su mente le decía que tenía que reaccionar, que luchar, pero sus músculos rehusaban moverse. El miedo lo tenía paralizado.
Kith-Kanan adoptó una postura de combate, amenazando al gigante con su espada. Las lágrimas le humedecían las mejillas, pero el pesar acrecentaba su rabia y su mortífera habilidad para la lucha. Su mano se mantenía firme. Al verlo, Sithas sacudió la cabeza, librándose por fin de su inmovilidad.
El Orador se incorporó de un salto y arremetió contra el monstruo, pero el pie le resbaló en la piedra helada y cayó de bruces; quedó tendido al mismo borde del precipicio, sin resuello a causa del golpe. El gigante surgió imponente ante él.
Entonces vio a su hermano, que atacó con increíble rapidez, blandiendo su espada y arremetiendo al vientre del gigante. La afilada cuchilla fue certera, y la criatura aulló de dolor al tiempo que se tambaleaba hacia atrás. Uno de los inmensos pies, calzados con botas, resbaló en el hielo que cubría la cornisa y, con un grito, el monstruo se precipitó al vacío y desapareció en la tormenta.
Ahora Sithas vio que los otros tres gigantes se acercaban a ellos, de uno en uno, por el estrecho saliente. Cada uno de los monstruosos seres manejaba un enorme garrote. El primero se adelantó con pesadez, y Kith-Kanan se lanzó contra él. Sithas, recobrado ya el aliento, se puso de pie.
El gigante retrocedió un paso, y luego lanzó un pesado golpe al agazapado elfo. Kith eludió el garrote desplazándose lateralmente, y a continuación atacó con tal velocidad que Sithas ni siquiera vio el movimiento. La punta de la espada abrió un corte superficial en la rodilla del gigante antes de que el elfo retrocediera de un salto.
Sin embargo, la herida surtió efecto. Sithas contempló perplejo que la pierna del gigante cedía y se doblaba bajo su peso. Agitando inútilmente sus inmensas manazas, el monstruo se deslizó lentamente por el borde y desapareció con un grito que pronto se perdió en la rugiente tormenta.
Los otros dos gigantes se habían quedado inmóviles, boquiabiertos por la sorpresa, en tanto que Kith seguía siendo un torbellino de actividad. Cayó contra los monstruosos seres, obligándolos a retroceder por la cornisa, resbalando y trastabillando, para eludir la afilada hoja de acero, una hoja que ahora estaba teñida de sangre.
—¡Kith, ten cuidado! —instó Sithas, que había recuperado la voz.
Su hermano pareció dar un traspié, y uno de los gigantes lanzó un golpe con su pesado garrote. Pero, de nuevo, el elfo se movió demasiado rápido para él, y el arma se estrelló contra la piedra desnuda. Kith rodó sobre sí mismo en dirección al gigante, y se incorporó agazapado entre sus piernas, gruesas como troncos. Arremetió hacia arriba, imprimiendo a la espada toda la fuerza de sus musculosos brazos, y acto seguido se lanzó hacia un lado para apartarse del gigante mortalmente herido que aullaba de dolor.
Sithas corrió hacia su hermano al comprender el peligro que corría Kith. Vio a su hermano resbalar mientras intentaba arrimarse a la pared del risco, entre el moribundo gigante y su restante compañero.
Este último blandió su garrote con una fuerza nacida del puro terror y la desesperación. El leño, cuya punta tenía un diámetro de treinta centímetros, se descargó en el pecho de Kith-Kanan y aplastó su cuerpo contra la rugosa pared de piedra que tenía detrás. Sithas vio que la cabeza de su hermano golpeaba en la roca, y que la sangre brotaba profusamente de su cráneo. Lentamente, el elfo se desplomó en la cornisa.
El gigante malherido se desplomó en el suelo, y Sithas lo arrojó de un empellón por el borde del saliente. El último de los monstruosos seres vio cómo se lanzaba a la carga el elfo, el gemelo del guerrero que acababa de caer, y giró sobre sus talones. Echó a andar con pesadas zancadas a lo largo de la estrecha cornisa, y descendió por la vertiente de la montaña, alejándose del nicho que había cobijado a los gemelos. En cuestión de segundos, desapareció en la distancia.
Sithas dejó de prestar atención al monstruo, y se arrodilló junto a Kith, espantado por la sangre que manaba de la boca y la nariz de su hermano y empapaba su largo cabello plateado.
—¡Kith, no te mueras! ¡Por favor! —No se dio cuenta de que estaba sollozando.
Levantó a su hermano con sumo cuidado, sorprendido de lo poco que pesaba… O quizá era que la desesperación le había dado fuerzas a él. Lo llevó al abrigo del nicho, y utilizó cada capa, cada manta y túnica que tenían para arropar a Kith-Kanan. Su hermano tenía los ojos cerrados. Un ligero movimiento, el subir y bajar de su pecho, era la única señal de que Kith aún vivía.
La noche cayó repentinamente, y el viento pareció soplar con más fuerza. La nieve se le clavaba a Sithas en la cara, tan punzante como sus propias lágrimas. Tomó la fría mano de Kith en la suya y se sentó a su lado, perdida toda esperanza de que ninguno de los dos estuviera vivo para recibir el nuevo amanecer.