10
Al día siguiente
Hermathya se marchó en algún momento, en mitad de la noche, y Kith-Kanan agradeció profundamente que no estuviera allí por la mañana. Ahora, a la fría luz del día, el arrebato de pasión que los había dominado tenía todos los visos de un episodio infame y ruin. La fogosa atracción que habían sentido el uno por el otro en el pasado era un fuego que no debía reavivarse.
Kith-Kanan pasó la mayor parte del día con su hermano, recorriendo los establos y talleres de herradores de la ciudad. Se obligó a concentrar su atención en la tarea que tenían entre manos: reunir más monturas para sus tropas de caballería para el momento en que los Montaraces tomaran la ofensiva. Los dos sabían que, a la larga, tendrían que atacar al ejército humano. No podían esperar pasivamente el final del asedio, sin hacer nada.
Durante las horas que pasaron juntos, a Kith le fue imposible mirar a su hermano a los ojos. Sithas se mostraba alegre y entusiasta, con un trato tan simpático y amable que a Kith se le retorcían las entrañas. A media tarde puso una excusa para separarse de su gemelo, alegando que Arcuballis necesitaba hacer un poco de ejercicio. En realidad, era él el que necesitaba una escapatoria, una oportunidad de sufrir en soledad su sentimiento de culpa.
Los siguientes días en Silvanost transcurrieron con lentitud, haciendo que, en comparación, incluso el desolado confinamiento en la asediada Sithelbec pareciese lleno de acontecimientos. Kith evitaba a Hermathya, y, con gran alivio de su parte, comprendió que ella parecía estar eludiéndolo a él también. Las contadas ocasiones en que la vio, la mujer estaba con Sithas interpretando el papel de devota esposa agarrada del brazo de su marido y pendiente de cada palabra que decía.
A decir verdad, a Sithas también el tiempo se le hacía interminable. Sabía que Vedvedsica estaba trabajando en la elaboración de un conjuro que podría permitirles amansar mágicamente a los grifos, pero estaba impaciente por empezar la misión. Atribuyó el desasosiego de Kith-Kanan a una impaciencia similar a la suya. Cuando se encontraban juntos, sólo hablaban de la guerra, y esperaban recibir algún mensaje del misterioso clérigo.
Transcurrieron ocho días sin tener noticia alguna de él, y entonces, inopinadamente, les llegó en mitad de la noche. Los gemelos estaban reunidos en los aposentos de Sithas, manteniendo una conversación, cuando escucharon un ruido apagado en el balcón, al otro lado del ventanal abierto. Sithas descorrió las cortinas, y el clérigo hechicero entró en la habitación.
Los ojos de Kith-Kanan fueron de inmediato a la mano de Vedvedsica, en la que llevaba un tubo largo de marfil con los extremos tapados con corcho, y varios símbolos arcanos, de color negro, impresos en su superficie alabastrina.
El clérigo alzó el objeto, y los gemelos comprendieron al instante de qué se trataba, aun antes de que Vedvedsica destapara un extremo y sacara un pliego enrollado de vitela encerada. Desenrolló el pergamino y les mostró una serie de símbolos pertenecientes a la Antigua Escritura.
—El hechizo del dominio —explicó el clérigo en voz queda—. Con esta magia, creo que los grifos pueden ser domesticados.
Los gemelos planearon partir tras un día más de preparativos finales. Con el pergamino hecho ya realidad, un nuevo apremio presidió su actividad. Se reunieron con Nirakina y lord Quimant poco después del desayuno, unas horas después de la marcha de Vedvedsica.
Los cuatro se encontraron en la biblioteca real, donde un fuego chisporroteaba en la chimenea para ahuyentar el frío otoñal. Sithas llevó consigo el pergamino, aunque lo tapó con su manto cuando lo dejó en el suelo. Todos tomaron asiento en los amplios sillones tapizados con cuero que estaban colocados frente a la chimenea.
—Nos hemos enterado de algo que puede cambiar el curso de la guerra… para bien —anunció Kith.
—¡Espléndido! —Quimant se mostraba entusiasmado.
Nirakina se limitó a mirar atentamente a sus hijos, con el entrecejo fruncido en un gesto que ponía de manifiesto su preocupación.
—Conocéis a Arcuballis, por supuesto —continuó el guerrero—. Le fue regalado a Sithel, nuestro padre, por un «mercader» del norte. —De acuerdo con la estrategia desarrollada por Sithas y él, no mencionarían que el clérigo gris estaba involucrado en el asunto—. Nos hemos enterado de que las montañas Khalkist son el hábitat de una numerosa manada de estas criaturas…, centenares de ellas.
—¿Tenéis prueba de ello o se trata de un rumor, simplemente? —preguntó Nirakina, cuyo semblante había adquirido una gran palidez.
—Se los ha visto allí —explicó Kith-Kanan, malinterpretando la pregunta a propósito. Les contó a Nirakina y a Quimant el sueño que había tenido la noche antes de partir de Sithelbec—. Están en una zona cercana a los tres volcanes; es todo cuanto hemos conseguido confirmar con certeza.
—¡Pensad en las posibilidades! —añadió Sithas—. ¡Toda una compañía de caballería alada! ¡Vaya, pero si la sola presencia de Arcuballis consiguió que cientos de caballos salieran de estampida! ¡Un cielo lleno de grifos podría muy bien derrotar a todo el ejército de Ergoth!
—Hay un gran trecho entre conocer la existencia de grifos en una remota cordillera y contar con legiones de criaturas voladoras que estén entrenadas y obedezcan las órdenes de sus jinetes —comentó Nirakina, hablando despacio y en tono reposado. Seguía pálida, pero su voz sonaba firme y tranquila.
—Creemos que podemos encontrarlos —contestó Sithas con un tono igualmente ecuánime—. Partimos mañana al alba para emprender esta misión.
—¿Cuántos guerreros os acompañarán? —inquirió Nirakina, sabedora, como todos ellos, de las leyendas referidas a las distantes Khalkist. Historias sobre ogros, misteriosos enanos perversos, incluso tribus de feroces gigantes de las colinas, formaban parte de las creencias populares que corrían de boca en boca entre el pueblo llano acerca de la cordillera que era la característica principal del terreno de la zona central de Ansalon.
—Sólo iremos nosotros dos. —Sithas miró a su madre, que parecía terriblemente pequeña y vulnerable en el enorme sillón.
—Montaremos a Arcuballis —explicó con premura Kith—. Y cubriremos la distancia en un plazo mucho más corto de lo que le llevaría a un ejército…, aún en el caso de que tuviéramos uno al que enviar allí.
Nirakina miró a Kith-Kanan con ojos suplicantes. Su hijo entendió el ruego implícito. Quería que se ofreciera voluntario para ir solo, dejando atrás al Orador de las Estrellas. Con todo, al asomar esta idea a sus ojos, la mujer agachó la cabeza. Cuando la levantó y volvió a hablar, su voz era firme de nuevo:
—¿Cómo cazaréis a esas criaturas, en el supuesto de que las encontréis?
Sithas apartó el manto y recogió el tubo que había dejado en el suelo, junto a su sillón.
—Hemos conseguido un conjuro de dominio que nos ha proporcionado un amigo de la Casa de Silvanos. Si logramos encontrar a los grifos, el hechizo los someterá a nuestra voluntad.
—Es una versión más poderosa del mismo conjuro que se utilizó para domesticar a Arcuballis —añadió Kith—, está redactado en la Antigua Escritura. Ésa es la razón por la que Sithas tiene que acompañarme: para ayudarme a lanzar el hechizo leyendo la Antigua Escritura.
Su madre lo miró y asintió con un leve cabeceo, dictado más por la conmoción que por haber entendido algo realmente.
Nirakina había estado junto a su esposo durante más de tres siglos de gobierno; había dado a luz a estos dos orgullosos hijos; había sufrido la noticia del asesinato de su esposo a manos de un humano, y había soportado la guerra, consecuencia del regicidio, en la que estaban inmersos su país, su familia y su pueblo. Ahora también tenía que hacer frente a la perspectiva de que sus dos hijos emprendieran lo que para ella era una misión insensata, la búsqueda de un milagro, poco menos que imposible de llevar a cabo con éxito.
Aun así, por encima de todo, era la matriarca de la Casa de la Luna Plateada. También ella era un líder de los silvanestis, y sabía ciertas cosas sobre fortaleza, gobierno y correr riesgos. Había dado a conocer sus objeciones, pero comprendía que sus hijos habían tomado una decisión irrevocable y, en consecuencia, no daría más rienda suelta a sus sentimientos personales.
Se levantó del sillón y se despidió de sus hijos con una breve y tensa inclinación de cabeza. Kith-Kanan fue hacia ella, en tanto que Sithas permanecía en su asiento, conmovido por la lealtad de su madre. El guerrero la acompañó hasta la puerta.
Quimant miró al Orador y luego se volvió hacia Kith-Kanan, que regresaba a su sillón.
—Que vuestra misión sea rápida y tenga éxito. Ojalá pudiera acompañaros.
—Te confiaré el gobierno del país para que actúes como regente durante mi ausencia —anunció Sithas—. Conoces a fondo los asuntos cotidianos de la nación. También estarás encargado de comenzar con el alistamiento de nuevas tropas. A finales de invierno deberemos tener dispuesta y entrenada una nueva fuerza para enviarla a las planicies.
—Haré cuanto esté en mi mano —prometió Quimant.
—Otra cosa —añadió Sithas, como sin darle importancia—. Si Tamanier Ambrodel regresa a la ciudad, ha de acomodárselo en palacio. Necesitaré verlo inmediatamente después de mi vuelta.
El noble asintió en silencio, se levantó e hizo una reverencia a los hermanos.
—Que los dioses os guarden —dijo, antes de abandonar la biblioteca.
—Tengo que ir. ¿Es que no lo entiendes? —dijo Sithas a Hermathya.
La mujer paseaba muy alterada de un lado a otro del dormitorio, y se giró bruscamente hacia él.
—¡No puedes! ¡Lo prohíbo! —El tono de Hermathya era estridente. Su semblante, que unos momentos antes expresaba un profundo asombro, ahora estaba crispado por la cólera.
—¡Maldita sea! ¡Escúchame! —gritó Sithas, cuya ira crecía también por momentos. Testarudos e intransigentes, se miraron de hito en hito un instante. —Te he explicado lo del conjuro de dominio. Está redactado en la Antigua Escritura, y Kith no tiene los conocimientos necesarios para utilizarlo aun cuando lograra encontrar a los grifos. Yo soy el único que puede leerlo de manera adecuada. —La agarró por los hombros y siguió sosteniéndole la mirada—. ¡He de hacer esto, no sólo por bien de nuestro país, sino por mí mismo! ¡Eso es lo que tienes que entender!
—¡No tengo que entender nada, y no lo haré! —repuso iracunda mientras se daba media vuelta y se apartaba de él.
—Kith-Kanan ha sido siempre el que se ha enfrentado a los peligros y al desafío de lo desconocido. Ahora hay algo que he de hacer yo. También he de poner en riesgo mi vida. Por una vez, no me limito a enviar a mi hermano a una misión peligrosa. ¡Yo mismo la emprendo!
—¡Pero es que no tienes que hacerlo!
Hermathya estaba fuera de sí, pero Sithas no estaba en disposición de ceder. Si la mujer encontraba algún sentido en el deseo de su esposo de ponerse a prueba a sí mismo, no pensaba admitirlo. Por fin, harto y frustrado, el Orador de las Estrellas salió del dormitorio echando humo.
Encontró a Kith-Kanan en los establos, dando instrucciones al guarnicionero para modificar los arreos de Arcuballis. El grifo podría transportarlos a los dos, pero su vuelo sería más lento y los hermanos tendrían que reducir al máximo la carga de provisiones y equipo.
—Tasajo… suficiente para unas pocas semanas —recitó Kith-Kanan mientras examinaba las abultadas alforjas—. Un par de odres de agua, y ropa de abrigo. Yesca y pedernal, un par de dagas. Cuerdas de repuesto para los arcos. Estos los llevaremos en un sitio que este a mano, por supuesto. Y cuarenta flechas. ¿Tienes una espada útil?
Por un instante, Sithas se sonrojó. Sabía que el arma ceremonial que había llevado durante años no sería adecuada para la tarea que les aguardaba. Estaba forjada con una aleación de plata blanda, y su reluciente hoja iba grabada con todo tipo de símbolos de la Antigua Escritura que recitaban la gloriosa historia de la Casa de Silvanos. Era bella y valiosa, pero inservible para el combate. Aun así, le molestó oír a su hermano hablar mal de ella.
—Lord Quimant me ha proporcionado una espléndida espada larga —repuso con tirantez—. Hará un buen papel.
—Estupendo. —Kith no reparó en el enojo de su hermano—. Tendremos que dejar nuestras armaduras metálicas. Con esta carga, Arcuballis no puede transportar más peso. ¿Tienes un buen traje de cuero? —De nuevo Sithas respondió afirmativamente—. Bien, entonces estaremos listos para partir con las primeras luces del día. Eh… —Kith vaciló un instante antes de preguntar—: ¿Cómo ha reaccionado Hermathya?
El príncipe sabía que su hermano había aplazado hasta el último momento decirle a su esposa que iba a emprender un viaje y estaría ausente durante varias semanas.
—Mal —repuso Sithas con una mueca.
No dio más explicaciones, y Kith-Kanan no insistió en el asunto.
Ofrecieron un pequeño banquete esa noche, al que asistieron Nirakina, Quimant y unos cuantos nobles. Hermathya no hizo acto de presencia, cosa que Kith-Kanan agradeció profundamente, y los ánimos se apaciguaron.
Durante todos estos días había estado temiendo que Hermathya le contara a Sithas que se había acostado con su hermano. Kith había intentado apartar de su mente el recuerdo de esa noche, pensando en ello como si fuera algo que hubiese soñado despierto. De este modo sobrellevaba mejor su sensación de culpa.
Terminada la cena, Nirakina entregó a Sithas una pequeña redoma. El recipiente de barro estaba firmemente tapado con un corcho.
—Es un ungüento hecho por los clérigos de Quenesti Pah —explicó—. Miritelisina me lo dio. Si estáis heridos, extended una pequeña cantidad alrededor de la zona de la herida. Ayudará a que se sane.
—Espero que no lo necesitemos, pero gracias —dijo Sithas.
Por un instante se preguntó si su madre estaba a punto de llorar, pero, una vez más, el orgullo de su linaje la sostuvo. Abrazó a sus hijos con cariño, los besó, deseó que los dioses velaran por ellos. Después se retiró a sus aposentos.
Los gemelos pasaron en vela gran parte de la noche, tensos con la perspectiva de la inminente aventura. Sithas intentó ver a su esposa al final de la tarde, y de nuevo antes del amanecer, pero ella se negó a abrir la puerta del dormitorio ni siquiera para hablar con él. El Orador se consoló pasando unos minutos con Vanesti, sosteniendo a su hijo en brazos y acunándolo con suavidad mientras la noche daba paso al alba.