9
A la mañana siguiente
Kith-Kanan y su madre cabalgaron por las calles bordeadas de árboles de Silvanost durante varias horas, hablando sólo de recuerdos entrañables y temas gratos de muchos años atrás. Se pararon para contemplar las fuentes, observar los halcones zambullirse en el río para atrapar peces, y escuchar los pájaros cantores que se apiñaban en los numerosos arbustos floridos de los exuberantes jardines de la ciudad.
Durante el paseo, al guerrero elfo le pareció que su madre volvía a la vida poco a poco, incluso al punto de reír mientras observaban la jactanciosa danza de un cardenal con la que intentaba impresionar a una hembra.
A Kith no dejaba de rondarle en la cabeza la idea de que su madre no tardaría en enterarse de los planes de sus hijos de emprender una peligrosa expedición a las montañas Khalkist. Pero resolvió que esa noticia podía esperar.
—¿No vas a reunirte con tu hermano en la corte? —preguntó Nirakina cuando el sol ya sobrepasaba el cenit.
—Habrá tiempo de sobra para eso mañana —decidió Kith con un suspiro.
—Bien. —Su madre lo miró, y a él le encantó ver que el familiar brillo había vuelto a sus ojos.
Nirakina espoleó su montura con un seco taconazo, y la yegua salió a galope dejando atrás a Kith con el desafío de una risa mientras él intentaba azuzar a su viejo corcel para que las alcanzara.
Galoparon bajo la sombra de inmensos olmos y pasaron veloces entre las cristalinas columnas de las casas elfas, en una amistosa carrera competitiva hacia los Jardines de Astarin y los establos reales. Nirakina era buena amazona, y su yegua, más rápida; aunque Kith intentó que su corcel se esforzara al máximo, su madre cruzó las puertas de palacio ganándole por más de tres cuerpos.
Riendo de buena gana, frenaron delante de los establos y desmontaron. Nirakina se volvió hacia él y lo estrechó en un abrazo impulsivo.
—Gracias —susurró—. ¡Gracias por volver a casa!
Kith la abrazó en silencio unos instantes, contento de no haberle hablado de los planes que tenían su hermano y él.
Acompañó a su madre hasta sus aposentos, y después se encaminó hacia su cuarto con intención de bañarse y vestirse para el banquete que Sithas había proyectado para esta noche. Pero, antes de que llegara a la puerta, una figura le salió al paso desde un nicho del pasillo.
En un gesto reflejo, el guerrero elfo alargó la mano hacia una espada que, habitualmente, no llevaba dentro de los seguros confines de palacio. En el mismo momento se tranquilizó al reconocer a la persona y comprender que no era una amenaza; al menos, no una amenaza en el sentido de un enfrentamiento armado.
—Hermathya —dijo con una voz extrañamente ronca.
—Tienes los nervios a flor de piel —observó ella, al tiempo que soltaba una risita azorada.
Llevaba un vestido de color turquesa, con un amplio escote. Su cabello caía en cascada sobre sus hombros, y, cuando alzó la vista hacia él, Kith-Kanan pensó que le seguía pareciendo tan joven y vulnerable como siempre. Sacudió la cabeza, recordándose que Hermathya no era joven ni vulnerable. Aun así, el hechizo de su seductora inocencia lo subyugó, y deseó estrecharla en sus brazos.
Merced a un gran esfuerzo, mantuvo las manos pegadas a los costados, aguardando que Hermathya volviera a hablar. Su silencio pareció perturbarla, como si hubiese esperado que él tomara la iniciativa.
La expresión de sus ojos hizo que a Kith no le quedara ninguna duda de qué era lo que esperaba de él. El príncipe no abrió su puerta, no hizo intención de entrar en el cuarto. Permaneció inmóvil, plenamente consciente de la intimidad de la habitación y del amplio lecho tan cercano. La ardorosa reacción de su cuerpo lo sorprendió, y comprendió, con gran consternación, que la deseaba. Y cómo.
—Eh… quería hablar contigo —dijo ella.
Kith supo con absoluta certeza que estaba mintiendo. Sus palabras rompieron el hechizo, y el príncipe pasó junto a ella para abrir la puerta.
—Pasa —dijo con el tono más imperturbable que fue capaz de dar a su voz.
Kith-Kanan fue hacia los ventanales y apartó las cortinas para dejar a la vista la radiante exuberancia de los Jardines de Astarin. Permaneció de espaldas a ella, esperando a que hablara.
—He estado preocupada por ti —empezó Hermathya—. Me dijeron que te habían capturado, y temí volverme loca. ¿Fueron crueles contigo? ¿Te hicieron daño?
«Ni la mitad de crueles de lo que fuiste tú en una ocasión», se dijo Kith para sus adentros. Una parte de él quería gritarle, recordarle que una vez le había suplicado que huyera con él, que lo eligiera, en lugar de a su hermano. La otra parte deseaba tenerla en sus brazos, en su cama, en su vida. No se atrevió a mirarla por temor a que se impusiera este último impulso; sabía que eso sería la más infame traición.
—Sólo estuve prisionero un día —repuso, endureciendo la voz—. Mataron a los otros elfos que habían capturado, pero yo tuve la suerte de escapar.
Pensó en la humana que, aunque involuntariamente a su forma de entender, lo había ayudado a huir. Le había parecido una mujer muy hermosa, para ser humana. Su cuerpo poseía una plenitud que resultaba voluptuosa, y que, tenía que admitir, había encontrado extrañamente atractiva. Con todo, no significaba nada para él. Ni siquiera sabía su nombre. Una gran distancia los separaba, quizá para siempre. Por el contrario, Hermathya…
Kith-Kanan notó que se acercaba a él. Su mano le tocó el hombro, y el príncipe se quedó muy quieto.
—Será mejor que te vayas. Tengo que prepararme para el banquete. —Seguía sin mirarla.
Por un instante, ella guardó silencio, y Kith tuvo plena conciencia de su leve roce. Después, Hermathya apartó la mano.
—Yo… —La mujer no concluyó la frase.
Cuando la oyó dirigirse hacia la puerta, se volvió para verla marchar. Ella sonrió con nerviosismo antes de salir y cerrar la puerta a sus espaldas.
Kith siguió sin moverse durante un largo rato. La imagen de su cuerpo permanecía grabada en su mente, abrasadora. Lo aterró descubrir que había querido que ella decidiera quedarse.
La sensación de entrar de nuevo en la corte real de Silvanost fue para Kith-Kanan como sumergirse repentinamente en agua helada. Nada de sus recientes vivencias guardaba el menor parecido con el esplendor de la sala, sus brillantes mármoles, los elegantes caballeros y damas, engalanados con sus ropajes de seda orlados de pieles e hilos de plata, y enjoyados con diamantes, esmeraldas y rubíes.
Ni las conversaciones con su familia, ni siquiera el banquete de la noche previa, lo habían preparado para la ceremoniosa solemnidad de la Sala de Audiencias. Ahora se encontró hablando con un auditorio anónimo de rígidos trajes ceremoniales y atuendos nobles, describiendo el curso de la guerra hasta la fecha. Por fin su informe llegó a su conclusión, y los elfos se dispersaron discretamente en pequeños grupos y conversaciones privadas.
—¿Quién es ése? —preguntó Kith-Kanan a Sithas mientras señalaba a un elfo alto que acababa de llegar y se dirigía hacia el trono.
—Te lo presentaré. —El Orador se levantó y, con un ademán, indicó al elfo que se acercara—. Este es lord Quimant del Clan Hoja de Roble, de quien te he hablado. Mi hermano, Kith-Kanan, general del ejército elfo.
—Es para mí un gran honor, mi señor —dijo Quimant al tiempo que hacía una profunda reverencia.
—Gracias —repuso Kith, que estudiaba el rostro del noble—. Mi hermano dice que vuestra ayuda ha sido inestimable en los esfuerzos requeridos por la guerra.
—El Orador es muy generoso —contestó el noble con actitud modesta—. Mi contribución carece de importancia en comparación con los sacrificios hechos por vos y todos vuestros guerreros. Mi más ferviente deseo es poder proporcionaros armas dignas de confianza.
Por un instante, a Kith lo asaltó la perturbadora sensación de que lord Quimant, de hecho, deseaba sacar mucho más de la guerra. Pero el momento pasó, y Kith reparó en que su hermano parecía tener puesta una gran confianza en el primo de Hermathya y sentir aprecio por él.
—¿Qué nuevas hay de nuestro estimado embajador? —preguntó Sithas.
—Than-Kar hará acto de presencia en la corte, pero no hasta pasado el mediodía —informó el noble—. Al parecer piensa que no tiene ningún asunto urgente aquí.
—¡Ése es el problema! —exclamó el Orador con aspereza.
Quimant cambió de tema, y describió a Sithas y Kith-Kanan algunas expansiones adicionales en las minas del Clan Hoja de Roble, pero el general apenas le prestó atención. Sus ojos recorrieron la multitud con impaciencia, buscando a Hermathya. Sintió cierto alivio al comprobar que no estaba presente. Había experimentado la misma sensación cuando la mujer tampoco había asistido al banquete de la noche anterior, alegando una ligera indisposición.
La velada transcurría con insoportable lentitud, y Kith tuvo que aguantar con actitud cortés las insistentes invitaciones a banquetes y cacerías. Algunas de las damas le hicieron otro tipo de invitaciones, a juzgar por sus insinuantes sonrisas y sugerentes miradas bajo las pestañas entornadas con remilgo. Se sintió como un valioso ciervo cuya cuerna era codiciada por todos para adorno de su chimenea.
Para su asombro, Kith se encontró echando de menos las conversaciones que mantenía la mayoría de las noches con sus compañeros de armas, a pesar del ambiente sombrío y agobiante de éstas. Puede que hubieran tenido que sentarse acuclillados en torno a un fuego humeante para tener luz y calor, y estar pringados de barro y oler a semanas de polvo y sudor acumulados; pero, aun así, todo aquello le parecía mucho más real que esta ostentosa exhibición.
Por fin, el toque de trompetas anunció la llegada del embajador enano y su escolta. Kith-Kanan contempló sorprendido cómo Than-Kar entraba en la sala a la cabeza de una columna de más de treinta enanos equipados con armas y armaduras. Marcharon en una confusa fila hacia el trono, y al cabo se detuvieron para dejar que su cabecilla hiciera el resto del recorrido a solas.
El theiwar apenas tenía parecido con el jovial Dunbarth Cepo de Hierro, del clan hylar, a quien Kith-Kanan había conocido años atrás. Encontró inquietantes los grandes ojos de Than-Kar, con sus diminutas pupilas rodeadas de blanco; como los ojos de un demente, pensó el príncipe. El enano tenía un aspecto desaseado, con la túnica manchada y las botas embarradas; daba la impresión de haber puesto especial empeño en acudir con la peor apariencia posible ante el general elfo.
—El Orador ha requerido mi presencia, y aquí estoy —anunció el enano en un tono cargado de insolencia.
Kith-Kanan sintió el impulso de bajar de un salto de la plataforma del Orador y estrangular al repulsivo individuo. Gracias a un denodado esfuerzo, consiguió controlar su furia.
—Mi hermano ha regresado del frente —empezó Sithas, prescindiendo del formalismo de hacer las presentaciones—. Quiero que le informéis de la postura actual de vuestra nación en cuanto a una intervención en el conflicto.
Los extraños ojos de Than-Kar observaron con expresión calculadora a Kith-Kanan mientras una sonrisa satisfecha asomaba a sus labios.
—No ha variado —declaró, sin andarse con rodeos—. Mi soberano necesita tener alguna evidencia concreta que demuestre la veracidad de las alegaciones elfas antes de comprometer las vidas de enanos en esta… causa.
Kith sintió la sangre agolparse en sus mejillas, y dio un paso adelante.
—Sin duda, entendéis que todas las razas antiguas están amenazadas por esta agresión humana, ¿no? —demandó.
—Los humanos pueden alegar que son ellos quienes están amenazados por la agresión elfa —replicó el theiwar al tiempo que se encogía de hombros.
—¡Son ellos los que han entrado en territorios elfos! ¡Territorios, he de añadir, limítrofes con la frontera septentrional de vuestro propio reino!
—Yo no lo veo así —resopló el enano—. Y, además, tenéis humanos en vuestras filas. A mí me da la impresión de que se trata de una pelea familiar. Si ven conveniente unirse, ¿por qué iban a involucrarse los enanos?
Sithas se volvió sorprendido hacia Kith-Kanan, aunque el Orador mantuvo la compostura de cara al exterior.
—No tenemos humanos luchando en nuestras fuerzas. Hay algunos, mujeres y niños en su mayoría, que se han refugiado en el fuerte durante el asedio. Son simples víctimas de la guerra. ¡Su presencia no cambia la índole del conflicto!
—Para dejarlo claro, entonces —dijo el embajador, su voz era un siseo acusador—, explicad la presencia de elfos en el ejército de Ergoth.
—¡Calumnias! —gritó Sithas, perdiendo los estribos e incorporándose con brusquedad.
La sala retumbó con gritos de cólera y protesta repetidos por cortesanos y nobles mientras avanzaban a una hacia la plataforma. La guardia personal de Than-Kar se puso alerta y aprestó las armas.
—Regimientos enteros de elfos —continuó el enano en voz alta para hacerse oír sobre los murmullos de la multitud—. Son disidentes de vuestra hegemonía imperial…
—¡Son traidores a su país! —bramó Sithas.
—Simple cuestión de semántica —arguyó Than-Kar—. Sólo quiero aclarar con ejemplos que la confusa situación del conflicto hace que una intervención enana parezca precipitada hasta un punto que raya en la estupidez.
Kith-Kanan ya no pudo contenerse más. Descendió de la plataforma y miró de hito en hito al enano, que era bastante más bajo que él.
—La forma en que desvirtuáis la verdad es un descrédito para vuestra nación. —Bajó el tono de voz a un sordo gruñido—. Los elfos que pueda haber en las filas de Ergoth son forajidos solitarios, engatusados con dinero humano y promesas de poder. Ni siquiera las personas como vos pueden desdibujar las claras líneas de este conflicto. Manifestáis vuestras mentiras y tergiversaciones desde la seguridad de esta lejana ciudad, escudándoos como un cobarde tras el privilegio de la diplomacia. ¡Me dais verdadero asco!
Than-Kar se mostró imperturbable y se apartó un paso para dirigirse a Sithas.
—Este ejemplo del comportamiento impetuoso de vuestro general será debidamente puesto en conocimiento de mi soberano. No favorece vuestra causa.
—Y vos acabáis de establecer un nuevo grado de exceso diplomático, y habéis llevado mi paciencia hasta sus límites. ¡Marchaos, ahora! —Sithas pronunció las palabras en un siseo cargado de cólera que provocó el silencio más absoluto en la sala.
Sin embargo, si la ira del Orador afectó al enano, éste supo disimularlo bien. Con premeditada insolencia, se puso al frente de su guardia personal y abandonó la Sala de Audiencias.
—¡Abrid las ventanas de par en par! —bramó el Orador de las Estrellas—. ¡Que entre aire fresco y limpie este hedor!
Kith-Kanan se sentó con pesadez en los escalones de la plataforma real, haciendo caso omiso de las miradas estupefactas de algunos de los estirados nobles elfos.
—Lo habría estrangulado con gusto —gruñó mientras su hermano se acercaba a su lado.
—La audiencia ha terminado —anunció Sithas a la asamblea de elfos.
Kith-Kanan suspiró con expresión preocupada mientras el último de los nobles abandonaba la inmensa sala. Los únicos que quedaban en ella eran Quimant, los gemelos y Nirakina.
—Sé que no debería haber dejado que su actitud me encolerizara hasta este extremo. Lo siento —dijo el general al Orador.
—Tonterías. Sólo dijiste lo que tenía ganas de soltarle hace meses. Más vale que haya sido un militar quien lo ha dicho y no el jefe del estado. —Sithas hizo una pausa, algo violento—. ¿Cuánto hay de verdad en las insinuaciones que ha hecho?
—Poco. —Kith suspiró—. Hemos acogido humanos en el fuerte, la mayoría esposas y familias de los Montaraces. Los matarían en el mismo momento de caer en manos del enemigo.
—¿Y hay elfos combatiendo por Ergoth? —Sithas no pudo evitar que el desaliento se hiciera patente en su voz.
—Unos cuantos facinerosos, como dije —admitió Kith—. Al menos, hemos recibido informes que los mencionan. Yo mismo vi uno en el campamento humano. Pero estos renegados no son lo bastante numerosos para que hayamos reparado en ellos en el campo de batalla. —Gimió y se echó hacia atrás, recordando al ofensivo y arrogante enano—. ¡Ese patán! Supongo que ha sido una suerte que no tuviera mi espada a mano.
—Estás agotado —dijo Sithas—. ¿Por qué no descansas un rato? Esta sucesión de banquetes, sesiones de corte y reuniones durante toda la noche acabaría con los nervios de cualquiera. Podemos hablar mañana.
—Tu hermano tiene razón. Necesitas descansar —añadió Nirakina con tono maternal—. Haré que te lleven la cena a tu cuarto.
La cena llegó, como Nirakina había prometido. Kith-Kanan supuso que su madre había dado órdenes a la cocina, y alguien del servicio había comunicado la situación a otra parte interesada, ya que fue Hermathya quien llamó a su puerta y entró con una bandeja.
—Hola, Hermathya —saludó, sentándose en la cama. No estaba muy sorprendido de verla y, para ser sincero, tampoco muy consternado.
—Le cogí esto a la sirvienta —dijo, presentando una bandeja con fuentes de cristal, rebosantes de comida.
Una vez más, lo dejó impresionado su aire de juventud e inocencia. Recuerdos de los dos, juntos… Kith-Kanan sintió resurgir el deseo súbitamente, un sentimiento que creía muerto hacía años. Quería tomarla en sus brazos.
Al mirarla a los ojos supo que ella deseaba lo mismo.
—Me levantaré. Puedo cenar junto a la ventana. —No quería sugerir que salieran al balcón. Notaba que en su visita había algo de furtivo y privado.
—No te muevas —dijo Hermathya quedamente—. Te serviré en la cama.
Kith se preguntó qué quería decir con eso. No tardó en descubrirlo. Mientras, la cena se enfriaba sobre una mesita cercana.