8
Mediados de otoño (2214 a. C.)

Por Quenesti Pah, es precioso! —Kith-Kanan cogió al infante en sus brazos con sumo cuidado.

Sithas estaba a su lado, y se mostraba enorgullecido. No hacía ni cinco minutos que Kith había aterrizado cuando el Orador de las Estrellas lo había llevado presuroso hasta el cuarto de niños para mostrarle al nuevo heredero del trono de Silvanesti.

—Se tarda un poco hasta que estás seguro de que no lo vas a romper si lo coges —le dijo a su hermano, basándose en su propia y extensa experiencia paternal, adquirida a lo largo de varios días.

—Vanesti… un buen nombre. Orgulloso, repleto de nuestro linaje —opinó Kith—. Un nombre merecedor del heredero de la Casa de Silvanos.

Sithas miró a su hermano y a su hijo, y se sintió mejor de lo que se había sentido hacía meses. De hecho, sentía un bienestar que no había experimentado desde el comienzo de la guerra.

La puerta se abrió y Hermathya entró en el cuarto. Se acercó a Kith-Kanan con nerviosismo, con la mirada prendida en su hijo. Al principio, el general elfo pensó que la tensión de su cuñada estaba motivada por el recuerdo de sus relaciones. La aventura amorosa entre Kith y Hermathya, anterior a su compromiso con Sithas, había sido breve pero apasionada.

Sin embargo, después comprendió que la ansiedad de la mujer tenía su origen en algo mucho más simple y directo. La preocupaba que alguien que no fuera ella misma tuviera al niño en brazos.

—Ten —dijo Kith, ofreciendo el infante envuelto en sedas a Hermathya—. Tienes un hijo muy guapo.

—Gracias. —Ella cogió a la criatura y luego esbozó una vacilante sonrisa.

Kith intentó verla desde una perspectiva diferente de como lo hacía en su memoria. Se dijo que ya no se parecía en nada a la mujer que había conocido y había creído amar unos cuantos años atrás.

Entonces los recuerdos volvieron con tal intensidad que casi lo hicieron caer de rodillas. Hermathya sonrió de nuevo, y Kith-Kanan sintió el doloroso aguijonazo del deseo. Agachó los ojos, convencido de que sus groseros sentimientos se reflejaban claramente en su rostro. ¡Por los dioses, era la esposa de su hermano! ¿Qué clase de retorcida lealtad era la suya que se permitía tener estos pensamientos, estos deseos?

Lanzó un vistazo fugaz y aprensivo a Sithas y vio que su hermano sólo tenía ojos para su hijo. Hermathya, en cambio, buscó su mirada; en la suya había un brillo ardiente como el fuego. ¿Qué estaba pasando? De repente, Kith-Kanan se sintió muy asustado y muy solo.

—Los dos debéis sentiros muy felices —comentó torpemente.

Ellos no respondieron, pero miraron a Vanesti de un modo que evidenciaba su amor y su orgullo.

—Y, ahora, ocupémonos de otros asuntos —dijo Sithas a su hermano—. La guerra.

Kith suspiró.

—Sabía que tendríamos que hablar de la guerra más pronto o más tarde, pero ¿no puede ser dentro de un rato? Me gustaría ver a madre primero.

—Por supuesto. ¡Qué estúpido soy! —se mostró de acuerdo Sithas. Si había advertido, en realidad, los sentimientos que Kith creía haber manifestado tan evidentemente en su expresión, el Orador no dio señales de ello. Su voz adquirió un tono algo más quedo—. Se encuentra en sus aposentos. Estará encantada de verte. Creo que es exactamente lo que necesita. —Kith-Kanan miró extrañado a su hermano, pero Sithas no se excedió en el comentario, y continuó con un tono distinto—: Tengo un poco de vino blanco de Thalian, bien frío, en mis aposentos. Quiero saber todo lo ocurrido desde el comienzo de la guerra. Reúnete allí conmigo cuando hayas hablado con madre.

—Lo haré. Tengo un montón de cosas que contarte, pero también quiero enterarme de cómo van las cosas en la ciudad.

Kith-Kanan salió del cuarto detrás de Sithas y cerró la puerta sin hacer ruido. Antes, sin embargo, volvió a mirar y vio a Hermathya acunando al pequeño contra su pecho. Los ojos de la elfa se alzaron repentinamente y se quedaron prendidos en los de Kith, quien tuvo que esforzarse para romper el electrizante vínculo.

Los dos elfos, principales dirigentes de la nación, caminaron en silencio por los largos pasillos del Palacio de Quinari. Llegaron a los aposentos de su madre, ante los que Kith se detuvo, y Sithas continuó caminando.

—Adelante —se oyó la voz familiar en respuesta a la suave llamada de Kith.

El príncipe abrió la puerta y vio a Nirakina sentada en una silla, junto a la ventana abierta. La mujer se levantó y, rodeándolo entre sus brazos, lo apretó contra sí como si nunca fuera a dejarlo marchar.

Kith se quedó impresionado por el envejecimiento palpable en el semblante de su madre; un envejecimiento que resultaba aún más alarmante considerando la longevidad de los elfos. En realidad, la mujer acababa de entrar en la edad madura y podía esperar varios siglos más de vida activa antes de llegar a la vejez.

No obstante, su rostro ajado por las preocupaciones, y las canas que habían empezado a platear su cabello, hicieron que Kith recordara a su abuela en los años inmediatamente anteriores a su muerte. Fue una revelación que lo angustió profundamente.

—Siéntate, madre —dijo en voz queda mientras la conducía de vuelta a la silla—. ¿Te encuentras bien?

Nirakina buscó sus ojos, y al hijo no le fue fácil mantenerle la mirada. ¡Cuánto desaliento había en ella!

—Verte hace que recobre gran parte de mis fuerzas —contestó al tiempo que esbozaba una débil sonrisa—. En la actualidad tengo la impresión de estar rodeada sólo de extraños.

—Pero Sithas está contigo.

—Oh, sí, cuando le es posible, pero son tantas sus ocupaciones… Los asuntos de la guerra y, ahora, el niño. Vanesti es una criatura preciosa, ¿no te parece?

Kith asintió en silencio y se preguntó por qué no denotaba más complacencia la voz de su madre. Éste era su primer nieto, al fin y al cabo.

—Hermathya piensa que estorbo, y sus hermanas están aquí para ayudarla. Apenas veo a Vanesti. —Los ojos de Nirakina fueron hacia la ventana—. Echo de menos a tu padre. Lo añoro tanto que a veces casi no puedo soportarlo.

Kith se esforzó por encontrar las palabras adecuadas, pero no se le ocurría qué decir y se limitó a tomar las manos de su madre entre las suyas.

—El palacio, la ciudad… Todo está cambiando —continuó la mujer—. Es por la guerra. En tu ausencia, lord Quimant es quien aconseja a tu hermano. Da la impresión de que el palacio se está convirtiendo en el hogar de todo el Clan Hoja de Roble.

Sithas le había hablado de Quimant en sus cartas, y Kith sabía que su hermano consideraba al noble una gran ayuda en los asuntos de estado.

—¿Y qué pasa con Tamanier Ambrodel? —El leal elfo había sido ayudante de su madre y le había salvado la vida durante la revuelta que había sacudido la ciudad antes de que estallara la guerra. Sithel lo había ascendido a chambelán como recompensa a su lealtad. Su madre y Tamanier habían sido buenos amigos durante muchos años.

—Partió. Sithas me dice que no me preocupe, pero sé que ha emprendido una misión al servicio del trono. Lleva ausente mucho tiempo, y no puedo evitar echarlo de menos. —Miró a su hijo, y él vio lágrimas en sus ojos—. A veces me siento como si fuera un trasto viejo, encerrada en mi cuarto, esperando el fin de mis días.

Kith se echó hacia atrás, impresionado y consternado por el abatimiento de su madre. No era propio de la Nirakina que conocía, una elfa llena de vigor, serena y paciente, un contrapeso a las rígidas ideas de su padre. Intentó ocultar sus emociones hablando con un tono jovial:

—Mañana iremos a cabalgar un rato —dijo mientras reparaba en que el anochecer estaba muy próximo—. Tengo que reunirme con Sithas esta noche para presentarle mis informes. Pero ve mañana al comedor y desayunaremos juntos, ¿quieres?

Nirakina sonrió, y por primera vez lo hizo también con los ojos, no sólo con los labios.

—Me encantará —repuso.

Sin embargo, el recuerdo de su rostro arrugado y triste acompañó a Kith mientras salía de sus aposentos y se dirigía a la biblioteca de su hermano. Dos alabarderos de la Protectoría, ataviados con libreas, montaban guardia ante las puertas plateadas de los aposentos privados reales, y se cuadraron al acercarse Kith-Kanan.

—Adelante —dio permiso Sithas, mientras uno de los guardias abría la puerta para que el general pasara.

—Deseamos estar a solas —fue el comentario del Orador de las Estrellas, y los guardias hicieron un gesto de asentimiento.

Los hermanos se instalaron en cómodos sillones cerca del balcón, desde el que disfrutaban de un excelente panorama de la Torre de las Estrellas, que se alzaba en el cielo nocturno, al otro lado de los jardines. La luna roja, Lunitari, y el pálido orbe de Solinari iluminaban el paisaje y arrojaban sombras a través de los sinuosos paseos del jardín.

Sithas sirvió dos copas y dejó la botella de vino dentro de un cubo de hielo a medio derretir. Ofreció una copa a su hermano, levantó la suya y la hizo chocar suavemente contra la de Kith, con un ligero tintineo.

—Por la victoria —brindó.

—¡Por la victoria! —repitió su gemelo.

Se arrellanaron en sus asientos y, advirtiendo que su hermano quería hablar en primer lugar, el comandante del ejército aguardó con expectación. Su intuición era acertada.

—¡Por todos los dioses, ojalá pudiera estar allí contigo! —empezó Sithas con un tono lleno de convicción.

Kith no dudó que hablaba con sinceridad.

—La guerra no es como había imaginado —admitió—. Mayormente es espera, incomodidad y tedio. Siempre tenemos hambre y frío, pero sobre todo estamos aburridos. Los días y las semanas parecen muy largos cuando no ocurre nada importante.

Suspiró e hizo una breve pausa para tomar un buen trago de vino. El dulce líquido suavizó su garganta y le soltó la lengua.

—Entonces, cuando por fin empieza a pasar algo, te sientes más asustado de lo que jamás habías imaginado posible. Luchas por tu vida; huyes cuando tienes que hacerlo. Intentas estar al tanto de lo que pasa a tu alrededor, pero es imposible. Y, de pronto, el combate ha terminado y vuelves a sentirte aburrido. Salvo que ahora también sientes la pena de saber que hombres valerosos han muerto este día, algunos porque has tomado una decisión equivocada. A veces, incluso, una decisión acertada envía a muchos buenos elfos a la muerte.

—Al menos tú tienes cierto control sobre los acontecimientos. —Sithas sacudió la cabeza con actitud triste—. Yo estoy sentado aquí, a centenares de kilómetros de distancia. Envío a esos buenos elfos para que vivan o mueran, sin tener la más remota idea de lo que será de ellos.

—Saberlo es un parco consuelo —repuso su hermano.

Kith relató a su hermano en detalle las batallas en las que los Montaraces se habían enfrentado al ejército de Ergoth. Habló de sus pequeñas victorias iniciales, del lento avance de las unidades central y meridional. Describió el desplazamiento veloz de los jinetes del ala norte, y a su sagaz y brutal comandante, el general Giarno. La voz se le quebró al hacer el relato de la estratagema que había hecho caer en una trampa a Kencathedrus y a su orgulloso regimiento, y se sumió en un atribulado silencio.

Sithas alargó la mano y apretó el hombro de su hermano. El gesto pareció devolver las fuerzas a Kith-Kanan quien, tras soltar un borrascoso suspiro, reanudó su relato.

Contó el forzoso repliegue hacia el fuerte, habló de la innumerable horda de humanos que los rodeaba, imposibilitando cualquier intento de los Montaraces de realizar una incursión afortunada. La botella de vino se terminó, aunque los hermanos no se dieran cuenta de que bebían hasta vaciarla; las lunas descendieron hacia el horizonte occidental. Sithas llamó para que trajeran otra botella de thalian blanco mientras Kith describía el estado de los suministros y la moral de la guarnición de Sithelbec, y hablaba de las perspectivas que tenían.

—Podemos aguantar todo el invierno, quizás incluso hasta bien entrado el próximo año. Pero no tenemos posibilidad de romper el cerco que nos rodea, a menos que ocurra algo que nos saque de este punto muerto.

—¿Algo como qué? ¿Más refuerzos? ¿Otros cinco mil elfos de Silvanost? —Sithas se inclinó hacia su hermano, preocupado por los informes sobre la marcha de la guerra. Los reveses sufridos por los Montaraces eran temporales, de eso el Orador estaba firmemente convencido, y juntos tenían que discurrir algún modo de dar la vuelta al curso de los acontecimientos. Kith sacudió la cabeza.

—Eso ayudaría… Cualquier clase de refuerzo que puedas enviar, ayudaría. Pero ni siquiera con el doble de ese número se inclinaría la balanza a nuestro favor. Tal vez el ejército de Thorbardin, si es que se puede convencer a los enanos para que salgan de su reino subterráneo… —Su voz denotaba que tenía pocas esperanzas de conseguirlo.

—Puede ocurrir —contestó Sithas—. No llegaste a conocer a lord Dunbarth tan bien como yo, cuando pasó varios meses con nosotros, en la ciudad. Es un tipo en quien se puede confiar, y no siente mucho aprecio por los humanos. Creo que se da cuenta de que su propio reino será el siguiente en la lista de conquistas del emperador, a menos que se haga algo ahora.

Sithas describió al actual embajador, el intransigente Than-Kar, en términos que distaban de ser elogiosos.

—Es un escollo colosal que obstaculiza cualquier acuerdo, pero quizás haya un modo de eludirlo.

—Me gustaría hablar con él —dijo Kith—. ¿Podemos hacer que venga a palacio?

—Lo intentaré —accedió Sithas, que se dio cuenta de lo débil que sonaba su frase. ¡Su padre lo habría ordenado!, se recordó a sí mismo. Por un instante, se sintió terriblemente incompetente, y deseó tener la entereza y el temple de Sithel. Iracundo, desechó la sensación de duda y prestó atención a las palabras de su hermano.

—Creeré en la ayuda de los enanos cuando vea sus estandartes en el campo de batalla, con sus armas apuntadas en una dirección que no sea la nuestra.

—Pero ¿qué otra solución hay, aparte de ellos? —insistió Sithas—. ¿De qué otras tácticas disponemos?

—Ojalá lo supiera —repuso su hermano—. Esperaba que tuvieras algunas sugerencias.

—¿Armas? —Sithas explicó la labor trascendental que Quimant estaba llevando a cabo para incrementar la producción de armamento en las forjas del Clan Hoja de Roble—. Te proporcionaremos las mejores hojas de acero que los artesanos elfos puedan fabricar.

—Ya es algo… Pero, aun así, hace falta algo más. Algo que no se limite a oponer resistencia a la caballería humana, sino que la desbarate. ¡Que la ahuyente!

La segunda botella de vino fue vaciándose mientras los señores elfos luchaban con su problema. El primer atisbo del amanecer tiñó el cielo con una fina línea azul pálido en el horizonte, pero seguían sin encontrar una solución inmediata.

—¿Sabes? No estaba seguro de que Arcuballis pudiera encontrarte —comentó Sithas tras una pausa. La frustración de no hallar remedio a la situación los agobiaba, y Kith agradeció el nuevo rumbo de la conversación.

—Nunca me pareció tan fabuloso como cuando llegó volando al fuerte —contestó—. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos este lugar, cuánto os echaba de menos a ti y a madre, hasta que lo vi.

—Ha estado en el establo desde que te marchaste —dijo Sithas mientras sacudía la cabeza y esbozaba una mueca irónica—. No sé cómo no se me ocurrió enviártelo antes, nada más empezar el asedio.

—Tuve un sueño muy curioso sobre él; mejor dicho, sobre toda una bandada de grifos, precisamente la noche antes de su llegada. Fue de lo más extraño. —Kith describió el sueño, y los dos hermanos meditaron sobre su significado.

—¿Una bandada de grifos? —preguntó Sithas.

—Sí. ¿Crees que es importante? A decir verdad, me impresionó tanto que di órdenes de crear un nuevo regimiento especial, aunque ahora me pregunto por qué.

—Si tuviéramos una bandada de grifos…, si todos transportaran jinetes en un combate… ¿no podría ser ése el martillo que necesitamos para romper el caparazón que rodea Sithelbec? —Sithas hablaba con creciente entusiasmo.

—Espera un momento —pidió Kith, levantando la mano—. Supongo que tienes razón, en un sentido hipotético. De hecho, los caballos de los humanos se espantaron cuando volé sobre ellos, a pesar de que iba a bastante altura, fuera del alcance de las flechas. Pero un ejército de grifos, ¿quién ha oído jamás cosa semejante?

Sithas se recostó en el sillón al comprender de repente la futilidad de su idea. Por un instante, ninguno de los dos dijo una palabra, y así fue como escucharon un suave roce en la habitación, a sus espaldas.

Kith-Kanan se incorporó de un salto al tiempo que su mano iba de manera mecánica a su cadera, buscando la espada que —ahora lo recordaba— había dejado colgada en una percha de su cuarto. Sithas se giró veloz en su asiento, con una mirada de asombro, y luego se puso de pie.

—¡Tú! —bramó el Orador—. ¿Qué haces aquí?

Kith-Kanan estaba agazapado, preparado para saltar sobre el intruso. Vio al individuo, un elfo maduro ataviado con una túnica gris de seda, adelantarse y salir de las sombras.

—Espera —lo detuvo Sithas para gran sorpresa de su hermano. El Orador levantó la mano y Kith se irguió, todavía en tensión y receloso—. Algún día tu atrevimiento te costará caro —añadió con un tono sin inflexiones mientras el elfo se aproximaba a ellos—. No oses entrar de nuevo en mis aposentos sin antes anunciarte. ¿Queda claro?

—Disculpad mi intromisión. Como sabéis, debo ser discreto y procurar que mi presencia pase inadvertida.

—¿Quién es? —inquirió Kith-Kanan.

—Perdonad… —comenzó el elfo vestido de gris, pero lo interrumpió Sithas.

—Es Vedvedsica —explicó el Orador. Kith-Kanan reparó en que el tono de su hermano se había vuelto cauteloso—. Ha sido… útil a la Casa de Silvanos en el pasado.

—Es un placer para mí, y muy grande, honorable príncipe —afirmó Vedvedsica mientras hacía una profunda reverencia a Kith-Kanan.

—¿Quién eres? ¿Por qué has venido aquí? —demandó el general.

—Y en buena hora, mi señor. En buena hora. Soy un clérigo, un devoto seguidor de Gilean.

A Kith-Kanan no lo sorprendió. El dios era la representación de la más pura neutralidad en la teología elfa, y, más a menudo, utilizado para justificar el engrandecimiento y provecho propio. Había algo en Vedvedsica que apuntaba, y de qué modo, esa tendencia.

—Para ser más preciso, conozco lo de vuestro sueño.

Esto último iba dirigido a Kith-Kanan, y lo alcanzó como un rayo entre los ojos. Por un instante, el príncipe vaciló, combatiendo el casi irresistible impulso de arrojarse sobre el insolente clérigo y matarlo con sus propias manos. Jamás se había sentido tan agredido, tan violentada su intimidad.

—Explícate.

—Tengo ciertos conocimientos que ambos podríais codiciar… Conocimientos sobre los grifos, centenares de ellos. Y, lo que es más importante, tal vez sepa cómo se los puede encontrar y domar.

Los señores elfos guardaron silencio, escuchando con suspicacia a Vedvedsica, que se adelantó un poco más.

—¿Puedo? —preguntó el clérigo señalando un asiento junto a los de ellos.

Sithas asintió con un gesto, y los tres se sentaron.

—Los grifos habitan en las montañas Khalkist, al sur de los Señores de la Muerte. —Los hermanos conocían estos picos, tres violentos volcanes situados en el corazón de una cordillera inhóspita, a gran altitud, sobre vastos glaciares y escarpadas cumbres. Era una región en la que no se habían aventurado los exploradores elfos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sithas.

—¿Os contó vuestro padre alguna vez cómo llegó a poseer a Arcuballis? —De nuevo, el clérigo clavó su penetrante mirada en Kith-Kanan, y después continuó como si supiera la respuesta de antemano—. ¡Lo consiguió a través de mí!

Kith hizo un gesto de asentimiento, reacio a creer a Vedvedsica, pero sintiéndose incapaz de dudar de la veracidad de sus palabras.

—Se lo compré a un kalanesti, un Elfo Salvaje que me habló del paradero de la manada. Iba con otros doce compañeros cuando se toparon con ellos, y sólo él escapó de la cólera de los grifos, llevándose consigo a un cachorro… El mismo que ofrecí al Orador Sithel como regalo; el mismo que pasó después a su hijo. A vos, príncipe Kith-Kanan.

—Pero ¿cómo puede domarse a toda la manada? Por lo que dices, una docena de elfos pereció para apoderarse de un pequeño cachorro —contradijo Kith-Kanan a Vedvedsica. A despecho de sus recelos, sentía que su entusiasmo crecía por momentos.

Yo lo domé, con ayuda y protección de Gilean. Desarrollé el hechizo que lo sometió al dogal. Es un sencillo encantamiento, a decir verdad. Cualquier elfo con conocimientos básicos de la Antigua Escritura podría haberlo ejecutado. ¡Pero sólo yo fui capaz de concebirlo!

—Continúa —instó Sithas.

—Creo que el poder del hechizo puede aumentarse, desarrollarlo de manera que muchas más de esas criaturas sean amansadas. Puedo escribirlo en un pergamino. Entonces uno de vosotros podría llevarlo consigo e ir en busca de los grifos.

—¿Estás seguro de que funcionará? —demandó el Orador.

—No —respondió con franqueza el clérigo—. Hará falta que se formule en las circunstancias precisas y con una gran potestad. Ese es el motivo por el que la persona que lleva a cabo el conjuro tiene que ser un líder entre los elfos…, uno de vosotros. Nadie más de nuestra raza reuniría los atributos necesarios.

—¿Cuánto tiempo te llevaría preparar ese pergamino? —apremió Kith. ¡Una compañía de jinetes montados en grifos, sobrevolando el campo de batalla! La idea hacia que el corazón le palpitara de manera atropellada. ¡Serían irresistibles, nada podría detenerlos!

—Una semana, tal vez dos —repuso Vedvedsica encogiéndose de hombros—. Será un proceso arduo.

—Muy bien, iré —se ofreció Kith.

—¡Un momento! —exclamó Sithas con vehemencia—. ¡Soy yo quien debe ir! ¡E iré!

Kith-Kanan miró al Orador, escandalizado.

—¡Eso es una locura! —protestó—. Eres el Orador de las Estrellas. ¡Tienes esposa y un hijo! ¡Y, sobre todo, eres el cabecilla de Silvanesti! ¡Además, al contrario que yo, no has vivido en terrenos agrestes! ¡No puedo permitir que corras ese riesgo!

Por un instante, los gemelos se contemplaron fijamente, con idéntica obstinación. El clérigo había quedado relegado al olvido momentáneamente, circunstancia que aprovechó para retirarse con discreción, fundiéndose en las sombras.

Fue Sithas quien rompió el tenso silencio.

—Y tú ¿lees la Antigua Escritura? —preguntó a su hermano, tajante—. ¿Lo bastante bien para estar seguro de tus palabras, sabiendo que el futuro del país podría depender de lo que dices?

El gemelo más joven suspiró.

—No. Mis estudios estuvieron siempre dirigidos a reforzar la pericia en actividades al aire libre. Me temo que la antigua lengua sería un galimatías para mí.

Sithas esbozó una sonrisa irónica.

—Eso me solía mortificar. Siempre estabas fuera montando caballos o cazando o aprendiendo a manejar la espada, mientras que yo tenía que estudiar tomos polvorientos e historias olvidadas. Bien, pues ahora sacaré provecho de esos conocimientos. Iremos los dos —concluyó Sithas.

Kith-Kanan lo miró fijamente, comprendiendo el alboroto que levantaría tal plan. Quizá, tuvo que admitir, ésa era la razón por la que el proyecto lo atraía tanto. Relajó la tensión de sus músculos y se recostó en el sillón.

—El viaje no será fácil —advirtió Kith severamente—. Vamos a tener que explorar una de las cordilleras más grandes de Ansalon, y el invierno está a la vuelta de la esquina. A esa altitud, puedes estar seguro de que ya hay nieve a montones.

—No vas a desanimarme con esas cosas —repuso Sithas mostrando una gran decisión—. Sé que Arcuballis puede llevarnos a los dos, y me importa poco si el invierno está próximo. Los encontraremos, Kith. Sé que lo haremos.

—¿Sabes una cosa? —dijo Kith-Kanan, socarrón—. Todavía debo de estar soñando. En cualquier caso, tienes razón. Los hijos de Sithel deben llevar a cabo esta misión juntos.

Mientras se tomaban una última copa de vino y el cielo clareaba sobre la ciudad, los hermanos empezaron a hacer sus planes.