7
Tres días después
La lámpara de aceite chisporroteaba en el centro de la mesa de madera. La llama ardía baja para ahorrar el valioso combustible que tendría que durar los largos y oscuros meses de invierno que habían de transcurrir. Kith-Kanan pensó que la sombría penumbra estaba acorde con el ambiente taciturno de la reunión.
Con él se sentaban a la mesa Kencathedrus y Parnigar. Los dos, al igual que el propio Kith, estaban demacrados, señal palpable de los seis meses de raciones restringidas a la mitad. A sus ojos asomaba el desaliento de la certidumbre de que les aguardaban muchos meses más de lo mismo.
Durante todo este tiempo, cada noche, Kith se había reunido con los dos oficiales, ambos amigos de confianza y curtidos veteranos. Se reunían en este pequeño cuarto, con su mesa y sus sillas corrientes. A veces compartían una botella de vino, pero ese lujo también tenía que racionarse con prudencia.
—Hay un informe de los Montaraces —empezó Parnigar—. Mechón Blanco se las ingenió para traspasar las líneas enemigas. Me ha dicho que las pequeñas compañías que tenemos rondando por los bosques pueden llevar a cabo ataques duros y frecuentes. Pero tienen que mantenerse en movimiento, y no aventurarse en la planicie.
—¡Desde luego que no! —bramó Kencathedrus.
Los dos oficiales discutieron, como hacían tan a menudo, basándose en sus diferentes perspectivas tácticas.
—No haremos el menor progreso si seguimos dispersando nuestras tropas por los bosques. ¡Tenemos que reunirlas! ¡Debemos concentrar el grueso de nuestras fuerzas!
Kith suspiró y levantó las manos.
—Todos sabemos que el «grueso de nuestras fuerzas» significaría poco más que una molestia para el ejército humano. Al menos, en la actualidad. El fuerte es lo único que impide la aniquilación de los Montaraces, y la táctica de ataque rápido y huida es lo único que podemos hacer hasta que…, hasta que pase algo.
Su voz se apagó, cansada, al comprender que había puesto el dedo en la llaga, la principal causa de su desaliento. Cierto, por el momento estaban a salvo de un ataque directo en Sithelbec, y tenían provisiones que podían hacer que alcanzaran, con ayuda de los clérigos, para un año, tal vez un poco más.
En un repentino estallido de rabia, Kencathedrus golpeó la mesa con los puños.
—¡Nos tienen como bestias enjauladas! —gruñó—. ¿A qué suerte nos hemos entregado?
—Cálmate, amigo mío. —Kith-Kanan palmeó el hombro de su antiguo instructor, en cuyos ojos brillaban las lágrimas. Se fijó en que los tenía hundidos, bordeados por oscuras ojeras que acentuaban aún más la delgadez de las mejillas. «Por los dioses, ¿tendré el mismo aspecto?», se preguntó Kith sin poder remediarlo.
El capitán de Silvanost se incorporó bruscamente y les dio la espalda. Parnigar se aclaró la garganta, turbado.
—No hay nada que podamos hacer de aquí a mañana —dijo. Se puso de pie sin añadir más.
De los tres, Parnigar era el único que tenía esposa, y lo preocupaba más su bienestar que el suyo propio. Era humana, una de los varios centenares que vivían en el fuerte, pero éste era un tema que evitaban cuidadosamente sacar a colación. Aunque Kith-Kanan conocía a la mujer y le caía bien, los matrimonios mixtos seguían causando a Kencathedrus una profunda incomodidad.
—Descansad bien, nobles elfos —deseó Parnigar antes de salir por la puerta a la oscura noche que aguardaba al otro lado.
—Sé que necesitas desquitarte de la batalla en la planicie —dijo Kith-Kanan a Kencathedrus mientras éste se volvía y cogía su capa—. Tengo fe, amigo mío, en que se te presentará la oportunidad de hacerlo.
El capitán elfo miró al general, mucho más joven que él, y Kith advirtió que Kencathedrus deseaba creerle. Sus ojos estaban secos otra vez; por fin, el capitán saludó con una brusca inclinación de cabeza.
—Os veré por la mañana —prometió antes de seguir a Parnigar en la noche.
Kith permaneció sentado un rato, contemplando fijamente la moribunda llama de la lámpara, reacio a extinguir la luz aunque sabía que el valioso combustible se consumía segundo a segundo. «Escasez de combustible… poca comida… tropas insuficientes. ¿De qué tenemos bastante, aparte de problemas?»
Intentó no pensar en su mayor frustración: cómo detestaba estar atrapado dentro del fuerte, encerrado con todo su ejército, a merced del enemigo que aguardaba al otro lado de la empalizada; cómo echaba de menos la libertad de los bosques, donde había vivido tan feliz durante los años que había estado ausente de Silvanost.
Estos pensamientos, sin embargo, lo llevaron inevitablemente al recuerdo de Alaya; hermosa Alaya, perdida para siempre. Quizá su encierro había empezado con su muerte, antes de iniciarse la guerra, antes de ser nombrado general del ejército de su padre y, luego, de su hermano.
Suspiró, sabedor de que estos pensamientos no le darían consuelo. De mala gana, apagó la llama de la lámpara. Tenía su catre en el cuarto adyacente al gabinete de guerra, y pronto se encontraba tumbado en él.
Pero el sueño no llegaba. Esta noche no habían tenido vino que compartir, y ahora la tensión mantuvo despierto a Kith-Kanan durante lo que le parecieron horas después de la marcha de sus oficiales.
Por fin, con todo el fuerte sumido en el silencio y la quietud a su alrededor, sus párpados se cerraron; pero no lo hicieron a la oscuridad de un descanso reparador. En cambio, fue como si pasara directamente de la vigilia a un sueño muy vívido.
Soñó que volaba entre las nubes, no a lomos de Arcuballis como lo había hecho tantas veces anteriormente, sino sostenido por la fuerza de sus propios brazos, sus propios pies. Se zambullía en picado y se remontaba como un águila, dueño del cielo.
De repente las nubes se abrieron ante él, y vio tres picachos cónicos que se alzaban desde la niebla que ocultaba el lejano suelo. Estos picos monstruosos arrojaban humo, y por sus laderas se deslizaban chisporroteantes ríos de fuego. Los valles que se extendían a sus pies eran infernales terrenos baldíos de lava ardiente y lodo pardo.
Sobrevoló los picos, y ahora, allá abajo, divisó otros valles desolados, aunque de forma distinta. Rodeado por picachos afilados como agujas y escabrosos riscos, este aislado terreno montañoso yacía bajo profundas capas de nieve y hielo. Todo en derredor era una extensión de brillantez prístina. Formas grises y negras, las siluetas de descollantes cumbres, se alzaban del vasto glaciar de blanca pureza. En algunos sitios, vetas azuladas aparecían entre la nieve, y aquí Kith-Kanan vio el hielo más límpido, más cristalino de todo Krynn.
Un movimiento atrajo su atención hacia uno de estos valles. Vio una elevada montaña, más alta que todas las de alrededor. En su ladera, el hielo chorreante formaba los burdos trazos de un rostro semejante al de un viejo enano de barba blanca.
Kith siguió volando y vio movimiento de nuevo. Al principio, el príncipe pensó que contemplaba una inmensa bandada de águilas, aves orgullosas y salvajes que abarrotaban el cielo. Entonces se preguntó: «¿Podrían ser alguna clase de caballos de montaña, o una extraña especie de cabras de color leonado?».
Un instante después, supo qué eran cuando el recuerdo de Arcuballis acudió a su mente. ¡Eran grifos, toda una bandada! Centenares de estas criaturas salvajes, medio águilas, medio leones, surgían en el cielo, volando hacia Kith-Kanan.
No sintió temor. Por el contrario, viró, alejándose de la montaña del enano barbudo y voló hacia el sur. Los grifos lo siguieron, y lentamente la cadena montañosa fue quedando atrás. Divisó lagos de agua azul allá abajo, y campos de matorrales y rocas cubiertas de musgo. Luego aparecieron los primeros árboles, y Kith-Kanan se zambulló en picado para seguir el curso de un riachuelo de montaña que corría en dirección a las verdes llanuras que ahora se abrían ante él.
Y entonces la vio en el bosque… ¡Alaya! Iba pintada como una salvaje, y su cuerpo desnudo cruzaba como un relámpago entre los árboles mientras corría, alejándose de él. ¡Por los dioses, qué veloz era! Lo dejó atrás, a pesar de que él iba volando, y muy pronto el único vestigio de su paso fue la risa salvaje que quedó flotando en la brisa.
Entonces la divisó otra vez, pero estaba cambiada. Era vieja, y estaba enraizada en el suelo. Se había convertido en árbol ante sus ojos y ahora crecía hacia el cielo, tras perder la apariencia y los sentimientos de la elfa que había aprendido a amar.
Las lágrimas corrieron a raudales por sus mejillas sin que él lo advirtiera. Empaparon el suelo y alimentaron al árbol, con lo que éste creció aún más. Sumido en la tristeza, el príncipe la abandonó, y él y sus grifos continuaron volando hacia el sur.
Los rasgos de otro rostro flotaron ante él. Reconoció, sobresaltado, a la mujer humana que le había facilitado la huida del campamento enemigo. ¿Por qué ahora, precisamente, se introducía en su sueño?
Allá abajo, el riachuelo se hizo arroyo, y después más arroyos se unieron al primero y formaron un río, que fluía por el boscoso reino que era su patria. Al frente vio por fin un anillo de agua, donde el río Thon-Thalas se dividía alrededor de la isla de Silvanost.
Detrás del príncipe, quinientos grifos lo seguían de camino a casa. Un fulgor radiante surgió, dándole la bienvenida. Vio otra mujer elfa en los jardines. Ella alzó la vista, con los brazos extendidos, dándole la bienvenida a casa, a ella. Al principio, en la distancia, Kith se preguntó si era su madre, pero luego, al descender y acercarse, reconoció a la esposa de su hermano, Hermathya.
Un rayo de sol penetró por la ventana de su cuarto, y se despertó de repente, descansado y revitalizado. El recuerdo de su sueño brillaba en su mente como un faro, y se levantó de la cama de un salto. El fuerte dormía todavía a su alrededor. La ventana del cuarto, situada en la pared este del torreón, era el primer punto de Sithelbec que recibía la luz del sol matinal. Se echó una capa sobre la túnica y se calzó las botas altas, de suave cuero, que ató mientras se dirigía a pata coja hacia la puerta.
Un grito de alarma se alzó repentinamente en el patio. Al punto, resonó una trompeta, a la que se unieron varias más en un toque de alerta. Kith salió disparado del cuarto, atravesó el puesto de guardia del capitán, y llegó al patio. El sol apenas asomaba por la empalizada del fuerte, pero, aun así, Kith vio una sombra pasar por la reducida área iluminada.
Reparó en que había varios arqueros en lo alto de la empalizada, con sus armas apuntadas al cielo.
—¡No disparéis! —gritó cuando la sombra descendió en picado y la reconoció—. ¡Arcuballis!
Agitó la mano y corrió al centro del patio mientras el orgulloso grifo lo sobrevolaba en círculo una vez y luego aterrizaba ante él. El animal se sentó en sus cuartos traseros de león mientras levantaba una de las patas delanteras, la enorme y afilada garra de un águila. Los penetrantes ojos amarillos parpadearon, y Kith-Kanan sintió una oleada de afecto por su fiel montura.
Al instante, se preguntó qué hacía aquí Arcuballis. Lo había dejado a cargo de su hermano, en Silvanost. ¡Por supuesto! ¡Sithas había enviado al animal para llevarlo de vuelta a casa! La perspectiva lo excitó como ninguna otra cosa hacia años.
En menos de una hora, Kith había dado las órdenes oportunas a sus dos oficiales. Parnigar quedó al mando de la guarnición, en tanto que Kencathedrus debía ocuparse del entrenamiento de una pequeña tropa de caballería, lanceros y arqueros. Se llamaría la Brigada Voladora, pero no entraría en servicio hasta el regreso de Kith-Kanan. Advirtió a ambos oficiales que permanecieran alerta a cualquier estratagema de los humanos. Sithelbec era la piedra fundamental de la defensa de las planicies, y debía permanecer inexpugnable, invulnerable.
—Estoy seguro de que mi hermano tiene planes. ¡Nos reuniremos y discurriremos la forma de salir de este punto muerto!
El viento otoñal pasó arremolinado por el recinto, trayendo el primer soplo mordiente del invierno. Kith subió a lomos de su montura, y se acomodó en la nueva silla que uno de los jinetes de los Montaraces había modificado para él.
—Buena suerte, y que los dioses os guarden durante el vuelo —dijo Kencathedrus mientras estrechaba la mano enguantada de Kith-Kanan entre las suyas.
—Y que sea un pronto regreso —añadió Parnigar.
Arcuballis agitó las poderosas alas, lo bastante musculosas y fornidas como para romper el cuello de un hombre; al mismo tiempo, los leoninos cuartos traseros impulsaron su cuerpo en el aire.
Varios golpes de sus alas llevaron a Arcuballis a lo alto de un edificio, todavía dentro de las empalizadas del fuerte. Se aferró al tejado picudo con sus garras de águila y después utilizó las patas traseras para impulsarse de nuevo en el aire. Con un grito que resonó como un desafío a través de la planicie, el animal sobrevoló la empalizada y fue cogiendo altura.
Kith-Kanan se quedó momentáneamente espantado ante el espectáculo del ejército enemigo desplegado bajo él. Desde el torreón, el punto más alto de Sithelbec, no se divisaba la vastedad del ejército de Ergoth en su totalidad, como ocurría desde su aventajada posición, encaramado a lomos del grifo. Allá abajo, filas de arqueros humanos cogieron sus armas, pero Arcuballis se encontraba ya fuera del alcance de sus flechas.
Siguieron volando hacia adelante y pasaron por encima de grandes manadas de caballos que pastaban. La sombra del grifo se deslizó por el suelo, y varios corceles relincharon y se encabritaron, dominados por el pánico. Los animales se lanzaron a la carrera inmediatamente y, en cuestión de segundos, la manada salía lanzada en estampida.
El príncipe elfo observó con burlón regocijo a los humanos encargados de los animales apartarse precipitadamente del camino de las espantadas bestias. Supuso que pasarían horas antes de que se restableciera el orden en el campamento.
Kith miró los restos abrasados del cañón de lava, ahora reducido a un montón deforme de chatarra, con el aspecto de un tronco abrasado y retorcido, inclinado hacia el suelo en un ángulo pronunciado. Vio hileras de tiendas, aparentemente interminables, algunas de ellas magníficas, pero la mayoría simples refugios de lona o hule. Por doquier, el llano terreno se había convertido en un barrizal pisoteado.
Por fin, Kith dejó atrás el fuerte circular y el más amplio anillo del ejército que lo rodeaba. Los bosques de lujuriosa vegetación se abrían ante él, salpicados por estanques y lagunas, atravesado por ríos y sinuosos prados. A medida que entraba en el terreno agreste, sintió desaparecer de su ánimo la angustia y la amargura de la guerra.
Suzine des Quivalin contempló intensamente la imagen del espejo hasta que desapareció en la distancia, más allá del alcance del arcano cristal. Pero, aun después de desvanecerse, el recuerdo de aquellas alas poderosas llevándose a Kith-Kanan, apartándolo de ella, permaneció en su mente.
Volvió a ver su cabello plateado, ondeando bajo el yelmo. Recordó su ahogada exclamación de terror cuando los arqueros habían disparado, y su lenta y progresiva distensión al ver que él se remontaba hasta una altura segura. Con todo, una parte de su ser lo había maldecido e insultado por marcharse, y esa parte había deseado que una flecha humana lo hubiese derribado. No quería que muriese, por supuesto, pero la idea de tener al apuesto elfo prisionero en el campamento le resultaba extrañamente atractiva.
Durante un instante se paró a pensar en la fascinación que sentía por el general elfo, enemigo mortal de su pueblo y principal adversario del hombre que era su… amante.
Hubo un tiempo en que el general Giarno había sido eso y mucho más. Cortés, gallardo y apuesto, la había vuelto loca en aquellos primeros días de su relación. Con la ayuda de sus poderes con el espejo, le había dado información suficiente para desacreditar a varios de los principales generales del emperador. El agradecido cabecilla había recompensado al Pequeño General incrementando más y más su poder en el mando militar.
Pero algo había cambiado desde entonces. El hombre que ella creyó que la amaba, la trataba ahora con crueldad y arrogancia, inspirándole un temor que era incapaz de superar. Ese miedo era lo bastante fuerte para mantenerla a su lado, pues Suzine estaba convencida de que huir del general Giarno significaba su sentencia de muerte.
Aquí, en las planicies, al mando de muchos miles de hombres, Giarno apenas tenía tiempo para ella, lo que era un alivio. Pero, cuando lo veía, él se mostraba tan frío y controlado, tan monstruosamente firme en su propósito, que la atemorizaba aún más.
Sacudiendo la cabeza con rabia, se apartó del espejo, que se veló lentamente y luego reflejó la imagen de Suzine y el interior de la tienda. La mujer se incorporó en medio de un revuelo de sedas, y empezó a pasear de un lado a otro del suelo alfombrado. Su cabello rojo, trenzado en una larga coleta, se enroscaba alrededor de la cabeza y la coronaba, rematado con una reluciente tiara de piedras preciosas.
Su vestido de seda, de un tono rojo como la sangre, marcó las curvas de su cuerpo cuando echó a andar hacia la solapa de la tienda que hacía las veces de puerta. Al recordar el frío que se había asentado en las planicies en estos últimos días, se detuvo un instante para echarse un chal sobre los hombros.
Tan pronto como salió al exterior, los seis soldados apostados a su puerta se pusieron firmes, colocando las alabardas rectas frente a sí. La mujer no les hizo el menor caso cuando formaron filas y marcharon tras ella con tajante precisión en dirección a otra elegante tienda situada a cierta distancia. El semental negro del general Giarno aguardaba impaciente fuera, de forma que Suzine comprendió que él estaba en el pabellón.
El ejército de Ergoth se extendía hasta el horizonte todo en derredor. El gigantesco campamento rodeaba el fuerte de Sithelbec en un gran círculo. Aquí, en el arco oriental de ese círculo, se encontraba el cuartel general de los tres militares al mando y sus ayudantes. En medio del barro y el humo del campamento, los carruajes dorados de los nobles lanceros y los pliegues sedosos de las altas tiendas de los oficiales mayores ofrecían un poderoso contraste.
Ante Suzine se alzaba la tienda más prominente, la del general Barnet, el comandante en jefe del ejército.
Los dos guardias apostados en la puerta se apartaron con rapidez para dejarle paso mientras uno de ellos levantaba la solapa de la entrada. La mujer penetró en la penumbra de la tienda, y sus ojos se ajustaron enseguida a la tenue luz. Vio al general Giarno repantigado cómodamente junto a la mesa cargada de viandas y bebidas. Frente a él, sentado con actitud rígida, se encontraba el general Barnet. Suzine no pudo menos de advertir el miedo y la ira que asomaban a los ojos del oficial de más edad cuando la miró.
Detrás de los dos hombres sentados había un tercero, el general Xalthan. El semblante del veterano estaba mortalmente pálido. Sorprendió a Suzine cuando la miró con una expresión de súplica, como si esperara que ella pudiera ayudarlo en algún grave aprieto.
—Entra, querida —dijo Giarno con voz suave y actitud frívola—. Estamos haciendo un brindis de despedida para nuestro amigo, el general Xalthan.
—¿De despedida? —preguntó Suzine, que no había oído nada sobre la marcha del digno militar.
—Por orden expresa del emperador, despachada con un correo especial, y acompañado por una escolta. Un gran honor, indudablemente —añadió Giarno, en tono burlón y cruel.
Suzine lo comprendió al punto. El desastre del cañón de lava había sido la gota que había colmado el vaso de la paciencia del emperador, en cuanto al general Xalthan se refería. Se le había ordenado regresar a Daltigoth bajo custodia.
En su favor, hay que decir que el jefe militar respondió a la pregunta de la mujer con un leve cabeceo, manteniendo la compostura incluso ante las pullas de Giarno. El general Barnet permanecía inmóvil, pero sus ojos llenos de odio se clavaron ahora en Giarno. Suzine también sintió un inesperado desprecio hacia el Pequeño General.
—Lo siento —dijo al condenado jefe militar en voz queda—. De verdad.
De hecho, la profundidad de su pena la sorprendió. Nunca había pensado mucho en Xalthan, salvo en ocasiones, cuando la hacía sentirse incómoda al recorrer su figura con la mirada si llevaba un vestido ajustado.
Pero sospechaba que el anciano general no era culpable de error alguno, salvo una incapacidad de moverse tan deprisa como el Pequeño General. Xalthan se interponía en la trayectoria de Giarno, estorbando sus planes de dirigir el ejército en su totalidad. Estaba segura de que los partes del general Giarno al emperador incluían mucha de la información que ella le había proporcionado, como la marcha lenta de Xalthan o la ineptitud de los artilleros gnomos, todos ellos detalles que podían hacer que un dirigente impaciente y vengativo perdiera la paciencia. Y ser la causa de que un viejo guerrero, que sólo merecía un tranquilo retiro, en cambio se enfrentara a la perspectiva de torturas, desprestigio y ejecución.
Saberlo hizo que Suzine se sintiera ruin en cierto modo. Xalthan la miraba con esa patética expresión esperanzada de cachorro apaleado; esperanza que ella no podía satisfacer. Su suerte estaba echada y todos lo sabían. Primero, la larga marcha hasta Daltigoth, quizá con el antes estimado oficial encadenado. Una vez allí, los inquisidores del emperador empezarían su trabajo, a menudo en presencia del propio Quivalin.
Se rumoreaba que al emperador le causaba gran placer observar la tortura de aquellos que le habían fallado. Ningún instrumento era demasiado tortuoso, ningún procedimiento demasiado inhumano para estos monstruosos artífices del dolor. Fuego y hierro, venenos y ácidos, todos eran herramientas de su diabólico trabajo. Por fin, tras días o semanas de indescriptible agonía, los inquisidores darían por finalizada su labor, y Xalthan sería curado, justo lo suficiente para que estuviera despejado en el acontecimiento de su ejecución pública.
El hecho de que fuera su tío el que haría tales cosas a este hombre ni siquiera lo tomaba en consideración. Aceptaba, con actitud fatalista, que así era como funcionaban las cosas. Su papel en la corte familiar era actuar de manera sumisa y consecuente con su deber, ser útil con sus dotes como vidente. Tenía que interpretar ese papel y dejar todo lo demás en manos del destino.
Por un instante, un impulso casi irresistible se apoderó de ella, un deseo abrumador de huir de este campamento, huir de la regalada vida de la capital, huir de la oscuridad que parecía envolver todos los afanes del imperio que era su patria. Quería ir a un lugar donde los problemas como éste permanecieran ocultos a los ojos sensibles.
Se calmó sólo cuando recordó al elfo de cabello plateado que tanto la fascinaba. A pesar de que se hubiera ido de Sithelbec volando a lomos de su montura alada, Suzine estaba segura de que regresaría. Ignoraba por qué, pero deseaba estar aquí cuando lo hiciera.
—Hasta siempre, general —dijo quedamente mientras se acercaba al otrora orgulloso guerrero para abrazarlo. Luego, sin volver a mirar a Giarno, abandonó la tienda.
Regresó a su pabellón, dominada por una ira creciente. Paseó arriba y abajo dentro de las paredes de seda, resistiendo el impulso de romper cosas y despotricar en voz alta. A pesar de poner todo su empeño en controlarse, parecía que su tan cacareada disciplina la había abandonado. No lograba calmarse.
De improviso, dio un respingo al levantarse la solapa de la entrada; la corpulenta figura de Giarno apareció en el umbral. Con un gesto instintivo, Suzine retrocedió cuando el hombre entró en la tienda y dejó que la solapa se cerrara tras él.
—Fue toda una exhibición —gruñó con una voz tan gélida como el viento invernal. Sus oscuros ojos relucían, sin el menor atisbo del regocijo que habían demostrado ante el aprieto de Xalthan.
—¿Qué…, qué quieres decir? —tartamudeó, sin dejar de retroceder. Se llevó la mano a la boca y lo miró de hito en hito, con los ojos desorbitados. Un mechón le cayó sobre la frente, y ella lo retiró con rabia.
Giarno se acercó a la mujer en tres zancadas, la cogió por las muñecas, y le sujetó los brazos a la espalda. La miró fijamente a los ojos mientras sus labios se torcían en una mueca amenazadora.
—¡Basta, me haces daño! —protestó, al tiempo que se retorcía inútilmente entre sus garras.
—Escúchame bien, zorra —dijo entre dientes, la voz apenas audible—. No se te ocurra volver a ridiculizarme… ¡nunca! Si lo haces, será el fin de tu poder… ¡y de todo!
Suzine dio un respingo, aterrada a un punto indecible.
—Te he elegido como mi compañera. Hubo un tiempo en que eso te complacía, y puede que vuelva a gustarte. Tanto si es así como si no, me importa poco. Tus dotes, sin embargo, me son útiles. Los demás se maravillan de la gran información que tengo sobre el ejército elfo, así que seguirás prestándome ese servicio.
Clavó en ella una mirada penetrante, y Suzine palideció. Sin decir una palabra más, el general giró sobre sus talones y abandonó la tienda con porte altivo.
El vuelo a Silvanost duró cuatro días, ya que Kith permitió que Arcuballis cazara en el bosque en tanto que él se concedía el lujo de descansar por la noche sobre un fresco lecho de ramas de pino, en medio del ruidoso y acogedor bullicio nocturno de las frondas.
El segundo día de vuelo Kith-Kanan se detuvo temprano, ya que habían llegado a un sitio que tenía previsto visitar. Arcuballis descendió hacia el suelo, en el centro de un claro cuajado de flores, y Kith desmontó. Se encaminó hacia un árbol que crecía fuerte y orgulloso, proyectando su sombra sobre una amplia área, mucho más extensa que cuando había estado allí por última vez, hacía un año.
—Te echo de menos, Alaya —dijo en voz queda.
Descansó al pie del roble, y pasó varias horas sumido en agridulces pensamientos sobre la elfa a quien había amado y perdido. Pero el recuerdo no llevaba consigo una total desesperanza, pues, de hecho, era Alaya la que estaba ahora a su lado, en este árbol. Crecía fuerte y alta, como una parte de la espesura que había amado siempre.
Había sido una criatura de los bosques y, junto con su «hermano», Mackeli, también su guardiana. Por un instante, el dolor amenazó con ahogar los recuerdos felices. ¿Por qué habían tenido que morir? ¿Con qué propósito? Alaya, asesinada por merodeadores. Mackeli, a manos de criminales a sueldo enviados, según sospechaba Kith, por alguien del mismo Silvanost.
Alaya no había muerto realmente, se recordó a sí mismo. En cambio, había experimentado una extraña transformación y se había convertido en un roble firmemente enraizado a la tierra del bosque que amaba y se había esforzado en proteger.
Entonces una visión turbadora se inmiscuyó en los recuerdos de Kith, y la imagen de Alaya, riente y alegre, sufrió un ligero cambio. Una elfa bellísima lo incitaba, pero ahora el rostro era diferente, no el de Alaya.
¡Hermathya! La imagen de su primer amor, ahora esposa de su hermano, lo alcanzó con la fuerza de un golpe físico. Sacudió la cabeza, furioso, intentando borrar sus rasgos y hacer reaparecer los de Alaya. Pero Hermathya permaneció ante él, sus ojos descarados y desafiantes, su sonrisa seductora.
Kith-Kanan exhaló bruscamente, sorprendido por la atracción que sentía todavía por la mujer silvanesti. Creía que ese impulso llevaba muerto mucho tiempo, que la pasión inmadura había seguido su curso y había quedado relegada al pasado. Ahora imaginaba su cuerpo mimbreño, cubierto por un vestido ajustado, de escote bajo, confeccionado de forma que mostrara lo suficiente para resultar excitante, y cubriendo lo bastante para mantener el hechizo. Se sintió vagamente avergonzado al comprender que todavía la deseaba.
Mientras sacudía la cabeza en un intento de librarse de la turbadora emoción, la imagen de una tercera mujer empezó a cobrar forma. Kith volvió a evocar a la humana de cabello rojo que le había dado la oportunidad de huir del campamento enemigo. Había algo en la mujer que resultaba vibrante, acuciador, y ésta no era la primera vez que evocaba su rostro.
Los contradictorios recuerdos batallaron en su interior mientras encendía una pequeña hoguera y tomaba una frugal cena. Acampó en el claro y, como de costumbre, se preparó un mullido lecho de ramas. La noche transcurrió tranquila.
Remontaron vuelo con las primeras luces. Kith se sentía como si, de algún modo, hubiese manchado el recuerdo de Alaya; pero poco después, con el fresco aire agitando su cabello, su mente se volcó en el trayecto del día.
Recobró el ánimo, y su optimismo creció hasta un punto equiparable a la altura de la Torre de las Estrellas, que ahora surgía en lontananza. Arcuballis volaba a un ritmo constante, pero la torre se hallaba tan distante que transcurrió una hora antes de que llegaran al río Thon-Thalas, frontera natural de la isla de Silvanost.
Su llegada no pasó inadvertida; los barqueros que estaban en el río agitaron las manos y vitorearon cuando los sobrevoló, en tanto que una multitud de elfos corría presurosa hacia el Palacio de Quinari. Las puertas al pie de la torre se abrieron de golpe, y Kith vio a un elfo de cabello plateado, vestido con la túnica de seda del Orador de las Estrellas, salir por ellas. Sithas cruzó el jardín a toda carrera, en dirección a palacio, pero el grifo le salió al paso a mitad de camino.
Sonriendo de oreja a oreja como un tonto, Kith desmontó de un salto de la grupa de Arcuballis y abrazó a su hermano. ¡Qué bien se sentía uno de nuevo en casa!