6
Otoño, Año del Cuervo
Sithas recibió a lord Quimant en la Sala de Audiencias. El primo de su esposa traía con él a otro elfo —un tipo de aspecto fornido, con líneas de hollín marcadas firmemente en la cara, y los brazos, nervudos y fuertes, de un luchador— para ver al Orador de las Estrellas.
Sithas estaba sentado en su trono de esmeraldas y observaba a los dos hombres mientras se acercaban. La túnica verde del Orador caía en pliegues a su alrededor, recogiendo la luz del trono y difuminándola en un suave fulgor que parecía rodear al soberano, que se reclinaba en el solio con aparente despreocupación, pero manteniéndose completamente alerta.
Alerta, en el sentido de que su mente estaba muy activa, si bien sus pensamientos se hallaban a centenares de kilómetros y años de distancia.
Unas semanas atrás había recibido una carta de Kencathedrus en la que le informaba de la captura y supuesta pérdida de Kith-Kanan. A esta misiva la había seguido otra, apenas dos días después, de su propio hermano, describiendo una azarosa fuga: la pelea con los guardias, el robo de un veloz caballo, una loca cabalgada a través del campamento, y por último una persecución que sólo acabó cuando Kith-Kanan llevó a sus perseguidores a tiro de flecha del gran fuerte de Sithelbec.
Sithelbec… Llamado así en honor a su padre, el anterior Orador de las Estrellas. Sithas había pensado muchas veces en lo irónico que era aquello, ya que su padre había sido asesinado durante una cacería, prácticamente a la vista de la empalizada del fuerte. Que Sithas supiera, ésa había sido la primera y única expedición de su padre a las planicies occidentales. Sithel había recurrido a la política para defender la soberanía silvanesti sobre esas planicies, procurando evitar el enfrentamiento con Ergoth. Y, sin embargo, su muerte había sido el desencadenante de la guerra. Ahora, Sithas, su primogénito, tenía que hacer frente a ese conflicto. ¿Estaría a la altura de lo que su padre había esperado de él?
De mala gana, Sithas obligó a su mente a volver al presente y al sitio donde se encontraba ahora. Recorrió con la mirada el entorno para forzar la transición de sus pensamientos.
Alrededor del perímetro de la sala, doce guardias elfos, ataviados con petos de plata y altos yelmos adornados con plumas, golpearon las alabardas contra los hombros en posición de firmes. Permanecieron impávidos y silenciosos mientras el noble y el otro elfo caminaban hacia el trono. Aparte de ellos, la inmensa sala estaba vacía, con su reluciente suelo de mármol y su imponente techo suspendido ciento ochenta metros sobre sus cabezas.
Sithas miró a Quimant. El noble elfo vestía una larga capa negra sobre una túnica de seda, de color verde claro. Unas botas de suave cuero negro completaban su atuendo.
Lord Quimant, del Clan Hoja de Roble, era ciertamente apuesto, pero también era inteligente, perspicaz y alerta a muchas amenazas y oportunidades que, de otro modo, podrían haber pasado inadvertidas a Sithas.
—Este es mi sobrino —explicó el noble—. Ganrock Ethu, maestro forjador. Lo recomiendo, mi Orador, para el puesto de herrero de palacio. Es sagaz, aprende rápido y es un trabajador infatigable.
—Pero Herrlock Luna Roja ha dirigido la herrería real siempre —objetó Sithas. Entonces lo recordó: Herrlock se había quedado ciego la semana anterior, en un trágico accidente, cuando había encendido la forja. A saber cómo, el carbón encendido había explotado violentamente y le había destrozado los ojos hasta un punto en que su curación quedaba fuera del alcance de los clérigos de Silvanost. Después de asegurarse de que el leal herrero estuviera bien atendido y tan cómodo como era posible, Sithas había prometido elegir a un sustituto.
Miró al joven elfo que estaba ante él. El semblante de Ganrock mostraba rasgos de madurez, y los músculos de su torso denotaban largos años de trabajo.
—Muy bien —accedió Sithas. Llamó a uno de los guardias y le ordenó que acompañara a Ganrock Ethu a la zona de la forja, situada en la parte trasera del Palacio de Quinari—. Muéstrale la herrería real y ocúpate de que se le proporcione lo necesario para ponerla en marcha.
—Gracias, mi señor —dijo el herrero mientras hacía una brusca reverencia—. Me esforzaré por hacer un buen trabajo para vos.
—Bien —repuso el Orador.
Quimant siguió con la mirada al herrero mientras éste abandonaba la sala. El semblante del noble asumió una expresión de firme resolución cuando se volvió hacia Sithas.
—¿Qué ocurre, lord Quimant? Pareces alterado. —Sithas hizo un ademán, instando el noble a que subiera a la plataforma.
—El Gremio de Fundidores, mi señor —contestó Quimant—. Se niegan, rehúsan, mantener en funcionamiento sus fundiciones durante las horas nocturnas. Sin la elaboración extra de acero, nuestra producción de armamento es insuficiente, apenas adecuada incluso para cubrir las necesidades en tiempos de paz.
Sithas maldijo en voz baja. De todos modos, agradecía que Quimant le hubiese informado. El orgulloso heredero del Clan Hoja de Roble había aumentado notablemente la eficiencia de los preparativos de guerra de Silvanost al reparar en detalles —como el de ahora— que le habrían pasado inadvertidos a Sithas.
—Hablaré con el fundidor Kerilar —prometió el Orador—. Es un viejo elfo tozudo, pero sabe la importancia que tiene el armamento. Y, si es necesario, haré que lo entienda.
—Muy bien, majestad —dijo lord Quimant mientras se inclinaba—. ¿Hay alguna noticia de la guerra?
—No desde la última carta, hace una semana. Los Montaraces siguen asediados en Sithelbec, en tanto que los humanos deambulan a su antojo por las tierras en disputa. Mi hermano no tiene posibilidad de romper el cerco. Ahora están rodeados por cien mil hombres.
El noble sacudió la cabeza con gesto sombrío y después clavó en Sithas una mirada dura.
—Hay que enviarle refuerzos. No queda otra alternativa. Lo sabéis, ¿verdad?
Sithas sostuvo la mirada de Quimant con igual firmeza.
—Sí, lo sé. Pero la única forma de reunir más tropas es reclutándolas de la ciudad y de los feudos de clanes circundantes. ¡Sabes el revuelo que eso provocaría!
—¿Cuánto tiempo podrá vuestro hermano defender el fuerte?
—Dispone de raciones suficientes para el invierno. Las bajas en la batalla fueron terribles, desde luego, pero sus tropas restantes están bien disciplinadas, y el fuerte es una construcción resistente.
La noticia del desastre en el campo de batalla había sido un fuerte impacto en la capital elfa. A medida que se propagaba el rumor de que tres mil jóvenes elfos de la urbe —tres de cada cinco de los que tan orgullosamente habían partido hacia el oeste— habían perecido en la lucha, Silvanost se sumió en la aflicción durante una semana.
Sithas supo el resultado de la batalla al mismo tiempo que se enteraba de que su hermano había desaparecido en combate y probablemente estaba muerto. A lo largo de dos días, su mundo había sido un sombrío pozo de desesperación. La noticia de que Kith se encontraba a salvo alivió la consternación hasta cierto punto, pero la perspectiva de alzarse con la victoria parecía seguir siendo inexistente. ¿Cuánto tiempo pasaría, se preguntaba angustiado, antes de que el resto de los Montaraces cayera aplastado bajo la abrumadora fuerza que los cercaba?
Luego, de manera gradual, su desesperación dio paso a la cólera; cólera por los cortos alcances de su propio pueblo. Los elfos habían abarrotado la Sala de Audiencias en los Días de Juicio, interrumpiendo los procesos. Las emociones de los elfos de la ciudad se habían enardecido al enterarse de que las bajas de los Montaraces no habían sido, ni por asomo, tan altas como las de los soldados de Silvanost. En estos días no eran pocas las voces que se alzaban pidiendo que los territorios occidentales se entregaran a los humanos y los elfos Montaraces, y dejar que batallaran entre ellos hasta la extinción.
—Bien, así que pueden resistir. —La voz de Quimant era firme, aunque deferente—. ¡Pero no pueden escapar! ¡Debemos enviar un ejército de refresco, numeroso, para proporcionar a vuestro hermano el empuje que necesita!
—Están los enanos. ¡Todavía no hemos tenido noticias de ellos! —hizo notar Sithas.
—¡Bah! ¡Si por fin se deciden a hacer algo, será demasiado tarde! Da la impresión de que Than-Kar simpatiza con los humanos tanto como con nosotros. ¡Los enanos no harán nada mientras él sea su voz y sus oídos!
«Ah, pero es que él no es su voz y sus oídos —pensó Sithas para sus adentros con cierta satisfacción, aunque no le dijo nada a lord Quimant, y consideró de nuevo la esperanzadora posibilidad—. Tamanier Ambrodel, ¡cuento contigo!»
—Con todo, supongo que no tenemos más remedio que tolerarlo. Es nuestra mejor oportunidad de conseguir una alianza —continuó el noble.
—Como siempre, mi buen primo, tus palabras son un reflejo de mis pensamientos. —Sithas se levantó del trono, una señal de que la entrevista había llegado a su fin—. Pero mi decisión aún queda pendiente. El príncipe Kith-Kanan y su ejército están a salvo por ahora, y tal vez descubramos más cosas mientras tanto.
Esperaba estar en lo cierto. El fuerte era resistente, y los humanos necesitarían, sin lugar a dudas, meses para preparar un asalto coordinado. Pero y entonces ¿qué?
—Bien. —Quimant carraspeó para aclararse la voz y añadió—: ¿Cómo se encuentra mi prima? Hace semanas que no la veo.
—Se acerca la fecha —repuso Sithas—. Sus hermanas han venido de los feudos para estar con ella, y los clérigos de Quenesti Pah han prescrito que guarde cama.
—Por favor, cuando veáis a mi prima comunicadle mis mejores deseos de que sea un parto rápido y dé a luz una criatura fuerte y sana.
—Por supuesto.
Sithas observó al elegante noble mientras abandonaba la sala. Estaba impresionado con el proceder de Quimant. El noble sabía lo valioso que era para el trono, y lo había demostrado durante los seis meses que llevaba en Silvanost. Demostraba perspicacia para captar los deseos del Orador y parecía poner todo su interés para actuar en consecuencia.
Sithas oyó abrirse una de las puertas laterales y miró hacia allí en el momento en que una mujer, vestida con sedas, entraba en la sala. Los ojos de la dama se posaron afectuosos en la figura sentada en el brillante trono, con sus múltiples facetas, verdes y relucientes.
—Madre —dijo Sithas con deleite. Apenas veía a Nirakina en estos días difíciles, y su visita era una placentera sorpresa. Cuando se acercó a él, se quedó impresionado al reparar en lo mucho que parecía haber envejecido.
—Veo que no estás reunido con cortesanos ni ayudantes —comentó en voz queda a Sithas, que se levantó y se acercó a ella—. Siempre estás tan ocupado con los asuntos de estado… y la guerra.
—La guerra se ha convertido en el tema imperante de mi vida… y de la de todo Silvanost. —Suspiró. Lo acometió una honda sensación de tristeza por su madre. Pensaba tan a menudo en la muerte de su padre como un suceso que había puesto sobre sus hombros la carga del gobierno, que tendía a olvidar que, al mismo tiempo, había convertido en viuda a su madre.
—Tómate unos minutos para pasear conmigo, ¿quieres? —pidió Nirakina mientras cogía a su hijo por el brazo.
Él asintió en silencio, y se dirigieron hacia la puerta reservada para la familia real. Se abrió sin hacer ruido alguno, y los dos salieron a los Jardines de Astarin. A su derecha estaban los oscuros edificios de madera de los establos reales, en tanto que al frente se alzaba la maravillosa belleza de los jardines. De inmediato, Sithas notó una sensación de alivio y sosiego.
—Tendrías que hacer esto más a menudo —dijo su madre, regañándolo con afecto. Se apoyaba en su brazo levemente, dejando que él eligiera el camino a seguir—. Estás envejeciendo antes de tiempo.
Los jardines se alzaban a su alrededor: grandes setos y espesos macizos de arbustos, cargados de capullos cubiertos de rocío; estanques, albercas y fuentes; pequeñas arboledas de álamos, robles y abetos. Era un mundo de naturaleza, modelado y configurado por clérigos elfos —devotos del Rey Bardo, Astarin— en una obra de arte suprema.
—Te agradezco que me hayas hecho salir por esas puertas —dijo Sithas con una risa queda—. A veces necesito que me lo recuerden.
—Tu padre también necesitaba un sutil recordatorio de vez en cuando, y yo intentaba refrescarle la memoria cuando se hacía preciso.
Por un instante, Sithas sintió una oleada de tristeza.
—Ahora lo echo de menos más que nunca. Me siento tan… poco preparado para ocupar su trono…
—Estás preparado —discrepó Nirakina—. Tu sabiduría está consiguiendo que salgamos adelante en los tiempos más difíciles desde la Segunda Guerra de los Dragones. Pero, puesto que estás a punto de ser padre, debes comprender que tu vida no puede estar dedicada exclusivamente a tu país. Tienes también una familia en la que pensar y atender.
—Los clérigos de Quenesti Pah están con Hermathya a todas horas —repuso, sonriendo—. Dicen que puede ser en cualquier momento.
—Los clérigos, y sus hermanas —rezongó Nirakina.
—Sí.
Las hermanas de Hermathya, Gelynna y Lyath, se habían trasladado a palacio tan pronto como se supo que su esposa estaba embarazada. Eran bastante agradables, pero Sithas había empezado a tener la impresión de que sus aposentos eran, en cierto sentido, menos suyos ahora. Era una sensación que no le gustaba, pero había intentado pasarlo por alto por bien de Hermathya.
—Ya no es la misma de antes, madre, tienes que admitirlo. Hermathya había cambiado, convirtiéndose en una mujer nueva, incluso antes de saber que esperaba un hijo. Ha sido un sostén y un consuelo para mí, aunque por primera vez desde que nos casamos.
—Es la guerra —dijo Nirakina—. He advertido ese cambio del que hablas, y comenzó con la guerra. Ella, su Clan Hoja de Roble… Todos han estado muy activos a raíz del conflicto. —La dama hizo una pausa, y luego añadió—: He visto a lord Quimant abandonar la sala cuando yo entraba. Hablas con él a menudo. ¿Te está siendo útil?
—Oh, sí, mucho. ¿Te preocupa eso?
Nirakina suspiró y luego sacudió la cabeza.
—Eh… no. No me preocupa. Estás haciendo lo que es mejor para Silvanesti, y, si él puede ayudarte, es algo positivo.
Sithas se paró ante un banco de piedra. Su madre tomó asiento, en tanto que él paseaba bajo las ramas del álamo temblón, cuyas hojas plateadas rielaban al agitarlas una suave brisa.
—¿Has tenido noticias de Tamanier Ambrodel? —preguntó Nirakina.
—Ha llegado a Thorbardin sano y salvo, y espera ponerse en contacto con los hylars. —Sithas sonrió en un gesto de confianza—. Con un poco de suerte, verá al rey en persona. Entonces sabremos si el tal Than-Kar está llevando su labor como embajador honradamente.
—¿No le has hablado a nadie de la misión de Ambrodel? —inquirió su madre con tacto.
—No. De hecho, Quimant y yo hemos tratado el asunto de los enanos hoy, pero no le he dicho ni una palabra acerca de nuestro discreto diplomático. Con todo, me gustaría que me dijeras por qué hemos de mantener esto en secreto.
—Por favor, aún no —rogó Nirakina, renuente.
Una fina neblina había cubierto el cielo, y el viento trajo en su caricia el tenue anuncio del invierno. Sithas vio temblar a su madre bajo el ligero vestido de seda.
—Ven, regresemos a la sala —dijo, ofreciéndole el brazo mientras ella se levantaba del banco.
—¿Y tu hermano? —preguntó Nirakina, titubeante, en su camino de regreso a la puerta privada—. ¿Podemos enviarle más tropas?
—Todavía no lo sé —repuso Sithas, la incertidumbre de la difícil decisión patente en su voz—. ¿Puedo correr el riesgo de que la ciudad se subleve?
—Tal vez necesitas más información.
—¿Quién podría darme más información de la que ya tengo? —replicó Sithas con escepticismo.
—El propio Kith-Kanan. —Su madre se paró para mirarlo a la cara mientras la puerta se abría al acogedor calor del interior de la torre—. Llámalo, Sithas —instó apremiante, agarrándolo por los brazos—. ¡Hazlo venir y habla con él!
A Sithas lo sorprendió su propia reacción. La sugerencia era de un sentido común aplastante. Le brindaba una esperanza… y un plan de acción que uniría, no dividiría, a su pueblo. Con todo, ¿cómo podía mandar venir a su hermano ahora, cuando estaba sitiado por un inmenso ejército?
Al día siguiente, Quimant fue otra vez el primero y principal visitante de Sithas.
—Mi señor —empezó el consejero—, ¿habéis tomado una decisión en cuanto al reclutamiento de fuerzas adicionales? No me gusta tener que recordároslo, pero quizá no disponemos de mucho tiempo.
Sithas frunció el entrecejo. En contra de su deseo, le vino a la mente la escena de la orilla del río, cuando la primera columna había partido para la guerra. Ahora más de la mitad de aquellos elfos había muerto. ¿Cómo reaccionaría la ciudad si otra fuerza numerosa tuviera que marchar hacia el oeste?
—Aún no. Quiero esperar hasta que… —Dejó inacabada la frase. Había estado a punto de mencionar la misión de Ambrodel—. No tomaré una decisión todavía —concluyó.
Se libró de tener que seguir la conversación cuando Stankathan, el mayordomo de palacio, entró en la gran sala. El solemne elfo, vestido con un jubón de lana negra, precedía a un mensajero que vestía la chaqueta de cuero de los exploradores de los Montaraces, sucia del viaje. Este último llevaba un rollo de pergamino lacrado con un familiar sello de cera roja.
—¿Un mensaje de mi hermano? —Sithas se incorporó al reconocer el documento.
—Traído por este correo, que cruzó el río esta misma mañana —repuso Stankathan—. Lo conduje a la torre directamente.
Sithas sintió una súbita alegría, como le ocurría cada dos semanas, aproximadamente, cuando llegaba un correo con el último parte de Kith-Kanan. Sin embargo, esa alegría se había menoscabado últimamente por las funestas noticias sobre su hermano y la guarnición sitiada.
Observó al correo mientras el elfo se aproximaba y hacía una profunda reverencia. Además del polvo y la suciedad del camino, Sithas vio que el soldado llevaba sujeto el brazo derecho en un cabestrillo y que un sucio vendaje le envolvía la rodilla izquierda.
—Tienes mi gratitud por tu esfuerzo —dijo el Orador, ponderando al jinete. El elfo adoptó una postura más erguida tras estas palabras, como si el elogio del soberano fuera un bálsamo para sus heridas—. ¿Qué tipo de obstáculos fueron los que te salieron al paso?
—Los habituales cercos de centinelas, mi señor —contestó el elfo—. Pero los humanos carecen de hechiceros y, en consecuencia, no pueden rastrear los caminos con la magia. El primer día de mi viaje lo hice encubierto bajo un conjuro de invisibilidad que nos camuflaba a mí y a mi caballo. Posteriormente, la velocidad de mi corcel fue suficiente, y sólo tropecé con una refriega de poca importancia.
El Orador de las Estrellas cogió el pergamino y rompió el sello de cera. Desenrolló la hoja con cuidado, haciendo caso omiso de Quimant por el momento. El noble permaneció callado; si se sentía molesto, no dio muestras de ello.
Sithas leyó la misiva con gesto solemne.
«Miro fuera, hermano, y veo un interminable mar de humanidad. Ciertamente, nos rodean como un océano rodea una isla, y nos tienen cercados por completo. Mis correos sólo pueden atravesar sus líneas corriendo un gran riesgo, y gracias a la ayuda de los conjuros ejecutados por mis hechiceros, que les permiten pasar inadvertidos al enemigo durante un breve tiempo.
»Me he enterado de que el general Giarno es el enemigo a quien nos enfrentamos en primavera, el que nos obligó a retirarnos del campo de batalla. Hemos cogido prisioneros que pertenecen a sus fuerzas, y, como un solo hombre, manifiestan su devoción por él y están convencidos de que será quien nos destruirá. Lo conocí durante las pocas horas que estuve prisionero, y es un hombre aterrador. Hay en él algo siniestro y cruel que supera a cualquier enemigo con el que me he enfrentado hasta ahora.
»Espero divertirte con una historia, una experiencia que nos proporciona muchos ratos de distracción, por no mencionar un cierto temor. Ya te he mencionado el cañón de lava gnomo, un vehículo gigantesco arrastrado por un centenar de bueyes, cuyas pétreas fauces apuntan al cielo mientras vomita humo y fuego. Por fin, poco después de enviarte mi última carta, este ingenio fue arrastrado y ubicado frente a Sithelbec. Se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia ¡pero se encumbraba tan alto y borboteaba tan violentamente que, en verdad, nos alarmó!
»Durante tres días la monstruosa estructura se convirtió en el centro de un torbellino de actividad gnoma. Trepaban por sus costados, alimentaban sus entrañas con carbón, y vertían por su boca grandes cantidades de barro y tierra, y un polvo rojo a raudales. Durante todo el tiempo, la cosa resoplaba y traqueteaba, y al tercer día toda la planicie estaba cubierta por una densa nube, producto del humo expulsado con sus resuellos.
»Finalmente, los gnomos treparon por los costados y se encaramaron a lo alto del ingenio, como si hubiesen escalado una pequeña montaña. Observamos, con gran inquietud, he de admitir, mientras uno de los gnomos mezclaba algo en un caldero, al mismo borde de la boca del cañón. Al cabo, echó el contenido del recipiente en el interior del arma. Todos los gnomos salieron de estampida y, por primera vez, reparamos en que los humanos se habían alejado del cañón, poniendo entre ellos y el ingenio una distancia de más de medio kilómetro.
»Durante todo un día, el ejército de Ergoth estuvo a la expectativa, mirando con recelo la monstruosa arma. Por fin pareció que no iba a disparar debido a un fallo, pero, hasta el día siguiente, no vimos a los gnomos acercarse al ingenio con precaución, para investigar.
»De improviso, la cosa empezó a resoplar y resollar y vomitar humo. Los gnomos corrieron a ponerse a cubierto y, durante otro día entero, todos observamos y esperamos. Pero no fue hasta la mañana del tercer día cuando vimos a la máquina en acción.
»Explotó poco después del alba, y lanzó su formidable munición a muchos kilómetros de distancia. Afortunadamente, nosotros, la diana del ataque, salimos ilesos. Fue el arracimado ejército humano el que sufrió el impacto de rocas ardientes y de la fuerza demoledora que devastó la planicie.
»Vimos miles de caballos de los humanos (desgraciadamente una pequeña parte de su número total) salir de estampida, despavoridos, por la llanura. Regimientos enteros desaparecieron bajo el diluvio de muerte a medida que aquella especie de ola de barro se derramaba sobre el ejército.
»Durante un breve instante, vi la oportunidad de llevar a cabo un brusco ataque con el que quebrantar aún más la hueste sitiadora. Cuando daba la orden de ataque, sin embargo, las fuerzas del general Giarno se abrieron paso entre los otros humanos, y sus mortíferos jinetes se aseguraron de que el cerco permaneciera firme, sin fisuras.
»Con todo, el accidente hizo estragos en el ejército de Ergoth. Dimos gracias a los dioses de que el ingenio errara el disparo; de haber alcanzado a Sithelbec, no habrías recibido esta última misiva. El cañón ha quedado reducido a un montón de chatarra, y rogamos diariamente porque su reconstrucción sea impracticable.
»Mis mejores deseos y esperanzas para mi nuevo sobrino, o sobrina. ¿Qué será? Quizá ya tengas la respuesta para cuando leas esta carta. Sólo espero que, de algún modo, me entere si ha sido niño o niña. Confío en que Hermathya se encuentre bien.
»Como siempre, echo de menos tu presencia y tus consejos, hermano. Me consuelo con la idea de que, si encontráramos la forma de unir nuestras mentes, discurriríamos una solución para salir de este atolladero. Pero ¡ay!, las fauces del cerco se cierran a mi alrededor, y sé que tú, en la capital, aunque sea una situación distinta, estás tan atrapado como yo.
»Hasta entonces, reza por nosotros. Di a madre que le envío todo mi amor.
»Kith»
Sithas hizo una pausa al comprender que los guardias y Quimant lo habían estado observando atentamente mientras leía. Toda una gama de emociones habían asomado a su semblante, lo sabía, y ello lo hizo sentirse de repente muy vulnerable.
—¡Marchaos todos, dejadme solo! —ordenó con más brusquedad quizá de lo que era su intención, aunque, a pesar de todo, tuvo la satisfacción de ver que todos salían rápidamente de la sala.
Paseó frente al trono, de uno a otro lado. La carta de su hermano lo había agitado más de lo habitual, pues comprendía que tenía que hacer algo. No podía arrinconar la apurada situación de Sithelbec en el fondo de su pensamiento más tiempo: Su madre y su hermano tenían razón. Tenía que ver a Kith-Kanan, hablar con él. Entre los dos serían capaces de discurrir un plan…, ¡un plan con cierta esperanza de éxito!
Al recordar la conversación mantenida con Nirakina, se volvió hacia la puerta reservada a la familia real. Los jardines —y los establos— se encontraban al otro lado.
Caminó con decisión hacia la puerta, que se abrió silenciosa ante él. Salió de la torre a la fría luz del sol que bañaba los jardines, pero no reparó en el entorno. En cambio, cruzó directamente hacia los establos.
Estos eran, de hecho, un amplio conjunto de edificios que incluían cuadras para los caballos y casitas para los mozos y adiestradores, así como almacenes de abastecimiento. Detrás de la estructura principal, un campo de hierba corta se extendía desde la Torre de las Estrellas y cubría los terrenos de palacio hasta el límite de las casas gremiales que los rodeaban.
Aquí se guardaban varias docenas de caballos de la familia real, así como diferentes carruajes. Pero el Orador no se dirigió hacia ninguno de ellos.
En cambio, cruzó la cuadra principal mientras saludaba con un breve cabeceo a los mozos que cepillaban a los lustrosos sementales. Atravesó la puerta del fondo y, tras cruzar un pequeño corral, se dirigió a un edificio achaparrado que se alzaba separado de los demás. La puerta estaba dividida en dos mitades; la parte superior estaba abierta.
Una forma se movió en el interior de la estructura, y entonces una cabeza enorme asomó por la puerta. Unos ojos, dorados y relucientes, contemplaron a Sithas con recelo y suspicacia.
La parte frontal de esa cabeza era un pico semejante al de un águila, que se entreabrió ligeramente. Sithas vio flexionarse unas alas en el limitado espacio del establo, y comprendió que Arcuballis estaba ansioso por volar.
—Tienes que ir con Kith-Kanan —dijo el Orador a la poderosa montura—. Sácalo del fuerte y tráelo aquí. Haz esto, Arcuballis, cuando te permita volar.
Los enormes ojos del grifo relucieron mientras la criatura observaba fijamente al Orador de las Estrellas. Arcuballis había sido la montura de Kith-Kanan de toda la vida, hasta que sus obligaciones como general lo habían obligado a utilizar una cabalgadura más convencional. Sithas sabía que el grifo iría en busca de su gemelo y lo traería de vuelta.
Despacio, el Orador alargó la mano y abrió la mitad inferior de la puerta, permitiendo que el umbral quedara expedito. Arcuballis dio un paso vacilante, pasando sobre el cuerpo del ciervo a medio comer que había dentro del establo.
Ya fuera, extendió las alas, se dio un fuerte impulso y brincó a través del corral; al tercer salto, el grifo remontó el vuelo. Las poderosas alas batieron y el animal ganó altura, se elevó sobre los techos de los establos e hizo un viraje para pasar cerca de la Torre de las Estrellas.
—¡Ve! —gritó Sithas—. ¡Ve con Kith-Kanan!
Como si lo hubiese oído, el grifo realizó otro giro. Las poderosas alas lo remontaron más y más, y Arcuballis viró bruscamente en dirección oeste.
Sithas tuvo la sensación de haberse librado de un gran peso al mismo tiempo que el grifo remontaba el vuelo. Su hermano lo entendería, estaba seguro. Cuando Arcuballis llegara a Sithelbec, como a Sithas no le cabía duda que haría, Kith-Kanan no perdería un solo momento en subir a su fiel montura y regresaría rápidamente a Silvanost. Entre los dos encontrarían la forma de mejorar la causa elfa.
—Mi señor…
Sithas giró bruscamente, sobresaltado al sacarlo de su ensimismamiento una voz a sus espaldas. Vio a Stankathan, el mayordomo, que parecía estar fuera de lugar entre el barro y el estiércol del corral. El semblante del servidor elfo estaba crispado en un gesto de preocupación.
—¿Qué ocurre? —inquirió el Orador.
—Es vuestra esposa, lady Hermathya —repuso Stankathan—. Está gritando de dolor. Los clérigos me han dicho que ha llegado el momento. Vuestro hijo va a nacer.