5
Después de la batalla
Un teniente de ballesteros despertó a Suzine con el mensaje de que el general quería verla. La mujer sintió un vago alivio porque Giarno no hubiese venido en persona. De hecho, no lo había visto desde antes de que la batalla alcanzara el punto culminante, cuando gran parte del ejército elfo había caído en la trampa tendida por el general.
Su alivio se había acentuado desde la noche anterior, cuando su temor de que pudiera desearla había resultado infundado. Giarno la asustaba a menudo, pero había algo más profundo, más persistente en el terror que inspiraba después de haber dirigido a sus tropas en una batalla.
En esos momentos la oscuridad que parecía estar siempre latente en sus ojos se volvía semejante a un pozo sin fondo de desaliento y desesperanza, como si su ansia de matar nunca pudiera verse satisfecha. Cuanta más sangre se derramaba a su alrededor, tanto más grande se volvía su avidez.
Entonces solía hacerla suya, utilizándola como si fuera una especie de parásito, sin tener en cuenta sus sentimientos. Actuaba con violencia, de una manera dolorosa y humillante, y cuando terminaba la apartaba a un lado bruscamente, sus necesidades fundamentales todavía enardecidas.
Pero tras esta batalla, su mayor victoria hasta la fecha, se había mantenido apartado de ella. Suzine se había retirado pronto la noche anterior, deseando vehemente mirar su espejo para averiguar el paradero de Kith-Kanan. Temía por su seguridad, pero no se atrevió a mirar el cristal por miedo al general. Giarno no debía sospechar su creciente fascinación por el elfo.
Ahora se vistió deprisa y metió el espejo en una caja de madera forrada con fieltro; luego siguió al oficial, que la condujo a lo largo de la fila de tiendas hasta la del general Giarno. Ésta era de seda negra, y el teniente levantó la solapa de la entrada para que pasara; Suzine parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra del interior.
Y entonces tuvo la impresión de que el mundo se tambaleaba.
La fila de embarrados prisioneros elfos, muchos de ellos heridos y magullados, estaban plantados firmes, con actitud resentida. Eran alrededor de una veintena, con un vigilante espadachín detrás de cada uno de ellos, pero los ojos de Suzine se clavaron de inmediato en él.
Reconoció a Kith-Kanan en el mismo instante en que lo vio, y tuvo que esforzarse para resistir el apremiante impulso de correr hacia él. Quería mirarlo, tocarlo de todas las formas que no podía hacerlo a través del espejo. Contuvo el deseo acuciante de apartar de un empellón al guardia que lo vigilaba con la espada desenvainada.
Entonces recordó al general Giarno. Su rostro enrojeció, y notó que tenía la frente sudorosa. Él la observaba atentamente. Obligándose a adoptar una expresión de fría indiferencia, se volvió hacia él.
—¿Querías verme, general?
Giarno parecía estar viendo a través de ella, con una mirada que amenazaba abrasarle el alma. Los ojos del hombre se abrieron ante ella como negros abismos, unas simas amenazadoras que la hicieron desear dar un paso atrás para retirarse del borde.
—Los estamos interrogando. Quiero que estés presente para que oigas su testimonio y determines la veracidad de sus respuestas. —La voz del general era como una ráfaga de viento helado.
Por primera vez, Suzine reparó en la figura de otro elfo. Éste yacía boca abajo en el suelo alfombrado de la tienda; un pequeño agujero en la nuca señalaba el punto donde había sido apuñalado.
Aturdida, volvió a mirar a los elfos. Kith-Kanan estaba el penúltimo en la fila, cerca de donde se había llevado a cabo la ejecución. Él no prestaba atención a la mujer. El elfo que se encontraba entre él y el muerto miraba al general humano con una expresión firme que enmascaraba su miedo.
—¡El número de vuestras fuerzas! —exigió el general Giarno—. ¿Con qué guarnición cuenta el fuerte? ¿Hay catapultas? ¿Balistas? Nos lo contarás todo.
La última frase era una conminación, no una pregunta.
—¡La guarnición del fuerte es de veinte mil guerreros, y más que vienen en camino! —soltó bruscamente el prisionero que estaba junto al cadáver—. Y también hay hechiceros y clérigos…
Suzine no tuvo que mirar el espejo para ver que mentía; y tampoco, al parecer, lo necesitó el general Giarno. Hizo un gesto con la mano, y el guardia que estaba detrás del aterrado elfo lo acuchilló. La hoja seccionó la médula espinal del guerrero, se hundió a través del cuello, y salió bajo la barbilla del infortunado elfo junto con un borboteante chorro de sangre.
El siguiente guardia, el que estaba detrás de Kith-Kanan, empujó a éste en la espalda, obligándolo a ponerse un poco más erguido cuando los ojos del general se posaron en él. Aunque sólo se detuvieron un momento, pues la mirada desdeñosa del cabecilla humano recorrió toda la fila de cautivos.
—¿Cuál de vosotros es el que tiene más rango? —inquirió el general mientras observaba a los elfos.
Por primera vez, Suzine reparó en que Kith-Kanan no llevaba distintivos ni insignias inherentes a su cargo. Era un jinete más entre los guerreros elfos. ¡Giarno no lo había reconocido! Esta conclusión la animó a correr un riesgo.
—General —se apresuró a decir, oyendo su voz como si fuera la de otra persona—, ¿podemos hablar un momento en privado, sin que nos escuchen los prisioneros?
Giarno la miró intensamente, sus oscuros ojos taladrándola. ¿Era enojo lo que veía en ellos, o algo más siniestro?
—Muy bien —replicó cortante. La agarró por el brazo y la condujo fuera de la tienda.
Suzine acarició la caja del espejo, buscando inspiración mientras hablaba:
—Es evidente que están dispuestos a morir defendiendo su causa. Pero, quizá, con un poco de paciencia, pueda hacer que nos sean útiles… vivos.
—Tú puedes saber si dicen o no la verdad, pero ¿de qué me sirve eso cuando están dispuestos a morir con la mentira en los labios?
—Pero los poderes del espejo no se limitan a eso —insistió la mujer—. En un sitio tranquilo, disponiendo del tiempo preciso… y dedicando cierta atención personal a uno de esos individuos… puedo obtener algo más que simples preguntas y respuestas. Puedo leer en sus mentes, ver los secretos que jamás confesarían ante ti.
Las negras cejas del general Giarno se fruncieron en un gesto ceñudo.
—De acuerdo. Te dejaré intentarlo. —La condujo de vuelta a la tienda—. ¿Con cuál quieres empezar?
Procurando dominar los desbocados latidos de su corazón, Suzine levantó la mano con actitud imperiosa y señaló a Kith-Kanan.
—Lleva a ése a mi tienda —ordenó al guardia que estaba detrás del prisionero.
Evitó mirar al general, temerosa de que aquellos ojos la dejaran paralizada con una expresión de sospecha o acusación. Pero Giarno no dijo nada y se limitó a hacer un gesto de asentimiento al guardia que estaba detrás de Kith, y al otro que se encontraba a su lado, el que acababa de matar al elfo caído. La pareja de guardias empujó a Kith-Kanan para que echara a andar, y Suzine se les adelantó cruzando la solapa de la tienda de Giarno.
Pasaron entre dos tiendas, cuyas altas estructuras de lona los ocultaban del resto del campamento. La mujer sentía los ojos del elfo clavados en su espalda mientras caminaba, y finalmente fue incapaz de resistir el impulso de volverse a mirarlo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Kith-Kanan; la total ausencia de miedo en su voz la sorprendió.
—No te haré daño —contestó, enfadada de repente cuando el elfo esbozó una leve sonrisa por respuesta.
—¡Tú, muévete! —gruñó uno de los guardias al tiempo que se adelantaba a su compañero y blandía su espada frente al rostro de Kith-Kanan.
La mano del príncipe se movió con la velocidad de una serpiente lanzada al ataque y agarró la muñeca del guardia mientras la hoja de acero pasaba a un lado de su cara. Sujetando el brazo del hombre, el elfo le propinó un rodillazo en el bajo vientre. El espadachín boqueó y se desplomó.
Su compañero, el guardia que había matado al elfo en la tienda, se quedó momentáneamente aturdido, y esa breve vacilación resultó fatal para él. Kith-Kanan arrebató la espada de la mano del guardia caído y, siguiendo el mismo movimiento, hincó la punta en la garganta del soldado.
El humano abrió y cerró la boca silenciosamente, en un intento desesperado de articular un grito, y murió de inmediato.
El yelmo del guardia salió despedido de su cabeza mientras se desplomaba de bruces en el suelo, dejando a la vista su pelo, rubio y largo.
Kith bajó el arma, dispuesto a atravesar con ella la garganta del hombre que había golpeado y que gemía hecho un ovillo en el suelo. Entonces algo detuvo su mano, y se limitó a advertir al soldado que guardara silencio mediante una persuasiva presión del filo acerado en el cuello del hombre.
Volviéndose hacia el que había matado, Kith contempló el cadáver con curiosidad. Suzine no se había movido, y lo observó fascinada, sin apenas atreverse a respirar, mientras el príncipe apartaba el rubio cabello del muerto con la punta de la bota.
La oreja que quedó al descubierto era larga y puntiaguda.
—¿Tenéis muchos elfos en vuestro ejército? —preguntó.
—No, no muchos —repuso Suzine rápidamente—. La mayoría son comerciantes y granjeros que han vivido en Ergoth y desean establecer su hogar en las planicies.
Kith dirigió una mirada penetrante a Suzine. Había algo en esta mujer humana…
Ella permaneció inmóvil, paralizada no tanto por temor a lo que pudiera ocurrirle como por la consternación. ¡Él iba a escapar, lo iba a perder!
—Te agradezco que me hayas salvado la vida involuntariamente —dijo Kith-Kanan antes de correr hacia la esquina de la tienda más cercana.
—Sé…, sé quién eres —declaró Suzine, su voz apenas un murmullo.
Él se detuvo de nuevo, dividido entre el deseo de escapar y la creciente curiosidad hacia esta mujer y lo que sabía.
—Entonces, gracias también por guardar el secreto —dijo, al tiempo que hacía una leve reverencia—. ¿Por qué lo hiciste?
Suzine quiso decirle que lo había estado observando desde hacía mucho tiempo, que, valiéndose del espejo, lo había seguido a todas partes, compartiendo todo, salvo su lecho. Ahora lo miró, y era más orgulloso, magnífico y alto de lo que jamás había imaginado. Quiso pedirle que la llevara con él, en este mismo momento, pero en cambio sus labios se quedaron paralizados, la mente entorpecida por el terror.
Un momento después, él había desaparecido. Transcurrieron varios segundos más antes de que por fin recobrara la voz para gritar.
El júbilo experimentado por Kith-Kanan por haber escapado desapareció tan pronto como las puertas de Sithelbec se cerraron tras él y lo recluyeron dentro de la sólida empalizada. El caballo robado que montaba, tambaleándose por el agotamiento, se frenó con un traspié, y el elfo bajó de la silla, bamboleándose.
En medio de su agotamiento, pensó en la humana que le había dado la oportunidad de huir. La imagen de su rostro, coronado por aquella espléndida mata de cabello rojizo, permanecía indeleble en su mente, como grabada a fuego. Se preguntó si volvería a verla otra vez.
Los muros de la empalizada se alzaban imponentes a su alrededor, con los troncos puntiagudos alineados a todo lo largo de la parte alta. Bajo ellos, vio los rostros de sus guerreros. Algunos lanzaron vítores por su regreso, pero carecían de entusiasmo, ya que la conmoción de la derrota pesaba en el ánimo de los Montaraces como un negro sudario.
Sithelbec había crecido rápidamente durante el último año, extendiéndose por la planicie circundante hasta cubrir un área de más de kilómetro y medio de diámetro. El alcázar central del fuerte era una estructura de piedra y torres altas que, a medida que se encumbraban, adquirían la forma de pináculos, al estilo elfo. En torno al alcázar se apiñaba un hormiguero de casas, tiendas, barracones, posadas y otros edificios, todos ellos dentro de otra red de empalizadas, barbacanas y plataformas de combate.
Extendiéndose hacia afuera mediante una serie de parapetos concéntricos, la mayoría de madera, el fuerte protegía varios pozos dentro de sus muros, asegurando un abastecimiento continuo de agua. La comida —grano en su mayor parte— había sido almacenada en enormes silos y pajares. Los suministros de flechas y aceite inflamable, acopiados en enormes tinajas, se habían colocado a lo largo de la parte alta de la empalizada.
La mayor parte del ejército de Kith-Kanan, dirigido en la retirada por Parnigar, había alcanzado el refugio de estos parapetos. No obstante, mientras el ejército de Ergoth avanzaba para cercar el fuerte, los Montaraces no podían hacer otra cosa que esperar.
Ahora, Kith-Kanan pasó entre ellos, dirigiéndose hacia el pequeño puesto de mando que tenía en la barbacana del torreón central. Percibía la tensión, el miedo cercano a la desesperación, al mirar a los ojos de sus guerreros.
Y no sólo eran los guerreros; estaban las mujeres y los niños. Muchas de las mujeres eran humanas, y sus hijos, semielfos; esposas y vástagos de los elfos occidentales que integraban las tropas de los Montaraces. Kith compartía su dolor tan profundamente como sentía el de las mujeres elfas que estaban incluso en mayor número.
Sabía que habría que racionar las provisiones para todos. El asedio se alargaría, inevitablemente, durante el otoño, y no le cabía duda de que los humanos podían mantener el cerco a lo largo del invierno y más aún.
Al mirar a los pequeños, Kith sintió una dolorosa punzada. Se preguntó cuántos de ellos verían la primavera.