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Batalla campal

Los dos ejércitos maniobraban y peleaban por el terreno llano, utilizando el bosque como cobertura y barrera, llevando a cabo bruscas cargas de caballería y repentinas emboscadas. Muchas vidas llegaron a su fin; humanos y elfos sufrían heridas mortales y mutilaciones y, sin embargo, el grueso de ambos ejércitos todavía no había entrado en contacto.

Las fuerzas del general Giarno marchaban hacia Sithelbec, en tanto que los Montaraces de Kith-Kanan maniobraban para interceptarlas e interponerse entre los ergothianos y su punto de destino. Los humanos se movían con rapidez, y sólo gracias al esfuerzo de toda una noche de marcha los exhaustos elfos lograron situarse en posición.

Veinte mil guerreros silvanestis y kalanestis se agruparon por fin en una única unidad y se prepararon para la defensa, aguardando en tensión el constante avance de la hueste humana. La media de edad de los soldados elfos era de trescientos a cuatrocientos años, y muchos de sus capitanes tenían seis siglos o más. Si sobrevivían a la batalla y a la guerra, podían esperar vivir varios siglos más, quizás otros cinco o seis, y llegar a una tranquila vejez.

Los silvanestis disponían de armas de acero de buena factura, puntas de flecha que podían atravesar petos metálicos y espadas que no se quebrarían ni con los más violentos golpes. Muchos de los elfos poseían cierta capacidad mágica limitada, y éstos estaban agrupados en pequeños pelotones distribuidos por todas las compañías. Aunque estos elfos también dependían de espada y escudo para sobrevivir a la batalla, sus hechizos podían proporcionarles un oportuno contragolpe, desmoralizador para el enemigo.

Los Montaraces disponían asimismo de unos quinientos caballos excepcionalmente veloces, y en ellos montaba la élite del ejército: lanceros y arqueros que hostigarían y crearían confusión en las fuerzas enemigas. Lucían unas magníficas armaduras, pulidas a la perfección, y cada cual llevaba su emblema personal bordado en seda sobre su corazón.

Esta fuerza haría frente a un ejército humano superior a los cincuenta mil hombres. La media de edad de los humanos estaba en los veinticinco años, y los veteranos más viejos apenas habían visto transcurrir más de cuatro o cinco décadas de vida. Sus armas estaban fabricadas rústicamente, para los cánones elfos, pero poseían una mayor solidez. Las hojas podían perder el filo, pero sólo se romperían en contadas ocasiones.

La élite del ejército humano incluía jinetes, cuyo número ascendía a los veinte mil. No lucían insignias, ni vestían armaduras metálicas. En cambio, eran una horda harapienta, de aspecto maligno; a muchos les faltaban dientes, o algún ojo u oreja. A diferencia de sus oponentes elfos, casi todos eran barbudos, principalmente por no tomarse la molestia de afeitarse; de hecho, parecían estar reñidos con cualquier tipo de acicalamiento o aseo.

Sin embargo, poseían una desmesurada avidez que era un rasgo exclusivo del carácter humano. Ya se lo llamara gloria o exaltación o afán de aventuras, o simplemente crueldad o salvajismo, era una cualidad que hacía que esta raza efímera fuera temida y mirada con recelo por todas las etnias longevas de Krynn.

Ahora, esta ardiente ambición, impulsada por la férrea dirección del general Giarno, empujaba a los humanos hacia Sithelbec. Durante dos días, pareció que el ejército elfo se interponía en su camino, sólo para desaparecer a la primera señal de ataque. Al tercer día, no obstante, los humanos se encontraban a pocas horas de marcha de la propia ciudad.

Kith-Kanan había llegado al límite de la cobertura del bosque; más allá no había nada salvo campo abierto hasta las puertas de Sithelbec, a unos quince kilómetros de distancia. Los Montaraces tendrían que plantar cara y aguantar.

La razón de haber retrocedido hasta este punto resultó obvia tanto para elfos como para humanos cuando los Montaraces alcanzaron su posición final. Un toque de trompetas resonó por el este, y una columna en marcha apareció.

—¡Saludos a los elfos de Silvanost!

Gritos de contento y bienvenida se alzaron en el ejército elfo mientras, con oportuna coordinación, los cinco mil reclutas enviados por Sithas dos meses antes marchaban hacia el campamento de los Montaraces. A la cabeza cabalgaba Kencathedrus, el fiel veterano de quien Kith-Kanan había recibido adiestramiento con las armas.

—¡Ja! ¡Veo que mi antiguo discípulo todavía se entretiene con sus juegos de guerra! —El viejo veterano, cuyo estrecho rostro llevaba impresas las huellas de la larga marcha, saludó a Kith delante de la tienda del comandante.

Con gesto cansado, Kencathedrus pasó la pierna izquierda sobre la silla para desmontar. Kith lo ayudó a bajar al suelo.

—Me alegra que lo hayáis conseguido. —Kith-Kanan saludó a su antiguo instructor con un cálido apretón de brazos—. Es una larga marcha desde la ciudad.

Kencathedrus hizo un brusco gesto de asentimiento. Kith-Kanan habría juzgado descortés su actitud de no conocer bien al viejo guerrero y sus modales. Kencathedrus representaba la más pura tradición de la Casa Real, los descendientes, como Kith-Kanan y Sithas, del gran Silvanos. De hecho, tenían cierta relación de parentesco lejano que Kith nunca había entendido.

Pero, más que un pariente, Kencathedrus era, en muchos aspectos, el tutor de Kith-Kanan el guerrero. Estricto hasta un punto obsesivo, el instructor había ejercitado a su pupilo en el manejo de la espada larga y lo había hecho practicar con el arco hasta que Kith-Kanan dominó ambas disciplinas con fácil desenvoltura.

Ahora, Kencathedrus miró al príncipe de arriba abajo. El general llevaba una armadura carente de adornos y un yelmo de acero, sencillo y sin insignia que señalara su rango.

—¿Y vuestro emblema de Silvanos? —preguntó—. ¿No combatís en representación de la Casa Real?

—Como siempre —repuso Kith mientras asentía con la cabeza—. Pero mis guardias me han persuadido de que no tiene sentido hacer de mí una diana, de modo que visto como un simple soldado de caballería. —Tomó del brazo a Kencathedrus y reparó en que el viejo elfo se movía con notable rigidez.

—Mi espalda ya no es la misma de antaño —admitió el venerable capitán al tiempo que se estiraba para desentumecerse.

—Probablemente tendrá que hacer más ejercicio muy pronto —advirtió Kith—. ¡Gracias a los dioses que llegasteis en el momento oportuno!

—¿El ejército humano? —La mirada de Kencathedrus fue más allá de las líneas elfas, formadas para la batalla. Kith puso al corriente al capitán sobre todo lo que sabía.

—Están a kilómetro y medio, como mucho. Tenemos que hacerles frente aquí. ¡La alternativa es retroceder al fuerte, y no estoy dispuesto a rendir la planicie!

—Parece que habéis elegido una buena posición. —Kencathedrus hizo un gesto de asentimiento mientras recorría con la mirada el terreno boscoso que los rodeaba. El área consistía en numerosas y densas arboledas, separadas por amplios campos herbosos—. ¿Cuál es el número de la fuerza a la que nos enfrentamos?

—Justo un tercio del ejército ergothiano. Esa es la buena noticia. Las otras dos unidades se han quedado atascadas y ahora se encuentran a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Pero ésta es la más peligrosa. Su comandante es audaz y emprendedor. Tuvimos que marchar durante toda la noche para situarnos delante, y ahora mis tropas están exhaustas y él prepara el ataque.

—Olvidáis una cosa —lo reconvino Kencathedrus, casi con aspereza—. Tenéis a vuestro mando elfos contra una fuerza de simples humanos.

Kith-Kanan miró al viejo guerrero con afecto, pero al mismo tiempo sacudió la cabeza.

—Estos «simples» humanos barrieron a cien de mis Montaraces en una emboscada. Han cubierto casi seiscientos cincuenta kilómetros en tres semanas. —La voz del cabecilla elfo adquirió un tono autoritario—. No los subestiméis.

Kencathedrus observó detenidamente a Kith-Kanan antes de asentir en un gesto aquiescente.

—¿Por qué no me mostráis las líneas? —sugirió—. Presumo que queréis tenernos dispuestos con las primeras luces.

Resultó que el general Giarno les dio a las fuerzas de Kith-Kanan un día más para descansar y prepararse. El ejército humano cambió de dirección, avanzó y se desplegó, todo ello detrás de la pantalla natural de varias arboledas. Kith envió una docena de Montaraces kalanestis para espiar, contando con el resguardo de la vegetación que tan bien sabían utilizar como cobertura.

Sólo regresó uno, y trajo la información de que los centinelas humanos eran demasiado numerosos para que incluso los habilidosos elfos pudieran traspasar sus líneas sin ser detectados.

No obstante, las fuerzas elfas aprovecharon el día extra del que dispusieron para construir trincheras a casi todo lo largo del frente, y en otros puntos colocaron largas y afiladas estacas clavadas en el suelo para crear una barrera defensiva. Estas estacas les proporcionarían una buena protección contra la caballería enemiga cuyo número, como Kith sabía, se contaba por millares.

Parnigar supervisó la zapa, yendo de un extremo a otro gritando y maldiciendo. Criticó la profundidad de una trinchera, la anchura de otra. Lanzó improperios contra el linaje de los elfos que habían realizado el trabajo. Los Montaraces se apresuraban a obedecer, no por temor, sino por respeto, y excavaron a todo lo largo de la línea demostrando que utilizaban el pico y la pala tan bien como la espada y la pica.

La tarde dio paso lentamente al anochecer; Kith recorría incansable la línea de extremo a extremo. Por fin se dirigió hacia el retén, donde los hombres de Silvanost se recuperaban de su larga marcha bajo la sagaz tutela de Kencathedrus. El capitán salió al encuentro de Kith-Kanan mientras el general desmontaba de Kijo.

—Curioso cómo trabajan para él —comentó el elfo mayor al tiempo que señalaba a Parnigar—. ¡Mis hombres ni siquiera mirarían a un oficial que les hablara así!

Kith-Kanan lo observó con curiosidad al comprender que hablaba en serio.

—Aquí, en las planicies, los Montaraces son una clase de tropa diferente de las que conoces de la ciudad —señaló.

Miró a la fuerza de reserva, consistente en cinco mil elfos que habían marchado con Kencathedrus. Incluso estando fuera de servicio, descansaban al sol en ordenadas filas por los herbosos prados. Una formación de Montaraces, pensó, se habría amontonado en las zonas donde hubiera sombra.

Su antiguo instructor asintió con la cabeza, aunque con expresión escéptica. Luego miró el frente, hacia los árboles que ocultaban el ejército enemigo.

—¿Sabéis sus posiciones de despliegue? —preguntó al general.

—No —admitió Kith-Kanan—. Hemos estado aislados todo el día. Me replegaría si pudiera. Han tenido mucho tiempo para preparar un ataque y me encantaría echarles a perder esos preparativos. Recuerdo tu lección: «¡No dejes que el enemigo se permita el lujo de seguir sus planes!» —Kencathedrus asintió en silencio, y Kith casi gruñó de frustración cuando agregó—: Pero no puedo retroceder. Estos árboles son la última cobertura entre este punto y Sithelbec. ¡No hay siquiera una zanja donde resguardarse si abandono esta posición!

Todo cuanto podía hacer era desplegar una compañía de avanzadilla a ambos flancos de su posición y confiar en que lo alertaran de cualquier ataque inesperado por las alas.

Fue una noche de inquietud e insomnio en todo el campamento, a pesar del cansancio de las tropas. Pocos de ellos durmieron más de unas pocas horas, y muchas hogueras permanecieron encendidas hasta bien pasada la medianoche, ya que los elfos se reunieron alrededor de los fuegos y hablaron de pasados siglos, de sus familias…, de cualquier cosa excepto el terrible destino que parecía aguardarles cuando despuntara el nuevo día.

El rocío cubrió la tierra en las horas más oscuras de la noche, y se convirtió en una niebla espesa que flotaba a través de los prados y se retorcía en torno a los troncos de las arboledas. Con ella llegó un frío que despertó hasta al último elfo, y así pasaron las últimas horas de oscuridad.

Oyeron los tambores antes del alba, un retumbo lejano que se inició con espantosa precisión en mil sitios a la vez. La oscuridad envolvía el bosque, y las nieblas de la húmeda noche flotaban como fantasmas entre los nerviosos elfos, reduciendo la visibilidad aún más.

De manera gradual la oscura niebla se tornó azul pálido. A medida que el cielo clareaba en lo alto, la cadencia del avance del gran ejército se magnificó alrededor de los elfos. Los Montaraces aferraban con fuerza sus picas o calmaban a sus agitados caballos. Comprobaron las cuerdas de sus arcos y sus aljabas, y se aseguraron de que las hebillas y enganches de sus armaduras estaban bien abrochados. Por fin, la luz azul dio paso a un amanecer de formas vagas e imprecisas, todavía borrosas por el velo de la neblina.

El redoble de tambores se intensificó. La niebla flotaba sobre los campos, reduciendo incluso las agrupaciones de árboles más cercanas a meras sombras grises. Aún se hizo más fragoroso el preciso tamboreo y, sin embargo, todavía no se apreciaba el menor atisbo del ejército en marcha.

—¡Allí, avanzan entre los pinos!

—¡Los veo! ¡Por allí!

—¡Ahí vienen! ¡Por la barranca!

Los elfos gritaban mientras señalaban diferentes puntos a todo lo largo del frente, donde unas formas empezaban a perfilarse en la niebla. Ahora alcanzaban a ver grandes y onduladas filas en movimiento, como si un fuerte oleaje avanzara por la propia tierra. Las grandes figuras de hombres a caballo se hicieron visibles, avanzando en varias oleadas entre las filas de infantería.

De improviso, tan repentinamente como había empezado, el redoble de tambores cesó. Las formaciones del ejército humano aparecían como siluetas oscuras en contraste con la hierba amarilla y el cielo gris. Por un instante, el tiempo se detuvo en el campo de batalla, y quizás a todo lo largo y ancho de las planicies, en todo Ansalon.

Los guerreros de ambos ejércitos se contemplaron unos a otros a través de los cuatrocientos metros de terreno que los separaban. Incluso el viento dejó de soplar, y la niebla se pegó casi a ras del suelo.

Entonces uno de los humanos lanzó un grito que fue coreado por cincuenta mil gargantas. Las espadas golpearon contra los escudos, en tanto que las voces de las trompetas se elevaban en el aire y los caballos relinchaban de excitación y terror.

Al punto, una oleada de humanos salió en tropel hacia adelante; el ensordecedor ruido del ataque los precedía con una fuerza aterradora.

Ahora fue el vibrante toque de las trompetas elfas el que sonó. Se oyó el ruido metálico de las picas cuando los que las manejaban las enarbolaron. Los quinientos caballos de la caballería de los Montaraces relincharon y patearon con nerviosismo.

Kith-Kanan tranquilizó a Kijo. Desde su posición en el centro de la línea del frente, tenía una buena vista de la marea humana que avanzaba. Sus guardias personales, cuyo número se había incrementado a doce para esta batalla, estaban situados en semicírculo tras él. El general había insistido en que no le obstruyeran la visión del campo de batalla.

Durante un instante espantoso, Kith-Kanan imaginó el hundimiento de las filas elfas, la horda humana avanzando arrolladora a través de las planicies y de los bosques que había detrás, como un enjambre de insectos. Las frías garras del miedo lo hicieron estremecerse, pero entonces el curso de los acontecimientos atrajo y captó su atención.

Llego la primera fuerza de choque bajo la forma de dos mil hombres equipados con espadas, blandiendo escudos y aullando como posesos. Vestidos con jubones de cuero grueso, corrieron, adelantándose a sus camaradas equipados con armaduras, en dirección al grupo compacto formado por los piqueros elfos situados en el centro de las líneas de Kith-Kanan.

El choque de los espadachines contra las picas fue una escena horrible. Las afiladas puntas metálicas atravesaron el cuero con facilidad cuando veintenas de humanos se empalaron a sí mismos por el ímpetu de la carga. Un clamor se alzó entre los Montaraces cuando los espadachines sobrevivientes dieron media vuelta para huir, dejando tras de sí alrededor de una cuarta parte de los suyos retorciéndose y gimiendo en el suelo, a los pies de los elfos que los habían herido.

Ahora la atención se centró en la parte izquierda, por donde los arqueros humanos avanzaban y disparaban contra una parte desprotegida de las líneas de Montaraces. Los arqueros de Kith dispararon a su vez, enviando una lluvia mortífera sobre los hombres atacantes. Pero las flechas humanas también hicieron dianas en las apretadas filas defensoras, y la sangre elfa corrió en abundancia sobre la hierba pisoteada.

Kith azuzó a Kijo en dirección a los arqueros, siguiendo con la mirada las andanadas de flechas que se alzaban en el aire para después descender tras trazar un arco. Los humanos continuaron avanzando, y los elfos se mantuvieron firmes en sus puestos. El general apremió a su montura para que galopara más rápido, ya que presentía la inminencia del choque.

Entonces, la acometida de los humanos vaciló y perdió velocidad. Kith-Kanan vio a Parnigar, de pie junto a los arqueros.

—¡Ahora! —gritó el sargento mayor mientras señalaba a un pelotón de elfos que estaba a su lado. Estos elfos, sólo unas cuantas docenas, llevaban espadas a los costados, pero ninguna otra arma en las manos. Fueron esas manos vacías lo que levantaron, con los dedos extendidos hacia los humanos atacantes.

Un brillante estallido de luz hizo parpadear a Kith-Kanan. Proyectiles mágicos que liberaban chisporroteantes descargas de poder salieron disparados del pelotón de Parnigar. Toda una línea de humanos se desplomó en una muerte tan repentina que sus compañeros de las filas posteriores tropezaron con sus cadáveres y cayeron al suelo. De nuevo surgió un estallido de luz, y otra descarga mágica alcanzó a los humanos.

Algunos de los heridos chillaban, clamando a sus dioses o a sus madres. Otros retrocedían trastabillando, aterrados por el ataque mágico. Toda una compañía que iba tras la formación diezmada se frenó en seco y luego dio media vuelta para huir. Un instante después, la tropa de arqueros humanos retrocedió en tropel, perseguida por otra andanada de certeras flechas elfas.

A pesar del fracaso del ataque, Kith presintió una crisis a su izquierda. Una tropa de caballería humana, tres mil caballos resoplantes montados por lanceros equipados con armaduras, avanzaba con estruendo a través de la niebla, que se disipaba con rapidez. La velocidad y el ímpetu de la carga hacía que los ataques previos parecieran ejercicios de práctica en un campo de entrenamiento.

Frente a la caballería aguardaba una tropa de elfos con espadas y escudos, presa fácil para los arrolladores jinetes. A la derecha y a la izquierda, las afiladas estacas ofrecían una sólida resistencia contra el ataque de la caballería, pero la brecha en las líneas tenía que cubrirse con tropas, y ahora estos elfos se enfrentaban a la muerte.

—¡Arqueros, cubridlos! —gritó Kith mientras Kijo corría entre las filas. Las compañías de arqueros elfos se volvieron hacia la dirección marcada y dispararon sus proyectiles. Pero, pese a que hicieron blanco en algunos jinetes, la carga continuaba imparable.

—¡Retroceded! ¡Cubríos tras los árboles! —gritó el general a los capitanes de las compañías de espadachines, pues no quedaba otra opción.

Kith se maldijo, frustrado, al comprender que el general humano lo había obligado a utilizar las picas contra la carga inicial de infantería, y, ahora que venían los caballos, sus compañías de piqueros, la única defensa sólida contra un ataque de caballería, no estaban en la posición donde era necesaria su presencia.

Entonces se quedó mirando fijamente, boquiabierto. Al caer otra andanada de flechas sobre los jinetes, éstos volvieron grupas bruscamente y se alejaron de la posición elfa antes de que los defensores tuvieran tiempo de seguir la orden de retirada dada por Kith. Los atónitos espadachines elfos vieron huir a caballos y jinetes, perseguidos por una irregular lluvia de flechas. Los defensores elfos estaban pasmados, sin comprender el giro fortuito de los acontecimientos.

Una vocecilla interior le susurró una advertencia a Kith-Kanan. Esto tenía que ser una artimaña, se dijo el general elfo para sus adentros. Ciertamente, las andanadas de flechas no habían sido lo bastante mortíferas y copiosas para detener una carga sobrecogedora. Menos de cincuenta jinetes, y no más de dos docenas de caballos, yacían en el campo de batalla. Sus exploradores le habían dado detallados informes acerca del número de la caballería humana. Aunque no había tenido ocasión de comprobarlo, sospechaba que solo habían visto a la mitad de esa fuerza.

—Nuestros hombres se repliegan, como ordenaste —informó Suzine, los ojos prendidos en las violentas imágenes del espejo. El cristal descansaba en una mesa, a la que ella estaba sentada; mujer, mesa y espejo, todo encerrado en una reducida cubierta de lona a fin de resguardar el crucial artilugio escrutador mágico de la luz diurna. Suzine no perdía de vista ni un momento al general elfo, montado erguido y orgulloso en la silla, como un perfecto guerrero de la Casa Real.

Detrás de ella, paseando con tensa excitación, el general Giarno miró sobre su hombro.

—¡Excelente! ¿Y los elfos? ¿Ves qué hacen?

—Siguen en sus posiciones, mi señor.

—¿Qué? —La voz del general Giarno retumbó violenta contra ella, saturando el pequeño refugio de lona donde observaban la batalla—. ¡Te equivocas! ¡Deben atacar!

Suzine se encogió sobre sí misma. La imagen del espejo —un panorama de largas filas de soldados elfos que mantenían sus posiciones, sin caer en el señuelo de perseguir a los humanos en retirada— vaciló ligeramente.

Sintió la explosión de cólera del general, y entonces la imagen se desvaneció. La mujer sólo vio su propio reflejo y el del espantoso semblante del hombre que estaba detrás de ella.

—¡Mi señor! ¡Ataquémoslos ahora, mientras retroceden y están desorganizados!

Kith se volvió y vio a Kencathedrus a su lado. Su antiguo instructor montaba una briosa yegua, y su rostro ya no mostraba las huellas del cansancio por la marcha desde Silvanost. En cambio, los ojos del guerrero llameaban, y su puño enfundado en guantelete se cerraba con firmeza sobre la empuñadura de la espada.

—Tiene que ser una artimaña —replicó Kith—. ¡No es posible que los hayamos rechazado con tanta facilidad!

—Por todos los dioses, Kith-Kanan… ¡son humanos! ¡Esa escoria cobarde huye hasta de un ruido fuerte! ¡Vayamos tras ellos y destruyámoslos!

—¡No! —La voz de Kith era categórica, llena de autoridad, y el semblante de Kencathedrus palideció de frustración—. No nos enfrentamos a un general corriente —continuó Kith, sintiendo que debía una explicación al hombre que le había ceñido su primera espada—. No ha dejado de sorprenderme hasta el momento, y sé que sólo hemos visto una parte de su ejército.

—¡Pero si los dejamos huir escaparán! ¡Debemos perseguirlos! —insistió Kencathedrus, sin poder contenerse.

—La respuesta es no. Si escapan, que así sea. Pero si su intención es hacernos abandonar nuestra posición para emboscarnos, no lo conseguirán.

Un nuevo clamor se levantó atronador en los campos, delante de ellos, y aparecieron más humanos, equipados con toda clase de armas, corriendo en dirección a los elfos. Grandes compañías de arqueros dispusieron sus proyectiles en tanto que otros hombres, blandiendo hachas, alzaban las pesadas armas sobre sus cabezas. Los piqueros cargaron con las relucientes puntas extendidas hacia el enemigo, y los espadachines golpeaban sus espadas contra los escudos mientras avanzaban a un paso firme y regular.

Kencathedrus, impresionado por la nueva exhibición de la fuerza y vigor humanos, miró al general con respeto.

—¿Lo sabíais? —preguntó maravillado.

Kith-Kanan se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—No. Simplemente lo sospeché. Quizá porque he tenido un buen instructor.

El elfo mayor gruñó, apreciando el comentario pero enfadado consigo mismo. Ciertamente, ambos se daban cuenta de que, si los elfos hubieran avanzado cuando Kencathedrus quería hacerlo, habrían sido arrollados rápidamente al estar en una posición tan vulnerable en campo abierto.

Kencathedrus se reunió con su compañía de reserva, y Kith-Kanan se sumergió en la lucha. Millares de humanos y elfos chocaron a lo largo de las líneas, y centenares murieron. Las armas se quebraban contra los escudos, y los huesos se rompían bajo las cuchillas. La larga mañana dio paso a la tarde, pero el discurrir del tiempo no significaba nada para los desesperados combatientes, para quienes cada momento podía ser el último de su vida.

El flujo del curso de la batalla se alternaba a favor de uno u otro ejército. Compañías de humanos se daban media vuelta y huían, muchas de ellas antes incluso de que sus filas lanzadas al ataque alcanzaran la posición de los resueltos elfos. Otras se abrían paso entre los defensores a golpe de espada, y, de vez en cuando, una compañía de elfos cedía. Entonces los humanos entraban en tropel por la brecha como un aluvión, pero Kith-Kanan siempre se encontraba allí, arremetiendo con su espada ensangrentada, apremiando a sus lanceros elfos para que cubrieran la brecha.

Oleada tras oleada de humanos se lanzaban como locos a través del campo pisoteado, arrojándose contra los elfos como si intentaran aplastarlos con el solo ímpetu de su carga. Tan pronto como una compañía se derrumbaba o un regimiento retrocedía, agotado y desmoralizado, otra oleada se lanzaba al ataque para ocupar su lugar.

Los Montaraces combatieron hasta que el agotamiento más absoluto se apoderó de todos y cada uno de los guerreros, y después continuaron luchando un poco más. Sus compañías, pequeñas y de rápido desplazamiento, se agrupaban para formar líneas sólidas, cambiaban de posición para frustrar cada nueva carga, y corrían hacia uno u otro lado para cubrir las brechas dejadas por sus camaradas caídos o desalojados a la fuerza. En todo momento, cada vez que flaqueaban las líneas, los soldados estaban respaldados por la caballería elfa, que se lanzaba a galope contra la acometida enemiga y obligaba a los atacantes a retroceder en desorden.

Aquellos quinientos jinetes se las ingeniaron para cerrar cada brecha abierta. Para cuando las sombras de la tarde empezaron a alargarse, Kith advirtió que las acometidas humanas aflojaban. Una compañía de espadachines retrocedió a trompicones y, por una vez, no hubo una formación de refresco que ocupara su puesto en el ataque. El estrépito del combate pareció apagarse un poco, y entonces Kith vio a otra formación —un grupo de hombres armados con hachas— dar media vuelta y alejarse fatigosamente de la batalla. Más y más humanos interrumpieron sus ataques, y pronto los grandes regimientos de Ergoth cruzaban en tropel el campo de batalla, de regreso a sus propias líneas.

Kith se hundió en su silla, cansado, observando con desconfianza a los soldados que se batían en retirada. ¿Se había terminado? ¿Los Montaraces habían vencido? Miró el sol; por lo menos quedaban cuatro horas de luz. Los humanos no correrían el riesgo de tener un enfrentamiento durante la noche, estaba seguro. La visión nocturna elfa era una evidencia más que demostraba la superioridad de la raza más antigua sobre la otra de vida tan efímera. Con todo, la hora no era la razón por la que los humanos se retiraban; no cuando habían estado presionando con tanta contundencia a todo lo largo del frente.

Un agotado Parnigar se acercó a pie. Kith había visto que su caballo había caído derribado en pleno apogeo de la batalla. El general reconoció a su capitán por su forma desgarbada de caminar, ya que el rostro y las ropas de Parnigar estaban cubiertos de lodo y sangre de los enemigos aniquilados.

—Los hemos rechazado, señor —informó, su semblante arrugado con una sonrisa incrédula. Pero de inmediato frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero hay trescientas o cuatrocientas bajas. La victoria ha tenido su precio.

Kith miró a las filas de sus Montaraces, exhaustos pero firmes. Los piqueros sostenían altas sus armas, los arqueros tenían preparados sus arcos, en tanto que los que manejaban espadas afilaban las hojas aprovechando estos momentos de respiro. Las tropas seguían desplegadas en formación, como si acabaran de incorporarse a la batalla, frescas e indemnes; pero su número era inferior ahora. Colocadas en ordenadas hileras detrás de cada compañía y cubiertas con mantas, yacían figuras inmóviles, silenciosas.

«Al menos los muertos pueden descansar, pensó Kith, que sentía su propio agotamiento. Volvió la vista de nuevo hacia los humanos, observando que todavía huían en desorden. Muchos de ellos habían alcanzado la linde del bosque y desaparecían tras el refugio de la espesura.

—¡Mi señor, mi señor! Ahora es el momento. ¡Sin duda os dais cuenta de que es así!

Kith se volvió y vio a Kencathedrus que galopaba hacia él. El veterano elfo sofrenó su montura junto al general y señaló a los humanos que huían.

—Puede que tengas razón —tuvo que reconocer Kith-Kanan. Vio los cinco mil elfos de Silvanost agrupados en ordenadas filas, preparados para avanzar en el momento en que les diera la orden. Ésta constituía la oportunidad de dar un golpe de gracia que podría enviar al enemigo tambaleándose todo el camino de regreso a Caergoth.

—¡Deprisa, mi señor, se están alejando! —Impaciente, con las grises cejas fruncidas, Kencathedrus señalaba a los astrosos humanos que corrían en pequeños grupos, como ovejas, hacia el refugio de los bosques.

—¡Está bien, id tras ellos! ¡Pero vigilad bien los flancos!

—¡Ahora deben venir tras nosotros!

El general Giarno estaba montado en su caballo, que corcoveaba y sacudía la cabeza entre las filas de los humanos en retirada, muchos de los cuales sangraban y cojeaban, apoyados en los hombros de sus camaradas más fuertes. Ciertamente, el ejército de Ergoth había pagado un espantoso precio por los continuos ataques a lo largo del día, todos los cuales eran meros preliminares de su plan real de batalla.

El general no hizo el menor caso de los humanos que sufrían a su alrededor. En cambio, sus ojos oscuros se clavaban con una mirada malevolente en las posiciones elfas, al otro extremo del embarrado terreno abierto. Todavía ningún movimiento; pero tenían que avanzar. Lo sabía con una certeza que llenaba su negro corazón de un ansia anticipada por el derramamiento de sangre.

Por un instante, echó un penetrante vistazo a la retaguardia, hacia la pequeña tienda que cobijaba a Suzine y a su espejo. ¡Que los dioses maldijeran a esa zorra! ¿Cómo podían fallarle sus poderes en pleno apogeo de la batalla? ¿Por qué ahora, hoy, precisamente?

Su frente se frunció en un gesto receloso, pero ahora no tenía tiempo de plantearse la posible deslealtad de su amante. La mujer había sido un valioso instrumento, y lamentaría que ese instrumento no estuviera ya a su disposición.

Quizá, como afirmaba, la tensión del conflicto había resultado demasiado intensa, demasiado abrumadora para poder concentrarse. O quizá la presencia coercitiva del general la había asustado. De hecho, el general Giarno deseaba asustarla, del mismo modo que quería asustar a todos cuantos estaban a su mando. Sin embargo, si ese temor había sido suficiente para alterar sus poderes de concentración, entonces la utilidad de Suzine podía estar seriamente limitada.

No importaba; al menos, por el momento. La batalla podía ganarse todavía por la fuerza de las armas. La clave estaba en hacer que los elfos creyeran que los humanos habían sido derrotados.

El pulso del general Giarno se aceleró al ver movimiento al otro lado del campo de batalla.

—¡Elfos de Silvanost, adelante! —El capitán ya había dado la espalda a su general. Las compañías de reserva se pusieron en marcha a paso rápido, pasando por los huecos entre las barreras de estacas del frente elfo. Las compañías de los Montaraces, castigadas y agotadas, se apartaron para dejar paso a sus compañeros, cuyas relucientes puntas de lanza y brillantes armaduras resaltaban en un fuerte contraste con el terreno embarrado y ensangrentado. Los exhaustos Montaraces lanzaron calurosos vítores cuando Kencathedrus condujo sus tropas al ataque.

—¡A paso ligero… carguen! —Su caballo corcoveando anhelante, Kencathedrus blandió la espada instando a sus fuerzas al ataque. Las tropas no necesitaban que las incitara; durante todo el día habían visto a sus compatriotas morir a manos de estos rapaces salvajes, y ahora se les presentaba la oportunidad de vengarse.

Los despavoridos humanos arrojaron armas, escudos, yelmos… cualquier cosa voluminosa o pesada que fuera un estorbo en su huida desesperada. Se dispersaron para escapar de los elfos lanzados al ataque, corriendo hacia el refugio de cualquier arboleda o densa maleza.

Los guerreros de Silvanost, disciplinados incluso en su constante avance, mantuvieron la formación de líneas cerradas. Se apartaron al encontrar obstáculos, en tanto que varios de los suyos, armados con espadas cortas, se metían presurosos entre los árboles y acababan rápidamente con los desventurados humanos que habían buscado refugio allí.

Pero, aun así, era evidente que la mayoría de las tropas derrotadas escaparía, tan veloz era su huida. Las filas cerradas de los elfos no lograban mantener su paso; por fin, Kencathedrus dio orden para que su compañía frenara la marcha a paso rápido, permitiendo que los soldados recuperaran el aliento mientras se aproximaban a la primera extensión grande de árboles.

—Arqueros, adelantaos y cubrid los flancos. —Kith-Kanan no sabía por qué había dado la orden, pero de pronto vio la posición tan vulnerable en la que se encontraban los cinco mil elfos, en caso de que les hubiesen tendido una emboscada. Kencathedrus y su regimiento ya habían avanzado quinientos metros por delante del grueso del ejército, en tanto que los humanos que huían parecían desaparecer como por encanto delante de sus narices.

Dos compañías elfas —sus arqueros más diestros— formadas por unos mil hombres cada una avanzaron a paso ligero.

—¡Piqueros, al centro, rápido!

Kith-Kanan hizo avanzar otra unidad más, ésta formada por sus más fieros veteranos, armados con sus mortíferas picas de cuatro metros y medio de largo y afiladas puntas de acero. También avanzaron a paso ligero, cubriendo en parte el hueco entre las dos compañías de arqueros.

—¡Jinetes, conmigo! —La tercera orden atrajo a la orgullosa caballería elfa galopando atronadoramente hacia su general. Kith-Kanan tenía la sensación de que Kencathedrus y su compañía corrían un peligro terrible. Tenían que alcanzarlos y respaldarlos.

Flanqueado por su guardia personal, el general condujo a sus jinetes a través de las líneas y en un amplio giro hacia la derecha de la compañía de Kencathedrus. Los arqueros llevaban preparadas sus armas. Los piqueros corrían en pos de ellos. ¿Había hecho todo lo posible para proteger el avance?, se preguntó Kith-Kanan.

El príncipe notó algo en el aire mientras la tarde avanzada parecía volverse más siniestra a su alrededor. Escuchó con atención; su mirada recorrió escrutadora la línea de árboles que se alzaba al otro extremo del campo, de izquierda a derecha, hasta donde alcanzaba la vista.

Nada.

Ahora, sin embargo, algunos de sus hombres notaban lo mismo: ese presentimiento indefinible de algo terrible, espantoso e inexorable. Los guerreros manoseaban sus armas con nerviosismo; los caballos se movían inquietos, sacudiéndose el cansancio de muchas horas de lucha.

Entonces una especie de trueno retumbó en el aire; empezó como un apagado tamborileo creciente, pero en la mente de Kith-Kanan sonó como una explosión ensordecedora en cuestión de segundos.

—¡Tocad a retirada! —gritó a los trompetas mientras miraba a su izquierda y luego a su derecha. ¿Dónde estaban, por todos los dioses?

Los vio aparecer, como una oleada de hierba marchita en el horizonte, a ambos lados: miles y miles de humanos montados a caballo, lanzados a galope a través de los grupos aislados de árboles y por la pradera abierta, aproximándose con la rapidez del viento.

Sonó el toque de trompetas, y Kith vio que Kencathedrus ya se había dado cuenta de la trampa. Los elfos de Silvanost se replegaban hacia las líneas de los Montaraces con rapidez. Pero todos los que presenciaban la escena vieron que ya era demasiado tarde.

Los arqueros y piqueros avanzaron desesperados para ayudar a sus compatriotas. Lanzaron una lluvia de flechas sobre la caballería de los humanos, en tanto que las largas picas se alzaban delante de los arqueros, protegiéndolos de la carga.

Pero los elfos de Silvanost no tenían tal protección. La caballería se precipitó sobre ellos, y fila tras fila de infantería elfa cayó bajo los crueles cascos y el acero afilado e inclemente.

Los piqueros y arqueros retrocedieron lenta, cautelosamente, todavía haciendo trizas a la caballería con mortíferas flechas, derribando jinetes a cientos con cada andanada. Aun así, miles y miles de humanos cruzaban la planicie, haciendo una masacre en el regimiento aislado.

Kith-Kanan condujo a sus jinetes hacia el flanco que sufría la carga humana, sin parar mientes en que había diez o veinte humanos por cada uno de sus elfos. Con su propia espada despachó a un artero humano barbudo, derribándolo de la silla. Los caballos relinchaban y corcoveaban y, en cuestión de segundos, las dos compañías de caballería se mezclaron, cada humano o elfo luchando contra el enemigo que tenía más cerca.

Más sangre regó el ya empapado suelo. Kith vio a un lancero humano arrojar su arma ensangrentada directamente contra su corazón. Uno de sus leales guardias personales saltó de su silla y desvió el golpe, que habría sido sin duda fatal, parándolo con su propio cuerpo. Enardecido por el odio, Kith espoleó a Kijo y, con una brutal arremetida, decapitó al lancero. Echando sangre a chorros como un repulsivo surtidor, el cuerpo descabezado se desplomó de la silla y se perdió en el caos de la contienda antes de llegar al suelo.

Kith vio caer a otro de sus fieles guardias, esta vez a manos de un espadachín cuyo caballo se escabulló ágilmente. La lucha continuaba en un torbellino enloquecedor de imágenes de sangre, caballos que relinchaban, humanos y elfos agonizantes. Si se hubiese parado a pensarlo, Kith habría lamentado la orden que había traído hasta aquí a sus jinetes en ayuda de Kencathedrus. Ahora, al parecer, las dos unidades se enfrentaban a la aniquilación.

Kith-Kanan buscó desesperadamente alguna señal de los elfos de Silvanost. Los vio entre el mare magnum; dirigida por un sombrío Kencathedrus, la fuerza elfa de reserva se debatía para salir de la trampa mortal. Por fin rompieron las ordenadas filas y se lanzaron en una precipitada carrera a través de un mar de jinetes humanos hacia la seguridad de las líneas de los Montaraces.

Milagrosamente, muchos de ellos lo consiguieron. Gatearon entre la densa barrera de picas hacia los acogedores brazos de sus camaradas, en tanto que la caballería lanzada a la carga les iba pisando los talones. A docenas, a veintenas y a centenares, llegaban a trompicones, cojeando, y se zambullían entre las picas hacia la seguridad de sus líneas, hasta que unos dos mil, entre ellos Kencathedrus, consiguieron salir del cerco. El capitán probó a lanzarse de nuevo a la reyerta en un intento, condenado de antemano al fracaso, de salvar a más de sus hombres, pero se lo impidieron dos sargentos mayores, reteniéndolo a la fuerza.

También los arqueros se replegaron, y entonces sólo los jinetes quedaron atrapados en el campo de batalla. Grupos aislados de la caballería elfa se revolvían en el mar de jinetes humanos, abriéndose paso en dirección al refugio de sus líneas. Atrapado en medio de las fuerzas enemigas, se hallaba el propio Kith-Kanan.

El brazo con el que manejaba la espada le pesaba cada vez más, a medida que se apoderaba de él el agotamiento. La sangre de un corte en la frente le entraba en los ojos; había perdido el yelmo, al despojarlo de él el golpe del escudo de un humano. Sus leales guardias personales —los pocos que seguían con vida— luchaban a su alrededor, pero la perspectiva era sombría.

Los humanos retrocedieron, justo lo suficiente para eludir las espadas elfas. Kith-Kanan y un grupo de unas dos docenas de jinetes elfos se detuvieron, jadeando por el esfuerzo; estaban rodeados por un círculo de muerte: más de un millar de lanceros, espadachines y arqueros.

Con un gemido de desesperación, el príncipe arrojó su espada al suelo. El resto de los supervivientes siguieron su ejemplo de inmediato.

Con la llegada de la oscuridad los humanos dieron por fin la espalda a las líneas elfas. Kencathedrus y Parnigar sabían que sólo la caída de la noche había impedido que su posición sufriera un derrumbe total. También sabían que el agotado ejército tendría que retirarse ahora, antes incluso de que la oscuridad fuera completa.

Tendrían que buscar refugio en Sithelbec a primeras horas del día siguiente, antes de que la mortífera caballería humana les diera alcance en campo abierto. En caso contrario, todas las fuerzas de los Montaraces correrían la misma suerte que los inmolados elfos de Silvanost.

A juicio de los jefes elfos, el día no podía haber sido más desastroso. La desesperanza se cernió sobre ellos como una nube de tormenta cuando supieron la peor noticia de todas: Kith-Kanan, su general y el alma de los Montaraces, había desaparecido, posiblemente capturado, y más probablemente asesinado.

Las tropas se pusieron en marcha, gachas las cabezas y con pasos cansinos, en dirección a la seguridad —y al confinamiento— de Sithelbec.

En algún momento, después de la medianoche, empezó a llover, y el aguacero continuó a lo largo de toda la noche y del plomizo y monótono amanecer. El desmoralizado ejército llegó por fin a Sithelbec; las puertas se cerraron detrás del último Montaraz en algún momento alrededor del mediodía siguiente, de un día brumoso y gris.