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Esa noche, en el ejército de Ergoth

La espaciosa tienda estaba montada en el centro del vasto campamento. En el techo se marcaban tres picos, señalando los postes que dividían el alojamiento en tres estancias. Aunque las manchas acumuladas durante la campaña ensuciaban los costados, y unas costuras ponían de manifiesto que el techo había sido remendado, la estructura de lona incolora tenía un cierto aire importante, orgulloso, que la hacía sobresalir del resto de tiendas que se extendían a su alrededor hasta el horizonte.

El inmenso campamento no era una zona de concentración permanente, de manera que las hileras de tiendas estaban plantadas al azar, dondequiera que el accidentado terreno, entrecruzado por numerosas barrancas, lo permitía. Verdes pastizales, los terrenos de apacentamiento para veinte mil caballos, marcaban los límites del campamento. A medida que caía la noche, los alojamientos se difuminaron en grises hileras anónimas, a excepción de la tienda alta de tres picos.

El interior de la estructura tampoco podría confundirse nunca con el alojamiento de un soldado. Aquí, montones de colgaduras sedosas —de tonos marrones oscuros, dorados y el negro iridiscente que era tan popular entre los nobles ergothianos— cubrían los costados tapando la visión de las crudas realidades del otro lado de las paredes de lona.

Suzine des Quivalin estaba sentada en la tienda, examinando con intensidad un espejo que tenía ante sí. Su cabello cobrizo ya no se enroscaba en torno a la tiara de platino y diamantes; en cambio, iba recogido en un moño hueco y bajo, pero aun así le caía más de treinta centímetros por la espalda. Vestía una práctica falda de cuero, pero la blusa era de fina seda. Su piel estaba completamente limpia, cosa que la diferenciaba de todos los restantes miles de humanos.

De hecho, capitanes, sargentos y tropa por igual murmuraban quejosos por el trato favorable dado a la compañera del general: ¡agua caliente para bañarse! Una tienda lujosa. Y solo para transportar su equipaje eran necesarios diez valiosos caballos.

Con todo, ninguna de estas quejas llegaba a oídos del cabecilla. El general Giarno dirigía su ejército con destreza y determinación, pero era un hombre aterrador que no admitía controversia, ya fuera sobre sus tácticas o sobre las comodidades de su compañera. En consecuencia, los hombres tenían cuidado de hacer sus críticas en voz muy baja y muy en privado.

Suzine ocupaba un gran sillón, recubierto con blandos cojines de plumón, pero no sacaba partido de su comodidad; por el contrario, se sentaba al borde, y la tensión era evidente en su postura y en la profunda concentración de su rostro mientras examinaba el espejo que tenía delante.

Tenía la apariencia de un espejo normal, pero no reflejaba el rostro encantador de la dama; por el contrario, la imagen que la mujer contemplaba era una larga fila de soldados de infantería. Sus rostros eran barbilampiños, el cabello rubio, y llevaban largas picas o finas espadas plateadas.

Estaba observando el ejército de Kith-Kanan.

Durante unos momentos tocó el espejo, y su mirada recorrió la sinuosa columna atrás y adelante. Sus labios se movieron mientras contaba en silencio arcos largos, picas y caballos. Observó la formación de marcha de los elfos y reparó en la precisión con que las largas y fluidas columnas se movían a través de la planicie, guardando las distancias exactas entre unas y otras.

Su inspección alcanzó entonces la cabeza de la marcha y se detuvo allí. Estudió al que cabalgaba al frente del ejército; sabía que era Kith-Kanan, hermano gemelo del regente elfo.

Admiró su porte gallardo sobre la silla, el natural donaire al levantar la mano para hacer un gesto a sus batidores o llamar a un mensajero. Dos alas estrechas y altas adornaban su yelmo oscuro; su cota de malla parecía desgastada, y una gruesa capa de polvo la cubría. Aun así, era evidente su buena calidad y que él la llevaba con la fácil soltura con que muchos humanos llevarían una cómoda y suave túnica de algodón.

Suzine entreabrió los labios, sin advertir que el ritmo de su respiración se aceleraba de manera paulatina. La dama no escuchó que la solapa de la tienda se abría a sus espaldas, tan absorta estaba en la contemplación del apuesto guerrero elfo.

Entonces una sombra se proyectó sobre ella, y Suzine alzó la vista al tiempo que soltaba un grito de sobresalto. La imagen del espejo se desdibujó y en su lugar apareció el reflejo del rostro de la dama, crispado con una expresión mezcla de culpabilidad e indignación.

—¡Podrías anunciar tu presencia! —espetó al tiempo que se incorporaba para volverse hacia el hombre alto que había entrado.

—Soy el comandante en jefe. El general Giarno de Ergoth no necesita anunciar su presencia a nadie, salvo al propio emperador —repuso con tono calmado la figura vestida con armadura. Sus ojos, negros, se clavaron en los de la mujer y después fueron hacia el espejo.

Esos ojos del Pequeño General la asustaban… No había en ellos nada de infantil, y tenían algo de inhumanos. Oscuros y cavilosos, a veces relucían con un fuego interior alimentado por algo que escapaba a la comprensión de la mujer. Otras veces, sin embargo, se agrandaban, negros y vacíos. A Suzine le resultaba más atemorizante ese vacío desapasionado que su cólera.

De repente, Giarno gruñó entre dientes, y Suzine soltó un respingo de miedo. Habría retrocedido de no ser porque el tocador le cerraba la retirada. Por un instante tuvo la certeza de que iba a golpearla. No sería la primera vez. Pero entonces lo miró a los ojos y comprendió que, por el momento, estaba a salvo.

En lugar de una cólera violenta vio un ansia que, aunque temible, no presagiaba un golpe; por el contrario, indicaba la desesperada pasión de un deseo que nunca podría satisfacerse. Esa extraña ansiedad era una de las cosas que primero la habían atraído de él. Hubo un tiempo en que estaba segura de que podía aplacarla.

Ahora sabía a qué atenerse. La atracción que había sentido antaño por Giarno había languidecido, reemplazada en su mayor parte por el miedo, y ahora, cuando veía esa mirada en sus ojos, casi lo compadecía.

El general gruñó al tiempo que sacudía la cabeza con cansancio. Su cabello, corto y negro, estaba apelmazado por el sudor. Suzine sabía que había tenido el yelmo puesto hasta que entró en la tienda, y que se lo había quitado por deferencia a ella.

—Señora, necesito información y me tiene preocupado tu largo silencio. Dime, ¿qué has visto en tu espejo mágico?

—Lo siento, mi señor —repuso Suzine. Bajó los ojos y esperó que el leve rubor de sus mejillas pasara inadvertido. Respiró hondo para recobrar la compostura y explicó con un tono tajante y eficiente—: El ejército elfo avanza rápidamente. Más deprisa de lo que esperabas. Te saldrá al paso antes de que puedas marchar a Sithelbec.

Los ojos del general Giarno se estrecharon, pero su semblante no exteriorizó ninguna emoción.

—Ese comandante en jefe…, ¿cómo se llama?

—Kith-Kanan —facilitó Suzine.

—Sí. Parece un tipo avispado. Más que cualquier otro jefe militar humano al que me haya enfrentado. Habría apostado la paga de un año a que era incapaz de moverse con tanta rapidez.

—Marchan con celeridad y mantienen un buen paso incluso a través de los bosques.

—Y en los bosques tendrán que quedarse, porque, tan pronto como me enfrente a ellos, dominaré la planicie —bramó el general que, bruscamente, miró inquisitivo a Suzine—. ¿Qué se sabe de las otras dos unidades?

—Xalthan continúa detenido. El cañón de lava está atascado en las tierras bajas, y el general no parece inclinado a reanudar la marcha hasta que los gnomos lo desatoren.

El general resopló con burlón menosprecio.

—Justo lo que esperaba de ese necio —comentó—. ¿Y Barnet?

—La unidad central ha adoptado una formación defensiva, como si esperara un ataque. No se han movido desde ayer por la tarde.

—Fantástico. ¡El enemigo se dirige hacia mí y mis supuestos aliados remolonean! —Entre la negra barba del general Giarno asomó una mueca maliciosa—. ¡Cuando haya ganado esta batalla, el emperador no podrá menos de comprender quién es su mejor soldado! —Se volvió y empezó a pasear, hablando más para sí mismo que para la mujer—. ¡Nos lanzaremos contra él y lo aplastaremos ante Sithelbec! Se nos ha asegurado que los enanos no tomarán parte en la guerra y, sin ayuda, los elfos no tienen esperanza alguna de igualar el número de nuestras fuerzas. ¡La victoria será mía!

Se volvió de nuevo hacia ella, aquellos oscuros ojos llameando una vez más, y Suzine sintió otra clase de miedo: el miedo de la cierva que tiembla en presencia de las babeantes fauces del lobo. El general, dominado por la agitación, giró otra vez mientras golpeaba con el puño la palma de su otra mano.

Suzine echó una mirada de reojo al espejo, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando. La superficie estaba normal, reflejando únicamente las dos figuras que había en la tienda. En el espejo vio al general Giarno dirigirse hacia ella, y se volvió para situarse de cara al hombre, que puso las manos sobre sus hombros.

Sabía lo que quería, lo que ella, inevitablemente, tendría que darle. Su contacto fue breve y violento. La pasión de Giarno se descargó con una convulsión, como si ella fuera la válvula de escape de todas sus ansiedades. La experiencia la hizo sentirse humillada, con una sensación de suciedad que casi la llevó a la desesperación. Después, deseó alargar la mano y tapar el espejo, o romperlo o, al menos, volverlo boca abajo.

En cambio, ocultó sus sentimientos, como había aprendido a hacerlo, y muy bien, y se quedó tumbada, inmóvil, mientras Giarno se levantaba y se vestía, sin decir palabra. La miró una vez, y ella pensó que iba a hablarle.

A Suzine el corazón le palpitó desbocado. ¿Sabía Giarno lo que estaba pensando? Recordó de nuevo el rostro del espejo…, aquel rostro elfo. Pero el general Giarno se limitó a fruncir el entrecejo mientras permanecía de pie ante ella. Al cabo de unos instantes, giró sobre sus talones y salió a largas zancadas de la tienda. La mujer oyó el pataleo de su corcel afuera, y a continuación el trapaleo de los cascos cuando el general se alejó a galope.

Titubeante, Suzine regresó junto al espejo.