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Primavera (2214 a. C.)
El caballo cabrioleó nervioso a lo largo de la cima de la loma, manteniéndose dentro del protector follaje de la primera línea de árboles. Pinos gruesos, azul verdosos, rodeaban a la montura y a su jinete elfo por tres lados. Por fin, el semental, Kijo, se quedó quieto, permitiendo a Kith-Kanan atisbar a través de las aromáticas y húmedas ramas la vasta extensión de campo abierto que había más allá.
Cerca, dos de los Montaraces, la guardia personal de Kith, se mantenían alertas sobre sus sillas, con las espadas desenvainadas y ojo avizor. Los dos elfos también estaban nerviosos al ver que su cabecilla corría el riesgo de ponerse a descubierto y exponerse a la amenaza del valle.
¡Y no era poca la amenaza! La larga columna del ejército humano serpenteaba en la distancia, llegando hasta donde alcanzaba su penetrante vista elfa desde la ventajosa posición de la cima de la loma. La vanguardia del ejército, una compañía de lanceros protegidos con pesadas corazas y montados en robustos caballos de guerra, ya había pasado de largo.
Ahora, filas de soldados equipados con picas, a millares, avanzaban aproximadamente a kilómetro y medio de la inclinada ladera de la loma. Esta era la unidad central del inmenso ejército de Ergoth, que seguía la ruta más directa hacia Sithelbec y representaba la amenaza más inminente para los Montaraces. Kith-Kanan esbozó una sonrisa lúgubre e hizo que su caballo volviera grupas; Kijo se internó en el profundo refugio del bosque.
El jefe de los Montaraces sabía que sus fuerzas estaban preparadas para esto, la batalla inicial de la primera guerra de su país desde hacía cuatro siglos. Los elfos de la Protectoría no habían tenido que combatir para defender su país de una amenaza externa desde la Segunda Guerra de los Dragones.
El anillo que lucía en el dedo —el Anillo de Balif— se lo había dado su abuelo a Balif, y posteriormente le fue regalado a su padre como señal de la alianza entre kenders y elfos durante la Segunda Guerra de los Dragones. Ahora lo llevaba él, y se disponía a combatir por la nueva causa. Se preguntó cómo se llamaría esta guerra cuando Astinus tomara la pluma para relatarla en sus crónicas.
Aunque Kith-Kanan era joven considerando la longevidad de su raza —hacía sólo noventa y cuatro años que había nacido— sentía el peso de la larga tradición cabalgando en la silla con él. No se sentía impulsado por el odio hacia estos humanos, pero reconocía la amenaza que representaban. Si no se los detenía aquí, la mitad de Silvanesti sería engullida por la rapacidad de los colonos humanos, y los elfos quedarían confinados a un pequeño rincón del vasto territorio que había sido suyo.
Había que derrotar a los humanos. Esta era la misión de Kith-Kanan como cabecilla de los Montaraces: procurar que la nación élfica se alzara con la victoria.
Una figura apareció entre los árboles, y los guardias personales desenvainaron las espadas hasta que reconocieron al jinete.
—Sargento mayor Parnigar —saludó Kith-Kanan al veterano Montaraz, su ayudante de campo y explorador de mayor confianza. El sargento vestía armadura de cuero de color verde y marrón, y montaba un caballo de poca alzada, brioso y fuerte.
—Las compañías están en sus puestos, señor. La caballería, al otro lado de la loma; y detrás, mil soldados de Silvanost equipados con picas. —Parnigar, un guerrero veterano que había combatido en la Segunda Guerra de los Dragones, había ayudado a reclutar a los primeros Elfos Salvajes que se unieron al ejército de Kith-Kanan, y ahora presentaba un informe sobre estas fuerzas, dispuestas a morir por la causa—. Los arqueros kalanestis están bien escondidos y bien pertrechados. Sólo nos queda esperar que los humanos reaccionen como deseamos.
Parnigar parecía escéptico mientras hablaba, pero Kith supuso que era sólo el carácter del elfo, cauteloso por naturaleza. El rostro del sargento tenía la textura parda y apergaminada de un viejo mapa; sus fornidos brazos descansaban en la perilla de la silla con engañoso descuido. Sus verdes ojos no dejaban pasar por alto nada. Incluso mientras hablaba con su general, el sargento mayor recorría el horizonte con la mirada.
Parnigar iba repantingado en la silla, en una postura más propia de un humano que de un elfo. De hecho, el veterano se había casado con una humana años atrás, y en muchos aspectos parecía disfrutar con la compañía de esta raza de vida efímera. Hablaba con rapidez y se movía con una cierta agitación impaciente, características ambas que eran, sin duda, más peculiares de los humanos que de los elfos.
Con todo, Parnigar conocía bien sus raíces. Había servido en la Protectoría desde que aprendió a manejar una espada, y era uno de los Montaraces desde la creación del cuerpo. Era el guerrero más capacitado que Kith-Kanan conocía, y el general elfo se alegraba de tenerlo a su servicio.
—Los exploradores humanos han muerto en emboscadas —le dijo Kith-Kanan—. Es como si su ejército se hubiera quedado ciego. Casi es la hora. ¡Ven, cabalga conmigo!
El jefe de los Montaraces azuzó los flancos de Kijo, y el corcel partió a galope a través del bosque. El paso del caballo era tan ligero que parecía volar entre los troncos de los árboles, semejando casi una mancha borrosa. Parnigar cabalgaba detrás, con los dos infelices guardias espoleando a sus monturas en un esfuerzo vano por mantener el paso.
Durante varios minutos, la pareja cabalgó por el bosque a galope tendido; las agujas de los pinos azotaban los rostros de los jinetes, pero los cascos de los caballos se plantaban con segura precisión. Los árboles terminaron de manera repentina, dejando a la vista la amplia y ondulada cima de la loma. Allá abajo, a la derecha, marchaba la interminable columna del ejército humano.
Kith-Kanan azuzó otra vez a Kijo, y el semental salió disparado a descubierto, quedando a la vista de los humanos que se encontraban abajo. El plateado cabello del general elfo ondeaba tras él, reluciendo al sol, ya que el yelmo permanecía amarrado a la parte trasera de la silla. Mientras cabalgaba, levantó el puño enfundado en un guantelete de malla.
Ofrecía una gran estampa, cabalgando a lo largo de la cima de la loma, por encima de la ingente masa de enemigos. Al igual que su gemelo, Sithas, su rostro era atractivo y orgulloso, con pómulos prominentes y barbilla firme y afilada. Aunque de constitución esbelta, como todos los de su raza, su aventajada estatura se advertía incluso sentado en la silla de montar.
De inmediato, los cornetas de Silvanost se incorporaron con rapidez. Habían estado tumbados en la hierba que crecía en esta zona de la cima. Levantando al unísono las trompetas doradas, lanzaron un toque desafiante que se propagó por la ondulada pradera tendida a sus pies. Detrás de los cornetas, ocultos a los humanos por la cresta de la loma, los jinetes elfos subieron a sus monturas en tanto que los arqueros se arrodillaban entre la alta hierba, esperando la orden de entrar en acción.
La gran columna de humanos osciló como un gigantesco ciempiés desconcertado. Los hombres se volvieron para mirar boquiabiertos el espectáculo de banderas y estandartes que irrumpían repentinamente del bosque en un derroche de colores. El desorden se apoderó de la columna a medida que los hombres se dejaban dominar por el desconcierto y un incipiente temor.
Entonces se produjo un respingo colectivo en el ejército humano, pues la caballería elfa surgió súbitamente en lo alto de la loma formando una larga y ordenada hilera. Los caballos corcovearon, levantándose sobre las patas traseras, y se lanzaron a galope tendido en tanto que las banderas se desplegaban y las aceradas puntas de las lanzas brillaban delante de sus hocicos. Eran sólo quinientos, pero los humanos que los vieron juraron más tarde que habían sido atacados por millares de jinetes elfos.
La caballería elfa siguió acercándose, manteniendo la línea de formación con rigurosa precisión. En el valle, algunos humanos echaron a correr mientras que otros enarbolaban picas y espadas, dispuestos a entrar en batalla, e incluso ansiosos por hacerlo.
En la cabeza de la vasta columna humana, los jinetes de la numerosa tropa de lanceros hicieron girar sus caballos de guerra hacia el flanco. Con todo, se encontraban a tres kilómetros de distancia, y sus compañías no tardaron en perder cohesión al tener que rodear a otros regimientos de infantería que habían quedado atrapados entre ambas caballerías.
Los jinetes elfos galoparon hacia el centro de la columna, aplastando y haciendo temblar la tierra con el estruendo de los cascos. Entonces, a sesenta metros de su meta, se detuvieron. Los quinientos caballos giraron sobre sí mismos y, de la polvareda causada por la súbita maniobra, quinientas flechas salieron disparadas siguiendo una trayectoria en arco y después descendieron sobre la columna humana, como mortíferos halcones lanzándose sobre sus aterrorizadas presas.
Otra andanada se descargó sobre las filas de humanos y luego, inopinadamente, los jinetes elfos se retiraron y desaparecieron veloces tras la misma elevación desde la que habían cargado minutos antes.
En el mismo momento, los humanos comprendieron que se los iba a privar de la satisfacción de luchar, y un clamor de rabia se alzó de diez mil gargantas. Con las espadas en alto y los escudos dispuestos, los hombres salieron de la columna sin haber recibido orden de sus capitanes, y, entre maldiciones, persiguieron a los jinetes elfos. La enfurecida horda remontó la ladera en un caótico desorden, sin más cohesión que su cólera.
De improviso, sonó un toque de trompeta en la cima de la loma y filas de elfos vestidos con atuendos verdes aparecieron en la hierba delante de los humanos lanzados a la carga, como si hubiesen brotado del suelo.
Al punto, el cielo se oscurecía con una lluvia de flechas elfas. Las aceradas puntas relucían con la luz del sol mientras ascendían en arco sobre los humanos para después iniciar el inevitable descenso. Aun antes de que la primera andanada alcanzara su objetivo, una segunda se descargaba, tan segura e irresistible como granizo.
Las flechas cayeron en las filas humanas sin consideración de armadura, rango o rapidez. En cambio, la mortal lluvia se descargó sobre la multitud totalmente al azar, perforando yelmos y petos, y atravesando hombreras de cuero bien reforzadas. Se alzó un coro de chillidos y gritos de los heridos, en tanto que otros humanos se desplomaban silenciosamente, retorciéndose en muda agonía o yaciendo inmóviles en la hierba, enrojecida ahora por la sangre.
Las flechas se remontaron una y otra vez, y la horda fluctuó con cada oleada. Los cuerpos alfombraban el campo; algunos se arrastraban o se retorcían patéticamente buscando resguardo, sin que sus compañeros, en su irreflexiva y precipitada carrera, les hicieran el menor caso.
A medida que más y más iban muriendo, el miedo se cernió como un halo palpable sobre las cabezas de los humanos. Entonces, de dos en dos, de cinco en cinco, de diez en diez dieron media vuelta y regresaron corriendo hacia el resto de la columna. Por último se retiraron a cientos, descendiendo presurosos por la ladera, ahora embarrada, y perseguidos por el fuego de los proyectiles. Al mismo tiempo que desaparecían de la loma, otro tanto hicieron los arqueros elfos, que se retiraron a la carrera por detrás de la cresta de la elevación.
Por fin llegaron los lanceros humanos vitoreados por el resto del gran ejército. Un millar de audaces caballeros, enfundados de pies a cabeza en armaduras, azuzaron a sus caballos. Las grandes bestias se movían pesadamente, enterradas bajo las tintineantes piezas metálicas de las bardas. Una nube de vistosos estandartes ondeaba sobre la estruendosa horda.
Kith-Kanan, todavía a lomos de su orgulloso corcel, estudió a estos nuevos guerreros desde lo alto de la loma. La precaución, no el miedo, moderó sus esperanzas a medida que la imponente oleada de caballos, hombres y metal acortaba las distancias. Sabía que los caballeros eran la fuerza de ataque más letal del ejército.
Había hecho planes para esta contingencia, pero sólo el enfrentamiento real demostraría si los Montaraces estaban a la altura de las circunstancias. Por un instante, el valor de Kith-Kanan flaqueó, y el cabecilla elfo consideró la posibilidad de ordenar una rápida retirada del campo de batalla; una idea desastrosa, se reprochó de inmediato, pues su esperanza radicaba en la intrepidez y la resolución, no en darse a la fuga. Los caballeros se iban acercando, y Kith-Kanan hizo volver grupas a su corcel y galopó en pos de los arqueros.
Los grandes caballos de guerra remontaron la ladera inexorablemente, en dirección a la suave cresta tras la que jinetes y arqueros elfos habían desaparecido. No veían al enemigo, pero esperaban encontrar a los elfos justo al otro lado de la loma. Los caballeros azuzaron a sus monturas cuando alcanzaron la cima de la elevación y, lanzando gritos de desafío, se abalanzaron contra el enemigo con renovada velocidad. En su precipitación, rompieron la compacta formación, ansiosos por aplastar a los mortíferos arqueros y a la tropa ligera de lanceros elfos.
En cambio, se encontraron con una falange de infantería armada con picas, las relucientes puntas de acero de las armas de los Montaraces desplegadas como un erizado muro de muerte. Los piqueros elfos estaban colocados codo con codo en grandes formaciones cuadradas, puestos de cara al frente en todas direcciones. Tanto los jinetes como los arqueros se habían refugiado en el centro de estas formaciones, en tanto que tres filas de soldados con picas —una de rodillas, otra agachada, y otra de pie— sostenían sus armas afianzadas, augurando una muerte cierta a cualquier caballo lo bastante temerario para acercarse.
Los grandes caballos de guerra, presintiendo el peligro, corcovearon, cabriolearon y giraron desesperados para eludir las hileras de picas. Desgraciadamente para los jinetes, cada caballo, al volverse, se encontró con otro que efectuaba una contorsión similar. Muchas de las bestias cayeron al suelo, y aún más jinetes se vieron arrojados de las sillas por sus aterradas monturas. Se quedaron tumbados, tan sobrecargados por sus pesadas armaduras que ni siquiera eran capaces de ponerse de pie.
Las flechas salieron silbando desde las filas de los Montaraces; aunque los arcos cortos de los jinetes elfos resultaban ineficaces contra las armaduras de los caballeros, los arcos largos de la infantería, disparados a tan corta distancia, impulsaban las flechas de lengüetas a través de las piezas metálicas más gruesas. Aullidos de dolor y desesperación reemplazaron los gritos de guerra de los caballeros, y en cuestión de momentos la caballería al completo volvió grupas y retrocedió pesadamente por la cima de la loma, dejando tras de sí varias docenas de los suyos gimiendo en el suelo, casi a los pies de los piqueros elfos.
—¡Corred, bastardos! —El grito de Parnigar fue una exclamación jubilosa.
Kith-Kanan, que estaba junto al sargento mayor, se sentía tan exultante como su lugarteniente. ¡Habían contenido a los caballeros! ¡Habían desbaratado la carga!
Kith-Kanan y Parnigar observaron la retirada de los caballeros desde el centro del contingente más numeroso. El sargento mayor miró a su general mientras señalaba a los caballeros caídos. Algunos de estos infortunados hombres yacían inmóviles, inconscientes por el golpe recibido al salir despedidos de sus monturas, en tanto que otros hacían esfuerzos denodados por incorporarse, o se retorcían de dolor. Había más humanos tendidos en lo alto de la cuesta, con los cuerpos atravesados por flechas elfas.
—¿Doy la orden de rematarlos? —preguntó Parnigar, dispuesto a enviar a un grupo de hombres con espadas. Los sombríos ojos del guerrero centelleaban.
—No —repuso Kith-Kanan. Miró ceñudo a su sargento cuando éste arqueó las cejas—. Esta es la primera escaramuza de una gran guerra. No quiero que se diga que la iniciamos con una matanza.
—Pero… ¡Pero son caballeros! ¡La elite de su ejército! ¿Y si se restablecen y toman de nuevo las armas? Sin duda no querréis que carguen de nuevo contra nosotros. —Parnigar mantenía un tono de voz bajo, pero expuso sus argumentos con precisión.
—Tienes razón. La potencia combativa de los caballeros es temible. Si no hubiésemos estado preparados para su ataque, dudo que hubiésemos sido capaces de contenerlos. Aun así…
Kith-Kanan no sabía qué solución dar a la situación que se le había planteado; de repente, una idea hizo que su semblante se iluminara.
—Sí, envía a unos hombres con espadas, pero no para matar. Haz que cojan las armas de los caballeros caídos y todas las banderas, estandartes e insignias que puedan encontrar. Que regresen con todo ello, pero que dejen vivos a los humanos.
Parnigar asintió en silencio, satisfecho con la decisión de su general. Levantó una mano, y una fila de los hombres que manejaban picas se apartó para dejar paso al sargento mayor y a su montura. Tras seleccionar a un centenar de veteranos, se inició la tarea de despojar a los humanos de sus insignias, estandartes y armas.
Kith se volvió al notar movimiento a sus espaldas y vio que los piqueros se apartaban también por ese lado, en esta ocasión para dejar que entrara alguien en la formación: un desastrado jinete elfo montado en un caballo que echaba espumarajos y estaba cubierto de polvo. A pesar de la capa de suciedad que embadurnaba al jinete, Kith-Kanan reconoció un mechón de cabello blanco como la nieve.
—¡Mechón Blanco! Me alegro de verte. —Kith bajó de su caballo al tiempo que el kalanesti hacía otro tanto. El general estrechó la mano del jinete con afecto mientras buscaba en los ojos del Elfo Salvaje algo que le diera una idea de las noticias que traía.
Mechón Blanco se frotó con una mano el rostro cubierto de polvo, dejando al descubierto las líneas negras y blancas pintadas en la frente. Como era costumbre entre los Elfos Salvajes, llevaba las pinturas de guerra, borrosas ahora por el polvo tras su larga cabalgada. Explorador y mensajero de los Montaraces, había cabalgado cientos de kilómetros para informar sobre los movimientos del ejército humano.
Mechón Blanco saludó a Kith-Kanan con una leve inclinación de cabeza, en actitud deferente.
—El progreso de los humanos por el sur es muy lento —empezó—. Avanzan tan despacio que todavía no han cruzado la frontera con el territorio elfo.
La voz de Mechón Blanco rebosaba desdén; el mismo menosprecio que Kith ya le había oído utilizar al hablar de los elfos «civilizados» de la esplendorosa Silvanost. En realidad, los Elfos Salvajes kalanestis, en muchos casos, sentían poco aprecio por sus parientes de las ciudades; antipatía, ciertamente, que era reflejo del odio y el prejuicio que los elfos silvanestis sentían por cualquier raza que no fuera la suya.
—¿Alguna noticia de Thorbardin?
—Ninguna digna de crédito. —El kalanesti continuó con su informe, poniendo de manifiesto con su tono que catalogaba a los enanos como gentes merecedoras de poca confianza—. Prometen ayudarnos cuando los humanos hayan cometido una provocación que lo justifique, pero no lo creeré hasta que los vea tomar las armas y luchar.
—¿Por qué el ala sur del ejército ergothiano marcha con tanta lentitud? —Kith-Kanan, a través de sus exploradores, había seguido el avance de las tres grandes unidades del vasto ejército de Caergoth, cada una de las cuales superaba en número, con mucho, a toda su fuerza de Montaraces.
—Tienen dificultades con los gnomos —contestó Mechón Blanco—. Transportan con ellos alguna clase de maquina monstruosa, arrastrada por cien bueyes, que echa vapor y arroja humo. La sigue toda una caravana de carretas cargadas con carbón, que debe de ser el combustible de esa máquina.
—Tiene que ser algún tipo de arma, no cabe duda, pero ¿cuál? ¿Lo sabes? —Mechón Blanco sacudió la cabeza en un gesto de negación.
—Ahora está atascada en las tierras bajas, a unos cuantos kilómetros de la frontera. Tal vez la dejen atrás. Si no… —El kalanesti se encogió de hombros. Aquello no era más que otra idiotez del enemigo que él era incapaz de imaginar o predecir.
—Traes buenas noticias —comentó Kith con satisfacción. Se puso en jarras y miró hacia lo alto de la loma, donde Parnigar y sus soldados de infantería empezaban a regresar. Muchos agitaban los estandartes humanos capturados y sostenían en alto yelmos adornados con largas plumas. De vez en cuando, el general elfo veía a un humano desarmado escabullirse por detrás de la loma, temeroso todavía por su vida.
Kith-Kanan y los Montaraces acababan de dar un fuerte golpe a la unidad central del ejército humano. El general confiaba en que la confusión y frustración causadas por el ataque elfo sirviera para retrasar su marcha varios días. Las noticias de lo que ocurría en el sur eran alentadoras. Pasarían meses antes de que se produjera alguna amenaza por ese lado. Pero ¿y en el norte?
Su preocupación no desapareció mientras los Montaraces cambiaban la formación de combate por la de marcha, con rapidez. Pasarían por un terreno parcialmente boscoso, de manera que el ejército elfo avanzó en cinco anchas columnas irregulares. Siguieron rutas paralelas, con unos cuatrocientos metros de separación entre columna y columna. Así, de ser necesario, podían dejar atrás con facilidad cualquier tropa humana, ya fuera de infantería o caballería.
Kith-Kanan, junto con Parnigar y una compañía de jinetes, no se puso en marcha hasta el anochecer. Lo complació ver al ejército humano acampar en la escena del ataque. Por la mañana, supuso, enviarían numerosas patrullas de reconocimiento, ninguna de las cuales encontraría el menor rastro de los elfos.
Por fin, los últimos Montaraces, con Kith-Kanan a la cabeza, hicieron volver grupas a sus resistentes y veloces caballos hacia el oeste. Dejarían el campo en posesión de su enemigo, pero sería un enemigo un poco más desconcertado, un poco más asustado, que el día anterior.
Los jinetes elfos avanzaron con facilidad a lo largo de sendas boscosas a paso vivo, y a medio galope por los prados bañados en luz de luna. Fue mientras cruzaban uno de estos espacios abiertos cuando un movimiento al borde de la línea de árboles hizo que Kijo se parara en seco.
Un trío de jinetes se aproximó. Kith reconoció a los dos primeros como miembros de su guardia.
—Un mensajero, señor…, ¡del norte! —Los guardias se apartaron, y Kith-Kanan contempló espantado al tercer jinete.
El elfo iba desplomado sobre la silla como si estuviera más muerto que vivo. Al mirar hacia Kith-Kanan sus ojos parpadearon con una momentánea esperanza.
—Intentamos contenerlos, señor…, hostigarlos, como nos ordenasteis —informó el elfo de manera atropellada—. ¡El ala norte de los humanos entró en la planicie y la atacamos!
La voz del mensajero desmentía su aspecto debilitado; era tensa y firme, la voz de un hombre que dice la verdad y que desea desesperadamente ser creído. Sacudió la cabeza.
—Pero, por muy deprisa que nos desplazábamos, ellos eran aún más rápidos. ¡Nos atacaron, señor! ¡Acabaron con un centenar de elfos que habían acampado y obligaron a los kalanestis a retirarse y buscar refugio en el bosque! ¡Se mueven con un sigilo y una rapidez increíbles!
—Entonces ¿avanzan hacia el sur? —preguntó Kith-Kanan, que casi sabía la respuesta de antemano, pues comprendió de inmediato que el jefe del ala norte debía de ser un enemigo inusitadamente agresivo e ingenioso.
—¡Sí! ¡Más deprisa de lo que habría creído si no lo hubiese visto con mis propios ojos! Estos humanos cabalgan como el viento. Han cercado a todos los destacamentos septentrionales. Sólo yo he escapado. —La mirada del mensajero se prendió en la de Kith-Kanan, y el elfo habló con una intensidad que le salía del fondo del alma—. Pero eso no es lo peor, mi general ¡Ahora marchan hacia el este de la ruta por la que he venido, y puede que os hayan cortado el camino a Sithelbec!
—¡Imposible! —Kith-Kanan escupió literalmente la palabra. El fuerte, la ciudad de Sithelbec, era su cuartel general y su base de operaciones. Se encontraba muy en la retaguardia de la zona de batalla—. ¡No puede haber humanos a menos de ciento cincuenta kilómetros de allí! —Pero, de nuevo, miró al mensajero a los ojos y no tuvo más remedio que creer la terrible noticia. Su voz sonó lúgubre—: Muy bien. Nos han sorprendido y se han apoderado de uno de nuestros territorios fronterizos. Es hora de que los Montaraces lo recobren.