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Finales de invierno, Año del Cuervo (2214 a. C.)
El bosque se perdía en la distancia por todas partes, reconfortantemente inmenso, eterno e invariable. Esa extensión era el verdadero corazón, el símbolo más duradero, de la nación élfica de Silvanesti. Predominaban los altos pinos, con sus exuberantes agujas de un verde tan oscuro que casi eran negras, pero también crecían muchos sotos de robles, arces, álamos y abedules en parajes aislados, dando al bosque un carácter diverso y siempre cambiante.
Sólo desde una posición verdaderamente ventajosa —como desde la Torre de las Estrellas, elemento arquitectónico principal de Silvanost— podía apreciarse plenamente el panorama. Aquí era donde Sithas, Orador de las Estrellas y regente de Silvanesti, acudía para meditar y cavilar.
El cielo aparecía vasto y distante en lo alto, una cúpula de negrura cuajada de rutilantes puntos luminosos. Las lunas de Krynn no habían salido todavía, y ello hacía la belleza prístina de las estrellas más radiante, más imponente.
Durante largo rato, Sithas permaneció al borde del parapeto de la torre. Encontraba alivio en la contemplación de las estrellas, en los profundos y eternos bosques que se extendían más allá de la isla, más allá de la ciudad. Sithas sentía que la espesura era el verdadero símbolo de la supremacía de su pueblo. Al igual que los grandes troncos de los gigantes del bosque, la antigua y longeva raza elfa se alzaba por encima de las otras criaturas inferiores del mundo, que corrían precipitadamente de uno a otro lado y se escabullían.
Por último, el Orador de las Estrellas bajó la vista hacia la ciudad, y de inmediato la sensación de paz y esplendor que había experimentado se desvaneció. En cambio, su mente se enfocó en Silvanost, la antigua capital elfa, la urbe que albergaba su palacio y su trono.
El apagado canto de unas voces ebrias se alzó en el aire nocturno para incomodar sus oídos. La canción sonaba desentonada en la grave voz gutural de los enanos, como mofándose de su preocupación y consternación.
Aun así los enanos eran un mal necesario, admitió Sithas con un suspiro. La guerra con los humanos exigía unas negociaciones extremadamente cuidadosas con la poderosa Thorbardin, la plaza fuerte enana situada al sur de las tierras en disputa. Si la vasta y belicosa nación decidía apoyar a Ergoth o a Silvanesti, su poderío podía resultar decisivo.
Hubo un tiempo, un año atrás, en que el Orador de las Estrellas daba por hecho que los enanos estaban, indudablemente, de parte de los elfos. Sus negociaciones con el apreciado hylar, Dunbarth Cepo de Hierro, habían presentado un frente firme y unido contra la invasión humana. Sithas había supuesto que las tropas enanas se unirían pronto a las elfas en las planicies disputadas.
Sin embargo, hasta la fecha, el rey Hal-Waith de Thorbardin no había enviado un solo regimiento de combatientes enanos, ni tampoco había entregado al ejército de Kith-Kanan, cada vez más numeroso, ningún suministro de armas. Los cachazudos enanos no pensaban darse prisa en involucrarse en cualquier guerra precipitada.
En consecuencia, la presencia en Silvanost de una comisión diplomática enana era imprescindible. Y, ahora que la guerra había empezado, dichas comisiones requerían escoltas numerosas que, en el caso del recientemente llegado general Than-Kar, alcanzaba la cifra de mil enanos equipados con hachas.
Sithas se sorprendió a sí mismo al recordar con afecto al anterior embajador enano. Dunbarth Cepo de Hierro poseía toda la tosquedad habitual de su raza, pero también tenía sentido del humor y la habilidad de mantenerse en un segundo plano, rasgos que habían tranquilizado y agradado a Sithas.
Than-Kar no tenía ninguna de estas cualidades. El general, un teiwar de tez morena, era descortés por no decir beligerante. Impaciente y nada predispuesto a cooperar, el embajador parecía actuar, de hecho, como un freno para la comunicación.
Un ejemplo de ello era lo ocurrido con el mensajero que había llegado de Thorbardin hacia más de una semana. Este enano, tras un largo viaje de meses, debía de traer sin duda noticias importantes del rey. Sin embargo, Than-Kar no había dicho nada; ni siquiera había pedido audiencia con el Orador de las Estrellas. Esta era la razón por la que Sithas había programado para el día siguiente una entrevista y había requerido perentoriamente la presencia de Than-Kar en la reunión con el propósito de descubrir lo que el theiwar sabía.
Con un estado de ánimo tan sombrío como la noche, Sithas recorrió con la mirada los oscuros perfiles del Thon-Thalas, la anchurosa corriente que circundaba Silvanost y su isla. El agua corría tranquila, y el Orador pudo ver la luz de las estrellas reflejada en su superficie cristalina. Entonces la brisa se levantó de nuevo, velando la superficie con ondas y llevándose el canto de los enanos.
Mientras contemplaba el rio, un recuerdo desagradable e importuno acudió a la mente del Orador, una escena tan clara en todos sus detalles que resultaba dolorosa. Hacía de ello dos semanas o más, pero parecía que hubiese ocurrido esta misma mañana. Había tenido lugar cuando los regimientos recién reclutados partían hacia el oeste para unirse a las fuerzas de Kith-Kanan.
Las largas columnas de guerreros se alineaban en la ribera aguardando su turno para embarcar en el transbordador y cruzar a la otra orilla, desde donde iniciarían su larga marcha hacia las tierras en disputa, ochocientos kilómetros al oeste. Sus cinco mil lanzas, espadas y arcos largos resultaban un refuerzo importante para los Montaraces.
No obstante, por primera vez en la historia de Silvanesti, los elfos habían tenido que ser sobornados para que tomaran las armas por su Orador, su país. Una soldada de cien monedas de acero, pagadera al reclutamiento, fue ofrecida como incentivo. Ni siquiera esta medida había conseguido que los voluntarios acudieran en tropel, si bien, tras varias semanas de alistamiento, por fin se reclutaron regimientos de suficiente magnitud.
Y entonces tuvo lugar la escena en la ribera.
Hacía varios meses que la sacerdotisa Miritelisina había salido de la celda donde el padre de Sithas, Sithel, la había encerrado por el cargo de traición dos años antes. Matriarca del culto de Quenesti Pah, diosa benigna de la curación y la salud, Miritelisina había expresado sonoras objeciones a la guerra con los humanos. Había tenido la audacia de conducir a un grupo de mujeres elfas en una protesta escandalosa en contra del conflicto con Ergoth. Había sido una demostración repugnante, más propia de humanos que de elfos. A pesar de todo, la sacerdotisa había recibido el apoyo de un número sorprendentemente grande entre los ciudadanos de Silvanost que presenciaron la manifestación.
Sithas ordenó de inmediato que Miritelisina fuera encarcelada de nuevo, y sus guardias habían disuelto la concentración con enérgica eficiencia. Varias mujeres habían resultado heridas, una de ellas fatalmente. Al mismo tiempo, uno de los abarrotados transbordadores se volcó, y varios elfos recientemente reclutados se ahogaron. Total, que estos sucesos eran malos augurios.
Por lo menos, pensó el Orador, la declaración de guerra había hecho que los últimos humanos que quedaban en la ciudad se marcharan. Los patéticos refugiados de los conflictos en las planicies —muchos con cónyuges elfos— habían regresado a su tierra. Los que podían combatir se habían unido a los Montaraces, el ejército de Silvanesti, concentrado en torno a los miembros de la Protectoría. Los demás se habían refugiado en el amplio fuerte de Sithelbec. «¡Qué irónico —pensó Sithas— que los humanos con cónyuges elfos reciban asilo en un fuerte elfo, a salvo de los ataques del ejército humano!»
Sin embargo, por uno u otro motivo, la ciudad que Sithas amaba parecía estar escapándose más y más de su control.
Su mirada fue hacia el oeste y se detuvo en el horizonte; deseó poder ver más allá. Kith-Kanan se encontraba allí, en alguna parte, bajo este mismo cielo tachonado de estrellas. Puede que, incluso en este mismo momento, su hermano gemelo estuviera mirando hacia el este; al menos, Sithas quería creer que era así, que notaba algún contacto.
Por un instante, el Orador deseó que su padre viviera todavía. ¡Cómo echaba de menos la sabiduría de Sithel, su juicioso consejo y firme guía! ¿Habría sentido su padre alguna vez estas dudas, esta inseguridad? Tal idea le parecía imposible al hijo. Sithel había sido un pilar de fuerza y convicción. ¡Él no habría vacilado en su seguimiento de esta guerra, en la protección de la nación élfica contra la corrupción exterior!
La pureza de la raza elfa era un regalo de los dioses, con su longevidad y su serena majestuosidad. Ahora esa pureza estaba amenazada; por la sangre humana, indudablemente, pero también por ideas de mezcolanza, de comercio, de artesanía y de tolerancia social.
La nación se enfrentaba a un momento crucial en extremo. Sabía que en el oeste los matrimonios entre elfos y humanos habían empezado a producirse con preocupante frecuencia, dando vida a toda una raza bastarda de semielfos.
¡Por todos los dioses, era una abominación, una afrenta a los propios cielos! Sithas sintió agolpársele la sangre en la cara, y sus manos se crisparon. Si hubiese llevado una espada en ese momento, la habría blandido, tan grande era su deseo de luchar. Los elfos debían prevalecer… ¡prevalecerían!
De nuevo fue consciente de la distancia que lo separaba del conflicto, y ésta se abrió ante él como un abismo de frustración. Hasta el momento no había recibido noticia alguna de batallas, aunque sabía que hacía casi un mes que había dado comienzo la gran invasión. Su hermano le había informado sobre tres grandes columnas de humanos que avanzaban con determinación por las planicies. Sithas quería ir allí y combatir, contribuir con su fuerza a ganar la guerra. Faltó poco para que se dejara llevar por el impulso; inevitablemente, el sentido común acabó por imponerse.
En ocasiones, la guerra parecía tan lejana, tan inalcanzable… Otras veces, en cambio, la sentía próxima, aquí en Silvanost, en su palacio, en sus pensamientos…, en su propio dormitorio.
Su dormitorio. Sithas esbozó una sonrisa triste y sacudió la cabeza desconcertado. Pensó en Hermathya, en cómo unos meses antes sus sentimientos por ella habían rayado en el aborrecimiento.
Pero, con la llegada de la guerra, también se había producido un cambio en su esposa. Ahora lo apoyaba como jamás lo había hecho, manteniéndose a su lado cada día en contra de las quejas y la mezquindad de su pueblo… y también compartiendo su lecho todas las noches.
Oyó, o tal vez presintió, el suave roce de las sedas, y entonces ella apareció a su lado. Sithas respiró hondo; un sonido de contento y satisfacción. Los dos se encontraban a solas, ciento ochenta metros por encima de la ciudad, en lo alto de la Torre de las Estrellas y bajo la refulgente luz de sus tocayas.
La boca de la mujer, con sus labios llenos, tan inusuales en una elfa, se curvaba en un atisbo de sonrisa; una sonrisa pícara, secreta, que él encontró extrañamente seductora. Se arrimó a él y, posando una mano en su pecho, recostó la cabeza en su hombro.
Sithas olió su cabello, perfumado con la esencia de lilas, de un color tan brillante como el cobre. Su tersa piel brillaba con una luminiscencia lechosa, y sintió el roce de sus cálidos labios en el cuello. Una oleada de ardiente pasión le recorrió todo el cuerpo, atenuada sólo ligeramente cuando ella se apartó un poco y permaneció silenciosa a su lado.
Sithas pensó en su voluble esposa; qué agradable era que hubiese venido a él de esta manera, y qué poco corriente había sido un hecho así en el pasado. Hermathya era una mujer orgullosa y bella, acostumbrada a salirse con la suya. A veces Sithas se preguntaba si su esposa lamentaba su matrimonio, acordado por sus padres. Sabía que hubo un tiempo en que había sido amante de su hermano; de hecho, Kith-Kanan se había rebelado contra la autoridad de su padre y huyó de Silvanost cuando se anunció su compromiso con Sithas. ¿Se habría arrepentido alguna vez de haberlo elegido a él? ¿Hasta qué punto había influido en su decisión el ser en el futuro la esposa del Orador de las Estrellas? Sithas no lo sabía; quizá, de hecho, tenía miedo de preguntarle.
—¿Has visto ya a mi primo? —preguntó ella al cabo de unos minutos.
—¿A lord Quimant? Sí, vino a la Sala de Balif hoy. He de reconocer que entiende a fondo los problemas de la producción de armas. Sabe de minería, fundición y forja. Su ayuda es necesaria… y sería muy apreciada. No somos un país de maestros armeros, como los enanos.
—El Clan Hoja de Roble fabrica desde hace mucho tiempo las cuchillas elfas de mejor calidad —contestó Hermathya con orgullo—. Eso es algo conocido en todo Silvanesti.
—No es la calidad de las armas lo que me preocupa, querida, sino la cantidad. Nos hemos quedado muy atrás respecto a los humanos y los enanos. Hemos dejado vacía la armería a fin de equipar a los últimos regimientos que enviamos al oeste.
—Quimant te solucionará el problema, estoy segura. ¿Va a trasladarse a Silvanost?
La hacienda del Clan Hoja de Roble se encontraba al norte de la capital elfa, cerca de las minas donde se extraía el hierro necesario para sus pequeñas fundiciones. El clan, poder central detrás de la Casa de los Metales, era el principal productor de acero de alta calidad para armas del reino de Silvanesti. Ultimamente su influencia se había acrecentado, debido al necesario aumento de producción de armas ocasionado por la guerra. Los trabajadores de las minas eran esclavos, humanos y kalanestis en su mayoría, pero esto era una circunstancia que Sithas tenía que tolerar por la situación de emergencia que atravesaba la nación. Lord Quimant, hijo del tío mayor de Hermathya, había sido designado para actuar como portavoz y cabecilla del Clan Hoja de Roble, y sus servicios al estado eran muy importantes.
—Creo que sí. Le he ofrecido alojamiento en palacio, así como incentivos para el clan: derechos de extracción de minerales, suministros regulares de carbón… y trabajo.
—¡Sería maravilloso tener cerca a miembros de mi familia otra vez! —Hermathya levantó el tono de voz, alegre como una chiquilla—. A veces me siento muy sola, ahora que tú tienes que dedicar toda tu atención a la guerra.
Sithas deslizó la mano por la suave seda de su vestido, espalda abajo, acariciándola con sus fuertes dedos. Ella suspiró y ciñó más su abrazo.
—Bueno, quizá no toda tu atención —añadió, con una risa queda.
Sithas quería decirle qué gran consuelo había sido para él, lo mucho que había aliviado la carga de su cometido como dirigente de la nación élfica. Se maravillaba del cambio experimentado en su esposa, pero no dijo nada. Era su forma de ser, y quizá su punto débil.
Fue Hermathya la que rompió el silencio.
—Hay algo más que tengo que decirte…
—¿Buenas o malas noticias? —preguntó, con cierta curiosidad.
—Eso tendrás que juzgarlo por ti mismo, aunque creo que te complacerá.
Sithas se volvió para mirarla y la agarró por los hombros. La misma sonrisa secreta de antes asomaba de nuevo en sus labios.
—¿Bien? —demandó con fingida impaciencia— ¡No me tengas en ascuas toda la noche! ¡Dímelo!
—Tú y yo, gran Orador de las Estrellas, vamos a tener un hijo. Un heredero.
Sithas la miró pasmado, sin darse cuenta de que se había quedado boquiabierto, en una actitud poco digna, impropia de un elfo. La cabeza le daba vueltas, y un estallido de inmensa alegría desbordaba su corazón. Quería gritar su júbilo desde lo alto de la torre, que su voz resonara por toda la ciudad como un clamor eufórico.
Por un instante, se olvidó completamente de todo: la guerra, los enanos, la logística y las armas. Estrechó a su esposa contra sí y la besó. La tuvo abrazada mucho tiempo bajo la luz de las estrellas, sobre la ciudad que tanto lo había preocupado antes.
Pero, por ahora, se sentía en paz con el mundo.
Al día siguiente Than-Kar se reunió con Sithas, aunque el enano theiwar llegó con casi quince minutos de retraso de la hora señalada en la convocatoria del Orador.
Sithas lo esperaba impaciente, sentado en el gran trono esmeralda de sus antepasados, situado en el centro de la gran Sala de Audiencias. Esta vasta cámara ocupaba la base de la Torre de las Estrellas, con sus impresionantes paredes encumbrándose a una altura vertiginosa. Arriba, ciento ochenta metros sobre sus cabezas, el pináculo de la torre se abría al cielo.
Than-Kar entró en la sala pisando fuerte, a la cabeza de una guardia personal de doce soldados, casi como si esperara una emboscada. Dos veintenas de elfos de la Protectoría —la guardia real de Silvanesti— se pusieron firmes en torno al perímetro de la sala.
El theiwar se sonó la nariz ruidosamente, un gesto grosero que levantó ecos en la cámara, mientras se acercaba al Orador. Sithas estudió al enano, cuidándose de enmascarar el desagrado que le inspiraba.
Como todos los theiwars, los ojos de Than-Kar parecían tener una mirada demente, con las minúsculas pupilas rodeadas completamente de blanco. Sus labios se fruncían en una mueca perpetua de desdén y, a despecho de su rango como embajador, su barba y su cabello estaban desgreñados y sus ropas de cuero, sucias. ¡Qué distinto de Dunbarth Cepo de Hierro!
El theiwar hizo una somera reverencia y luego miró a Sithas con una expresión de hostilidad en sus ojillos, semejantes a cuentas.
—Hagamos esto breve —dijo el Orador fríamente—. Deseo saber qué noticias habéis recibido de vuestro rey. Ha tenido tiempo de contestar, y la pregunta que le hice no ha sido respondida oficialmente.
—De hecho, ayer estaba preparando mi respuesta por escrito cuando vuestro mensajero me interrumpió con esta convocatoria. Tuve que retrasar mi trabajo a fin de apresurarme para esta reunión.
Sí, Than-Kar tenía que haber actuado con prisa, pues saltaba a la vista que ni siquiera había tenido tiempo de peinarse o cambiarse la grasienta túnica, pensó Sithas. El Orador guardó silencio, aunque no le resultó fácil.
—No obstante, una vez que estoy aquí y ocupando el valioso tiempo del Orador, puedo resumir el mensaje que he recibido de Thorbardin.
—Hacedlo, por favor —pidió Sithas con aspereza.
—El Consejo Real de Thorbardin opina que, hasta la fecha, no hay motivo suficiente para apoyar los preparativos de guerra elfos en las planicies —anunció el enano sin andarse por las ramas.
—¿Qué? —Sithas se puso tenso, incapaz de mantener por más tiempo su actitud impasible—. ¡Eso es una contradicción de todo lo acordado en nuestras reuniones con Dunbarth! ¡Sin duda vuestro pueblo reconoce que la amenaza de los humanos va más allá de unos simples derechos de pastoreo en las planicies!
—No hay evidencia de que sean una amenaza a nuestros intereses.
—¿Que no son una amenaza? —lo interrumpió el elfo con brusquedad—. No conocéis bien a los humanos. Se extenderán y se adueñarán de todo cuanto puedan. Se apoderarán de nuestras planicies, de vuestras montañas, de los bosques… ¡de todo!
Than-Kar lo contempló con frialdad; aquellos ojos de mirada fija parecían brillar con regocijo. De pronto, Sithas comprendió que estaba perdiendo el tiempo con este arrogante theiwar. Se puso de pie, colérico, temiendo, por una parte, golpear al enano, y por otra deseando hacer eso precisamente. Con todo, conservaba todavía la suficiente dignidad y autocontrol para detener su mano. Al fin y a la postre, una guerra con los enanos era lo último que necesitaban justamente ahora.
—Esta entrevista ha terminado —dijo con tono cortante.
Than-Kar asintió en silencio —con engreimiento, en opinión de Sithas— y se volvió para conducir a su escolta fuera de la sala.
Sithas siguió al embajador enano con la mirada, todavía enfurecido. ¡No podía permitir, no permitiría, que esto fuera el punto muerto definitivo!
Pero ¿qué más podía hacer? No se le ocurrió ninguna idea que aliviara su opresivo estado de ánimo.