9

Recorrieron apresuradamente las calles de Tarsis, azotados por un viento helado. El cielo estaba todavía iluminado; el sol que se ponía relumbraba rojo por debajo de unas pocas nubes altas, pero las calles estaban sumidas en profundas sombras.

—Permanecimos demasiado tiempo en esa taberna —se quejó Aro de Carey—. Llegaremos tarde a palacio.

—Yo no estoy dispuesto a enfrentarme al Señor de Tarsis con el estómago vacío. Un par de pintas de cerveza hacen que su rostro amargado resulte más soportable.

—De todos modos, probablemente estaremos de plantón durante un par de horas en una antesala antes de que se digne recibirnos —protestó Quiebrahacha—. Así es como acostumbran comportarse estos nobles.

Ante su sorpresa, fueron conducidos a la presencia del Señor en cuanto cruzaron el umbral del palacio.

—Debería haber recordado —masculló Nistur en voz baja mientras los conducían por un largo pasillo—, que el Señor de Tarsis no es más que otro comerciante ascendido de categoría. Esas gentes dan mucha importancia a la puntualidad.

—Llegáis tarde —observó el noble en cuanto aparecieron.

—Vuestro servicio es arduo —repuso Nistur—. Nuestros esfuerzos en vuestro nombre nos han mantenido extraordinariamente ocupados.

—En ese caso debéis aprender a utilizar mejor vuestro tiempo —les reprendió el Señor—. ¿Qué tenéis que informar?

Con suma paciencia, Nistur relató la esencia de sus entrevistas con los bárbaros. El Señor de la ciudad escuchó su informe con bastante menos paciencia.

—¡Habéis malgastado todo el día! —exclamó cuando Nistur hubo finalizado.

—¿Perdonad? Era mi impresión que habíamos averiguado muchas cosas valiosas. —Nistur se sintió bastante molesto ante este rechazo de sus esfuerzos.

—¡Olvidad a los bárbaros! Aunque uno de ellos cometiera el asesinato, Kyaga jamás lo admitiría. Quiero que os concentréis en ciertos nobles de esta ciudad. Aquí tenéis una lista de sus nombres, junto con las ubicaciones de sus mansiones.

—¿Queréis decir, Señor —dijo Nistur—, que preferiríais que el asesino fuera un noble tarsiano?

—Debo ser justo e imparcial, al fin y al cabo —contestó el Señor.

—Si recuerdo bien lo que dijo el capitán Karst, éstos son todos miembros del Consejo de Estado —dijo Quiebrahacha, echando una ojeada a la lista por encima del hombro de su compañero.

—Es una lástima que deba sospechar de hombres tan distinguidos —repuso el Señor de Tarsis—, pero ellos fueron los que estuvieron en mayor contacto con los enviados. Los tuvieron como invitados en sus propias casas y les hicieron, por decirlo así, ciertas proposiciones. El consejero Rukh, especialmente, se mostró muy enérgico en sus esfuerzos.

—Debo entender, entonces —intervino Nistur—, ¿que no os apenaría que el consejero Rukh disfrutara de las poco compasivas atenciones de Kyaga Arco Vigoroso?

—¡No he dicho tal cosa!

—Desde luego que no. Bien, pues, si no hay nada más que nos retenga, iremos a sondear a estos consejeros.

—¡Traedme al asesino deprisa! —insistió el noble—. ¡El tiempo se acaba!

—Algo de lo que todos nos damos perfecta cuenta —replicó Nistur realizando una reverencia.

Fuera del palacio, en la gran plaza, conferenciaron con Aro de Carey.

—Viven en zonas de la ciudad que no he visitado demasiado —explicó—, pero puedo localizarlos a todos. Pero ¿qué significa todo esto? Yo hubiera pensado que estaría ansioso por cargarles el asesinato a los bárbaros.

—Creo comprender sus motivos —indicó el antiguo asesino.

—También yo —repuso Quiebrahacha—. Prefiere deshacerse de un rival antes que vérselas con un enemigo extranjero.

—Y si le entregamos a un consejero —añadió Nistur—, habrá obtenido ambos objetivos a la vez. Acabará con un rival y, tal vez, Kyaga se sentirá satisfecho y reanudará las negociaciones. En cualquier caso, habrá conseguido un poco de tiempo.

—Quizás —aventuró Aro de Carey—, no esperará que le facilitéis excesivas pruebas.

—Eso es lo más probable —convino Nistur.

Encontraron la residencia del consejero Rukh en una zona de la ciudad que había padecido duramente los efectos del Cataclismo. Su elegante mansión era de construcción relativamente reciente, ya que sus antepasados habían aprovechado la catástrofe para derruir todo un bloque de edificios dañados para dotar a la casa de hermosos jardines y zonas cubiertas de césped. Los jardines se hallaban en esos momentos marchitos y sin hojas, pero incluso en la desolación invernal se apreciaba su simetría.

En la puerta, Nistur levantó un macizo aro de bronce sujeto entre las fauces de un horrendo monstruo también de bronce y lo dejó caer. A los pocos minutos, un mayordomo abrió la imponente puerta, y los tres le mostraron sus sellos reales.

—Mi señor os estaba esperando —indicó el sirviente en un tono de total aburrimiento—. Seguidme.

Los condujo por un enorme y resonante vestíbulo hasta el interior de un salón mucho más pequeño, pero espacioso. La habitación estaba cubierta por solemnes retratos de nobles antepasados. Unos minutos más tarde el consejero se reunió con ellos.

—Soy el consejero Rukh del Consejo de Estado —anunció—. Por favor, sed breves. Tengo que ir a inspeccionar mi puerta y mi sección de la muralla.

Ante su sorpresa, Rukh iba vestido con armadura: un medio traje consistente en un peto al que iban sujetas placas para los muslos y protectores de rodillas, hombreras y brafoneras hasta los codos. Su máscara, en lugar de la habitual seda o terciopelo, estaba hecha de metal. Toda la armadura estaba profusamente tachonada y dorada; para unos ojos expertos resultaba claro que se trataba de una armadura de gala, pues el metal tan delgado se aplastaría al primer golpe de un arma auténtica. Probablemente, en el caso de tener lugar una batalla, el noble se colocaría una armadura de combate.

—Con vuestro permiso, Señor, no nos encontramos bajo ninguna restricción de tiempo, con excepción de la impuesta por Kyaga —le recordó Nistur.

—No digáis tonterías. La defensa de esta ciudad es más importante que el quisquilloso enfurruñamiento de un inmundo bárbaro. Haced vuestras preguntas.

—Señor —empezó Nistur—, ¿tuvisteis algún trato con el embajador nómada llamado Yalmuk Flecha Sangrienta?

—Así es. Además de las audiencias y los banquetes oficiales, lo recibí aquí en mi casa, junto con otros dos importantes caudillos: Guklak y Trituralanzas. Mis criados todavía siguen intentando eliminar el olor de los almohadones.

—¿Os dirigisteis a estos caudillos con ofertas de soborno, coacción o cualquier otra clase de cohecho?

—¡Desde luego que lo hice! ¿Qué creéis que es la diplomacia?

—No es mi especialidad, me temo —se disculpó Nistur—. Pero todas estas cosas son con frecuencia motivo de asesinato. ¿Tuvisteis alguna disputa desagradable con Yalmuk?

—Ninguna más allá de los desacuerdos corrientes con respecto a los méritos de nuestras respectivas naciones. —El consejero pasó una mano enguantada sobre una imaginaria mancha en una de las relucientes hombreras.

—¿Qué impresión os causó? —preguntó Quiebrahacha—. En cuanto a su lealtad, quiero decir.

—Se sentía resentido por la repentina ascensión de Kyaga entre los nómadas y no lo ocultaba precisamente. En conjunto, no obstante, me pareció leal. Creo que mis ofertas de riquezas y honores ejercieron poco efecto en él porque consideraba que muy pronto tendría todas esas cosas de todos modos. Estaba muy seguro de que Kyaga saldría victorioso. A propósito de ello, tengo que ocuparme de que esta conquista no se lleve a cabo, de modo que si queréis disculparme ahora…

—Sólo un instante más —se apresuró a decir Nistur, alzando una mano—. ¿Qué trato tuvisteis con los otros dos?

—Mis relaciones fueron las mismas con todos —replicó él, impaciente—. Guklak me rechazó enseguida. Daba la impresión de que su lealtad era inquebrantable. Trituralanzas es un imbécil corrupto y pareció más interesado que los otros, pero no se ha puesto en contacto conmigo. Sospecho que la muerte de Yalmuk lo ha puesto en guardia. Bien, ¿es eso todo?

—Por el momento —respondió Nistur.

—Excelente. —El consejero Rukh empezó a alejarse a grandes zancadas en dirección a la puerta. Un sirviente le colocó una capa de terciopelo negro sobre los metálicos hombros—. Buena suerte en vuestra búsqueda del asesino. —Se detuvo y se dio la vuelta—. Si yo estuviera en vuestro lugar, empezaría con el hombre cuyo sello lleváis. Mi senescal os acompañará a la puerta.

—Otro fiel siervo de la corona —suspiró Nistur cuando estuvieron fuera en la calle.

—Es un tipo curioso —indicó Quiebrahacha—. Me sorprendió que no quisieras interrogarlo más.

—Probablemente no le habríamos sacado nada, excepto la leve sospecha que intentó sembrar. Es un intrigante con una voluntad férrea, como el mismo Señor de Tarsis. Además… —Su voz se apagó en un abstraído silencio.

—Además ¿qué? —inquirió el mercenario.

—Creo que puede haber sido él quien me contrató para que te matara.

El siguiente nombre de la lista era el consejero Melkar, pero mientras dirigían sus pasos hacia su casa, un criado vestido de librea les salió al paso corriendo.

—Caballeros, sirvo al gran consejero Alban, y éste desea urgentemente vuestra presencia en su mansión.

—Está entre los últimos de la lista —indicó Nistur a los otros—. Sospecho que el Señor no lo considera una gran amenaza. Pero sería agradable hablar con alguien que en realidad desea hablar con nosotros.

—Estoy de acuerdo —convino Quiebrahacha, y se volvió hacia Aro de Carey—. Se supone que éste es el más rico de todos ellos, pero no robes nada mientras estemos allí.

—De todos modos, lo que esta gente posee por lo general es demasiado grande para transportarlo —repuso ella, encogiéndose de hombros.

Siguieron al criado a una mansión flanqueada por otras lujosas casas similares. Por muy rico que fuera, este noble no gastaba sus riquezas en terrenos magníficos. El sirviente abrió la puerta y los condujo a través de una casa repleta de extravagantes esculturas, cuadros, ejemplares anatómicos, esqueletos, mapas terrestres y astrales e instrumentos sin una función evidente.

—¡Es como el camarote de Aturdemarjal, sólo que cien veces más grande y más lleno! —exclamó Aro de Carey, admirada.

Ascendieron por una escalera tallada a imagen y semejanza de un dragón enroscado, en la que cada escama estaba representada con amoroso cuidado e insuperable ejecución, hasta que por fin llegaron a una habitación en el tercer piso y el sirviente llamó a la puerta. Desde los paneles de la puerta, una variedad de bestias extrañas los contemplaban con expresión hosca.

—Adelante —respondió alguien.

Penetraron en una estancia atestada de volúmenes mágicos, instrumentos, especímenes y utensilios. También había allí unos cinco o seis hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas salpicadas de símbolos mágicos. Estaban reunidos alrededor de una larga mesa central, inclinados sobre rollos de pergaminos y mapas como el estado mayor de un general planeando una campaña sobre territorios enemigos. En un extremo de la mesa estaba sentado un anciano menudo, que alzó la mirada cuando ellos se aproximaron.

—¿Sois vosotros los funcionarios que investigan? —inquirió.

El grupo mostró sus sellos al anciano, y éste les indicó con la mano que se acercaran más.

—Venid aquí, entonces. No sois lo que esperaba. —El noble se había subido su máscara protocolaria por encima de la cabeza, donde aún descansaba, aparentemente olvidada.

—Lamento que os desilusionemos —dijo Nistur, que hacía mucho tiempo que se había vuelto inmune a los desaires.

—No, no. Esperaba algo mucho peor, algún cortesano adulador o alguacil torpe. Vosotros dais la impresión de que tal vez sabéis lo que hacéis.

—Nos congratulamos de haberlo hecho bastante bien hasta ahora —repuso el antiguo asesino.

—Bueno, pues tal vez no lo hagáis tan bien en el futuro sin ayuda. Mirad esto —dijo, extendiendo un brazo por encima de la mesa. A la luz de las lámparas forjadas con el aspecto de dragones que escupían fuego, había mapas con estrellas y constelaciones unidas por líneas rectas y arcos, pergaminos cubiertos de escrituras y símbolos arcanos o sobre los que se habían rociado líquidos, en apariencia al azar. Había también amuletos de metal de varias clases, junto con cristales, huesos y plumas. Apenas si quedaba visible un centímetro cuadrado de la superficie de la mesa.

—Humm, ya veo —dijo Nistur—. Si se me permite implorar vuestra indulgencia, consejero Alban, ¿qué estamos mirando?

—¡Qué va a ser! ¡Es la prueba de mis mayores temores, temores de los que el Señor de Tarsis se ha reído y considerado infundados! ¡Es la prueba de que Kyaga Arco Vigoroso posee grandes poderes mágicos!

—Resulta muy peligroso hacer caso omiso de tales pruebas —asintió Nistur—. ¿Vuestros estudios y consejeros os han informado de la naturaleza de este poder?

—Es de lo más extraño —respondió Alban—. Todas las señales indican que Kyaga llegó aquí con un talismán de gran poder, uno que le concede habilidades negadas a la mayoría de los humanos.

—Comprendo. ¿Revela vuestra investigación alguna conexión entre este talismán y, digamos, la muerte de Yalmuk Flecha Sangrienta? —Había decidido que valía la pena intentarlo.

—Ésa es una cuestión demasiado trivial para mis deliberaciones —respondió, agitando una mano como para dejar de lado el tema.

—Sin embargo, se nos ha encargado la investigación de su asesinato ¿Agasajasteis, junto con los otros consejeros, a los enviados nómadas?

—Sí, pero sólo había uno que me interesaba.

—Orador de las Sombras —dijo Quiebrahacha.

—Sí. El hechicero de la tribu me intrigaba. —Alban tomó un puñado de relucientes cristales y los dejó resbalar por entre sus dedos. Por alguna razón, éstos se dispusieron sobre la mesa de modo que formaban una estrella de cinco puntas—. A su manera ignorante, estos chamanes primitivos están a veces al tanto de secretos de notable poder.

—Creo, Señor, que exagera —intervino un hechicero de cabellos blancos que lucía un alto gorro puntiagudo de seda gris—. Los chamanes no hacen gran cosa salvo comunicarse con una limitada variedad de espíritus tribales y aseguran poder hablar con las voces de antepasados difuntos. Incluso estas habilidades insignificantes son en su mayor parte fraudulentas. Los bárbaros en su conjunto sienten aversión por el arte y desconfían de él. Detestan a los hechiceros auténticos.

—¡No estoy de acuerdo! —chilló una mujer muy gorda que llevaba un vestido negro del tamaño de una tienda nómada salpicado de lunas—. He consultado con chamanes de los eriales que tenían a su disposición a demonios de enorme poder. Sus prácticas son extrañas para nosotros, pero eso se debe a que se transmiten oralmente, y no se pone nada por escrito.

—No es el caso de éste —intervino un hombrecillo cuyo rostro estaba tan arrugado como una manzana reseca—. ¡Si Orador de las Sombras posee un gran poder mágico, entonces también debe de poseer un hechizo o talismán que lo oculta!

—Y, sin embargo —dijo el consejero Alban, acallando al instante el altercado—, nuestros conjuros de rastreo han señalado que la enigmática relación entre Orador de las Sombras y Kyaga está en cierto extraño modo vinculada al poder del caudillo.

—Averiguamos por los bárbaros que Orador de las Sombras viajó entre ellos como un profeta, prediciendo la llegada de Kyaga —explicó Nistur.

Quiebrahacha y Aro de Carey contemplaban la escena con expresión de desagrado. Al parecer, a ninguno de ellos le gustaban demasiado las actividades mágicas. Nistur, por su parte, se sentía interesado en cualquier cosa que pudiera servir a su misión.

—Sí, y es muy curioso —repuso Alban—, no conseguí persuadir a ese hombre para que me lo aclarara. Por lo que parece, es costumbre de los chamanes comunicarse con los espíritus en un trance extático. No es nada propio de ellos pasearse por ahí en un estado aparentemente normal de conciencia, proclamando profecías mientras viajan.

—¿Por qué no provocó esto las sospechas de los nómadas? —quiso saber Quiebrahacha.

—Lo hizo —respondió el aristócrata—. Pero, como os he dicho, Kyaga y Orador de las Sombras poseen algún poder misterioso, y es éste el que desvía las naturales sospechas de los bárbaros y hace que dejen de lado antiguas enemistades para luchar por su causa.

—No con perfecta eficiencia —le aseguró Nistur—. Existe mucho resentimiento contra Kyaga entre los caudillos, y sus rivalidades están siempre prontas a resurgir.

—Si poseyera el poder de controlar por completo a la gente —dijo el arrugado hechicero—, no necesitaría un ejército conquistador. Podría gobernar todo Ansalon sólo con el poder mágico.

—Una deducción excelente —concedió Nistur.

—No —intervino Alban—, este talismán le concede una ventaja, nada más. Pero ha explotado esta ventaja para convertirse en un auténtico poder en el mundo.

—¿Qué significa esto? —exigió Quiebrahacha—. Si no tenéis otra cosa que preguntas y adivinanzas, no nos sirve de mucha ayuda.

—¿Quién dijo que os sería de utilidad? —exclamó el noble—. ¡Sois vosotros quienes debéis ser de utilidad a Tarsis! ¡Nuestro enemigo es Kyaga Arco Vigoroso, y hemos de averiguar el origen de su fuerza!

—Os pedimos disculpas, Señor —dijo Nistur—, pero no se nos ha contratado para cuestiones de inteligencia militar. El Señor de la ciudad desea que resolvamos el asesinato de Yalmuk Flecha Sangrienta. Una vez resuelto esto, tal vez habremos eliminado el pretexto de Kyaga para iniciar hostilidades o, como mínimo, le habremos concedido a Tarsis un poco de tiempo para reforzar sus defensas.

—¡Tonterías! —espetó Alban—. Es un señor de la guerra con un plan de conquista. ¿Realmente creéis que alterará su plan de acción en su propio detrimento por este homicidio insignificante?

—No parece probable —admitió Nistur—, pero nuestras órdenes son de actuar según este supuesto.

—¿Habéis hablado con Kyaga y con Orador de las Sombras? —inquirió el aristócrata. Su activa mente funcionaba ahora al parecer en otra dirección.

—Así es —respondió el antiguo asesino.

—Describidme la entrevista.

—Señor —protestó Quiebrahacha—, nuestras órdenes son informar al Señor de Tarsis, no a vos.

—Tranquilízate, amigo mío —intervino Nistur—, esto no nos llevará mucho tiempo, y podría darnos resultados.

Mientras Nistur proporcionaba una breve descripción de sus entrevistas en el campamento bárbaro a primeras horas de aquel día, la camarilla de hechiceros de Alban examinó a los tres investigadores como si buscaran señales para interpretar, si bien lo hicieron en modos que resultaban por completo incomprensibles. Un hombre muy alto y delgado que llevaba capas de diáfana tela negra los roció con polvos relucientes, farfullando para sí mientras los polvos cambiaban de color. La mujer gorda los observó con ojos entrecerrados a través de una lente de cristal morado que sostenía sobre el ojo izquierdo mientras los dedos de su mano derecha trazaban complicados símbolos en el aire. Aro de Carey retrocedió unos pasos cuando la mujer pareció observar con atención los orificios de su nariz. El arrugado anciano tocó sus ropas con un instrumento compuesto de arcos de marfil unidos con puntales de oro y grabado todo él con grupos de puntos diminutos.

Cuando concluyó el relato de Nistur, todos los hechiceros se apiñaron alrededor del consejero Alban, y hubo varios minutos de murmullos colectivos, entremezclados con ademanes que al parecer poseían alguna especie de significado místico. Finalmente, Alban se dirigió a los investigadores.

—Es aún peor de lo que temíamos. Vuestra entrevista con Kyaga y el chamán dejó restos en vosotros tres que indican que habéis estado en presencia de un poder terrible y lo que podría denominarse, en el lenguaje profano, «hechizos de engaño». Sin embargo, la naturaleza exacta del talismán no está clara. Debido a las fases de las lunas y la alineación de ciertas estrellas maléficas, necesitaremos el resto de la noche, el día siguiente y, tal vez, la mitad de la noche posterior para interpretar las pruebas.

—Será mejor que contéis con que nos hará falta toda la noche de mañana, consejero Alban —indicó el diminuto hechicero.

—Esperaremos con interés el resultado de vuestros estudios —dijo Nistur.

—Sí, os remitiremos la información en cuanto la tengamos. —Estudiaba ya detenidamente una carta astral, al tiempo que alargaba la mano en busca de pluma y tintero—. Podéis marchar ahora.

Con estas palabras de despedida, los tres investigadores abandonaron la estancia. De nuevo en la calle, Aro de Carey se pasó una mano por los erizados cabellos.

—¿Está tan loco ese viejo memo como parece?

—Eso me temo —dijo Nistur—. Pero eso no significa que no haya dado con algo. Desde el principio, me ha parecido que hay demasiada magia involucrada en lo que debiera haber sido un simple asesinato. Me molesta cuando la gente complica las cosas sin necesidad.

—¿Qué te parece ese grupito de hechiceros? —preguntó Quiebrahacha.

—¡Hechiceros! Son magos aficionados, amigo mío, poco mejores que los charlatanes que distraen a los crédulos en las ferias de los pueblos. No lucen ninguna de las insignias de las grandes Órdenes de la Magia, ni las túnicas de las Órdenes. Eso no significa que carezcan por completo de conocimientos o habilidades, pero no tienen la disciplina para dominar ese arte difícil y peligroso. El mundo está lleno de supuestos magos, me temo, gentes que han leído unos cuantos libros, tal vez aprendido un puñado de conjuros, y creen que eso es todo lo que hace falta para ser un hechicero.

—Como los fanfarrones pueblerinos que se pasean por ahí en armadura —sonrió Quiebrahacha, pesaroso—, cubiertos de armas durante las épocas de paz, pero a los que nunca se encuentra cuando suenan los clarines de la guerra.

—Exactamente. Podría ser que, con sus habilidades menores y excéntricos talentos, hayan descubierto algo importante, pero ¿cómo podemos saberlo?

—¿Vamos entonces a ver al consejero Melkar ahora? —inquirió Aro de Carey, bostezando.

Quiebrahacha estudió el papel que el Señor de Tarsis les había entregado.

—Aquí dice que está de guardia en el fuerte hasta que suene el tercer gong de la noche, que repica una hora antes del amanecer. —Volvió a enrollar la hoja y la introdujo en la bolsa que llevaba al cinto—. Karst dice que Melkar es el único consejero que se toma en serio esto de ser soldado, de modo que probablemente estará en el fuerte o fuera inspeccionando las murallas. ¿Vamos en su busca o esperamos a que regrese a su casa?

—Podríamos pasarnos todo el tiempo persiguiéndolo —indicó Nistur, sacudiéndose la nieve del ala de su sombrero—. Recomiendo que vayamos al barco, nos calentemos, comamos algo y veamos si Aturdemarjal ha hecho algún progreso en sus estudios. Luego podemos regresar a la cacería con nuevas energías.

—Puede que tú tengas nuevas energías —dijo Aro de Carey, volviendo a bostezar—, pero yo voy a necesitar una siesta antes de sentirme en condiciones de cazar algo.

Regresaron al casco de barco y se encontraron con una visión inesperada: sujeto a una de las vigas de apoyo que mantenían la nave enderezada había un caballo. Examinaron al animal con cierto asombro. Era una criatura peluda, con las crines y la cola sin peinar, y los cascos sin herrar según la costumbre de los nómadas. La silla, las bridas y el resto del equipo eran también los propios del estilo nómada.

—¿Un visitante? —preguntó Nistur.

—Probablemente algún bárbaro con un dedo inflamado —repuso Quiebrahacha.

Pasaron al interior y ascendieron los peldaños que conducían al enorme camarote. Allí encontraron a Aturdemarjal sentado como lo habían dejado, tras haber repasado, al parecer, una quinta parte del pesado libro de sigilos. En una esquina del camarote les sorprendió encontrar a Myrsa absorta en su conversación con un joven bárbaro cuyos cabellos eran del mismo color que los de ella. Los dos parecían no haberse dado cuenta en absoluto de la presencia de los recién llegados. Aro de Carey miró atónita al joven bárbaro con la boca ligeramente entreabierta.

Nistur miró a Aturdemarjal, enarcó las cejas e inclinó la cabeza en dirección a la pareja en un elocuente gesto de interrogación.

—Es su hermano —susurró el sanador.

Nistur y Quiebrahacha se sentaron con él a la mesa. Aro de Carey siguió mirando boquiabierta.

—Creía que estaba sola en el mundo —musitó a su vez Nistur.

—Hasta hace dos horas ella creía que lo estaba. Él era un niño la última vez que lo vio, y pensaba que había muerto en el mismo ataque en el que murió su madre. Al parecer, el chico fue vendido a una banda de nómadas de las praderas y, con el tiempo, fue adoptado por la familia que lo compró. Ahora está con el ejército de Kyaga. —Dirigió una mirada afectuosa a los dos. Cada dos por tres, Myrsa tocaba o palmeaba al joven, como para volverse a asegurar de que era real.

—¿Cómo supo que ella estaba aquí? —preguntó Quiebrahacha, suspicaz—. Podría ser un espía de Kyaga.

—Cualquier idiota se daría cuenta de que son hermanos —repuso Nistur.

—Sí —convino Aturdemarjal—, no hay la menor duda de ello. Él dice que, hace unos dos años, un pequeño grupo de comerciantes de caballos nómadas se alojó con su tribu adoptiva. Éstos habían estado poco antes en Tarsis, donde yo traté a varios de ellos de unas fiebres. Los comerciantes hablaron a los nómadas del sanador y de su curiosa ayudante, y varios de ellos comentaron que el joven se le parecía de un modo sorprendente. Debido a su herencia entremezclada, la particular combinación de sus facciones y color de piel resultan bastante raras entre los bárbaros. Desde entonces, el joven ansiaba visitar Tarsis, y su tribu se unió al ejército nómada justo hoy. Como veis no perdió tiempo en buscarme.

—Es muy conmovedor. —Nistur se secó una lágrima—. A decir verdad, se merece unos cuantos versos. —Alargó la mano en busca de pluma y pergamino.

Myrsa se puso en pie y se acercó a ellos, rodeando con su brazo firmemente los hombros del joven bárbaro.

—Éste es Badar, mi auténtico hermano. Creía que estaba muerto, pero ha regresado a mí. —Las lágrimas recorrían sus severas facciones, y sus ojos estaban enrojecidos.

—Yo… contento conocer amigos de mi hermana.

Estaba claro que el muchacho no estaba acostumbrado a hablar la lengua local, y su acento era todavía más cerrado que el de su hermana. Si bien era a todas luces unos cuantos años más joven, aparte de ello podría haber sido el hermano mellizo de la mujer. Al igual que ella, llevaba ropas de cuero, aunque el corte y los bordados de sus prendas eran los de una tribu distinta.

—Yo soy Nistur el poeta —se presentó el antiguo asesino, tendiendo su mano—, y éste es Quiebrahacha el mercenario y ésta…

—Soy Aaa…a…aro de Carey —dijo la ladrona, con la voz tan vacilante que por un instante Nistur temió que se estuviera asfixiando. Entonces sus ojos se entrecerraron con asombro; bajo la incierta luz procedente de la chimenea y las velas no podía estar seguro, pero ¡la joven parecía ruborizada! Otro prodigio que añadir a aquellos que había experimentado recientemente.

El joven bárbaro estrechó, solemne, cada mano por turno.

—Habéis luchado hombro con hombro con mi hermana —dijo despacio—. Mi espada está a vuestro servicio.

—Y nos sentimos muy honrados por ello —aseguró Nistur—. Pero no deseamos interrumpir vuestra reunión. Por favor, proseguid y no nos prestéis atención mientras conferenciamos con Aturdemarjal. Habrá mucho tiempo para tratarnos más tarde. —Sonriendo, ambos se retiraron a su rincón y reanudaron su tranquila conversación.

—¿Ha habido suerte con el sigilo? —preguntó Quiebrahacha.

—He seguido una serie de pistas —repuso el sanador, perplejo—, pero no he conseguido hallar nada parecido entre los sigilos protectores.

—Nosotros acabamos de tener una insólita entrevista —manifestó Nistur, y procedió a relatar a su anfitrión los acontecimientos que se habían producido en la sorprendente mansión del consejero Alban.

—Conozco a la mayoría de esos hechiceros —dijo Aturdemarjal con una risita, cuando terminó—. Ninguno pertenece a las Ordenes de la Magia, aunque no son un fraude completo. Todos ellos poseen ciertas habilidades. Alban es un célebre aficionado. Es inteligente, pero carece de la disciplina mental para ser un auténtico mago, de modo que alquila a hechiceros de segunda para que le hagan compañía. Pero si consiguen prescindir de sus riñas, podrían ser capaces de obtener algún resultado. No obstante, algo que dijo Alban me intriga.

—¿Qué? —inquirió Nistur.

—¿Mencionó un hechizo de engaño, dices?

—Sí, aunque dijo que esto era un término profano.

—Ciertamente. Como tal vez sabrás, los hechiceros poseen lenguajes especializados. Ojalá os hubiera dado el auténtico nombre del conjuro, si bien probablemente habría sido inútil. Puesto que no conocéis las lenguas de las artes, las sílabas no habrían quedado retenidas en vuestra memoria.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Quiebrahacha.

—Tal vez nada. Pero, si bien no pude hallar un sigilo protector como el que visteis en las manos de Orador de las Sombras, he encontrado algo con dibujos parecidos en lo que podría denominarse conjuros de cambio, y algunos de ellos podrían también llamarse conjuros de engaño.

—¿Un conjuro así podría haber permitido al chamán engañar al demonio? —preguntó el antiguo asesino.

—No veo cómo —repuso Aturdemarjal—. Se considera que los demonios de la verdad están protegidos de todo hechizo de engaño. Pero podría tener otro propósito. —Volvió la página y señaló un dibujo—. Aro de Carey, ¿se parece esto al sigilo que viste en la mano del chamán? —No recibió respuesta—. ¿Aro de Carey?

La joven estaba contemplando ensimismada a los dos que conversaban en el rincón, y su cabeza giró bruscamente al oír su nombre.

—¿Qué? —El sanador repitió la pregunta—. Oh, bueno, no lo sé. Es… —Su voz se apagó. Luego señaló a un lado del dibujo—. No, se parece, pero el que yo vi no tenía estas pequeñas florituras de ahí a la derecha. —Se reclinó hacia atrás y despacio, como si estuviera bajo el control de una voluntad que no era la suya, su cabeza se volvió de nuevo, para mirar a la pareja de la esquina.

Los otros la contemplaron durante un rato, luego al joven bárbaro y, por último, se miraron entre sí. A continuación se encogieron de hombros al unísono.

—Bien —dijo Nistur—, debemos comer algo, tomar una jarra que nos caliente y luego marchar. Melkar estará probablemente de camino a su casa a estas horas.

—Vosotros dos id —indicó Aro de Carey—. Yo creo que me quedaré aquí. Necesito dormir.

—Sí —asintió Nistur—, desde luego, echa una cabezada. Podemos encontrar la mansión de Melkar nosotros solos.

La joven no se dignó contestar.

Una vez fuera del barco, alimentados y reconfortados, Quiebrahacha se volvió hacia su compañero y sonrió malicioso.

—¿Quién habría dicho que esa pequeña golfilla se encapricharía así de alguien? ¡Y de un bárbaro, además!

—Los caminos del corazón son siempre misteriosos —suspiró Nistur al tiempo que se ponía los guantes—. Incluso una ladrona endurecida como Aro de Carey no es inmune a sus caprichos. Badar y ella son aproximadamente de la misma edad, calculo, y él es un joven muy atractivo. Ya viste cómo le arrancó lágrimas a la fría Myrsa. Tal vez sea uno de esos destinados a derretir el corazón de las mujeres más endurecidas.

—Quizá seas demasiado poeta —dijo Quiebrahacha, avanzando rápidamente por la nieve.

Tras interrogar a unos cuantos taberneros y preguntar el camino a la ronda nocturna, se encontraron por fin en un distrito de la ciudad situado no muy lejos de la puerta norte. Se trataba de otra zona muy afectada por el Cataclismo, donde los ricos habían aprovechado la devastación para proveerse de amplias fincas en la apiñada ciudad.

—Debe de ser por aquí, en alguna parte —indicó el mercenario, atisbando por entre la nieve que caía—. Aquel vigilante dijo que es la que tiene las columnas de la entrada de mármol verde, pero ¿quién puede distinguir el color con este tiempo? —La luz difusa de la luna proporcionaba poca claridad a la escena.

—Ese vigilante estaba medio borracho —repuso Nistur—. Un momento, a lo mejor es aquélla.

Señaló un muro bajo interrumpido por una pareja de altas columnas que flanqueaban una verja de hierro. Uniendo los pilares había un dintel en forma de pronunciado arco de hierro forjado, al que se le había dado la forma de una pareja de ciervos alzados sobre los cuartos traseros y sosteniendo una esfera en las patas delanteras. Sin duda, un símbolo familiar, se dijo Nistur. Debajo del arco se balanceaba algo, tal vez un farol.

—Debe de serlo —indicó Quiebrahacha—. Vamos.

Avanzaron hasta la entrada, al llegar a ella se detuvieron, atónitos.

—El consejero Melkar tiene un curioso sentido del gusto en cuestiones de decoración —observó el compañero del mercenario—. A menos que me engañen mis ojos, eso es un hombre ahorcado.

—Quizá se trate de un criado que lo disgustó. —Quiebrahacha encogió los acorazados hombros—. Los aristócratas tarsianos son unos tipos caprichosos.

—No es nada tan sencillo, me temo —dijo Nistur—. Observa, por ejemplo, las ropas de bárbaro.

Observaron sigilosamente mientras el frío viento hacía girar el cadáver. Entonces vieron su rostro.

—Vaya, vaya —comentó Nistur, horrorizado—. Aquí hay alguien que conocemos.

—Pues sí —repuso su compañero, atragantándose ligeramente—. Aunque ahora no luce su mejor aspecto.

Mirándolos de soslayo desde lo alto, la cabeza torcida en un ángulo antinatural, estaba Guklak Amansacaballos, caudillo de los nómadas del Gran Río de Hielo.