8

—¿Por dónde empezamos? —inquirió Aro de Carey.

—Con uno llamado Guklak —indicó Nistur.

Recorrieron el enorme y extenso campamento, preguntando el camino de cuando en cuando hasta que por fin llegaron al campamento de los nómadas del Gran Río de Hielo, del que Guklak era caudillo. Esta tribu habitaba en tiendas bajas de forma redondeada hechas de fieltro, y sus caballos eran pequeños, peludos y resistentes. Con una estatura algo menor que algunos de los otros nómadas, lucían las rubias o rojas cabelleras peinadas en innumerables trenzas, bien engrasadas. Parecía haber tantas mujeres entre ellos como hombres, y todas ellas eran guerreras. Ambos sexos aparecían profusamente tatuados con dibujos abstractos.

Ante la tienda del jefe se alzaba un estandarte de seis metros de altura, de cuyos innumerables travesaños colgaban cráneos humanos. Los tres detectives estudiaron este siniestro emblema durante unos instantes, mirando alrededor en busca de alguien que les informara dónde podían encontrar al caudillo.

—Un hermoso estandarte, ¿no es cierto?

Se volvieron y se encontraron con un hombre de pie detrás de ellos, que contemplaba los cráneos con profunda satisfacción.

—Espléndido, desde luego —afirmó Nistur—. ¿Supongo que éstas eran las cabezas de destacados guerreros?

—Cada uno de ellos un caudillo muerto en combate por uno de mis antepasados —respondió el hombre, asintiendo con la cabeza—. Ahora su valor y astucia pertenecen a mi tribu.

—¿Eres Guklak? —preguntó Quiebrahacha.

—Lo soy. Guklak Amansacaballos, quincuagésimo cuarto jefe de la tribu del Gran Río de Hielo. Mis antepasados han ocupado las montañas del noroeste durante cien generaciones, desde que se las arrebatamos a los hombres-serpiente cuando los dioses eran jóvenes.

—¿Hasta que Kyaga asumió la soberanía total, es decir? —indicó Nistur en tono insinuante.

—Kyaga Arco Vigoroso no es un hombre corriente —sostuvo el otro con firmeza—. Es un gran conquistador, tocado por los dioses, profetizado por un chamán. No es ninguna deshonra reconocerlo como mi señor. En el pasado, mis predecesores siguieron a grandes caudillos guerreros y no por ello cometieron un deshonor. —Les dedicó una mirada colérica como si los desafiara a contradecirlo.

—Desde luego no quería sugerir tal cosa —le aseguró el antiguo asesino—. Kyaga Arco Vigoroso debe alegrarse de tener un seguidor tan leal. De hecho, nos ha dicho que todos sus jefes son tan entusiastas y fieles a él como tú.

—Estamos a sus órdenes —repuso él, y los azules ojos se entrecerraron—. Algunos de nosotros, no obstante, somos más firmes en nuestra lealtad que otros.

—¿Cuál era la posición de Yalmuk Flecha Sangrienta? —quiso saber Quiebrahacha.

—Tienes el aspecto de un guerrero que se alquila, no el de un funcionario de Tarsis —dijo Guklak, evaluando con la mirada al mercenario.

—Lo que sea que hayamos sido antes —intervino Nistur—, ahora somos investigadores. Buscamos justicia para el asesinato de Yalmuk Flecha Sangrienta. ¿Era su lealtad tan grande como la tuya?

El caudillo meditó unos instantes antes de hablar, luego dijo:

—Yalmuk era un hombre valiente y un guerrero prudente, pero era orgulloso y estirado. No se inclinaba fácilmente bajo el yugo de Kyaga Arco Vigoroso.

—Y, sin embargo, Kyaga le confió las negociaciones con Tarsis —aguijoneó Nistur.

—Kyaga es generoso. A menudo obtiene la lealtad de hombres indecisos mostrándoles honores y confianza especiales. Muchos de los miembros de su guardia personal son guerreros que juraron matarlo durante las guerras. Además —añadió—. Yalmuk estaba a cargo sólo hasta que Kyaga mismo llegara para asumir la responsabilidad.

—Oímos que existía odio entre Yalmuk y el chamán Orador de las Sombras —intervino Quiebrahacha.

—No tengo relación con el chamán, si puedo evitarlo. —Guklak escupió a sotavento—. No soporto a estas gentes en general. Los chamanes deberían limitarse a pronunciar profecías y mantenerse alejados de los asuntos de los hombres.

—Al parecer, a Kyaga le resulta útil —señaló Nistur.

—Orador de las Sombras profetizó su llegada y por lo tanto debe ser honrado. —El caudillo encogió los musculosos hombros cubiertos de cuero—. El mundo de los espíritus nos rodea por todas partes; hay que consultar y mantener informados a los espíritus de nuestros antepasados. Y para estas cosas necesitamos hombres santos. Pero cuando alguien intenta influir en las acciones de los caudillos, un guerrero hará bien en mantener la mano sobre su espada y el arco bien tensado.

—Comprendo —repuso el otro—. Ahora bien, se nos mencionó a un jefe subalterno llamado Trituralanzas.

Ante su sorpresa, Guklak estalló en una sonora carcajada.

—¡Seguro que no oísteis nada bueno sobre él! Es el jefe de la tribu del Manantial Pestilente. Son una gente despreciable, y él los supera a todos en las cualidades despreciables.

—Y, sin embargo, tu caudillo lo tiene en estima —observó el mercenario.

—Las gentes del Manantial Pestilente son ricas, ya que sus tierras se encuentran en el camino de una ruta de caravanas, y exigen una tasa por cada libra de mercancía que pasa por allí. Pero Trituralanzas es un estúpido, y su riqueza se escurre de sus manos como la arena. Sí, id a hablar con él. Parece que os hace falta reír un poco. —Entre risitas y bufidos, Guklak apartó a un lado el faldón de la entrada de su tienda y pasó al interior, agachando la cabeza.

—¡Yalmuk! —exclamó Trituralanzas—. ¿Qué me importa a mí ese granuja?

Si bien era una hora temprana, el caudillo se hallaba medio borracho y al parecer dispuesto a sumirse en un atontamiento total antes de la puesta del sol. Tenía unos largos bigotes caídos enmarcando su boca de móviles labios, y sus ojos estaban enrojecidos por la bebida y el humo que inundaba su lujosa tienda. También sus ropas eran ostentosas, cortadas como las pieles que llevaba su gente, pero hechas de seda. Su amplio sombrero plano estaba ribeteado con piel de armiño, y sus trenzas estaban entretejidas de cuentas de oro y perlas perforadas. Las puntas de sus bigotes estaban atadas a aros de oro, los cuales estaban unidos con los botones de rubíes de sus orejas por finas cadenas también de oro. La empuñadura de su larga espada curva era de marfil.

Pero todos estos atavíos no le conferían majestuosidad, ni podían ocultar el hecho de que Trituralanzas, a pesar de su rango y su jactancioso nombre, era un hombre débil y necio. No era extraño que Kyaga Arco Vigoroso lo mantuviera cerca de él, se dijo Nistur. Un hombre como él podía ser utilizado y jamás representaría una seria amenaza.

—No obstante —dijo el antiguo asesino—, fue asesinado, y se nos ha encargado que hallemos al criminal.

—Su asesinato deshonró a vuestro caudillo —indicó Quiebrahacha, inclinándose al frente—. ¿No deseas vengar este insulto infligido a Kyaga?

—Kyaga Arco Vigoroso es un gran caudillo —respondió el nómada en tono burlón—, pero es un caudillo entre muchos, simplemente el jefe de nuestro consejo. Pero, si yo mismo…

Una amplia mano surgió de las tinieblas a su espalda y le sacudió el hombro. Un guerrero de alta graduación, que sin duda consideraba que su jefe había hablado demasiado, se hizo visible.

—¡Soy Trituralanzas, y digo lo que pienso! —protestó el caudillo, quitándose la mano de encima con enfado. Luego se volvió hacia sus invitados—. Yalmuk Flecha Sangrienta era un traidor sinvergüenza que merecía morir, y quienquiera que lo matara puede disfrutar de una vida larga y feliz por lo que a mí respecta. Kyaga está mejor sin él. Tal vez ahora concederá honores adecuados a aquellos que han serv… que han cooperado con él para convertir a las tribus de las Praderas de Arena en una gran nación.

—Estoy seguro de que un caudillo tan sabio como Kyaga no le negará honores a un jefe distinguido como tú —observó Nistur.

—Soy el primero en hablar en la tienda del consejo —afirmó el nómada—. Soy el cabecilla de la horda, con el puesto de honor en el ala derecha.

—Ya veo, y muy digno de tus distinciones, estoy seguro. Un gran caudillo debe depositar su confianza en sus mejores guerreros y jefes de alto linaje. —Se detuvo, como si una idea fortuita se hubiera inmiscuido en su mente—. Pero me parece que Kyaga cuenta también con la influencia de su chamán. ¿Cómo se llama? Ah, Orador de las Sombras, eso es.

—¡Ja! —La carcajada sonó como un ladrido agudo—. ¡Orador de las Sombras! ¡Ese fraude no tiene el valor de hablar claro entre auténticos guerreros. Sólo murmura al oído de Kyaga, llenándolo de veneno contra los caudillos, cuya legítima autoridad envidia! —La mano volvió a posarse en su hombro, y de nuevo volvió a quitársela de encima con una sacudida.

—Sin embargo, ¿no profetizó la llegada de Kyaga?

—Lo hizo, y ¿quién sabe si no sería el mismo Kyaga quien se lo indicara? Oh, no critico al jefe por emplear un instrumento útil, pero ahora ¡parece que se tomara en serio a ese bufón de rostro verde!

—¿Sentía Yalmuk lo mismo con respecto a él? —inquirió Quiebrahacha.

—Todos nosotros sentimos lo mismo, aunque algunos fingen honrarlo. Al fin y al cabo, ¿qué ha hecho este Orador de las Sombras excepto proclamar la ascendencia de Kyaga? Nunca lo he visto invocar a los espíritus de los muertos en la ceremonia del solsticio de invierno. Hermano de los Espíritus, el chamán de nuestra tribu, lo hace cada año. Interpreta para nosotros la voluntad del espíritu del Manantial Pestilente. Nuestros antepasados van a él en sueños, y él nos da a conocer sus deseos. Orador de las Sombras no hace ninguna de estas cosas, pero, sin embargo, Kyaga se pasa noches enteras conversando con él, sin otra compañía que un esclavo sin lengua.

—Ya veo —dijo Nistur—. ¿Pensaba Yalmuk Flecha Sangrienta lo mismo del chamán? ¿Lo insultó tal vez a la cara?

Las débiles facciones de Trituralanzas adoptaron una expresión que quería transmitir astucia.

—¿Te refieres a si el chamán lo mató?

—El mismo Kyaga nos ha asegurado que el chamán estuvo con él toda esa noche, pero eso no significa que Orador de las Sombras no pudiera haber tenido a otra persona que cometiera el asesinato por él.

—Me da la impresión —dijo el nómada—, que estás haciendo todo lo posible para que parezca que a Yalmuk lo ha matado uno de nosotros. Creo que el Señor de Tarsis lo mató. A lo mejor Yalmuk pidió un precio excesivo para convertirse en traidor.

—¿Crees que negociaba con el Señor? —inquirió el antiguo asesino.

—Era uno de los enviados, ¿lo recuerdas? —La aguda risa volvió a dejarse oír—. Esos nobles tarsianos nos prometían cualquier cosa excepto sus esposas e hijas si traicionábamos a nuestro caudillo. Pero si el Señor Rukh… —Ahora la mano se cerró sobre su hombro con auténtica energía, y esta vez el bárbaro pareció meditar sus palabras.

—Bueno —continuó—, no importa. Yalmuk fue asesinado por el Señor de Tarsis, o por algún otro tarsiano, es igual. El asesinato fue una provocación deliberada, y habrá guerra. Convertiremos Tarsis en cenizas y polvo, y su presencia dejará de destrozar nuestras praderas.

—Será una pena para vosotros —indicó Quiebrahacha.

—¿Qué quieres decir? —exigió Trituralanzas.

—Tarsis es un punto de reunión para las caravanas comerciales. Si es destruida, las rutas variarán. No habrá tantas caravanas que atraviesen tu territorio.

Mientras las consecuencias de la destrucción de Tarsis se abrían paso por entre la neblina que envolvía la mente del nómada y su expresión se transformaba en una de desaliento, los investigadores se despidieron en silencio. Fuera de la lujosa tienda, Nistur regañó a Quiebrahacha.

—No deberías haberlo inquietado con eso. No queremos que Kyaga piense que estamos aquí para crear problemas.

—No pude evitarlo —dijo el otro, riendo de oreja a oreja—. Ese bufón pagado de sí mismo necesitaba que le pincharan la vanidad.

—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Aro de Carey, mirando de reojo los oblicuos rayos solares—. ¿No sería hora de regresar a la ciudad? —Su prolongada estancia en el campamento empezaba a afectarle los nervios.

—Todavía no —indicó Nistur—. Hay otra persona con la que quiero hablar.

Un hombre alto salió de la tienda situada detrás de ellos. Llevaba prendas de cuero como los otros guerreros, pero las suyas eran de la mejor calidad y bordadas con hilo de seda. Era el que con tanta insistencia había apoyado su mano en el hombro de Trituralanzas.

—Soy Laghan el del Hacha, primer jefe subalterno de la tribu del Manantial Pestilente. —El hombre introdujo los pulgares en un cinturón tachonado de coral que sujetaba la terrible arma que daba origen a su nombre.

—Y nosotros nos sentimos muy honrados de conocerte —saludó el antiguo asesino.

—Mi caudillo —dijo Laghan— es un cabecilla sabio y valiente. En ocasiones bebe demasiado, y entonces dice cosas que ni siquiera se le ocurrirían en mejores ocasiones. Haríais bien en no tomar demasiado en serio lo que acabáis de oír. —Su mano derecha se encontraba a no más de dos centímetros del mango de su arma, y la de Quiebrahacha a idéntica distancia de la empuñadura de la suya. Los dos hombres eran como gatos con el pelaje erizado a lo largo del lomo.

—Oh, desde luego —replicó Nistur, conciliador—. Somos personas de honor y jamás sacaríamos ventaja de un momento de debilidad de un hombre. No repetiremos una palabra de esto a Kyaga, ni al Señor de Tarsis. Nuestra única preocupación es hallar al asesino de Yalmuk.

—Eso está bien. —Laghan se relajó un poco, y sus manos se apartaron del cinturón—. Manteneos en esa dirección, y no encontrareis injerencias por nuestra parte.

—¿Quién crees tú que mató a Yalmuk? —preguntó Quiebrahacha.

—Mis pensamientos son míos —contesto el otro tras estudiarlo durante unos instantes—. Kyaga dijo que erais libres de preguntar, no que nosotros tuviéramos que contestar. Vosotros dos… —paseó la mirada de Nistur a Quiebrahacha, haciendo caso omiso de Aro de Carey—… no tenéis aspecto de tarsianos. Mi consejo para vosotros es éste: olvidaos de encontrar al asesino de Yalmuk. Si queréis marchar de Tarsis deprisa, salid por una de las brechas de las murallas por la noche y atravesad por nuestra parte el campamento. Nadie os pondrá trabas, yo me ocuparé de ello.

—Una oferta generosa —reconoció Nistur—, pero nosotros tenemos nuestro deber.

—No sois tan necios como para eso —repuso el nómada, sacudiendo la cabeza—. No hay honor en servir a villanos deshonrosos. —Se dio la vuelta y regresó al interior de la tienda de su caudillo.

Mientras se alejaban, Nistur meneó la cabeza, riendo en voz baja.

—Este campamento está tan mal como Tarsis, repleto de sospechas, rivalidades y pujas por el poder.

—Existe una diferencia —informó Quiebrahacha—. Estos bárbaros te miran a los ojos y te lanzan sus amenazas en voz alta para que todos los oigan. Puede que sean salvajes, pero son honrados.

—Un hombre honrado te matará tan a conciencia como un granuja —dijo Aro de Carey con acritud—. ¿Adónde vamos?

—¿Adónde va a ser, a la tienda del chamán? —le informó Nistur.

La tienda de Orador de las Sombras lindaba con la enorme tienda de Kyaga Arco Vigoroso. Estaba hecha de pieles negras, pintadas con dibujos arcanos, y con pequeños amuletos de hierro, bronce, madera, piedra y hueso que colgaban por todas partes. Algunos de ellos tenían forma de animales, otros eran representaciones abstractas. Había también pellejos resecos de aves, murciélagos y otros animales de pequeño tamaño sujetos a la tienda, entremezclados con muñecos de forma humana, algunos atravesados con clavos y dagas diminutas.

—Sospecho que ése es el efecto que se intenta provocar —repuso Nistur.

—¿Por qué no espero aquí fuera mientras vosotros dos entráis a hablar con él? Me queríais a mí porque conozco la ciudad, no este sitio.

—Tú vienes con nosotros —ordenó Quiebrahacha.

—Oh, sí —asintió su compañero—. Tus avispados ojos y sutiles oídos podrían percibir cosas que nosotros pasamos por alto.

Dio unos golpecitos a una jamba de la puerta, y un esclavo de cabellos cortos salió al exterior. El hombre los examinó con sus veloces ojos castaños.

—Hemos venido a hablar con Orador de las Sombras —dijo Nistur—. Sé tan amable de llamarlo. Tenemos la autorización de Kyaga Arco Vigoroso en persona.

El hombre no dijo nada, pero apartó a un lado el faldón de la entrada y les hizo una seña para que entraran. Agacharon la cabeza para atravesar el bajo dintel de madera y pasaron al interior. Obedeciendo nuevos gestos del esclavo, se sentaron sobre almohadones de cuero, y el servidor desapareció dentro de un compartimiento trasero de la tienda.

—Un hombre de pocas palabras —comentó Quiebrahacha.

—Por un buen motivo —repuso Nistur—. No tiene lengua.

—Debe de ser el esclavo que ese borracho dijo que se ocupa de Kyaga y el chamán —observó Aro de Carey.

—Sin duda —respondió el antiguo asesino—. No es nada raro que los soberanos tengan criados que no puedan hablar y, por lo tanto, traicionar secretos.

—Vaya lugar tétrico —dijo Aro de Carey, mirando alrededor—. No me gusta esto.

Por toda la tienda había colgados amuletos y animales disecados. En una esquina estaba sentado lo que parecía un humano momificado, con sus marchitas facciones contemplándolos de reojo, la boca desdentada y los ojos que parecían dátiles secos. En una diminuta chimenea humeaban manojos de hierbas que elevaban columnas de humo maloliente.

—El camarote de Aturdemarjal está lleno de objetos mágicos —indicó Nistur.

—Eso es diferente —repuso ella, encogiéndose de hombros—. Sé que Aturdemarjal jamás va a lanzar conjuros sobre la gente o levantar a los muertos. En mi opinión los muertos deben quedarse así. —Contempló con cauteloso horror a la momia—. Y tampoco se deben utilizar para decorar la casa.

—Bueno —dijo Nistur—, podría tratarse de un querido antepasado. Piensa en las interesantes conversaciones que deben de mantener. Comprendo que alguien así puede resultar un compañero divertido cuando uno se ha cansado de la compañía de estos bárbaros, ya que su reserva de temas de conversación es extraordinariamente limitado.

—¡Oh, cállate! —le espetó ella—. ¡No deberías bromear con estas cosas! —Entre el campamento bárbaro y la extraña tienda del chamán, los nervios de Aro de Carey estaban a punto de estallar, por lo que el antiguo asesino no la hostigó más.

Oyeron unos pies que se arrastraban y un tintineo procedentes de la parte posterior de la tienda, y Orador de las Sombras hizo su aparición por detrás de una cortina. En la penumbra de la tienda de piel, el chamán parecía poco más que una masa informe. Arrojó un puñado de algo a la lumbre, y el fuego comenzó a arder con fuerza si bien, curiosamente, no despidió calor, aunque ahora había luz suficiente para distinguir el color de la pintura verde de su rostro y los ojos castaños tras las estrafalarias ristras de amuletos. Antes, en la tienda de Kyaga, el bárbaro había quedado oscurecido por la presencia del caudillo, pero aquí, en su propia madriguera, Orador de las Sombras era una figura formidable y espantosa. Permaneció en pie ante ellos por un instante y luego se dejó caer sobre un almohadón.

—¿Qué deseáis de Orador de las Sombras?

—Tenemos que hacerte algunas preguntas —dijo Nistur— en relación con Yalmuk Flecha Sangrienta.

—Yalmuk está muerto —replicó el chamán—. ¿Queréis que me ponga en contacto con su sombra, para que podáis hablar con él? —A pesar de su marcado acento, pudieron percibir el tono divertido de su voz.

—No intentes jugar con nosotros —advirtió Nistur—. Tenemos autorización del mismo Kyaga para interrogar a quien queramos, incluido tú.

—¿Creéis que conocéis a Kyaga Arco Vigoroso tanto como yo? —replicó el bárbaro—. Fui yo quien proclamó la llegada del gran conquistador. Salí a las llanuras heladas, ayunando durante muchos días en busca de una visión. Me produje cortes y dejé que la sangre fluyera sobre la nieve hasta estar más muerto que vivo. Y cuando me hallaba a las puertas de la muerte, los espíritus de las Praderas y los fantasmas de mis antepasados me otorgaron aquello que buscaba.

Lanzó algo a las frías llamas, y está vez el fuego llameó con un brillante color verde.

—Vi ante mí un enorme ciervo blanco, diez veces más grande que un auténtico ciervo de carne y hueso. Se trataba del espíritu de un ciervo, y era más blanco que la nieve de las llanuras. Un grifo dorado se alzó ante la criatura, y ésta lo mató, luego saltó hacia el cielo y corrió entre las estrellas.

Las llamas verdes se extinguieron, y el chamán las contempló con serenidad.

—Todas las tribus de las Praderas de Arena, de la clase que sea, descienden del mágico ciervo blanco, y el grifo significa para nosotros las ciudades que rodean las Praderas. Esta visión me dio a conocer que un gran caudillo se uniría pronto a las tribus y destruiría las ciudades.

—¿Por qué deseáis destruirlas? —inquirió Nistur—. Sin duda dependéis de ellas para conseguir muchas cosas que vosotros no producís.

—No es justo que nómadas libres deban depender en modo alguno de los débiles y degenerados habitantes de las ciudades. Es mejor que perezcan todos, y que nosotros regresemos a la forma de vida de nuestros predecesores. Donde se alzan las ciudades, pronto no habrá más que pastos, y nuestros rebaños pastarán allí.

—Vaya idea deprimente —repuso su interlocutor—. No obstante, no estamos aquí para que se nos convenza de apoyar la causa de Kyaga Arco Vigoroso. Estamos aquí para descubrir quién mató a su embajador.

—No importa —replicó Orador de las Sombras—. Los tarsianos lo mataron. Cuando hayamos eliminado a todos los habitantes de Tarsis, quedará vengado.

—Una venganza minuciosa —coincidió Nistur—, pero sólo si fue un habitante de la ciudad quien lo hizo. Nosotros no estamos tan convencidos.

—Entonces sois unos estúpidos. Todos los jefes que hay aquí se odian entre ellos. Muchos mantenían antiguas rencillas con Yalmuk y su gente. Pero Kyaga puso fin a sus enemistades.

—Una cosa es someterse a un gran jefe —intervino Quiebrahacha— y otra es olvidar la enemistad de generaciones. Tal vez alguien de aquí decidió que su devoción por una desavenencia pesaba más que su lealtad a Kyaga.

—O —dijo Nistur—, tal vez alguna persona ambiciosa y celosa… —miró al chamán de pies a cabeza en abierta insinuación—… descubrió que no podía tolerar a un rival en la estima del jefe.

La expresión de Orador de las Sombras, oculta por amuletos y pintura, parecía divertida.

—¿Y si es así? Sin duda resultaría más fácil para tal persona matar a Yalmuk aquí en las Praderas. En la ciudad, se vigila de cerca a los nómadas. —Sonrió—. Si tú… —señaló a Nistur—… quisieras matarlo… —giró su dedo extendido en dirección a Quiebrahacha—… ¿lo atraerías aquí fuera al campamento nómada y llevarías a cabo la acción en un lugar donde eres extranjero y donde todas las miradas estarían dirigidas a tal espectáculo? —Rio en voz baja—. No, amigo mío —siguió—. Lo abordarías en alguna callejuela de la ciudad, donde te sintieras en tu elemento, donde nadie dedicaría ni una mirada a alguien como tú.

—Reconozco que en eso tienes razón —admitió el antiguo asesino.

—Y tú… —El chamán se dirigió a Quiebrahacha—. Tú tienes una misión más importante que encontrar al sicario de Yalmuk.

—¿Qué quieres decir? —exigió éste.

El chamán se inclinó sobre él, con los ojos muy abiertos y tan oscuros que los iris no se distinguían de las pupilas.

—Veo la enfermedad mortal en tu rostro y veo el temblor de tus manos. Tus amigos no pueden ver estas cosas con los ojos del cuerpo, pero yo percibo con los ojos del espíritu. El veneno del dragón negro es lento, pero certero.

—¡No se puede hacer nada al respecto, y eso no afecta en absoluto nuestra misión! —replicó Nistur con tono severo. Por una vez en su vida, su ecuanimidad había desaparecido.

—¿Tan seguro estás de eso? —inquirió el chamán—. ¿Crees que los sanadores y hechiceros de vuestras ciudades saben todo lo que hay que saber sobre el arte? Yo mismo he arrancado de una muerte casi segura a hombres y mujeres que vuestros magos habrían dejado por muertos.

—Yo creía que los levantabas una vez muertos —intervino Aro de Carey, muy sorprendida por ser capaz de hablar en voz alta. El hombre volvió sus penetrantes ojos castaños hacia ella, y la joven lamentó de inmediato su precipitación.

—¡Tú no eres quien para hablar de cosas sagradas, ladrona! —siseó.

—Al contrario —interpuso Nistur con frialdad—. Es una funcionaría en activo del Señor de Tarsis, facultada por él y, te lo recuerdo, tu propio soberano, para hablar como desee a cualquier súbdito de ambos gobernantes. No subestimes la seriedad de nuestra misión ni sobrestimes tu propia importancia, chamán.

—No estoy acostumbrado a que se me hable así —dijo el hechicero de la tribu tras permanecer en silencio un buen rato—. Castigo terriblemente a quienes me insultan.

—Tu orgullo no nos interesa —dijo Quiebrahacha, inclinándose al frente—. Si no hallamos al asesino, moriremos de todos modos. Así que ahórranos tus amenazas.

—Hay cosas peores que la simple muerte. —Orador de las Sombras pareció sonreír detrás de sus amuletos—. Pero esta charla es inútil. ¿Qué queréis de mí?

—Hemos oído —empezó Nistur—, que tú y Yalmuk Flecha Sangrienta sentíais, podríamos decir, una mutua aversión y…

Por una vez Quiebrahacha interrumpió a su locuaz compañero.

—Estamos perdiendo el tiempo, y no nos queda mucho. Orador de las Sombras, ¿mataste a Yalmuk?

—¡Orador de las Sombras no mata con armas! —respondió el chamán, despectivo.

—¿Contrataste o de algún modo ordenaste o coaccionaste a otro para que lo eliminara? —inquirió Nistur.

—¡Jamás!

—¿Mentirías sobre si lo hiciste? —quiso saber Aro de Carey.

—¡Esto es como observar a una zorra persiguiendo su propia cola! —exclamó el chamán, profiriendo una inesperada carcajada—. ¡Es suficiente! Mirad.

Se puso en pie y cruzó la tienda hasta un cofre de madera profusamente tallado. Al regresar, colocó un paquete de cuero doblado frente a ellos y comenzó a desenvolverlo; y mientras lo hacía, la muchacha observó los curiosos sigilos que llevaba pintados o tatuados en los dorsos de las manos.

Una vez abierto, el paquete dejó al descubierto un puñado de cristales amarillentos que podrían haber sido savia de árbol endurecida, y una raíz retorcida y reseca que parecía la mano de un esqueleto humano.

—¿Sabéis lo que es esto? —preguntó Orador de las Sombras.

—Confieso que no —respondió Nistur mirando a Quiebrahacha, quien se limitó a negar con la cabeza.

—Ésta es la Mano de la Verdad, y quien pronuncia una mentira bajo su hechizo sufre un terrible castigo.

—Creo haber oído hablar del hechizo —observó Nistur.

—En ese caso, observad.

El chamán roció con algunos cristales el brasero y las llamas se oscurecieron hasta adquirir un apagado tono rojizo. A continuación, colocó con cuidado la raíz seca sobre los carbones. Esperaron ver cómo la raíz se consumía pero, en lugar de ello, permaneció intacta mientras unas llamas de deslumbrante color blanco surgían hacia arriba desde sus apéndices en forma de dedos.

Con los ojos cerrados, Orador de las Sombras farfulló algo en una lengua desconocida. Luego, sus ojos volvieron a abrirse, introdujo la mano izquierda en las llamas blancas y la mantuvo allí. Mientras ellos contenían la respiración, las lenguas de fuego situadas sobre su mano se retorcieron y poco a poco fueron adoptando la forma de un rostro diabólico. Tenía tres ojos, cuernos cortos y gruesos y la boca bordeada de largos colmillos. La boca se movió, y hasta sus oídos llegó una voz espeluznantemente inhumana.

—Habla —siseó la voz—, y si mientes, tu mano será mía.

La boca se abrió hasta engullir la mano del chamán, y los colmillos se alargaron hasta casi tocar la carne. El chamán no cambió de expresión, ni tampoco miró al espectro. Permaneció en silencio mientras los otros seguían sentados en silencioso temor; a continuación empezó a hablar.

—Éstas son las palabras de Orador de las Sombras, chamán de los nómadas de las Praderas de Arena. Orador de las Sombras no mató al jefe Yalmuk Flecha Sangrienta. Orador de las Sombras no hizo que otro matara a Yalmuk. Orador de las Sombras no sabe quién mató a Yalmuk, ni por qué. Si Orador de las Sombras miente, que el demonio de la verdad devore su mano.

Sus visitantes contuvieron la respiración, con los dientes bien apretados, aguardando a que el demonio decidiera. Despacio, la horrenda cabeza fue retrocediendo, con la boca abierta

—Has dicho la verdad, y yo tengo hambre. —Empezó a desvanecerse, como humo que se disuelve, y mientras lo hacía la voz volvió a llegar hasta ellos, apenas audible—: Tráeme a un mentiroso.

Las llamas se apagaron, y el chamán introdujo la mano en el brasero y retiró la raíz con aspecto de mano. No mostraba el menor daño tras su permanencia entre los carbones.

—¿Estáis satisfechos ahora? —inquirió.

—Por ahora —respondió Quiebrahacha.

—Olvidad eso de encontrar al asesino —dijo el nómada—. Estáis condenados de todos modos.

—¡No hay necesidad pues de que me sobrevivas, chamán! —rugió el mercenario, acercando la mano a la empuñadura de su espada.

—Tus amenazas son vanas, mercenario —se mofó Orador de las Sombras—. Sin embargo —siguió en tono más razonable—, mi caudillo necesita luchadores valientes. Si juraras lealtad a Kyaga Arco Vigoroso, él querría que te ayudara. Como su leal chamán, yo tendría que obedecer.

—¿A qué te refieres? —siseó Quiebrahacha.

—Mi caudillo me necesita —dijo el otro, poniéndose en pie. Se encaminó hacia el fondo de la tienda y luego se volvió—. Será mejor que encontréis a vuestro asesino. El tiempo se acaba. —Apartó la cortina a un lado y desapareció.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Quiebrahacha mientras salían al exterior.

—Se limitaba a desorientarte —aseguró Nistur—. Quiere confundirnos, y sabe cómo utilizar las debilidades de los demás. Vio las señales de tu enfermedad y se dedicó a ti. La mitad del arte de charlatán reside en sembrar la confusión de modo que uno no se dé cuenta de las supercherías más patentes.

—¿Crees que ese hechizo era falso? —quiso saber su compañero.

—Creo que sé quién puede decírnoslo.

Mientras atravesaban la poterna de la puerta este, el capitán Karst los abordó.

—El Señor envió un mensajero —les informó—. Habéis de presentarle vuestro informe esta tarde. Estad en palacio cuando suene el gong del anochecer. Por si no estáis familiarizados con las costumbres de la ciudad, el gong suena cuando el sol toca el horizonte occidental, no después de haberse ocultado.

—Gracias, capitán —respondió Nistur—. No dejaremos de ir.

Quiebrahacha miró con ojos entrecerrados el ángulo del sol. Comenzaba a entrar la tarde.

—Faltan dos horas hasta que suene el gong. ¿Adónde vamos entretanto?

—A la nave de Aturdemarjal —indicó su compañero—. Tengo que hacer algunas preguntas a nuestro anfitrión.

Aturdemarjal apartó los ojos de su libro cuando entraron, con la mujer bárbara pegada a sus talones. El volumen parecía ser un manuscrito sobre las propiedades de las bestias mágicas.

—Me regocija ver que no habéis padecido más contratiempos —saludó el sanador—. ¿Cómo salió vuestra misión?

—Ojalá hubieras podido acompañarnos —respondió Nistur, tomando asiento—. Tu experiencia habría sido muy útil durante nuestra última entrevista.

—Sigue estando a vuestra disposición, aunque sea de segunda mano. Contadme qué sucedió.

Escuchó con atención la descripción de Nistur y Quiebrahacha sobre su extraña visita a Orador de las Sombras. Los interrumpió varias veces e hizo que cada uno diera una detallada descripción de algún aspecto de la experiencia.

—Lo que habéis descrito —concluyó el sanador cuando se dio por satisfecho— parece un auténtico conjuro de la verdad. Las propiedades de un objeto como la Mano de la Verdad son imposibles de falsificar, y caerían castigos terribles sobre aquellos que intentaran siquiera conjurar una representación fraudulenta de un demonio de la verdad. Podéis creerme —añadió pesaroso—, lo sé todo sobre castigos de esa clase.

—¿Entonces decía la verdad? —dijo Quiebrahacha, con la desilusión marcada en su voz.

—Casi con seguridad —respondió Aturdemarjal.

—¿Y es un chamán auténtico, no un fraude? —inquirió Nistur.

—Eso no es tan seguro —repuso el sanador—. Al igual que los sencillos hechizos de amor que venden las brujas, ese hechizo concreto de la verdad puede ser preparado por un mago y luego utilizado por alguien que ha tenido cierto adiestramiento mínimo en este único arte. Una vez que lo ha usado, el no iniciado no sería capaz de preparar de nuevo el mismo conjuro.

—Un momento —interrumpió Aro de Carey—, acabo de recordar algo.

—Por favor, dínoslo —instó Aturdemarjal.

—Bueno —empezó ella, algo cohibida—, observé algo en el dorso de las manos de Orador de las Sombras. Era como, no sé, una especie de garabato, tal vez un tatuaje.

—¿Quieres decir un sigilo? —aguijoneó el sanador.

—Imagino que así es como lo llamarías. Como una especie de marca mágica, de todos modos. Me preguntaba si no sería una especie de hechizo protector que evitó que el demonio le arrancara la mano de un mordisco.

—Recuerdo la señal —dijo Nistur—, pero no se me ocurrió esa idea.

—Sí —convino Quiebrahacha—, a mí tampoco. Bien hecho, Aro de Carey.

—¿Puedes reproducirla para mí? —pidió Aturdemarjal.

Le entregó un pedazo de pergamino y un carboncillo, y ella, con la punta de la lengua sobresaliendo ligeramente por la comisura de la boca empezó a dibujar, sin demasiada pericia. Cuando hubo terminado, empujó el resultado por encima de la mesa basta el sanador.

—Ahí lo tienes. No era exactamente así, pero creo que se parece.

Nistur contempló de reojo el dibujo, con sus numerosas rayas entrecruzadas y prominencias ganchudas.

—Sí, se parece mucho a lo que recuerdo. Desearía haberle prestado más atención. —Quiebrahacha asintió con la cabeza para respaldar sus palabras.

—No lo reconozco —repuso Aturdemarjal, tras meditar un rato—, pero existen tantos. Es curioso, no parece un talismán protector. Myrsa, por favor, baja mi grimorio de sigilos y talismanes. Es el tomo grueso del estante superior, entre la retorta y el mortero de cristal.

Myrsa bajó el pesado volumen y lo colocó ante el sanador, que lo abrió por la primera página. Había al menos veinticinco dibujos arcanos en la página, y debajo de cada uno varias líneas de escritura minúscula.

—¿Es cada página como ésta? —inquirió Nistur, horrorizado.

—Sí —respondió el otro—. En algunas páginas hay incluso más. El Catálogo de sigilos de Garlak es uno de los libros de referencia clásicos y muy valorado. Hay más de quince mil sigilos enumerados aquí.

—Entonces nuestra misión habrá finalizado mucho antes de que localices éste —indicó Quiebrahacha con amargura.

—Aun así, lo intentaré —repuso Aturdemarjal—. Creo que es posible que Aro de Carey haya encontrado algo importante. La tarea no es tan desesperada como parece. Los sigilos que hay aquí están agrupados a partir de ciertos rasgos de diseño característicos. Con una copia exacta del que visteis, podría localizarlo con rapidez. Pero, con un poco de tiempo, esta aproximación podría ser suficiente.

—Esperemos que así sea —repuso Nistur—. La hora crucial se aproxima aprisa.