7

—¿Quién es la Abuela Florsapo? —preguntó Quiebrahacha, que parecía más irritable que de costumbre.

—Alguien que cree poseer información de utilidad para nosotros —repuso Nistur, tan imperturbable como siempre.

Ambos se encontraban en el fondo cubierto de conchas y basura del puerto ante la puerta del barco de Aturdemarjal. Había zonas cubiertas de nieve aquí y allá pero, como señaló Nistur, la nieve en Tarsis jamás parecía adquirir el grosor necesario para resultar realmente atractiva. Aro de Carey se unió a ellos, envuelta en su delgada y harapienta capa y temblando de frío.

—¿Por qué no robas una capa decente para ti? —le preguntó Quiebrahacha.

—Si estás demasiado caliente y cómodo, te vuelves lento —respondió ella desafiante; luego, más calmada, añadió—: Además, si tuviera una capa muy buena, alguien me la robaría.

—Tiene que existir cierto arte en tu vida —comentó Nistur—. Debes adquirir posesiones suficientes para sustentarte, pero que no sean de una calidad tal que resulten tentadoras para ladrones más despiadados que tú.

—Siempre es un problema —admitió ella al tiempo que Aturdemarjal y Myrsa salían del navío.

La mujer llevaba sus acostumbradas vestiduras de cuero y un gorro ribeteado en piel, pero no se había molestado en coger una capa, ni tampoco se puso los guantes bordados que llevaba sujetos al cinturón. Al parecer, hacía falta un tiempo aún más inclemente para conseguir que alguien criado en los eriales de hielo llevara ropas extra. La única arma de Myrsa era un cuchillo de hoja ancha que parecía una cuchilla de carnicero puntiaguda.

—¿Estáis seguros de que queréis acompañarnos? —preguntó Nistur—. Que nos deis alojamiento es una cosa. Venir con nosotros a la ciudad es otra. Os podríais encontrar compartiendo nuestros enemigos, que, supongo, serán numerosos.

—Una singularidad del destino nos ha unido —respondió Aturdemarjal—. Cuando los dioses han decidido algo, no es sensato luchar contra sus designios. Además, vosotros sois las personas más interesantes que he encontrado en bastante tiempo. Siento curiosidad por ver cómo cumplís vuestra tarea.

—¿Y tú? —preguntó Quiebrahacha a Myrsa—. Si te caemos bien lo ocultas a la perfección.

—Yo voy con Aturdemarjal —respondió ella, inexpresiva.

—En ese caso, guíanos, Aro de Carey —indicó el antiguo asesino.

Pasaron por entre los barcos varados y las cuadernas desnudas de la nave que había sido saqueada para obtener leña y materiales de construcción. Un tramo de escalones de ladrillo ascendía hasta lo que habían sido los viejos embarcaderos de piedra y los muelles, una zona caracterizada por sus tabernas ruinosas construidas con materiales recogidos e injertados en las secciones supervivientes de los almacenes y tiendas de abastos que en una ocasión habían atendido las necesidades del comercio marítimo.

La mayoría de estas construcciones, sin orden ni concierto, estaban apoyadas en la muralla del puerto, una continuación de la muralla defensiva que rodeaba la ciudad. En el centro de esta pared se encontraba la antigua puerta del puerto, en el pasado la más magnífica de la ciudad, ahora obstruida con piedras puesto que ya no existía un tráfico portuario. Su baja poterna subsistía aún, y los cinco camaradas la atravesaron sin que los somnolientos guardianes les prestaran demasiada atención. Estaba claro que no se esperaba ningún peligro por el lado de los muelles, ya que su terreno era sumamente adverso a las tácticas preferidas de los nómadas, y se suponía que éstos concentrarían su ataque, si es que llegaba a producirse, en una de las puertas que se podían abrir.

Aro de Carey los condujo por un distrito de casas, tiendas, mercados de alimentos, especias, ganado, tejidos, perfumes, medicinas, cuchillería y mobiliario, así como otros establecimientos comerciales. Rodeó la parte norte de la gran plaza situada ante el palacio y penetró en la Ciudad Alta. Aquí, anduvieron instintivamente con las manos apoyadas sobre sus armas.

En las otras zonas de la ciudad, los habitantes los habían contemplado con curiosidad o indiferencia, pero sin alarma ni hostilidad. Aquí, en cambio, eran examinados desde umbrales, ventanas cerradas y oscuras callejuelas por ojos rapaces.

—Calculo que hemos pasado junto a cinco bandas distintas de matones —dijo Nistur—. Pero ninguna nos ha causado daño.

—Los Dragones Verdes y los Escorpiones son los únicos que podrían importunarnos —manifestó Aro de Carey.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Quiebrahacha.

—Aquí tenemos a tres luchadores. Las bandas quieren al menos ser tres a uno a su favor antes de atacar. Esas dos son las únicas que poseen nueve miembros o más.

—Necesitarán ser más de tres a uno —repuso el mercenario en tono despectivo.

—Ellos no lo saben —respondió la joven—. Nistur no tiene aspecto de luchador diestro, y Myrsa no lleva armadura o espada. Podrían pensar que tres a uno es suficiente.

—¿Atacarán estando Aturdemarjal con nosotros? —preguntó el antiguo asesino—. Mi impresión es que goza de mucha consideración en esta ciudad.

—Nadie está a salvo de ataques en esta parte de la ciudad —contestó la joven.

La siguieron por una estrecha callejuela, hasta que la muchacha se detuvo ante un portal bajo sobre el que había un letrero de madera. Estaba pintado sobre lo que había sido un postigo, por una mano que a todas luces no pertenecía a un artista. El diseño era sencillo, un ojo abierto de par en par realizado en pintura barata. Alrededor del ojo se habían sujetado ramitas de roble con hojas y bellotas incorporadas.

—En muchas zonas —indicó Nistur—, ésta es la señal de una pitonisa. ¿Aquí también lo es?

—En efecto —respondió Aturdemarjal—. La Abuela Florsapo es una especie de vidente.

—¿Es una charlatana o posee un auténtico don?

—Oh, es bastante genuina —repuso el anciano sanador—. A veces.

Se agacharon y cruzaron el umbral. El olor que se les echó encima hizo retroceder unos pasos a Nistur y Quiebrahacha. Incluso Myrsa arrugó su elegante nariz rota. El hedor era una mezcla de alimentos putrefactos de origen animal y vegetal, cerveza agria, moho, gas de ciénaga y esencia de gato. Dos de los felinos los contemplaron fijamente desde puntos opuestos de la habitación; cada uno de ellos se había adjudicado, al parecer, la mitad de la estancia como su territorio. A medida que los ojos de los visitantes se acostumbraban a la penumbra, fueron descubriendo que la habitación misma parecía haber sufrido las consecuencias del Cataclismo y que no había sido ordenado desde entonces.

Montones de trastos indescriptibles se apilaban por todas partes; muebles rotos, recipientes agrietados, fardos de tela devorada por las polillas, estatuas rotas, cuadros deteriorados y utensilios de dudosa función. A todas luces, era la guarida de un trapero compulsivo.

—He visto madrigueras de osos más bonitas —dijo Quiebrahacha.

—Abuela Florsapo —llamó la ladrona—. Soy Aro de Carey y he traído a mis amigos, como pediste.

Oyeron unos pies que se arrastraban en el fondo de la vivienda, y una cortina se hizo a un lado. La criatura que surgió del cuarto trasero tenía aproximadamente un metro de altura, con una cabeza grotescamente grande con respecto al cuerpo. Los cabellos, de haber estado limpios, podrían haber sido blancos, y el rostro parecía consistir, por partes iguales, en piel pálida y manchada y verrugas. Los pequeños ojos redondos y brillantes, de un color verde fangoso, contemplaron a los visitantes con alegre demencia. La boca se abrió en una sonrisa inmensa que mostró unos dientes amarillentos y separados entre sí. El hedor de la habitación aumentó considerablemente.

—¡Bienvenidos! —saludó con voz aguda—. ¡La Abuela Florsapo no recibe visitas muy a menudo! ¡Ji, ji, ji! —La risa asaltó los oídos de los recién llegados con un dolor físico.

—No me imagino el motivo —dijo Nistur.

—¿Una enana gully? —inquirió Quiebrahacha, incrédulo.

—Aghar —lo reprendió Aturdemarjal—. Vigila tus modales.

La anciana aghar avanzó contoneándose hasta el mercenario, le cogió una mano, y observó con coquetería las enormes palmas, los largos dedos y los abultados nudillos.

—¡Encantada de conocerte, primo! ¡Ji, ji, ji!

Quiebrahacha retiró la mano violentamente como si ella le hubiera quemado e introdujo ambas manos bajo su capa. La Abuela Florsapo giró en redondo tres o cuatro veces, riendo y resoplando. Estaba cubierta con varias capas de andrajos negros deslustrados por el moho en los dobladillos.

Se detuvo bruscamente en mitad de un giro, mirando con vivacidad a sus visitantes.

—¿Le traéis comida a la Abuela?

—Jamás descuidamos a una amiga —repuso Aturdemarjal, mientras le tendía un abultado saco.

La vieja aghar se lo arrebató e introdujo una zarpa cubierta de mugre en su interior. Extrajo una pequeña hogaza y se la metió en la boca, masticando al tiempo que rebuscaba en la bolsa para sacar más cosas sabrosas.

—Veo que gozas de buena salud, Abuela Florsapo —comentó Aturdemarjal—. Pareces tener buen apetito.

Ella farfulló algo, que resultó ininteligible ya que al mismo tiempo introducía en su boca un pescado seco para acompañar el pan.

—A este paso se asfixiará —comentó Quiebrahacha con cierto tono esperanzado.

—Nunca ha habido comida en cantidades suficientes para asfixiar a un enano gully —repuso Nistur.

Cuando la Abuela Florsapo hubo recuperado el uso de la boca para el habla, les hizo una seña para que la siguieran y desapareció por la entrada cubierta con la cortina.

—Imagino que no puede oler peor que aquí —masculló Myrsa.

—Yo no apostaría nada —contestó Nistur.

—No podemos evitarlo —observo el sanador—. Veamos qué pretende.

El pequeño grupo cruzó el umbral. Quiebrahacha y Myrsa se vieron obligados a agachar las cabezas y girar los hombros de lado para poder pasar.

Dejaron atrás un dormitorio que no resistiría un examen a fondo y desviaron la mirada de su contenido. La siguiente habitación, casi vacía, tenía suelo de tierra, paredes apuntaladas con maderos rotos y un techo que parecía correr inminente peligro de derrumbamiento. El único objeto en la estancia era una piedra tosca y corriente situada en el centro de la habitación. De color negro grisáceo, tenía el tamaño de un bloque de construcción normal y su único adorno consistía en unas flores que habían pasado a mejor vida hacía bastante tiempo. Pétalos marchitos yacían alrededor de su base. La Abuela Florsapo acariciaba la piedra, canturreando a media voz, con los ojos cerrados.

—Si es así como tiene sus visiones —comentó Nistur—, ¿no tendría más sentido hacerlo en la habitación delantera?

—Recuerda quién es —repuso Aturdemarjal—. Su gente no es famosa por su eficiencia o capacidad para pensar con lógica.

—Es buena en esto —intervino Aro de Carey, a la defensiva—. Dadle una oportunidad.

—Contad a la Abuela vuestro problema —siseó la aghar, abriendo de golpe los ancianos ojos llorosos.

—Ha habido un asesinato… —empezó Nistur, vacilante.

—¡Nómada muerto! —chirrió ella. Los otros se taparon los oídos—. ¡Pusieron un alambre alrededor del cuello!

—¿Cómo sabe eso? —inquirió el antiguo asesino, destapándose los oídos.

—La Abuela sabe cosas —dijo Aro de Carey—. Sigue, Abuela.

—¡Decid más a la Abuela! —exigió ésta.

—El caudillo bárbaro quiere al asesino o habrá guerra…

—¡Guerra! —chilló ella—. ¡Buenos botines después de una guerra! ¡Yupi! —Dio unos cuantos saltos, ululando y chillando.

—Qué satisfacción encontrar a alguien que considera agradable tal posibilidad —comentó Nistur—. Para continuar, el Señor de Tarsis quiere que localicemos al asesino, pero deberíamos interrogar a muchas personas que podrían haber cometido el asesinato y que no dudarían en matarnos. Es posible que ya lo hayan intentado. Tal vez debería explicarme. Alguien me contrató para que matara a mi nuevo compañero Quiebrahacha…

—¡Tú no asesino! —exclamó ella—. ¡Tú hombre poeta! ¡Juntar palabras y hacer que rimen! ¡Ji, ji, ji!

—Jamás se había definido mi arte de un modo tan sucinto. Sí, soy un poeta. Pero en mi oficio anterior, un gran noble me contrató… ¿Qué estás haciendo?

—¿Tienes azúcar? —La anciana aghar se dedicaba a registrar su bolsa.

—Intenta mantener la mente en nuestro problema —la reprendió Nistur, paciente, al tiempo que le arrancaba la bolsa de la mugrienta mano.

Aturdemarjal le entregó un palo de azúcar duro, y ella se puso a roerlo con una expresión de delicia en el arrugado rostro.

—Hay un chamán nómada —manifestó Quiebrahacha—. Pensamos que podría ser…

—¡Hechicero rostro verde! —chilló ella—. ¡Muchos amuletos! ¡Pieles y cascabeles! —Sacudió la cabeza y agitó una mano como descartando la idea—. Él ser nada.

—Eso es reconfortante —repuso Nistur—. Si no encontramos al asesino, el Señor de Tarsis nos matará, o el caudillo de los nómadas nos torturará hasta la muerte, una amenaza que no considero gratuita.

—Sí. Él hace. Corta a vosotros en trocitos, los quema y marca con hierro y… y… —Pareció perder el hilo de sus pensamientos, lo que los otros consideraron una bendición.

—Y —añadió Aturdemarjal—, nuestro amigo guerrero aquí presente se encuentra en un extraordinario apuro. Lo mordió un joven Dragón Negro.

—¿Eso todo? —preguntó ella.

—¿Te parece algo sin importancia? —exigió Nistur.

Ella hizo caso omiso de sus palabras y se subió a lo alto de su roca. Señalando a Quiebrahacha, salmodió:

—Ven aquí. —Él se le acercó—. ¡Inclínate!

El mercenario se inclinó de modo que sus rostros estuvieran a la misma altura. Durante un buen rato ella lo miró de hito en hito de forma inquietante. De improviso, apretó las manos contra el pecho de él y lo empujó hacia atrás, aullando de risa. Saltó de su piedra dando una voltereta hacia atrás, luego realizó una serie de saltos mortales alrededor de la pequeña estancia, gritando y riendo.

—No sólo es una enana gully —dijo Quiebrahacha con amargura—, sino que además está loca.

—Tal vez —repuso Aturdemarjal—. Pero la locura jamás impidió a un vidente tener sus visiones.

—Tú tampoco eres una maravilla —añadió Myrsa.

Repentinamente agotada, la anciana aghar se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la roca, los pies estirados al frente mientras jadeaba y resollaba e intentaba recuperar el aliento. Luego señaló al mercenario.

—¡Tu problema no dragón! —chirrió—. ¡Tu problema no caudillo bárbaro! ¡Tú problema ser el músico! —Ante esta última palabra, el rostro de Quiebrahacha adoptó la expresión de alguien al que han abofeteado. Retrocedió como si hubiera sufrido un ataque físico, y ella aulló de risa—. Te cogí ahí, ¿eh? Ji, ji, ji. —Con otro busco cambio de actitud señaló el suelo, agitando el dedo repetidamente hacia abajo para recalcarlo mejor—. ¿Quieres cura para mordedura dragón? ¡Ahí abajo! ¡Encuentra el gusano relampagueante!

—¿El qué? —inquirió Nistur, pero ella ya estaba en pie dando un volatín y girando. Se detuvo ante ellos y les gritó.

—¡Caudillo bárbaro! ¡Chamán de rostro verde! ¡Consejero noble! ¡Músico! ¡Ji, ji, ji! —Se entregó a un verdadero éxtasis de risitas ahogadas—. ¡Todos ellos! ¡Hay uno! ¡Hay uno! ¡Ojos falsos! ¡Ojos falsos!

Sus propios ojos rodaron en sus cuencas, y la anciana se estremeció de pies a cabeza. De improviso, lanzó las manos hacia arriba y cayó de espaldas, con los puños y los talones golpeando rítmicamente el suelo durante varios segundos. La violencia de la convulsión impulsó su cuerpo diminuto por toda la habitación. Finalmente, su cabeza fue a darse contra la piedra; se calmó y permaneció inmóvil. Aturdemarjal se agachó junto a ella, le tomó el pulso y le abrió un párpado.

—¿Está muerta? —preguntó Aro de Carey, dubitativa, reflejando la preocupación en su rostro. Los otros simplemente parecían aturdidos.

—No —respondió el sanador—, está dormida. Un estómago lleno y un ataque de profecías puede tener este efecto en un enano gully. —Levantó la vista hacia sus compañeros—. Es un fenómeno bien conocido. —Se puso de pie—. No averiguaremos nada más aquí. Myrsa, métela en la cama y salgamos de este lugar.

Los otros tres no esperaron a ver cómo la mujer trasladaba a la aghar a su maloliente lecho, sino que huyeron de la vivienda con una precipitación casi obscena. Una vez en el exterior, respiraron profundamente durante un rato. Incluso el aire del callejón olía bien después de la madriguera de la Abuela Florsapo. Cuando Aturdemarjal y Myrsa se reunieron con ellos, Nistur fue el primero en hablar.

—Hemos malgastado pan y pescado seco.

—No estés tan seguro —amonestó el sanador—. Fue un trance profético como no he visto jamás. El problema es que con alguien como la Abuela Florsapo puede resultar difícil distinguir un trance de su estado normal. —Enarcó una ceja con ironía mirando a Quiebrahacha—. ¿Qué es eso de un músico?

Por una vez, el inflexible mercenario pareció vacilar y perder casi el habla.

—Fue… hace mucho tiempo. Tal vez te lo contaré otro día. Ahora no.

—Es tu prerrogativa —concedió Aturdemarjal—. No obstante, ella dio en el blanco ahí, ¿verdad? Por lo tanto, tal vez el resto de lo que dijo sea también acertado.

—¿Por qué tienen que hablar los videntes siempre con ambigüedades? —se quejó Nistur—. De acuerdo con que a un enano gully le cuesta enlazar tres palabras seguidas de modo coherente en el mejor de los casos, pero una declaración directa y simple sería mucho más apreciada en esta coyuntura. «¡Hay uno!», dijo. ¡Pues sí, claro que hay uno! Hemos de encontrarlo antes de que se acabe el tiempo. Y, hablando del tiempo, se agota con cada minuto que pasa.

—¡Ojos falsos! ¡Vaya tontería! —bufó Quiebrahacha.

—¿Y qué quiso decir con eso del gusano relampagueante? —preguntó Myrsa.

—Existe una vieja historia… —respondió Aro de Carey, frunciendo el entrecejo.

—¿Sí? —dijo Aturdemarjal en tono alentador.

—Cuenta que existe una especie de monstruo debajo de la ciudad. Acostumbraba subir y comerse a la gente. ¿Veis ése desagüe? —Volvían a estar en la calle ahora, y el desagüe indicado era un ancho agujero circular en el centro de la calzada, medio obstruido con hojas, ramas y otros escombros. Estaba cubierto por una oxidada reja de grueso hierro—. Dicen que todos los desagües están cubiertos por esas rejas para que el monstruo no pueda subir y llevarse gente.

—Cada lugar tiene una historia parecida —repuso Quiebrahacha—. Siempre existe un monstruo en un lago cercano, en lo alto de una montaña o en un pantano profundo. Nadie lo ha visto realmente, pero todos conocen a alguien que lo ha hecho o su abuela lo vio.

—Pero ¿cómo podría servir de ayuda a la enfermedad de Quiebrahacha? —quiso saber Nistur.

—¿Una bestia mágica? —aventuró el sanador—. Existen abundantes precedentes para ello. Conozco las propiedades de muchos seres así.

—No tenemos tiempo de andar trasteando por las alcantarillas de esta ciudad, aunque pudiéramos encontrar una cura ahí —indicó el antiguo asesino.

—Hemos pasado demasiado tiempo aquí —declaró el mercenario, deshaciéndose de su malhumor—. Si lo hemos malgastado, sospecho que no tardaremos en averiguarlo.

—Creo que no tendría que haberos traído aquí —dijo Aro de Carey.

—Tonterías —respondió Nistur, posando una mano sobre su hombro—. Encontraste una pista, y teníamos que seguirla. Oh, bueno, creo que es hora de ir a visitar a los grandes señores de la ciudad.

—No —dijo Quiebrahacha—, quiero ir al campamento nómada, primero. Quizá me equivoco, pero tengo la sensación de que los salvajes resultarán más fáciles de interpretar que los enmascarados y falsos aristócratas de este lugar.

—Es posible que tengas razón y, en cualquier caso, no creo que importe demasiado a quién abordemos primero. Por supuesto, vayamos a ver a esos brutos pintorescos de cerca.

—¡Eh, vosotros! —gritó una voz.

De improviso aparecieron siete jóvenes harapientos y hoscos que ocuparon la calle y les cortaron el paso. Un nuevo ruido de arrastrar de pies enfundados en botas blandas anunció la llegada de otros cinco detrás de ellos. Unos pocos empuñaban espadas; el resto tenía improvisadas armas construidas con cadenas y madera, incluyendo unos cuantos garrotes con clavos. No obstante su juventud, sus rostros tenían un aspecto totalmente envilecido.

—¿Dragones Verdes o Escorpiones? —preguntó Nistur a Aro de Carey.

—Dragones y Escorpiones —respondió ésta—. No todos los miembros de ambas bandas, pero suficientes.

—¿Acostumbran cooperar?

—Jamás —dijo ella, negando con la cabeza.

—Ya veo. —A continuación se dirigió a los miembros del grupo en general—. Caballeros, antes de que cometáis una equivocación terrible e irreversible, os insto a dejarnos pasar.

Los jóvenes se echaron a reír por lo bajo como si jamás hubieran aprendido a reír con franqueza.

—¿Pasar? —dijo un patán de cabellos color arena, algo más alto que los otros, que parecía el cabecilla—. ¿Estaríamos aquí si sólo fuéramos a dejaros marchar?

—Muy bien, pues —repuso Nistur—, queda claro que alguien os ha contratado para matarnos. A lo mejor podemos mejorar su oferta.

—Ésta es muy buena —replicó el cabecilla—. Olvídalo. No puedes igualar su oferta. —Señaló a sus secuaces, llamándolos por su nombre a medida que lo hacía—: Serpiente, Buitre, Piojo, vosotros tres ocupaos de la mujer grande. Zurdo, Daga y yo nos encargaremos del gordinflón. Los demás matad al guerrero. Olvidaos de la ratera y del anciano. Ya los atraparemos cuando hayamos acabado con estos tres.

—¡Así que gordinflón! —exclamó Nistur, indignado.

Ya antes de que los miembros de la banda empezaran a acercarse, había desenvainado su espada y tenía el pequeño escudo en su mano izquierda. Quiebrahacha sostenía un arma en cada mano. Los dos se colocaron espalda contra espalda como si estuvieran muy acostumbrados a hacerlo. Entonces Myrsa empujó a Aturdemarjal entre ellos y sus anchas espaldas para formar un triángulo, con el sanador en el centro, al que se unió rápidamente Aro de Carey. La ladrona sostenía una piedra en cada mano y buscaba dónde hacer blanco; aunque su rostro estaba pálido, no sentía miedo.

Los tres asignados a Myrsa fueron los primeros en atacar, llenos de confianza en sí mismos. Sin vacilar, la mujer asió al más pequeño de los tres por el cuello de la camisa, sin hacer caso del garrote con punta de acero que éste intentó balancear demasiado tarde. Lanzó a su adversario contra los otros dos matones, al tiempo que sacaba su cuchillo en forma de cuchilla de carnicero; antes de que los atacantes pudieran recuperar el equilibrio y sacar sus armas, su cuchillo realizó dos fuertes cortes en forma de enorme «X»; los tres chillaron y cayeron hacia atrás, sangrando por unas profundas heridas.

—¡Myrsa ha sido la primera en derramar sangre! —anunció Nistur, que había contemplado lo sucedido por el rabillo del ojo, pero sin apartar su atención de los hombres situados frente a él—. Vamos ya, ¿quién más quiere besar el acero?

Los tres hombres se sintieron desconcertados al ver a aquel que habían considerado el más débil de los luchadores tan dispuesto, de hecho tan ansioso, por presentar batalla.

—Cógelo, Zurdo —siseó el cabecilla.

El así llamado se adelantó con su espada corta sujeta en una posición baja para asestar una cuchillada en el vientre, el antebrazo derecho colocado frente al pecho como protección. Era veloz como un reptil, pero su hoja rebotó en el pequeño escudo, y al cabo de un instante lanzó un grito cuando la punta de la espada de cazoleta de su adversario le cortó un tendón de la muñeca. El jefe del grupo creyó ver una oportunidad y atacó, con la espada extendida casi por completo. Nistur esquivó la estocada casi perezosamente y asestó un puñetazo con la mano izquierda. El escudo chocó contra el rostro del facineroso con un sonido parecido al de una cacerola balanceada con ambos manos. El cabecilla se desplomó como un saco de patatas, y el llamado Daga mostró una repentina aversión a entrar en combate.

—Vamos —dijo Quiebrahacha que permanecía inmóvil, sonriendo—, seguro que alguien más querrá jugar.

Dos piedras silbaron junto a sus hombros, y un par de matones confiados, con la atención puesta en el adversario equivocado, gimieron y se tambalearon hacia atrás, con las manos sobre los rostros ensangrentados.

—¡Eh! —aulló Aro de Carey—. ¡Ahora es cinco a tres, y eso sin contarme a mí! ¿Estáis seguros de que os queréis quedar por aquí?

Los cinco miembros de la banda que seguían ilesos permanecieron inmóviles y boquiabiertos, con las armas olvidadas en sus manos. Despacio, vacilantes, dando un paso por vez, empezaron a retroceder, y cuando se encontraron a unos diez pasos de distancia de sus supuestas víctimas, dieron media vuelta y echaron a correr a toda velocidad. Los seis heridos por las armas y las piedras se alejaron tambaleantes de un modo menos precipitado.

—Coged a uno —indicó Nistur, manteniendo su verborrea, por una vez, al mínimo.

Myrsa agarró por el cuello de la camisa a uno de los jóvenes heridos por las piedras de Aro de Carey. Cegado por la sangre que se le metía en los ojos, éste había chocado contra una pared.

—Eso no fue muy divertido —dijo Quiebrahacha, desilusionado, envainando sus armas, que no habían llegado a mancharse de sangre.

—Enviarán gentes mejor preparadas la próxima vez —le aseguró Nistur—. Eh, tú —dijo al matón herido—. ¿Quién os contrató?

—¿Vas a matarme?

—Si no contestas —aseguró el mercenario—. Yo lo haré.

—Fue un gran Señor. Yo no hablé con él.

—¿Quién cogió el dinero? ¿Fue vuestro jefe? —quiso saber Nistur.

—Eso es. Fue a ver a los Escorpiones para buscar ayuda extra. El Señor pagaba lo suficiente para dejar de lado nuestra enemistad para realizar este trabajo —dijo Puño de Granito.

—Exactamente, ¿cuáles eran vuestras instrucciones? —aguijoneó el antiguo asesino.

—Matar al mercenario del traje de dragón, al… al lo que sea, el gordinflón de la espada anticuada, y a la ladrona.

—Los tres que llevan el sello del Señor —indicó Quiebrahacha—. ¿Qué pasaba con los otros?

—No nos hablaron de nadie más, pero acordamos no dejar testigos. —Parecía como si estuviese discutiendo un intercambio comercial en un mercado, en apariencia más que satisfecho porque lo dejaran respirar unos minutos más.

—¿Qué aspecto tenía el noble? —quiso saber Nistur.

—Llevaba una máscara —respondió el joven, encogiéndose de hombros—, como siempre hacen. Sin embargo, no creo que fuera un auténtico Señor, sino, más bien un criado. Los auténticos señores no vienen a nuestra zona de la ciudad.

—Oh, no sé qué decir —repuso su interrogador, inspeccionando las ruinas que los rodeaban—. Posee cierto encanto, si te gustan estas cosas.

—¿Eh? —dijo el matón, en tono vivaz.

Nistur hizo caso omiso de él y se volvió hacia Aturdemarjal, que estaba agachado junto al cabecilla caído.

—¿Puede hablar?

—¿Hablar? —dijo el sanador—. Apenas si puede respirar. —El rostro destrozado del joven era una máscara sanguinolenta, con la carne tan hinchada que los ojos y la boca eran sólo tres rendijas. Espumarajos de sangre borboteaban de su nariz—. Jamás hubiera creído que pudieras infligir tanto daño con un golpecito de un escudo pequeño como el tuyo.

—Tengo mis momentos —respondió el otro, satisfecho de sí mismo.

—No serviría de gran cosa si pudiera hablar —indicó Aro de Carey—. Éste probablemente tiene razón. El noble habría enviado a un chambelán o a uno de sus criados de más categoría. No habría venido él. Y nadie sabría quién es. La gente corriente jamás ve a los nobles de cerca.

—Sin duda —asintió Nistur—. Vamos, marchemos mientras es aún temprano.

—¿No vais a matarme? —inquirió el matón en un tono que parecía casi de decepción.

—Sé que esto estremecerá tu sentido de la propiedad hasta sus cimientos —le informó el antiguo asesino—, pero no, no vamos a matarte.

—Como queráis —respondió él, encogiéndose de hombros—. No pienso discutir.

—Cuando vuelvas a ver —le advirtió Quiebrahacha—, llévate a tu cabecilla a casa. O déjalo ahí tirado, lo que prefieras. Vamos —dijo a los otros, encaminándose hacia el este.

—No creo que ninguno de ellos dure mucho, incapacitados como están, en esta parte de la ciudad —comentó Aturdemarjal.

—En ese caso, Tarsis será un lugar mejor —afirmó Aro de Carey—. Vinieron a matarnos. Si viven, matarán a otro. Es lo que hacen. No malgastes tu compasión.

—Es su forma de ser —dijo Myrsa—. Demasiado bondadoso.

—Esa escoria iba mal armada, incluso para ser escoria —dijo Nistur, acariciándose la barba pensativo—. Al poco de mi llegada a esta hermosa ciudad, vi dos bandas luchando debajo de mi ventana. Utilizaban espadas para dos manos. Eran armas inferiores, pero mucho mejores que las que llevaban esos granujas. Podríamos no haber salido tan bien parados si nuestros últimos asaltantes hubieran estado armados así.

—Si todos llevaban espadas —indicó Aro de Carey—, eran bandas procedentes de las zonas elegantes de la ciudad.

Se separaron en la puerta este. El capitán Karst sólo permitió cruzar la poterna a los que llevaban el sello del Señor de Tarsis.

—Nos reuniremos con vosotros por la tarde —dijo Nistur a Aturdemarjal y Myrsa—. O no, según sea el caso.

—Creo —manifestó el sanador—, que todos deberíamos meditar las palabras de la Abuela Florsapo. Hay mucho más en ellas de lo que parece a simple vista.

—En estos instantes —confesó el antiguo asesino—, estoy tan confuso que incluso lo evidente me intimida, por lo que no puedo ni pensar en lo enigmático. Averigüemos lo que podamos y, tal vez, todo quede claro llegado el momento.

—Tal vez sea así —repuso Aturdemarjal—. Que tengáis suerte, amigos.

Un par de centinelas hizo girar la pequeña pero pesada puerta de la poterna, y los tres pasaron al otro lado, con los sellos bien a la vista. A su espalda la poterna volvió a cerrarse, y se oyó el chasquido metálico de los cerrojos al volver a correrse. Ante ellos, a un largo tiro de arco, el ejército enemigo contemplaba a sus inoportunos visitantes.

—Kyaga dijo que respetarían estos sellos —dijo Aro de Carey con una repentina turbación en la voz—. ¿Creéis que lo obedecerán?

—Esperemos que sí —repuso Nistur.

—Si no lo hacen —intervino Quiebrahacha con una sonrisa irónica—, probablemente no sufriremos mucho tiempo.

Con los hombros erguidos y las cabezas bien altas, los tres avanzaron en dirección a las tropas nómadas, exhibiendo mucha más confianza de la que realmente sentían. El mercenario y el antiguo asesino, muy versados en cómo funcionaba el mundo, sabían que la disciplina de los bárbaros era, en el mejor de los casos, incierta. Aro de Carey, tan segura de sí misma entre el salvajismo de su ciudad natal, se sintió en territorio extraño en cuanto puso un pie fuera de las murallas. Aquí, cada brizna de hierba le parecía amenazadora.

A medida que se acercaban a la horda, algunos nómadas los miraron fijamente con expresión hosca, pero ninguno intentó cortarles el paso. Algunos les dedicaron una ojeada, pero la mayoría hizo como si no los viera. Mientras recorrían el campamento comprobaron que el ejército, que desde lejos parecía tan homogéneo, estaba en realidad compuesto de muchas gentes distintas. Algunos se parecían a Myrsa: hombres de gran tamaño y aspecto feroz vestidos con pieles y cueros, muchos de ellos tocados con sombreros de piel de lobo o zorro. Unos llevaban túnicas extravagantemente largas de telas multicolores, y otros, turbantes bien enrollados y los rostros velados hasta los ojos. Además de estas dos clases había muchas otras, que se distinguían por sus propios estilos de vestimenta, pintura y tatuajes. Entre estos pintorescos guerreros había muchas personas que llevaban ropas sencillas, estaban desarmadas y tenían los cabellos casi rapados.

—¿Llevar el cabello corto significa ser un esclavo entre estas gentes? —preguntó Nistur.

—Así es —afirmó su compañero—. Cautivos de las ciudades situadas cerca de los eriales, diría yo. No veo a un solo bárbaro genuino entre estos esclavos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Aro de Carey, que empezaba a recuperar la confianza al ver que los salvajes no mostraban interés en acabar con ella.

—A la tienda grande —indicó Quiebrahacha—. Quiero hablar con ese Kyaga Arco Vigoroso cara a cara.

—Da la casualidad, de que creo que es una idea muy sensata —asintió Nistur, dando la impresión de estar algo molesto al ver que Quiebrahacha tomaba el mando.

Ante la inmensa tienda situada en el centro del campamento descansaba un guardia de honor. Algunos reposaban tendidos en el suelo, y otros estaban a caballo, rodeando el estandarte del caudillo. Todos ellos eran bárbaros de los que llevaban el rostro cubierto, y a pesar de su postura indolente, los ojos que asomaban por encima de los velos aparecían alertas y recelosos.

—No parecen muy preocupados por la seguridad de Kyaga —comentó Aro de Carey.

—No te dejes engañar —respondió Quiebrahacha—. ¿Ves cómo sujetan sus lanzas?

—Desde luego —asintió la ladrona—. Ese del pañuelo azul está apoyado en la suya como si estuviera medio dormido, y los dos que van a caballo la llevan inclinada sobre los hombros como muchachos con cañas de pescar, y aquellos tres situados junto a la entrada la utilizan para mantenerse en pie mientras arrojan los dados, y el que ronca la lleva atravesada sobre las rodillas. ¿Qué pasa con ellas? A mí me parece chapucero.

—Cada uno de ellos —explicó Nistur— sujeta su arma por el punto de equilibrio. Un movimiento en falso por parte de uno de nosotros, y nos atravesarán desde seis direcciones distintas. Éstos no son matones de callejón a los que se pueda tratar como si nada.

—Oh —repuso ella—. Vaya, jamás he dispuesto de otra cosa que no sean la guardia ciudadana de Tarsis y mercenarios borrachos para poder juzgar. No lo olvidaré.

Mientras se acercaban a la tienda, un hombre se colocó ante la entrada, con la mano sobre la empuñadura de su espada. Llevaba una túnica de rayas moradas y negras, y por encima de su velo los ojos eran firmes y de un azul brillante.

—¿Qué queréis?

—Somos los detectives nombrados por el Señor de Tarsis para investigar el asesinato del embajador Yalmuk Flecha Sangrienta. Según el acuerdo entre nuestro Señor y tu caudillo, hemos venido a interrogar a ciertas personas del campamento. Nos gustaría hablar primero con Kyaga Arco Vigoroso.

Manteniendo la mano derecha sobre la empuñadura, el guardián alargó la palma izquierda. Nistur depositó en ella su sello, y el hombre lo examinó con atención, primero por un lado, luego por el otro. Tras devolverlo, examinó los otros dos con la misma minuciosidad. Una vez que estuvo convencido de su autenticidad, se dio la vuelta y penetró en la tienda.

—Seguidme —dijo.

Pasaron al interior de la tienda, donde encontraron a más guardianes ganduleando. Por dentro, la tienda estaba cubierta de espléndidas colgaduras de seda, teñidas de colores sorprendentes y bordadas con cientos de caprichosos dibujos. Hermosas lámparas de plata y oro y ámbar esculpido colgaban de cadenas de oro de los cóncavos soportes del techo realizados con las delgadas costillas de alguna criatura enorme. El suelo estaba cubierto de alfombras, y aquí y allá braseros de exquisita ejecución lanzaban columnas de humo perfumado para amortiguar los olores más desagradables del campamento.

—Veo que Kyaga no es muy amigo de la austeridad por la que son famosos sus camaradas nómadas —observó Nistur.

—No nos han hecho entregar las armas —indicó Aro de Carey.

—No tienen miedo —repuso Quiebrahacha—. Ni tendrían por qué tenerlo.

Todos los guardas se pusieron en pie cuando alguien surgió de otra habitación de la enorme tienda. El recién llegado era más alto que Quiebrahacha, altura que era acentuada por su turbante. Sus ropas eran de seda morada, y el velo mostraba únicamente sus brillantes ojos verdes. Tras él apareció el chamán, con el rostro pintado de verde oscuro bajo su tocado cubierto de amuletos; detrás del hechicero iba una siniestra figura, con una armadura de escamas y una máscara de bronce. Durante un buen rato, Kyaga Arco Vigoroso los estudió en silencio; luego su velo se arrugó ligeramente, como si el hombre sonriera.

—¿Sois los investigadores nombrados por el Señor de Tarsis? —Las arrugas de las esquinas de los ojos se agudizaron—. Esperaba nobles distinguidos, tal vez funcionarios públicos con experiencia u oficiales militares. ¡En su lugar ha enviado un cipayo granuja, una criatura de las calles y un petimetre!

—Lamento que te decepcionemos tanto —dijo Nistur.

—¡En absoluto! Temí que me aburriría. En lugar de ello me siento enormemente divertido. Sentaos, amigos. Estáis bajo mi protección y ahora debéis disfrutar de mi hospitalidad.

—Eres muy amable —replicó el antiguo asesino, tomando asiento en un almohadón de seda relleno de hierbas aromáticas—, pero debemos ser breves. Por decreto tuyo, nuestro tiempo es sumamente limitado.

—Sin duda es tiempo más que suficiente para personas tan inteligentes como vosotras —repuso Kyaga.

—Nos halaga gozar de tu confianza.

—Entre mi gente —dijo el caudillo—, se considera una descortesía hablar demasiado deprisa de los asuntos importantes. No obstante, puesto que vuestro tiempo es limitado, prescindamos de las etiquetas y discutamos lo que os trae aquí mientras compartimos un refrigerio.

Esclavos de cabezas casi rapadas de ambos sexos llegaron con bandejas repletas de hogazas planas, fruta seca y brochetas de carnes recién sacadas del fuego. Era la típica comida nómada, pero los vinos que sirvieron eran de excelente cosecha, y las copas de cristal de amatista.

—El difunto Yalmuk Flecha Sangrienta —empezó Nistur— pertenecía a una tribu conquistada por ti hace unos dos o tres años, ¿no es cierto?

—Era un caudillo de los nómadas de la Montaña Azul, y sí, fue necesario convencer a ese pueblo por la fuerza de mi derecho a gobernar. Desde entonces, han sido mis leales seguidores.

—Y, sin embargo —dijo Nistur—, es posible que las viejas rivalidades no se extirparan tan fácilmente. Durante el tiempo en que el Señor de Tarsis y sus eminentes nobles recibieron a tu embajada, antes de tu llegada, se detectaron ciertas, podríamos decir, tensiones entre tus seguidores de alto rango.

—¿Es eso cierto? —inquirió Kyaga, sin que su voz sonara ni sorprendida ni alarmada—. ¿Podrías ser más específico?

—El Señor en persona —explicó Nistur— oyó un cruce de palabras con cierta acritud entre Yalmuk y tu chamán, el Orador de las Sombras. —Señaló con la cabeza en dirección a la estrafalaria figura sentada justo detrás del caudillo. A través de la cortina de ristras de amuletos, los ojos castaños lo contemplaban con expresión inescrutable.

—¿Y qué conclusión sacas de ello? —preguntó Kyaga.

—Que los dos sentían celos el uno del otro. Cada uno consideraba al otro demasiado influyente, demasiado bien considerado por ti. Entre los hombres ambiciosos que buscan ascender en el favor de su señor, tal rivalidad es más que suficiente para cometer un asesinato.

—¿Crees que Orador de las Sombras mató a Flecha Sangrienta? —Ahora sonaba realmente divertido.

—No lo considero por encima de toda sospecha.

—Hay un fallo en tu sospecha.

—¿Qué es?

—Orador de las Sombras estuvo conmigo toda la noche del asesinato.

—¿Es eso cierto? —repuso el otro, perplejo—. Y sin embargo, yo creía que no habías llegado al campamento hasta la mañana siguiente.

—Había prometido a mis jefes que me reuniría con ellos no más tarde de ese tiempo. Pero resulta que llegué al campamento justo después de la puesta de sol de la noche anterior. Pasé la noche reunido con mi chamán.

—Comprendo —repuso Nistur, desilusionado—. No obstante, había entre los enviados ciertos jefes subalternos que mostraron resentimientos mutuos e incluso, me duele informarte, cierto descontento con tu jefatura.

—¿Eso dices? ¿Y oíste eso de boca del mismo Señor de Tarsis?

—De sus propios labios —asintió Nistur.

Ahora el bárbaro se echó a reír con ganas.

—Deja que te diga qué es lo que realmente oíste, amigo mío. ¡Escuchaste a un hidalgüelo conspirador y falso que intenta envenenar mi mente contra mis leales jefes! Intenta sembrar la disensión entre mis huestes, poniendo a una tribu contra otra mediante el sistema de despertar antiguas enemistades. Quiere que piense que mis jefes conspiran contra mi persona e intenta convencerlos a ellos de que los trato con mezquindad, sin recompensarlos como se merecen.

»Pero te digo esto —en este punto alzó una mano como si prestara juramento—, y puedes llevar mis palabras de vuelta a tu intrigante Señor de Tarsis: ¡Kyaga Arco Vigoroso no es un estúpido! Y tampoco tiene jefes estúpidos. Sí, oí de sus propios labios cómo el Señor y sus consejeros los agasajaron, intentaron comprarlos y los pusieron en mi contra, tal como yo les dije que sucedería. ¡La lealtad de mis seguidores sigue firme!

—Estoy seguro de que eso es así —repuso el antiguo asesino con suavidad—. De todos modos, debemos seguir cualquier pista, para poder entregar un informe exhaustivo y completo a nuestro Señor. Sin duda lo comprendes.

—Desde luego. —Kyaga extendió las manos y pareció volver a sonreír. Clavó entonces la mirada de sus verdes ojos en Quiebrahacha—. Tu amigo no habla mucho.

—Escucha mucho. Y actúa con decisión.

—Ambas son buenas cualidades —alabó Kyaga—, en un consejero y en un guerrero.

—Y yo te aseguro que él es las dos cosas. Ahora, respecto a tus jefes…

—No deseo ser grosero, pero tengo mucho que hacer —dijo Kyaga, poniéndose bruscamente en pie—. Mi ejército se prepara para ir a la guerra. Podéis pasear libremente por mi campamento. Podéis entrar en cualquier tienda e interrogar a cualquiera, sea cual fuere su rango.

Se pusieron de pie, y Nistur realizó una reverencia.

—Nos despedimos de ti, entonces. No temas, te entregaremos al asesino dentro del tiempo estipulado.

—Encargaos de que así sea.

Con estas palabras, el caudillo abandonó la tienda a grandes zancadas, y un sonoro rugido se elevó de las hordas acampadas en el exterior ante la visión de su adorado y conquistador jefe.

Los tres permanecieron en la tienda unos cuantos minutos más, sin decir nada. Luego salieron al exterior. Kyaga había marchado a caballo a alguna parte, llevándose con él a la mayor parte de su guardia de honor.

—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Quiebrahacha.

—No se parece en nada a lo que yo esperaba. No es un bárbaro inculto; eso es seguro. Si el Señor de Tarsis cree que puede llevar a cabo sus jueguecitos políticos con él, se equivoca sobremanera. Kyaga es sutil y posee cierto ingenio.

—Sí, estoy seguro de que no es ningún bárbaro en absoluto. No me extraña que lleve ese velo. Apostaría a que sus facciones no se parecen a las de ninguna de las tribus aquí reunidas pero, debido a que se cubre con el velo, todos pueden imaginar sus facciones como deseen que sean.

—Otra muestra de sutileza. Me hablaba a mí, pero sus ojos estaban puestos en ti la mayor parte del tiempo. ¿Crees que has tenido algo que ver con él con anterioridad?

—Tal vez en algún ejército hace años… —Se detuvo, las facciones contorsionadas en un esfuerzo mental—. Pero no, sin duda recordaría a un hombre así.

—Tal vez —repuso Nistur, evasivo—. El modo en que insiste en la lealtad de sus seguidores me hace sospechar que duda mucho de tal lealtad.

—Al menos —dijo Aro de Carey—, ahora que nos ha alimentado, podemos considerar que estamos realmente a salvo. Siempre he oído que estos nómadas se toman muy en serio su hospitalidad, que cuando alguien ha comido tu comida en tu tienda, no puedes atacarlo sin enojar a los dioses.

—Ésa es la norma —asintió Quiebrahacha—. Incluso aunque sea tu enemigo, no puedes perseguirlo una vez que ha abandonado tu campamento hasta que hayan transcurrido un día y una noche.

—Por otra parte —intervino Nistur—, dudo que a Kyaga Arco Vigoroso le preocupe demasiado la opinión de los dioses.