6

—Se me ocurre —observó Nistur—, que necesitamos una base de operaciones.

El desigual trío se encontraba sobre un puente de elegante arco que salvaba lo que en el pasado había sido un pintoresco canal, parte de un sistema que conectaba todas las zonas de la ciudad con su puerto, permitiendo que los cargamentos se descargaran de las naves y fueran transportados con facilidad hasta las tiendas, hogares, mercados y almacenes de Tarsis. Ahora los canales estaban secos y poco a poco se habían ido llenando de polvo, hojas, basura y cascotes que los esporádicos chaparrones no conseguían arrastrar. Unas cuantas casas flotantes viejas descansaban sobre los fondos, algunas de ellas habitadas todavía.

—Con éstos. —Quiebrahacha dio un golpecito a su sello—, podemos requisar una oficina en el palacio si queremos y alojamiento en cualquier casa o posada que deseemos. Aunque no puedo decir que me guste la idea.

—Exacto —coincidió Nistur—. Nuestros principales sospechosos son las personas más importantes de esta ciudad. Reconozcámoslo, amigos, ahora poseemos títulos de los que alardear y supuestos poderes, pero no tenemos más protección que nuestra propia habilidad con las armas. Me considero capaz de competir con mi espada con la mayoría de los espadachines, y sé que tú, Quiebrahacha, eres un luchador magnífico, y nuestra Aro de Carey es experta en huidas y evasiones, pero debemos ser realistas. No somos rivales para un Señor que pueda enviar a veinte hombres armados tras de nosotros. En la ciudad corremos el mayor peligro, en especial después de oscurecer. Dudo que alguien intente atacarnos a plena luz del día, con testigos que puedan explicarlo.

—Podríamos tomar una de las torres de la muralla de la ciudad —sugirió el mercenario—. Allí estaríamos seguros.

—Ha hablado un soldado —dijo Nistur—. Pero sería incómodo, molesto y demasiado público, con las murallas atestadas de mercenarios y ciudadanos reclutados. No, yo preferiría un lugar en el que podamos entrar y salir sin ser vistos. Nuestros deberes pueden requerir actividades clandestinas.

—Conozco gran cantidad de buenos escondites en la Ciudad Vieja —indicó Aro de Carey—, pero no llamaría a ninguno de ellos cómodo. —Tras una pausa, añadió—: ¿Por qué no nos quedamos justo donde hemos estado hasta ahora? El barco de Aturdemarjal es seguro, y los habitantes del puerto tienen al anciano en gran estima. Tienen sus propios sistemas para pasar mensajes. Nos avisarían enseguida si fueran intrusos a buscamos.

—No es una mala idea —admitió Quiebrahacha—. Y ahora podemos pagarle por las molestias.

—Afirma que no es un hechicero —replicó Nistur, asintiendo—, pero estoy seguro de que puede poner en marcha unos cuantos conjuros de protección, y calculo que Myrsa podría enfrentarse ella sola a tres o a cuatro de los mercenarios y facinerosos que pululan por esta ciudad.

—Nos quedamos con Aturdemarjal, pues —declaró Quiebrahacha—, si él está de acuerdo. Además, no estoy tan seguro de nuestro patrón.

—¿Piensas que el mismísimo Señor podría haber eliminado al embajador? —inquirió su compañero.

—En este momento, nadie está fuera de sospecha. En el pasado por lo general me contentaba con servir a un pagador, siempre y cuando no se tratara de algún señor feudal que viviera del latrocinio. Pero la mayoría de las guerras de poca monta son cuestiones bastante sencillas. Dos o más señores tienen una disputa sobre quién posee qué tierra o quién merece heredar un título concreto y deciden luchar por ello. En esta miserable ciudad todo es distinto: facciones secretas que llevan a cabo sus propios juegos de poder, gentes que declaran su lealtad a un bando al tiempo que lo traicionan. No pondría en duda que la mitad de los nobles de esta ciudad estuvieran pactando en secreto con Kyaga, cada uno intentando encontrar alguna ventaja para sí mismo.

—¡Ay! Es muy cierto —convino Nistur—. De modo que no confiaremos en nadie excepto en nosotros. —Dio una palmada a Aro de Carey en el hombro—. Mi joven camarada, tengo una tarea especial para ti.

—¿Qué es? —preguntó con desconfianza, entrecerrando los ojos.

—Oh, no te preocupes, lo encontrarás agradable. Estás en muy buenas relaciones con el mundo del hampa de esta ciudad. Conoces a los granujas, mendigos, ladrones y peristas. Estas personas deben de ser bastante reacias a hablar con investigadores oficiales. De hecho, huirán en cuanto nos acerquemos. Pero podrían muy bien confiar en uno de los suyos. Quiero que te muevas entre tus humildes amigos durante el día de hoy. Averigua si alguno de ellos oyó algún fragmento de conversación que pudiera ser pertinente. Debes estar dispuesta a pagar por la información. —Sacó unas monedas de su bolsa y se las entregó—. ¿Vas armada?

—Tenía un cuchillo —respondió ella, negando con la cabeza—, pero los guardianes de la cárcel lo cogieron y no me lo devolvieron.

—Entonces compra uno y tenlo a mano. Ven a informar a casa de Aturdemarjal esta noche.

—Estaré allí —prometió la muchacha. A continuación introdujo su sello y la cadena bajo su túnica—. Es mejor mantener esto oculto. En mi zona de la ciudad, la insignia del Señor más bien hace que la gente se ponga nerviosa y muchos te matarían por bastante menos plata que ésta.

—Es probable que ni siquiera sea plata —se quejó Quiebrahacha—, sólo cobre plateado.

—Creedme —les aseguró ella—, conozco a gentes que me matarían por esa cantidad de cobre. Nos vemos esta noche. —La ratera abandonó el puente y desapareció de su vista como una sombra.

—Yo creía haber vivido en sitios difíciles —reflexionó el mercenario—. No sé cómo esa chica ha conseguido sobrevivir tanto tiempo en este nido de ratas.

—Uno hace lo que debe para sobrevivir —dijo Nistur—. Vamos, amigo. Nos quedan unas cuantas horas de luz. No quiero interrogar a nadie hasta tener una buena idea de nuestro entorno. Exploremos la ciudad un poco y cojámosle el tino.

—De acuerdo —repuso Quiebrahacha—. Yo quiero inspeccionar las murallas y echar una ojeada al campamento nómada. Pero ¿desde cuándo te has hecho cargo de la operación? Hablas como si fueras mi oficial superior. Deja que te recuerde que es mi geas lo que está estampado en tu barbilla.

—Soy muy consciente de ello —respondió él, frotándose distraídamente la zona, que todavía le escocía un poco—. No obstante, creo que estarás de acuerdo en que mi lengua tiene bastante más labia que la tuya. Es el poeta que hay en mí. Y esta clase de ejercicio mental me atrae. ¿Qué dices a esta propuesta: tú respaldas mi iniciativa en las cuestiones de investigación, y yo seguiré tu mando si nos vemos involucrados en una guerra? Estoy más que dispuesto a someterme a tu superior experiencia militar.

—De acuerdo por ahora —replicó su compañero a regañadientes.

Abandonaron el puente y empezaron a andar hacia el norte, pasando junto a un alto muro que rodeaba los extensos terrenos del palacio en la ciudad central, en el lado opuesto a la gran plaza.

—Y ahora, amigo mío —dijo Nistur—, tal vez sea hora de que me digas por qué un señor de esta ciudad tiene motivos para pagar por tu vida. En un principio no pregunté ya que se trataba de una cuestión profesional y, realmente, no era asunto mío. Pero ahora estamos involucrados con estos desagradables personajes y debo conocer todos los hechos relacionados con nuestra seguridad.

—Créeme, si lo supiera, te lo diría. No deseo colocarnos en un peligro mayor del que corremos ya. Lo cierto es que no tengo ni idea de por qué algún aristócrata local quiere verme muerto. He estado en la ciudad menos de un mes, gastando la paga de mi última guerra y buscando otra. No me he relacionado con nadie, excepto con mis camaradas mercenarios y aquellas personas que frecuentan las tabernas de los viejos muelles. Desde luego, no siempre recuerdo… —Su voz se apagó presa de una repentina turbación.

—¿Te refieres a que tus periódicos ataques te producen algo más que parálisis de las extremidades? ¿Provocan a veces fallos de memoria?

—En ocasiones. Pero no últimamente. —El mercenario sacudió la cabeza como para aclararla—. No, estoy seguro de que jamás he tenido nada que ver con ningún noble de esta ciudad.

—Ah, bueno. Los aristócratas son caprichosos, imprevisibles en el mejor de los casos. Tal vez visitaba los barrios bajos, disfrazado, y le ganaste en una partida de dados. O quizás estaba paseando con su esposa, y ella te dirigió una mirada que él consideró demasiado prolongada.

—Podría ser —concedió Quiebrahacha—. O quizá me confundió con otra persona. Probablemente no tardaremos en averiguarlo. Limitémonos a hacer todo lo posible por sobrevivir a la experiencia.

Cerca de la esquina nordeste de los jardines del palacio llegaron a una amplia avenida que discurría en dirección este hacia una de las tres entradas principales de la ciudad, y hacia allí dirigieron sus pasos. Mientras andaban, a Nistur le sorprendió el agudo contraste entre los dos lados del paseo. Al sur había un distrito relativamente próspero de casas imponentes y tiendas caras. Al norte se encontraba la Ciudad Vieja, o Alta, que, como Aro de Carey había explicado, las autoridades consideraban abandonada. La mayoría de sus construcciones más altas se habían derrumbado durante el Cataclismo, y las pocas que todavía se alzaban más de tres pisos eran sólo armazones huecos, cuyas ventanas sin cristales dejaban pasar los rayos del sol, con todos los tejados destruidos hacía ya tiempo. El Cataclismo había actuado aquí como un terremoto, seguido por incendios devastadores. Todas las edificaciones que seguían en pie mostraban daños producidos por el fuego, y no quedaba ni un solo edificio de madera.

—A juzgar por la altura de las ruinas —comentó el antiguo asesino—, ésta debió de ser la parte más rica de la ciudad. No es de extrañar que Tarsis no se recuperara jamás por completo.

—Simplemente carecen de ánimo —repuso su compañero sin la menor compasión—. He visto ciudades arrasadas hasta los cimientos por el Cataclismo, han sido reconstruidas de tal modo que uno pensaría que no sufrieron el menor daño. Esta gente no tiene sangre en las venas.

—No puedo decir que me gusten demasiado, pero hemos de ser justos. La ciudad dependía de su puerto, y el Cataclismo lo destruyó.

—¿Por qué hemos de ser justos? —inquirió Quiebrahacha.

Llegaron a la puerta este, una construcción que consistía en dos puertas de madera maciza, cada una de tres metros de ancho y seis de altura, reforzadas por la pesada reja de hierro de un rastrillo. Por lo general, el rastrillo estaría alzado a esa hora del día, y sólo se vería la parte inferior de afiladas puntas en lo alto; ahora permanecía bajado mientras persistiera el estado de emergencia. A un lado de la entrada principal había una pequeña puerta fuertemente fortificada que permitía el acceso a pie cuando la principal estaba cerrada. Esta poterna estaba ahora también cerrada y atrancada mediante varias vigas gruesas.

La puerta estaba flanqueada por un par de torres que se alzaban casi cinco metros por encima de la muralla, sus partes superiores coronadas de almenas y armadas con pesadas balistas; ballestas cuatro veces más grandes que las que empuñaban los soldados estaban instaladas sobre plataformas giratorias y eran capaces de disparar saetas de acero o piedras del tamaño de melones. Una cantidad de mercenarios recién contratados permanecían apoyados sobre sus lanzas, espadones, alabardas y toda una variedad de lanzas alrededor de las bases de las torres gemelas, estudiando a la curiosa pareja que se aproximaba.

—¿Quién es el capitán de la puerta? —inquirió Quiebrahacha.

—¿Quién lo pregunta? —quiso saber un soldado que se apoyaba sobre un arco largo en lugar de una lanza. Nistur y Quiebrahacha alzaron sus sellos, y la insignia volvió a actuar como un talismán.

—Capitán Karst a vuestro servicio —repuso el individuo de bigote gris que salió apresuradamente de la base de una de las torres, para a continuación mirar de reojo al mercenario de la armadura de dragón—. ¿Quiebrahacha? ¡Te rechazaron todos los reclutadores de la ciudad! ¿Cómo conseguiste obtener un puesto con el Señor de Tarsis?

—Algunos estamos destinados a cosas más importantes, capitán —anunció Nistur en tono grandilocuente—. Tenemos que inspeccionar las murallas y estudiar el campamento nómada.

Los fornidos hombros del capitán se encogieron, haciendo que su arnés de acero y cuero crujiera.

—Lo que deseéis. Venid por aquí. —Los condujo al interior de una de las torres y ascendieron por la escalera de caracol—. Nos informaron que aparecerían funcionarios con esos sellos y que debíamos dejar que cruzaran las puertas. ¿Estáis investigando realmente la muerte de ese enviado bárbaro?

—Ése es nuestro trabajo —respondió Quiebrahacha.

En lo alto de la torre, los mercenarios y guardas de la ciudad se cuadraron en un desigual saludo ante la aparición de su capitán. El sargento de guardia realizó el saludo de rigor.

—Todo tranquilo en el campamento nómada, señor —informó—. Parece que otro grupo ha llegado hace una hora. Puede que un centenar de ellos.

Nistur y su compañero se acercaron al parapeto y atisbaron por entre las almenas.

—Un espectáculo impresionante —dijo Nistur.

El campamento enemigo se extendía en todas direcciones. Había cientos de tiendas, corrales de animales, hombres a caballo practicando el tiro al arco o el lanzamiento de lanza desde distancias improvisadas, patrullas itinerantes cabalgando al exterior o regresando al campamento, todo ello sin el orden de un ejército civilizado, pero con el sello inconfundible de un acuartelamiento de guerreros que sabían lo que hacían.

—Los nómadas viajan en tribus enteras —indicó Quiebrahacha—. ¿Qué proporción de ellos son guerreros?

—Todos son luchadores —informó Karst—. Ese nuevo gran jefe suyo les hizo dejar a las familias en sus praderas ancestrales. Ese campamento es ahora tres veces mayor de lo que era ayer a esta misma hora. —Los dientes del capitán quedaron al descubierto en una sonrisa sin alegría—. Apuesto a que ha corrido la noticia de que Kyaga piensa saquear Tarsis. Todos quieren estar presentes en el pillaje, incluso aquellos que todavía no le han jurado lealtad.

—Obtendrá su vasallaje si tiene éxito —afirmó Quiebrahacha—. Será caudillo de todos los nómadas y de eso no hay la menor duda.

—¿Quieres decir —manifestó Nistur— que crees que no le interesa demasiado que encontremos al asesino del embajador, ya que eso le quitaría su excusa para atacar?

—No ganaría nada con eso —intervino Karst—. Muy al contrario. Decepcionaría a todos esos guerreros.

—En ese caso, nuestra misión no tiene demasiada razón de ser, ¿no es así? —repuso el antiguo asesino.

—Se supone que ese villano —replicó el capitán, señalando la tienda situada en el centro del campamento— ha venido aquí a negociar con el Señor de la ciudad y los consejeros. Dijo que atacaría si no se encontraba a los asesinos en un plazo de cinco días. Si los obtiene, regresará a las negociaciones. Si las negociaciones se rompen, atacará de todos modos. —Volvió a encogerse de hombros—. A mí me da lo mismo. Yo cobraré mi paga suceda lo que suceda.

—¿En qué estado están las defensas? —preguntó Quiebrahacha.

—Mejor de lo que estaban hace dos días —respondió el guerrero—. Hemos tenido a todos los carpinteros y herreros de la ciudad reparando las catapultas y balistas, y la mayoría ya funciona. Los albañiles han estado arreglando las brechas en las murallas de la ciudad, que no eran tan grandes como nos temimos al principio.

—¿Hay hombres suficientes para defender las murallas tanto tiempo? —quiso saber el mercenario.

—No, pero, de todos modos, tampoco he visto a esos nómadas construir máquinas de asedio. Dudo que sepan cómo construirlas o utilizarlas. Si no son atacadas con máquinas, incluso murallas mal defendidas pueden resistir mucho, mucho tiempo.

—Eso es cierto —repuso el otro, sombrío. Nistur le dirigió una veloz mirada, sorprendido por su tono, pero no hizo ningún comentario.

—¿Entonces no tienen demasiadas posibilidades de asaltar los muros? —inquirió el antiguo asesino.

—Es algo que todo soldado sabe —respondió Karst—. No se puede tomar una posición bien fortificada sólo con armas arrojadizas. Pueden ser decisivas en campo abierto, especialmente cuando se emparejan con la movilidad. Pero si disparan a murallas como éstas, los defensores se limitarán a agacharse tras los morlones hasta que haya pasado la andanada. Incluso puedes permanecer de pie tras las almenas para responder al fuego y quedar protegido por los manteletes. —Indicó los enormes escudos rectangulares de madera instalados entre los merlones, inclinados hacia fuera como los aleros de un tejado.

—Comprendo —dijo Nistur.

—Además —siguió Karst, empezando a animarse con el tema—, cuando se libra batalla en campo abierto, tienes que tener soldados adiestrados, disciplinados y que respondan a las órdenes. Han de ser fuertes, valientes y aptos. No puedes entregar una espada a un granjero y esperar que la use con destreza. Se necesita un hombre muy fuerte para tensar un arco largo, y hacen falta años de práctica para acertar en un blanco distante.

»Pero cuando se defiende una ciudad como ésta, los ciudadanos pueden ser útiles. Cualquier criatura enclenque puede girar la manivela de una ballesta y, al disparar contra un enemigo en masa, lo más probable es que la saeta acierte en alguna parte.

El capitán se agachó y recogió una piedra de un montón situado debajo de la almena más cercana. Cada almena contaba con un montón igual. Arrojó la piedra a Nistur, que la cogió diestramente. Era un adoquín liso y redondeado, un poco mayor que el puño de un hombre, como los que se usaban para pavimentar las calles de la ciudad.

—Haría falta un brazo fuerte y muy buena vista para derribar a un guerrero con una piedra así, ¿verdad?

El antiguo asesino la lanzó al aire y volvió a cogerla en la palma de la mano.

—No quisiera tener que intentarlo —dijo.

—Pero desde una muralla como la que rodea Tarsis, con una altura de quince o dieciocho metros en la mayoría de los puntos, un viejo comerciante chocho puede arrojar una por encima del parapeto, y para cuando llegue al suelo, ya estará viajando con fuerza suficiente para matar a un hombre. —Se inclinó sobre el parapeto y miró hacia abajo—. Echa una mirada ahí.

Nistur lo imitó y contempló la fachada de la pared. Era vertical durante casi toda su longitud, pero se acampanaba bruscamente hacia el exterior cerca de la base.

—Esa inclinación le da a la base de la muralla una resistencia añadida —explicó Karst—. Hace que resulte más difícil usar un ariete contra ella. Pero también resulta una estupenda superficie de rebote. Deja caer una de estas rocas así… —Soltó una, y ésta cayó precipitadamente, ganando velocidad con cada centímetro que caía. Luego golpeó la superficie inclinada y rebotó hacia fuera en una trayectoria casi horizontal—. ¿Lo ves? Escoge el lugar correctamente y tu piedra le dará a un hombre justo en la cara, si su casco no posee un visor resistente, y pocos de estos nómadas llevan algo que pueda considerarse una armadura.

—Conoces bien tu profesión, capitán —alabó Nistur—. ¿Qué hay de las escaleras de asalto? Veo que los muros son altos en este punto, pero hay muchas zonas bajas y en ruinas donde el enemigo podría intentar escalar.

—Nadie los ha visto construir ninguna. Dudo que los nómadas sientan afición por tal tarea. Es una empresa desesperada intentar tomar una muralla con escalas. Los atacantes siempre sufren enormes bajas antes de conseguir hacerse con el control.

—Cierto —intervino Quiebrahacha—. Los grandes señores acostumbran utilizar a los campesinos de sus levas para transportar las escalas y realizar el primer asalto, ya que consideran a esos hombres inútiles y prescindibles.

—Y lo son —repuso Karst—. No tiene sentido dejar que los soldados adiestrados mueran antes de haber tenido una oportunidad de combatir. Se envía a los siervos con las escaleras mientras los guerreros se ocupan de las torres de asedio. En las torres se encuentran a salvo hasta que el enemigo consigue llegar a lo alto de las murallas. Y esos nómadas no están construyendo torres ni reuniendo campesinos de los campos.

—Así pues —inquirió Nistur—, ¿qué es lo que está sucediendo aquí? ¿Hay una guerra en perspectiva o se trata sólo de una representación antes de que el Señor de Tarsis y Kyaga Arco Vigoroso arreglen sus diferencias diplomáticamente?

—Ahí no puedo ayudarte —admitió el capitán—. Jamás he trabajado para un lugar como Tarsis, y no había un gran caudillo de los nómadas en mi época.

—¿Podría significar —aventuró el antiguo asesino— que desean la guerra, pero que ningún bando sabe cómo librar una guerra adecuadamente?

—Será mejor que no sea así —respondió Karst; su voz sonó ahora tan lúgubre como la de Quiebrahacha.

—¿Cómo es eso? —inquirió Nistur, sospechando la respuesta.

—Porque cuando unos idiotas rematados se embarcan en una guerra entre ellos —respondió el guerrero—, la carnicería en ambos bandos es increíble.

—¿Quién está a cargo de esta puerta? —quiso saber Quiebrahacha.

—Yo —respondió Karst.

—Quiero decir, ¿qué noble de Tarsis? Sin duda, cada uno de ellos tiene una sección de la muralla donde pueden pavonearse y pasear luciendo sus galas militares, mientras fingen ser soldados.

—Oh, ellos. Ésta es la puerta principal de la ciudad, y el Señor en persona es el coronel en jefe.

—Eso es un título honorífico —explicó el mercenario en provecho de su compañero—. En la mayoría de los ejércitos, cada regimiento tiene un coronel en jefe, por lo general algún Señor que pasa revista a las tropas una o dos veces al año, las únicas ocasiones en que tiene contacto con ellas.

—La puerta norte es la segunda en importancia, y su jefe es, supuestamente, el Señor Rukh, el más importante de los consejeros. La puerta sur está controlada por el consejero Blasim, un tipo gordo e inútil. También hay una vieja puerta en el muelle. Ahora está tapiada, pero se encuentra bajo el control del consejero Mede. Es un banquero, con lo que puedes imaginar para qué vale. El consejero Melkar es el único que posee alguna cualidad militar. Está al mando del fuerte situado en la esquina sudoeste de las murallas. También tenemos al consejero Alban, pero es demasiado viejo para fingir siquiera una actitud marcial.

Con las nada tranquilizadoras palabras del capitán Karst en sus oídos, Nistur y Quiebrahacha empezaron a andar en dirección sur a lo largo de la muralla que rodeaba la ciudad.

Se estaban reparando las máquinas de guerra, y los muros se hallaban bien provistos con proyectiles, como piedras, jabalinas y dardos, pero de tanto en tanto había aberturas en el sendero que estaban reparadas con maderos, secciones de buen tamaño del muro que se habían desmoronado hacia el exterior y zonas con espesos matorrales que habían crecido justo en la base de la pared, donde el enemigo podía resguardarse.

—El capitán no tiene demasiada confianza en los grandes nobles de Tarsis —comentó Nistur—, pero parece pensar que las defensas son suficientes para mantener alejada a la chusma nómada.

—Lo cual es cierto por el momento —repuso Quiebrahacha—, pero hay muchas cosas que no nos dice.

—¿Qué quieres decir?

Los defensores ante los que pasaban en su andadura por la muralla eran en su mayoría tenderos, aprendices, obreros, incluso un sacerdote o dos, con sólo una capa del duro mercenario cuya disciplina y habilidades serían tan cruciales una vez que se iniciara la batalla.

—Quiero decir, ¿por qué no hace preparativos Kyaga para un asalto de las murallas? ¿Es realmente un estúpido? Yo creo que no. Todo lo que he oído sobre él indica que es astuto y previsor. Ningún zoquete chapucero podría unir a todas las tribus pendencieras, no importa cuántos santones proclamaran su venida.

—En ese caso, tal vez no piensa convertirlo en una batalla. Es posible que todo sea simple intimidación.

—O quizá tiene otros planes para tomar la ciudad —indicó el mercenario.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, algún consejero traidor que ya haya aceptado abrirle una puerta, de modo que no tenga que asaltar las murallas.

—Oh. Ésa es una perspectiva desalentadora.

El sol estaba ya en la línea del horizonte cuando terminaron todo el recorrido de las murallas y se encontraron de regreso en la puerta este. Descendieron hasta la calle e iniciaron el regreso al puerto.

—¿Qué piensas? —preguntó Nistur.

—Creo que será mejor que encontremos a ese asesino —le respondió su compañero.

—Dime qué piensas, entonces.

—Escapar de este lugar es casi imposible ahora. Observé las patrullas nómadas mientras recorríamos las murallas y son muy eficientes. No seríamos más que un tiro al blanco para ellas. Tienen a esta ciudad bien cercada.

—Pero tú crees que la exigencia de que se les entreguen los asesinos es una treta, ¿no es así?

—Eso creo, pero incluso un caudillo salvaje como Kyaga tiene que mantener ciertas apariencias. Si dice que no atacará si se le entregan los asesinos a tiempo, entonces debe mantenerse a distancia, al menos hasta que tenga una excusa. Perdería prestigio entre sus jefes subalternos si se retractara de su palabra.

—Eso nos daría algo de tiempo —observó Nistur.

—Y posiblemente nos pondría en deuda con él. Hay algo más que debemos considerar.

—Si es esperanzador, por favor, dímelo.

—Estos nómadas —explicó Quiebrahacha—, son expertos en su propia clase de guerra, que es principalmente el sistema de incursiones. Pueden reunirse para un gran ataque como éste siempre que no tengan que esperar mucho tiempo. No son soldados disciplinados que saben que una guerra auténtica significa largas esperas. Para los nómadas, la pura emoción de la guerra es importante. Si les falta esa excitación, perderán interés.

—¿Sus patrullas se volverán indolentes e ineficaces? —preguntó el antiguo asesino.

—Exactamente. En grupos pequeños, y luego en tribus enteras, empezarán a alejarse del ejército en busca de animación. Cuando eso suceda, los otros empezarán a preocuparse por las familias que dejaron atrás en las praderas.

—¿A merced de enemigos hereditarios?

—Justo. Cada día más que consigamos nos proporciona un poco más de seguridad y hace que la huida sea más probable.

—En ese caso —concluyó Nistur—, tanto si nos gusta como si no, debemos actuar como detectives. Y hemos de ser muy buenos.

Esta vez cuando llamaron a la puerta del barco de Aturdemarjal, la bárbara los dejó entrar enseguida.

—El anciano os estaba esperando —dijo. Aunque sus toscas sibilantes y entrecortadas vocales dificultaban la comprensión de sus palabras, sus gestos eran muy fáciles de interpretar.

—Pensábamos que se sentiría sorprendido —dijo Nistur, quitándose el sombrero y limpiando la ligera capa de nieve que lo cubría.

—Contento, pero no sorprendido —respondió el sanador desde la parte posterior de la nave—. Subid aquí y calentaos.

Ascendieron la escalera que conducía al enorme camarote y aceptaron copas de vino con especias. Quiebrahacha depositó una gran bolsa sobre la mesa.

—Toma —dijo el mercenario—. Ahí dentro hay un par de patos asados, un poco de fruta y pan recién horneado, muy poco para empezar a compensarte por tu amabilidad. El consejo no ha pensado aún en implantar el racionamiento en la ciudad. Debe de hacer siglos que no han padecido un asedio.

—Hace tanto tiempo del último que ya no queda nadie vivo que lo recuerde —afirmó Aturdemarjal.

—¿Nos esperabas? —inquirió Nistur, tomando un caliente y reconfortante trago de vino.

—Me llegó la noticia esta mañana de que habíais salido de la cárcel, y poco después la de que Aro de Carey también estaba fuera. Sin duda hizo falta bastante ingenio para salir de allí. Contádmelo mientras comemos.

Con las viandas esparcidas sobre la mesa y cada uno de ellos realizando incursiones según los dictados del apetito, Nistur y Quiebrahacha relataron a sus anfitriones su relato. Myrsa parecía dubitativa, pero Aturdemarjal rio de buen grado durante casi toda la narración.

—En cuanto a desfachatez total y descarada, los dos superáis con creces a cualquier grupo de diez bribones que yo conozca —dijo el anciano cuando hubieron finalizado el relato—. Para inventar una historia así se necesita mucha imaginación, pero convertirla en realidad, ¡eso es un auténtico rasgo de ingenio!

—No es una idea tan fantástica —manifestó el antiguo asesino—, si se tiene en cuenta que nadie en esta ciudad tiene la menor idea de qué aspecto se supone que deben de tener unos investigadores criminales, ni tampoco cómo se supone que actúan o hablan. ¿Quién puede decir que no somos el vivo ejemplo de tal equipo?

—Eso está muy bien dicho —concedió Aturdemarjal en tono juicioso—. Yo personalmente no he conocido nunca a ninguno.

—¿Cuánto tiempo podréis engañarlos? —inquirió Myrsa, con medio pato sujeto entre sus manos de enormes nudillos.

—No hay necesidad de ello —respondió Nistur—. Atraparemos al asesino, quienquiera que sea, y lo haremos dentro del tiempo asignado.

El bufido de respuesta de la mujer expresó en partes iguales su escepticismo y mofa.

La siguiente vez que Quiebrahacha alzó su copa, su mano tembló ligeramente, y el anciano detectó el débil movimiento al instante.

—Tú, amigo mío, debes descansar. Como tu sanador, te lo ordeno.

El mercenario pareció a punto de responder con brusquedad, pero se lo pensó mejor.

—Sí, probablemente tienes razón. Debemos levantarnos temprano si queremos atrapar a nuestra presa.

—Un buen consejo para cualquier cazador —manifestó Myrsa.

—Yo me acostaré dentro de un momento —indicó Nistur—, pero quiero escuchar lo que Aro de Carey tenga que decir cuando regrese.

Quiebrahacha se encaminó hacia su camarote, y la mujer bárbara se alzó y estiró los largos brazos.

—Dormiré junto a la puerta. Despertaré cuando la chica llegue. —Desapareció en el piso de abajo, dejando solos al sanador y al antiguo asesino.

—¿Se aproxima otro ataque? —preguntó Nistur en voz baja.

—No, es demasiado pronto. Pero nuestro amigo no está ni mucho menos recuperado por completo, al margen de lo que él piense.

—¿Y no hay cura?

—Ninguna que yo conozca. —Aturdemarjal dirigió una perspicaz mirada a Nistur—. Pero cuando muera, tú serás libre. ¿No es eso lo que deseas?

—¿Conoces la existencia de esto, entonces? —El antiguo asesino dirigió involuntariamente su mano hacia la marca que tenía debajo de la mandíbula.

—El Nudo de Thanalus es conocido incluso por aquellos que no están muy versados en las artes.

—Respondiendo a tu pregunta: al principio me sentí angustiado y resentido. Pero ahora… no puedo decir que me guste estar ligado a otro, pero no puedo evitar que me guste ese bribón desabrido. A pesar de sus modales, no es un patán mentecato como tantos mercenarios. Ha aceptado su terrible destino con elegancia, y se adhiere a un código personal de honor, algo que otras personas más afortunadas no hacen.

—Cierto, cierto. —Aturdemarjal tomó otro trago y luego dijo con calma—: Y tú, amigo mío, ¿no empezabas a cansarte de tu clase de vida? ¿No te habías hartado ya del oficio de asesino antes incluso de que te contrataran para matar a un hombre ya condenado?

—No se te escapa nada, anciano —respondió el otro, casi en un susurro.

—Sí —asintió—. Durante mi larga vida he conocido a seres humanos, enanos y elfos de todas clases, en todo tipo de apuros y situaciones difíciles. Cuando se ha llegado al final de una vida elegida por error, las señales son claras para quien sabe verlas.

—Lo cierto es que siempre me he considerado un poeta. Por desgracia, vivimos en una era en que los poetas no reciben la estima de que disfrutaron en el pasado.

—Es triste pero cierto —coincidió Aturdemarjal.

—Y ¿qué hay de ti? —inquirió Nistur—. Estos libros y artículos mágicos… —agitó un brazo, abarcando el atestado camarote—… no son las pertenencias de un humilde sanador. Eres más de lo que pareces.

Tras una larga pausa, el otro asintió.

—Es verdad. En una ocasión, cuando era muy joven, aspiré a ser un gran mago. Viajé extensamente, en busca de hechiceros poderosos para aprender su arte. En mi juvenil arrogancia, empecé a considerarme a la par de los magos más importantes, que eran mucho más viejos y sabios que yo. Les ofendí con mis pretensiones y mi avidez por averiguar sus hechizos más potentes.

»Los hechiceros que me tomaron como aprendiz me echaron uno tras otro. Declararon que alguien como yo jamás sería digno de pasar la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, que jamás estaría capacitado para pertenecer a una de las Órdenes de la magia. Estúpido como era, creía que podría alcanzar la mayor excelencia sin la Prueba y que no necesitaba pertenecer a ninguna de las Órdenes, ya que consideraba que las limitaciones impuestas por éstas eran apropiadas únicamente para los hechiceros menores. Deseé la libertad de actuar tal como deseara, más allá de las estrecheces del Bien, la Neutralidad y el Mal.

»Confieso que me rebajé a realizar las tácticas más faltas de escrúpulos para obtener técnicas raras y poderosas. Ensayé conjuros que estaban muy lejos de mis juveniles aptitudes, conjuros que debían ser puestos a prueba, si acaso, sólo por hechiceros con mucha experiencia y gran fuerza de carácter. La madurez es tan importante en la hechicería como en el gobierno o en cualquier otra actividad seria.

—Eso tengo entendido —murmuró comprensivo Nistur.

—Con el tiempo, me convertí en un ser tan arrogante y pagado de sí mismo que los otros magos empezaron a despreciarme, magos más ancianos, sabios, y en algunos casos mucho más malvados que yo. Pues en mi propia y débil defensa debo afirmar que jamás se me ocurrió convertirme en un hechicero Túnica Negra. Mis defectos eran los de la ambición y la impetuosidad.

—Perfectamente comprensibles —manifestó el antiguo asesino—. Al fin y al cabo, eras muy joven.

—Posees un raro don para la diplomacia, amigo mío —rio Aturdemarjal—, disfraza muy bien lo peligroso que eres. Pero, bien mirado, los leones tienen el color de los pastos y los tiburones el de las aguas en las que viven. Incluso los depredadores deben lucir una coloración protectora.

—Eres perspicaz. ¿Así que tus ambiciones te condujeron al desatino?

La sonrisa del anciano se esfumó y su rostro se ensombreció.

—El desatino más terrible. Para impresionar a mis superiores, a quienes en mi vanidad consideraba rivales, y que debieron de sentirse muy divertidos ante esa particular muestra de presunción, intenté llevar a cabo un hechizo que nunca se había intentado, ni siquiera por magos de la más alta categoría, desde hacía más de quinientos años. Ni siquiera puedo repetirte su nombre, ya que su poder es tan fuerte que hay que realizar ciertas ceremonias preliminares de protección incluso antes de comentarlo, y aun así sólo puede hacerse entre iniciados de ciertos misterios arcanos.

—Parece un rito atemorizador.

—Ésa es una expresión muy suave. Era más que simplemente mortal, era catastrófico, no sólo para quien lo realizaba sino para todos aquellos que vivían alrededor. Mis colegas, que a estas alturas se habían convertido todos en mis enemigos, cooperaron para frustrar cada paso del rito a medida que yo lo realizaba, volviendo cada porción de su perniciosa influencia contra mí. De haber sido yo un gran hechicero, habría detectado su interferencia con facilidad y tomado medidas para protegerme. Pero entonces… —encogió los encorvados hombros con resignación—… de haber sido yo un gran hechicero, jamás habría intentado algo tan estúpido.

—Ah, pero las impetuosidades de la juventud son comunes a todos nosotros. Si incluso yo mismo…

—No exageres la conmiseración, amigo mío. Incluso cuando se expresa sinceramente, una sencilla aseveración acostumbra ser suficiente.

—Dispénsame. —Nistur realizó una sencilla reverencia, con los dedos de una mano extendidos sobre el pecho.

—No me has ofendido, te lo aseguro. Para continuar: completé el conjuro en todos sus detalles, enorgulleciéndome de mi tremendo poder y mi pericia. Me quedé allí triunfante, rodeado por mis sigilos, mis objetos mágicos, todos los relucientes y atractivos efectos del arte que había elegido… —Sus palabras se apagaron. Los ojos miraron al infinito mientras retrocedía en el tiempo para contemplar lo que Nistur estaba seguro había sido su último instante de felicidad.

—¿Y entonces? —preguntó el antiguo asesino en voz baja.

—Y entonces —continuó él, con el rostro transformado en una máscara de amargura y pesar—, percibí los sonidos del horror y la desolación alrededor. No me había elevado entre espíritus de inmenso poder, como había esperado. En su lugar, me encontraba en mi madriguera de mago como antes, pero mis fuegos y velas se oscurecían, como si las cubriera algún invisible apagavelas. Las vigas y las piedras sobre mi cabeza crujieron por la tensión, y un fino polvillo cayó sobre mi persona, como si me encontrara en un túnel mal construido que estuviera a punto de desplomarse. Comprendí entonces que había realizado mal alguna parte del rito, pero no se me ocurría cuál podía haber sido.

»Temiendo que se derrumbara mi guarida, metí como pude mis libros y algunos instrumentos en una bolsa enorme y lo saqué todo al exterior. —Movió el brazo para señalar todo lo que había en el camarote—. Mucho de lo que ves aquí es lo que conseguí rescatar. Huí del edificio y, en el mismo instante en que salía a la luz del exterior, oí cómo se estremecía a mi espalda. El espectáculo que vi era tan terrible que ni siquiera me volví para ver cómo se derrumbaba mi casa y se convertía en polvo.

»Hasta donde alcanzaba mi vista, cada edificio, cada casa, establo y cobertizo, se estaban desintegrando. Las hojas se secaban y caían de los árboles; las cosechas se marchitaban en los campos. Las gentes huían de las casas que se desmoronaban, profiriendo lamentos ante esta catástrofe. El ganado mugía en los campos, ya que los pastos se habían secado y las charcas se evaporaban.

Aturdemarjal aspiró con fuerza y a continuación tomó un trago aún más largo de su vino con especias; luego siguió:

—Durante todo el día vagué por aquel paisaje maldito. Todo lo construido por manos humanas se había pulverizado y, con excepción de las personas, todo ser vivo estaba muerto o agonizaba. Cuando las gentes me vieron, todos supieron lo que había hecho. Hasta entonces me habían temido, pero nadie temía mi magia. Cuando me vieron, indemne, vestido aún con mis ropas ceremoniales y llevando la enorme bolsa con mis pertenencias, me apedrearon y me echaron de allí. De no haber estado tan destrozados por lo que les había sucedido, me habrían hecho pedazos.

»Al cabo de un tiempo llegué a territorios no afectados. Pero yo seguía sin comprender. Busqué a los magos locales, suplicándoles alguna ayuda para deshacer lo que había hecho, y todos se rieron de mí, incluso los más bondadosos. El castigo por el desatino es inevitable e irreversible para un hechicero. Hay que cargar con ello. Yo protesté diciendo que no era justo que mis vecinos padecieran por culpa de mi estupidez, pero los hechiceros se mostraron implacables. La justicia es para las actividades de las personas corrientes, me dijeron. La justicia es algo creado por el hombre, una idea impuesta por los tribunales y los gobernantes y jueces. No tiene nada que ver con la hechicería, que posee normas distintas. Yo, un aspirante a hechicero, sin duda debería saberlo.

»¡Cómo disfrutaron hundiendo mi rostro humillado en el charco inmundo de mi imbécil arrogancia! —El anciano sacudió la cabeza—. Bueno, si existía alguna justicia en todo aquello, era ésa. Al final, cuando acabé comprendiendo la profundidad de mi culpa, renuncié a toda práctica de la hechicería. Me puse las ropas de un sanador, y desde ese día hasta hoy, no he vuelto a tener tratos con la magia, excepto para crear algunas pociones menores muy beneficiosas que estimulan la curación.

A Nistur le satisfizo detectar una leve nota de orgullo en aquellas últimas palabras.

—Creo que eres demasiado duro contigo mismo, amigo mío. Y, desde luego, tus muchos años de buenas obras te han proporcionado la expiación. También deberían haberte traído la paz.

—Una única vida no es suficiente para ello.

—¿Dónde se encuentra esa tierra tuya?

—Eso no pienso revelarlo. Cuando marché, hice más que cambiar de profesión. Renuncié a mi país e incluso al nombre por el que era conocido.

—¿Aturdemarjal no es tu nombre de nacimiento, entonces?

—No. En mi infancia, Aturdemarjal era un pordiosero chocho que vagaba por los caminos apartados de mi país, objeto de desprecio por parte de todos, que vivía de la caridad de granjeros y habitantes de las ciudades. Me pareció apropiado adoptar su nombre.

—¿Y cómo es que alguien como tú, dedicado a la humildad y las buenas obras, ha llegado a tener a una devota compañera tan misántropa como esa formidable mujer bárbara? Si la pregunta no es demasiado personal, claro.

—La suya es una historia triste —suspiró el anciano— y nada bonita. Hace algunos años, mientras erraba por los eriales helados, tropecé con ella en un campo de hielo. Estaba medio congelada y muy malherida, casi muerta. Había sido atacada, violada brutalmente y dejada por muerta.

—Por alguien muy grande o, de lo contrario, por un grupo muy numeroso, diría yo —observó Nistur, enarcando las cejas.

—Puedes estar seguro de ello. Alrededor había señales de un combate terrible en el que más de un hombre había muerto. Conseguir mantenerla con vida fue una hazaña que yo clasificaría entre las mejores que he realizado, si se me permite esa vanidad. Curar su mente resultó más difícil. Intentó matarse varias veces durante el primer año. Con excepción de mi persona, por quien muestra una devoción casi embarazosa, no soporta a la humanidad. No quiere saber nada de hombres, y sólo muestra una intermitente capacidad para entablar amistad con otras mujeres parias, como la joven Aro de Carey.

—Muy comprensible dadas las circunstancias. Pero ¿por qué con parias?

—Porque eso es lo que era ella. La madre de Myrsa pertenecía a las gentes de las montañas. Su padre era un Bárbaro de Hielo. Sus respectivas tribus no aprobaron su unión, de modo que huyeron a los eriales para vivir solos y criar a su hija. Al cabo de un tiempo fueron localizados y eliminados por una de ambas tribus, no estoy seguro de cuál. La muchacha escapó y vivió durante varios años usando sus habilidades para la caza y otras actividades. Se contrataba como guerrera independiente de vez en cuando, pero nunca se sometió a la disciplina. En un momento dado, tuvo un encontronazo con los bandidos que casi la mataron. Por suerte, yo aparecí por allí al poco tiempo.

—Tuvo mucha suerte, desde luego —convino Nistur.

Se oyó un sonoro golpeteo sordo abajo y, al cabo de un momento, apareció la mujer bárbara y, tras ella. Aro de Carey. La ladrona corrió hasta la pequeña chimenea y se calentó las manos.

—¿Conseguiste averiguar algo? —inquirió Nistur.

—Nada en las calles. —Con las manos ya calientes, la muchacha dejó caer su capa, se dio la vuelta y empezó a calentarse la espalda—. La temperatura ha bajado ahí fuera. Está helando. No, no pude conseguir nada de los mendigos, ladrones o merodeadores. A las bandas las evité como de costumbre. Pero obtuve una pista que podría valer la pena seguir.

—¿Y cuál es?

—Me encontré con la vieja Abuela Florsapo en el mercado de hierbas. En realidad, ella se me acercó. Me dijo que fuéramos a donde ella vive mañana. Sabe algo que puede ayudarnos. No tengo la menor idea de cómo descubrió lo que hacemos. Desapareció en cuanto hubo transmitido la invitación. —La ladrona aceptó una jarra de vino caliente de Myrsa.

—¿La Abuela Florsapo? —preguntó Aturdemarjal, asombrado—. ¿Qué puede tener que comunicar esa anciana criatura?

Aro de Carey se limitó a encogerse de hombros.

—¿Quién es esa persona de nombre tan curioso? —inquirió Nistur.

—Digamos que vas a vivir una experiencia inigualable —respondió Aturdemarjal con ojos centelleantes.