5

—¿Qué día es? —preguntó Quiebrahacha.

—O bien la barba te crece muy despacio —respondió Nistur irritado, examinando el rostro de su compañero—, o no llevamos aquí demasiado tiempo.

—Tranquilizaos —aconsejó Aro de Carey—. No habéis estado aquí ni medio día aún. —Estaba tumbada de espaldas con la cabeza apoyada sobre los dedos entrelazados de sus manos, una rodilla doblada y la otra pierna descansando sobre ella—. Es sólo que el tiempo parece distinto en la cárcel.

—No es lo único que resulta diferente —repuso Nistur, introduciendo la mano a toda velocidad bajo la túnica—. Los habitantes de dos patas de este lugar resultan tolerables. Incluso los de cuatro patas pueden evitarse. Pero los de seis patas son otra cosa.

Cuando llegó la hora de la comida, Quiebrahacha y el antiguo asesino rehusaron participar, pero Aro de Carey, con mucha más experiencia que ellos, se comió sus raciones mientras charlaba con los guardianes. Cuando regresó al rincón donde estaban, lucía una expresión pensativa.

—¿Hay novedades? —preguntó Nistur.

—Algo gracioso procedente del palacio —respondió ella.

—Oh, ya veo —repuso Quiebrahacha en tono escéptico—. ¿Estás al tanto de los secretos del palacio?

—Vosotros dos realmente no sabéis cómo funciona el mundo, ¿no es así?

—Hubo un tiempo en que lo creía —dijo Nistur—. Sin embargo, empiezo a pensar otra cosa.

—Sigue —pidió Quiebrahacha.

—Bien, de acuerdo —repuso Aro de Carey, apaciguada—. Veréis, la gente importante como el Señor, sus consejeros y los ricachones hablan entre sí y creen que mantienen las cosas en secreto, pero hay otras personas alrededor. La gente influyente jamás presta atención a los sirvientes y guardias que hay por todas partes.

—Extraordinario —dijo Nistur—. Y ¿qué es lo que han oído los humildes oídos del palacio?

—Que el nómada asesinado que nuestros compañeros de celda encontraron está provocando grandes problemas. El jefe bárbaro está frente a las puertas de la ciudad con los ojos inyectados en sangre, exigiendo venganza. Le dio al Señor cinco días para entregar a los asesinos o invadirá la ciudad. Yo diría que en estos momentos quedan más bien cuatro días y medio.

—Toda la ciudad se habrá enterado —dijo Quiebrahacha—. Debe de haber ocurrido mientras buscábamos una banda a la que unirnos. ¿Qué dicen las habladurías de palacio?

—El Señor tiene un problema —respondió ella, muy satisfecha con esta información confidencial—. Tiene que nombrar investigadores y no confía en nadie. Sus alguaciles sirven para encontrar un puchero de cerveza situada a medio metro de distancia, pero eso es todo. Es posible que los otros miembros del Gran Consejo hagan algo bajo mano sólo para derrocarlo.

—¿Qué hay de los otros funcionarios? —preguntó Nistur—. ¿Los jueces? Sin duda, deben de existir personas eficientes en el gobierno; de lo contrario la ciudad se vendría abajo.

—Cada uno de ellos consiguió su puesto gracias al padrinazgo —repuso la joven—. Están todos en el bolsillo de un consejero u otro.

—Esto merece una reflexión —manifestó Nistur, acariciándose la barba.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Quiebrahacha—. Es una cuestión de palacio, y nosotros estamos aquí en el calabozo.

—Sólo una idea pasajera. Aro de Carey, ¿este sistema de comunicaciones tuyo funciona en ambos sentidos? ¿Puedes transmitir un informe a través de los guardas y criados y todos los demás para que llegue al palacio?

—Nunca lo he intentado —repuso ella, meditándolo—, pero supongo que sí podría hacerse. El problema es que la gente humilde siempre está ansiosa por escuchar lo que hacen las grandes personalidades. Los ricos jamás se preocupan por lo que nos sucede a los demás.

—Eso plantea una dificultad —reconoció el antiguo asesino—, pero no debería ser insalvable. Habrá que incluir una recompensa. Si en cada paso de la cadena de transmisión de información a la persona involucrada se le prometiera una retribución, nuestro mensaje llegaría a oídos del Señor enseguida.

—¿Mensaje? —inquirió Quiebrahacha—. ¿En qué estás pensando?

—Intento pensar una forma de salir de nuestra apurada situación. Situación a la que, si se me permite añadir, nos han conducido tus desconsideradas acciones.

—No es necesario que me lo recuerdes. ¿Cuál es tu plan?

—Un momento. La inspiración proviene de los dioses, y en ocasiones son un poco lentos. —Los otros aguardaron pacientemente mientras el antiguo asesino cavilaba—. Se me ocurre que podríamos ser la respuesta al problema que tanto perturba al Señor de Tarsis. Supongamos que éste se enterara de que en sus propias mazmorras están pudriéndose dos hombres cuya especialidad es la detección y aprensión de malhechores. ¿No desearía conseguir los servicios de tales hombres?

—Es posible —repuso Quiebrahacha, mirando alrededor—, pero ¿dónde están esos hombres?

—Sé que sólo finges ser estúpido —dijo Nistur—. Me regocija saber que en realidad posees sentido del humor. Hemos de concebir para nosotros un pasado lo bastante ilustre y afortunado, en algún país situado a una buena distancia de Tarsis.

—Podría funcionar —concedió Quiebrahacha—. Si le llega la noticia, hará que nos saquen de aquí para entrevistarnos. ¿Crees que nos creerá?

—Pasas por alto un hecho crucial. Querrá creernos. A estas alturas, sin duda estará desesperado por hallar una solución a su problema. Esto podría hacer que omitiera preguntas que en otro momento serían más que obvias.

—Vale la pena probar —manifestó su compañero—. Al menos nos sacaría de este lugar, y podríamos elaborar un plan de huida una vez que estemos libres.

—No sé… —intervino Aro de Carey—. Hacer llegar el mensaje al palacio no será tan difícil, pero conseguir que llegue a oídos del Señor podría serlo.

—Incluso en los lugares más encumbrados —afirmó Nistur—, hay ciertos criados que gozan de la confianza de las personas más importantes: la anciana nodriza, el indispensable ayuda de cámara, el senescal o el mayordomo…

—El copero —lo interrumpió Quiebrahacha—. Reyes y grandes señores temen constantemente ser envenenados. El copero tendría que ser un hombre de toda confianza.

—¡Excelente! —alabó el otro—. Ves, amigo mío, ya te estás volviendo muy bueno en estas tareas detectivescas.

Aro de Carey paseó la mirada del uno al otro con recelo.

—Eso está muy bien para vosotros dos, pero ¿qué pasa conmigo? ¿Qué saco yo de esto?

—Ten la seguridad —dijo Nistur—, que cuando tengamos nuestra libertad, obtendremos la tuya. Ahora, mi joven compañera, esto es lo que debes transmitir a través del sistema de información de la prisión.

Durante casi una hora estuvieron conferenciando al respecto; acto seguido, Aro de Carey se levantó, fue hacia la puerta y empezó a golpear los barrotes.

El Señor de Tarsis advirtió, con un sobresalto, que se estaba mordiendo las uñas, algo que no había hecho desde hacía años. La arena se deslizaba inexorable por el enorme reloj, y él no estaba más próximo a alcanzar una solución para su molesto problema. Durante toda la noche había entrevistado a funcionarios de poca monta sin encontrar a ninguno que combinara las características de inteligencia y honradez. Además, los más brillantes parecían atolondrados. La combinación de inteligencia con una mente astuta y analítica era más rara de lo que había esperado.

—¿Señor?

Alzó la mirada y descubrió a su copero de pie a su lado.

—¿Qué sucede?

—Necesitáis algo que os sustente. Señor. No habéis dormido ni comido desde la llegada del jefe bárbaro. No debéis abandonaros de este modo, Señor. He hecho que el cocinero os cocine algo, y os he preparado una bebida. —El anciano sostenía una bandeja de salchichas y pastelillos espolvoreados con semillas rodeando una gran copa de vino caliente de la que surgía un aromático vapor a hierbas.

—Probablemente tienes razón. —Tomó la copa y un pastel de semillas y empezó a alternar mordiscos y sorbos.

—Sabéis, Señor, acabo de oír una cosa de lo más extraordinaria. Es algo que podría ayudaros en el asunto de los bárbaros.

—¿Eh? —inquirió el Señor, esperanzado—. ¿Has oído algo? ¿Hay un testigo? ¿Alguien que vio el crimen y quiere hablar?

—No, Señor, no es eso. En la cárcel situada bajo la Sala de Justicia hay dos hombres, extranjeros, que son famosos en varios reinos por encontrar asesinos, conspiradores y criminales de todas clases.

—¡Ridículo! Estuve allí abajo ayer mismo por la mañana, interrogando a los que encontraron el cuerpo del nómada. No vi a tales extranjeros entonces.

—Oí que a estos dos los arrestaron ayer al mediodía, por alterar la paz.

—En ese caso haz venir al alguacil Weite inmediatamente.

El copero abandonó la estancia con una reverencia, y el Señor de Tarsis pasó a considerar las posibilidades mentalmente. Si era cierto lo que su copero le había dicho, tal vez fuera justo la solución que necesitaba: investigadores cualificados y con experiencia, procedentes de un territorio extranjero y, por lo tanto, gente que no estaría a sueldo de sus rivales. Sí, esto podría ser justo lo que buscaba. No dedicó ni un pensamiento al modo en que su copero podría haberse enterado de tan extraordinaria información; exigía que sus sirvientes fueran competentes en su trabajo y leales a él, pero más allá de eso, no sentía el menor interés en cómo pensaban o qué hacían. La mayor parte del tiempo, apenas si era consciente de su presencia.

Minutos más tarde, Weite hizo su aparición.

—¿Señor?

—Hay dos extranjeros en los calabozos de la Sala de Justicia. Fueron arrestados ayer por la tarde por alterar la paz y se dice que son hábiles investigadores de crímenes. Tráelos ante mí.

—¿Señor? —Weite parpadeó—. No he oído hablar de tales hombres.

—Un Señor de Tarsis posee fuentes de información de las que no dispone un simple alguacil. Ve y haz lo que te ordeno.

—¡Sí, Señor! —Saludó, golpeó los talones entre sí y se marchó.

Al cabo de una hora, el alguacil Weite regresó, trayendo a remolque, flanqueada por guardianes y cubierta de cadenas, a una pareja de prisioneros de aspecto vulgar. Uno era un individuo fornido de aspecto rudo vestido con una extraordinaria armadura. El otro podría haber pasado por un comerciante o un estudioso, de no ser porque durante la encarcelación había conseguido mantener, casi con afectación, sus ropas y apariencia general. En la retaguardia del pequeño cortejo iba un guarda que transportaba un cargamento de armas y efectos personales, sin duda confiscados a los malhechores en el momento de ser arrestados.

—Aquí están los extranjeros, Señor —informó innecesariamente el alguacil Weite.

—Detective Nistur, Señor, a vuestro servicio —se presentó el hombre más bajo, quitándose el sombrero de plumas y consiguiendo realizar una elegante reverencia a pesar de las esposas, grilletes y cadenas que llevaba.

—Detective Quiebrahacha, Señor —se presentó, golpeándose la sien con los nudillos en un somero saludo.

—Alguacil Weite —indicó el Señor de la ciudad—, tú y los otros os podéis retirar. Y toda esta quincallería no será necesaria.

—¡Son criminales peligrosos, Señor! —protestó Weite.

—Limítate a quitarles las cadenas y llevaos sus armas fuera de la estancia. Estaré perfectamente a salvo con vosotros a poca distancia.

—Como deseéis, Señor —respondió el alguacil dubitativo. Luego se dirigió a los guardias y les dijo—: Quitadles las cadenas. Y vosotros dos, no intentéis nada. Estaré justo ahí fuera, tenedlo en cuenta.

—Bajo tal amenaza —repuso Nistur—, ¿quién se atrevería?

Entre los tintineos de llaves, las cadenas cayeron y los guardas se retiraron. Antes de salir Weite lanzó una mirada prolongada y recelosa a los dos prisioneros.

—Tengo poco tiempo, de modo que no lo malgastemos —dijo el Señor de Tarsis—. Me ha llegado la noticia de que vosotros dos sois hábiles investigadores criminales. ¿Es eso cierto?

—Es más que cierto —respondió Nistur, retorciendo un extremo de su bigote—. En algunos lugares somos bastante famosos. A decir verdad, hace dos años, en la gran ciudad de Thansut, fue el equipo de Nistur y Quiebrahacha el que puso al descubierto la conspiración asesina del templo del dios Rana.

—¿Thansut? —dijo el lord—. Jamás había oído el nombre de ese lugar.

—Está bastante lejos de aquí. Pero ¿sin duda habéis oído hablar de Palanthas?

—Desde luego que sí.

—Bien, pues hace sólo medio año, fuimos nosotros quienes descubrimos al asesino de Jesamyn, jefe de la cofradía de Mezcladores de Argamasa, y lo llevamos ante la justicia. No tenéis más que poneros en contacto con vuestro camarada gobernante allí para que os lo confirme. Nos recomendará con total garantía.

—Harían falta semanas para que llegara la respuesta de Palanthas, y no dispongo de semanas.

—Es una lástima —repuso Nistur—. Por mi honor como caballero, Señor, que mi colega y yo no tenemos rival en el arte de la detección criminal. No tenéis más que encomendarnos vuestra misión, y prometemos daros completa satisfacción.

El aristócrata los estudió durante un buen rato; luego tomó una decisión:

—Me arriesgaré. Vuestra primera misión es posible que sea también la última, sin embargo. Tenéis poco más de cuatro días para descubrir al asesino. Pasado ese tiempo, el ejército nómada destr… asediará la ciudad. Esto es lo que requiero de vosotros. —Les facilitó un sucinto resumen de las negociaciones con los enviados, el descubrimiento del embajador asesinado y las exigencias de Kyaga Arco Vigoroso.

—Comprendo —repuso Nistur, cuando el Señor hubo finalizado—. Pondremos al malhechor o los malhechores en vuestro poder, vivos, dentro de cuatro días.

—Será mejor que lo hagáis. —Dirigió una ojeada a Quiebrahacha y luego volvió a mirar a Nistur con desconfianza—. Observo que eres tú el único que habla.

—Yo —replicó el aludido— soy la parte intelectual de esta sociedad. Mi compañero proporciona la pericia combativa a menudo tan necesaria en nuestra clase de trabajo.

—Bien, cualquiera puede ver que no eres un hombre de pelea. —Abrió un cofre de madera y extrajo un par de amuletos de plata—. Éste es mi sello. Mientras lo llevéis puesto, podéis ir a cualquier parte e interrogar a cualquiera, incluido el campamento nómada y sus habitantes.

—Necesitaremos tres, Señor —indicó Nistur.

—¿Tres?

—Nos hace falta un guía, puesto que ésta no es nuestra ciudad. En el Palacio de Justicia conocimos a una joven llamada Aro de Carey. Parece conocer muy a fondo toda la ciudad. Si pudierais ponerla bajo nuestra custodia, saldríamos fiadores de su buen comportamiento.

—¡Alguacil Weite!

—¿Señor? —inquirió el oficial, entrando en la habitación.

—¿En la mazmorra tienes a una mujer llamada Aro; Carey?

—Sí, Señor. Es una de nuestras clientes habituales.

—Tráela aquí.

—Inmediatamente, Señor.

El alguacil Weite parecía haber perdido la capacidad de sorprenderse. Se marchó entre sonoras pisadas.

—Y ahora, Señor, queda pendiente un pequeño asunto —dijo Nistur.

—No imagino cuál pueda ser. Tenéis vuestra misión, y cada segundo que pasáis aquí es un segundo malgastado.

—Bien, señor, está la cuestión de nuestra recompensa.

—¿Recompensa? ¿Queréis decir paga?

—Señor, es usted muy astuto.

—A vosotros dos os gusta respirar, ¿verdad?

—No consigo imaginar la vida sin ese ejercicio tan esencial.

—Exactamente. Perfecto, servidme bien y permitiré que sigáis respirando. Falladme y seréis ahorcados. Ésa debería ser una recompensa más que suficiente. O a lo mejor os entregaré a Kyaga Arco Vigoroso. Es demasiado salvaje para un simple ahorcamiento.

—Como el Señor desee —respondió Nistur, pesaroso—. No obstante, debemos disponer de una pequeña cantidad de fondos para poder trabajar. Gran parte de nuestro trabajo requerirá entregar pequeños sobornos a criados y personas de baja categoría a cambio de informaciones útiles.

—Muy bien. Mi contable de palacio os facilitará fondos, cuya utilización justificaréis hasta el último céntimo.

—Como el Señor desee —volvió a decir Nistur.

—Entonces marchad y cumplid mis órdenes.

Ambos se retiraron con una reverencia. En el vestíbulo situado frente a los aposentos del Señor recogieron sus armas y se colocaron los sellos de plata alrededor del cuello mientras los guardianes los contemplaban dubitativos.

—Eh tú —indicó Nistur a un guardián—. Condúcenos hasta el contable de palacio.

—¿Quién eres tú para darme órdenes? —se mofó el hombre.

—¡Somos los investigadores especiales nombrados por el Señor de Tarsis, idiota! —Quiebrahacha plantó su sello ante el rostro del hombre—. Ponnos trabas y ya verás.

—¡Sí, señor! —Los ojos del guardián se desorbitaron—. Lo siento, señor. Venid por aquí.

Aro de Carey se reunió con ellos ante las puertas del palacio.

—¡Lo conseguisteis! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja.

Nistur le colgó el tercer sello alrededor del cuello.

—Ahora eres una investigadora especial del Señor de Tarsis. Con esto puedes interrogar al jefe de los nómadas en persona.

—¿Para qué querría yo hacer eso? —Sopesó el sello de plata en la palma de su mano—. Me pregunto cuánto podría sacar por esto.

—Hasta que ideemos un plan, lo mantendrás contigo en todo momento —advirtió Nistur.

—Hagamos planes ante una comida decente —propuso Quiebrahacha—. ¡Estoy hambriento!

—Una buena comida y un baño suenan como una idea excelente —replicó su compañero—. Aro de Carey, condúcenos hasta un local respetable. Creo que podemos echar mano de nuestros fondos de operaciones para ello.

Mientras los conducía a través de la amplia plaza, Quiebrahacha refunfuñó:

—Este Señor de Tarsis no es otra cosa que un comerciante o banquero ascendido de categoría. Es evidente por el modo en que agarra las monedas hasta que las puntas de los dedos se le manchan con el cobre. Un auténtico príncipe nos habría pagado generosamente, en lugar de emplear subterfugios como un vendedor ambulante.

—Por desgracia, ésta no es una ciudad regia —suspiró Nistur—. La ciudadanía carece incluso de una correcta apreciación de la poesía.

Aro de Carey los condujo a una próspera taberna llamada Los Tres Dragones, sobre cuyo amplio portal había colgada una escultura con las tres bestias aladas, forjadas en bronce. En el interior, su mobiliario era tan lujoso como el letrero dejando claro a todo el mundo sin excepción que se trataba de un establecimiento que atendía a una clientela próspera. Nada más entrar, un hombre con delantal se les acercó presuroso; la sonrisa de bienvenida se convirtió en una expresión de perplejidad cuando distinguió a Aro de Carey.

—¿Puedo ayudarlos, señores? —dijo.

—Mesonero mío —respondió Nistur—, puedes conducirnos a un reservado y traernos tu mejor cerveza y la comida que hayas preparado, siempre y cuando sea en cantidad suficiente. Cuando hayamos cenado, requeriremos el uso de tu baño. —Al ver la expresión dudosa del hombre alzó su sello—. Somos investigadores especiales del Señor de Tarsis.

—¡Desde luego, señor! —La expresión del tabernero cambió al instante—. ¡Venid por aquí! ¡Nada es demasiado bueno para los funcionarios del Señor!

Fueron conducidos a un espacioso reservado y, con una rapidez que resultó casi mágica, los criados colocaron recipientes de cerveza y enormes bandejas de comida humeante ante ellos.

—Estos sellos oficiales son algo maravilloso —comentó el antiguo asesino.

A continuación, todos hablaron muy poco mientras hacían acopio de fuerzas en previsión de los rigores que seguro llegarían.

Nistur eructó con discreción mientras los criados retiraban las bandejas y colocaban ante ellos los dulces. Cuando los criados quedaron fuera del alcance de sus palabras empezó a hablar:

—Ahora, amigos míos, debemos hacer planes. La ciudad está cerrada a cal y canto y custodiada por los nómadas. La huida no será fácil.

—Pero nuestros sellos nos permitirán atravesar las puertas —indicó Quiebrahacha.

—Sólo para ir a parar entre los salvajes, que nos vigilarán aún más que la chapucera milicia de la ciudad. No resultará ninguna mejora.

—Tendré que inspeccionar las murallas de la ciudad —dijo el mercenario—. Es posible que los nómadas no sean lo bastante numerosos para rodearlas por completo. Si descubro un agujero en sus filas, podemos atravesarlo cuando oscurezca. Supongo que tendrán patrullas itinerantes, pero me arriesgaré con ellas.

—Eso está muy bien para vosotros dos —dijo Aro de Carey de improviso—, pero yo no he abandonado la ciudad en toda mi vida.

—No tendrás demasiada elección —repuso Quiebrahacha—. Puede que los nómadas destruyan este lugar muy pronto, y no tendrás ciudad. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Será una vida interesante, aunque resulte corta.

—Ya he pensado en viajar —respondió ella pensativa—, pero los rateros no son populares en ningún sitio.

—Amigos míos —intervino Nistur—, se me ocurre que existe otro camino.

—¿Cuál es? —inquirió Quiebrahacha.

—Podríamos realmente descubrir quién mató al embajador.

—Pero ¡nosotros no somos investigadores! —exclamó su compañero, mirándolo atónito—. No es más que un cuento que nos hemos inventado.

—¿Cómo lo sabemos? —señaló el otro—. Nunca lo hemos probado. Los tres somos, si se me permite decirlo, personas valerosas, ingeniosas y adaptables, de mente astuta y discurso claro. ¡Tal vez estamos hechos de la madera con que están hechos los investigadores de éxito! —Casi sin darse cuenta, el anhelo y el entusiasmo se habían apoderado de su voz.

—No sé… —empezó a decir Quiebrahacha, vacilante.

—Escuchad —intervino Aro de Carey—, no podemos limitarnos a explorar en busca de un modo de escapar. Muy pronto todo el mundo en Tarsis sabrá quiénes somos. Vigilarán cada movimiento que hagamos e informarán al Señor. Hemos de parecer muy ocupados haciendo algo, de modo que podríamos también investigar el asesinato. Recordad que tenemos poco más de cuatro días. Eso debería ser tiempo suficiente para planear nuestro siguiente movimiento.

—Eso es —convino Nistur—, ¿lo ves? Incluso esta humilde jovencita ve la sensatez de mi plan.

—De acuerdo —cedió su compañero de mala gana—. Somos investigadores. Pero ¿por dónde empezamos?

—Nuestra socia parece meditabunda —comentó el antiguo asesino—. ¿En qué piensas?

—Bueno —respondió ella—. Pensaba en esos pobres estúpidos que estaban en la cárcel con nosotros. No hicieron nada para merecer estar encerrados allí. Yo siempre me merecí ir a parar a ese lugar, pero ellos simplemente se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ahora que los han interrogado, el Señor sin duda se olvidará de su existencia, y ¿quién sabe cuándo se le ocurrirá a alguien ponerlos en libertad? ¿Creéis que podemos hacer algo por ellos?

—¡Una idea magnífica! —aprobó Nistur—. ¿Qué sería más natural que interrogar nosotros a esos testigos? A la cárcel, pues. Pero primero, ¡un baño!

—Buen hombre —dijo Nistur al guardián en jefe—, hemos finalizado nuestro interrogatorio de estos prisioneros y estamos seguros de que no saben nada de utilidad. Puedes dejarlos libres.

—No ha llegado tal orden desde el palacio —respondió el carcelero contemplando a los tres con expresión dubitativa.

—Como sabes —siguió Nistur, mientras acariciaba su sello con aire satisfecho—, somos investigadores especiales en el asesinato del embajador Yalmuk. Tenemos autoridad sobre todas las fases y personas involucradas en esta investigación. Disponemos de poderes para arrestar o liberar a cualquier sospechoso o testigo que deseemos. Libéralos. A menos, claro, que desees molestar a su señoría en este momento crítico para obtener una aclaración.

—Bueno… supongo que no hay nada malo en ello, siempre y cuando asumáis toda la responsabilidad.

—Toda por completo —confirmó Nistur. Cuando el carcelero hubo marchado hacia el subsuelo, se volvió hacia sus amigos—. Lo maravilloso de tener un cargo tan alto es que podemos crear nuestros poderes según nos hagan falta.

—Hasta que alguien los ponga en duda en serio —replicó Quiebrahacha—. Entonces no tendremos dónde apoyarnos.

En el exterior de la Sala de Justicia, el andrajoso pequeño grupo de prisioneros dio las gracias a sus benefactores.

—Puede que no estéis en condiciones mucho mejores ahora —advirtió el mercenario—. Kyaga no permite que nadie abandone la ciudad.

—Cualquier cosa es mejor que ese calabozo —dijo un mercader ambulante—. Si los nómadas asaltan la ciudad, al menos tal vez podamos encontrar una ruta de escape.

—¿En qué estatua encontrasteis el cuerpo? —quiso saber Nistur.

—Os la mostraré.

El comerciante los condujo a través de la pequeña plaza hasta la estatua de Abushmulum IX. Mientras los antiguos prisioneros desaparecían apresuradamente, por si las autoridades cambiaban de parecer, los investigadores examinaron la base de la estatua. Nadie se había molestado todavía en lavar el pedestal y el pavimento del suelo, y el río de sangre era todavía muy visible, al igual que el ennegrecido charco que se extendía sobre las losas.

—Me gustaría saber por qué el que lo mató alzó el cuerpo hasta ahí arriba —reflexionó Quiebrahacha.

—Ayúdame a subir —pidió Nistur—, quiero examinar el pedestal.

El mercenario hizo lo que le pedía, y Aro de Carey lo siguió con la agilidad de un mono.

—¿Qué veis? —preguntó Quiebrahacha.

—Más o menos lo que uno esperaría —respondió la joven—. Hay mucha sangre aquí arriba. Parece como si el viejo Abushmulum hubiera estado vadeando en ella.

—Esto me parece muy curioso —observó Nistur.

—¿Por qué? —quiso saber ella.

—Porque hay mucha sangre aquí arriba, mientras que abajo sólo hay un pequeño charco, que evidentemente goteó desde aquí.

—¿Quieres decir que no lo mataron aquí abajo y luego lo subieron? —quiso saber el mercenario—. ¿Lo mataron en el pedestal?

—Eso parece.

Con cierta dificultad, el antiguo asesino descendió de la plataforma, mientras Aro de Carey saltaba con agilidad y aterrizaba sobre ambos pies sin problemas.

—Pero ¿qué hacía ahí arriba? —inquirió Quiebrahacha—. Tiene que haber trepado al pedestal con el asesino y haber sido asesinado ahí. No tiene sentido.

—Muy poco de todo esto tendrá sentido hasta que conozcamos todos los hechos —declaró su compañero.

—Hablas como si lo supieras todo sobre esta clase de asuntos —indicó el otro.

—Estoy aprendiendo, y tú también. Vamos. —El antiguo asesino poeta empezó a andar en dirección norte.

—¿A dónde vamos? —preguntó Aro de Carey.

—El alguacil Weite dijo que el cuerpo fue llevado al depósito de cadáveres del palacio. Con suerte, todavía seguirá allí.

—No veo por qué tenemos que echar una mirada a un bárbaro muerto —refunfuñó ella, pero los siguió de todos modos.

El depósito de cadáveres del palacio estaba situado en un ala muy apartada de las grandes salas oficiales y los aposentos del Señor de Tarsis. Era un lugar donde los cuerpos de los personajes notables eran preparados para los funerales de Estado. En la entrada explicaron su misión al lúgubre individuo de cabeza afeitada a cargo del lugar.

—Llegáis justo a tiempo —anunció con tono solemne—. Están a punto de trasladar al fallecido al campamento nómada para sus funerales. Venid conmigo.

Encontraron a Yalmuk Flecha Sangrienta tendido sobre un catafalco cubierto de costosas sedas. Habían lavado sus ropas y bañado y ungido su cuerpo. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, descansando sobre la empuñadura de su espada curva. La herida mortal se hallaba elegantemente cubierta con un pañuelo de seda, e incluso sus facciones se habían dispuesto de modo que mostraran una expresión plácida.

—Buen trabajo —alabó Quiebrahacha—. Casi parece feliz de estar muerto.

—Siempre intentamos hacer todo lo posible por nuestros clientes —respondió el enterrador oficial.

Nistur apartó con delicadeza el pañuelo del cuello del difunto embajador, y los dos hombres examinaron la terrible herida con interés. Aro de Carey se dio la vuelta, con el rostro ligeramente blanco.

—Sin duda, habrás visto bastantes víctimas de asesinato en tu corta vida, ¿no es así? —murmuró Nistur.

—Más que suficientes —respondió ella—. Pero no me he acostumbrado jamás. Soy una ladrona, no una asesina.

—Es una herida de aspecto curioso —indicó Quiebrahacha—. Pero no sé decir por qué.

—Entiendo lo que quieres decir —coincidió su compañero—. No existen irregularidades en el corte, pero desde luego una hoja muy afilada no deja extremos irregulares. Quiero decir que, por lo general, resulta muy claro dónde empieza y dónde termina un corte. Hay cierta, cierta… —agitó una mano en busca de la palabra apropiada—… cierta desproporción en la herida: una incisión más ancha donde empieza el corte y una más fina en el punto donde se ha retirado la hoja. Aquí tenemos una incisión casi circular que parece tener la misma profundidad en todo el recorrido.

—Me parece que vosotros dos disfrutáis con esto —murmuró entre dientes Aro de Carey.

—El ejercicio de las facultades intelectuales siempre resulta agradable —repuso Nistur. Luego, dirigiéndose al enterrador, dijo—: Debo darle la vuelta para examinar la parte posterior del cuello.

—¿Tienes que hacerlo? —inquirió el calvo funcionario, escandalizado.

—Te aseguro que no lo desarreglaré en absoluto.

Escandalizado, el hombre llamó a un par de ayudantes cuyas expresiones eran tan sombrías como la suya, y éstos, con sumo cuidado, alzaron el cadáver hasta colocarlo en una postura casi sentada. Nistur y Quiebrahacha se inclinaron sobre el cuerpo para examinar su cogote.

—¡Ajá! —exclamó el antiguo asesino—. Observad, amigos míos. Aquí tenemos una continuación de la incisión circular bien clara alrededor de la parte posterior del cuello y que llega hasta el hueso, pero ¿no notáis una diferencia?

Decidida a no parecer remilgada ante sus compañeros, Aro de Carey echó una ojeada a la herida mientras intentaba mantener el almuerzo en el estómago.

—Parecen dos cortes —dijo la joven—. Uno encima del otro.

—Y ¿qué significa? —inquirió el mercenario—. Jamás he visto una herida así.

—Yo sí —respondió su compañero—. En mi, digamos, anterior profesión, aprendí las propiedades de gran cantidad de armas. Esta herida no fue hecha por ninguna hoja. Fue hecha por un garrote que consiste en dos asas conectadas por un cable de acero muy fuerte y fino. Se coloca el cable alrededor del cuello, y se tira de las asas en direcciones opuestas para tensar el lazo. El corte doble se encuentra en el punto donde los dos extremos del cable se solaparon detrás del cuello. —A una señal suya, los ayudantes bajaron el cuerpo y lo devolvieron a su condición de cuerpo presente.

—Venid, amigos —indicó Nistur a continuación—. Tenemos mucho que hacer.

Fuera del edificio, Aro de Carey respiró con más facilidad.

—¡No me gusta ese lugar! ¡Puede que donde yo vivo no sea una mansión, pero al menos la gente está viva!

—¿Dónde vives cuando no estás en casa de Aturdemarjal o aceptando la hospitalidad de nuestro Señor en la cárcel? —preguntó Quiebrahacha.

—Aquí y allá —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Por lo general, me quedo en la Ciudad Vieja.

—Creía que estaba abandonada —dijo Nistur.

—Los funcionarios dicen que está abandonada porque no hay familias ni negocios. Eso significa que no se recaudan impuestos y, por lo tanto, para ellos no existe. Allí vive gente que no tiene otro lugar. Si necesitas un sitio donde dormir, siempre puedes hallar un rincón en algún sótano en el que esconderte donde estarás a salvo y no pasarás demasiado frío.

—¿Cuál es el peligro? —quiso saber el antiguo asesino.

—Las bandas, por lo general. Van por los ladrones como yo, en busca de escondites de dinero. Si te atrapan, te torturan para conseguir que les reveles tu escondrijo. Entonces, las cosas pueden ponerse bastante mal. Hay gran cantidad de asesinos allí, algunos de ellos chiflados.

—Bueno —repuso Nistur—, ahora no tienes por qué temer eso. Eres una funcionaria.

—Es mi vida —replicó ella—. No deseo cambiarla por otra.

—Mantengamos las mentes ocupadas en nuestro problema —intervino el mercenario—. Fue mala suerte que limpiaran el cuerpo y lavaran incluso sus ropas.

—No era un cadáver muy agradable tal como estaba —dijo Nistur—, pero entiendo lo que quieres decir. Sin duda se han destruido pruebas que podrían haber señalado al asesino.

—¿Con quién hablamos ahora? —quiso saber Aro de Carey.

—Ciertos nobles importantes tenían luchas de poder con el difunto embajador, además de rivalidades con el Señor. Creo que ellos son los sospechosos más probables, pero una ligera inquietud me hace ser reacio a interrogarlos al azar.

—¿Cuál es? —preguntó Quiebrahacha.

—Es casi seguro que uno de ellos fue el que me contrató para matarte, y sabemos que este hombre es alguien de mala disposición y con tendencia a contratar a asesinos. Además, seguro que se sentirá engañado y resentido.

—Vaya, podría ser un problema —admitió su compañero.

—Y sin embargo tengo que encontrarlo.

—¿Por qué? —inquirió la muchacha—. ¿Crees que podría haber asesinado al embajador?

—No lo sé. Pero debo devolverle su dinero. No lo gané.

—En mis viajes —dijo Quiebrahacha, tras meditar durante un buen rato—, me encontré sólo con un pueblo que emplea regularmente el garrote. Son ciertos bárbaros del desierto, proscritos en su mayoría, que lo utilizan para estrangular a víctimas desprevenidas. Para conseguirlo, usan cuerdas de arcos o tiras anudadas de cuero, pero el cable de acero serviría aún mejor para el caso. Aseguraría que hay muchos de tales granujas en el ejército situado al otro lado de las murallas.

—Es una deducción sagaz —alabó Nistur—. Lo ves, con eso justificas ya la confianza que el Señor ha puesto en ti.

—Pero ¿por qué levantar el cuerpo hasta lo alto del pedestal? —preguntó Aro de Carey.

—He estado meditando al respecto —repuso el antiguo asesino—. Y creo tener la respuesta. Venid conmigo.

Lo siguieron de vuelta a la pequeña plaza situada ante la Sala de Justicia y Quiebrahacha lo ayudó a subir a la plataforma.

»Cuando su víctima pasa por debajo —siguió—, el asesino deja caer el lazo sobre su cabeza y tira así… —descruzó las manos—… para apretar el lazo. Luego simplemente estiró las piernas. —Nistur se alzó en toda su estatura, despacio, como si levantara un peso enorme—. Como veis, los músculos de los muslos son los más fuertes del cuerpo, mucho más que los de los brazos y la espalda, que son los que deben usarse para dar garrote a alguien desde atrás, al nivel del suelo. De este modo, incluso un hombre de mediana fuerza puede matar y alzar a la víctima del suelo. El propio peso de la víctima realiza casi todo el trabajo, hundiendo la cuerda o, como en este caso, el cable, en el cuello. El asesino sencillamente retrocede, deja caer a su víctima y observa tranquilamente su agonía. Es un modo ideal para vencer a alguien físicamente mucho más fuerte, de modo que no tenemos necesariamente que buscar a alguien con más fuerza que el fornido Yalmuk.

—Efectivo y eficiente, si puedes atraer a tu víctima lo bastante cerca —admitió Quiebrahacha.

—Es incluso mejor que eso —afirmó Nistur.

—¿Cómo es eso? —preguntó el otro.

—Es mucho más teatral que un asesinato corriente. Deja al espectador sobresaltado y perplejo al mismo tiempo. —Nistur le dirigió una amplia sonrisa—. Esto nos dice otra cosa de vital interés: al asesino le gusta hacer las cosas con estilo.