Desde el otro lado de los muros de la ciudad les llegó el sonido de los tambores, flotando por el fondo del seco puerto. Los dos hombres se hallaban de pie en la cubierta de la vieja nave, apoyados en la profusamente tallada barandilla del alcázar. Alrededor, el humo procedente de otros cascos habitados se elevaba en forma de volutas arrastradas por el viento.
—Los nómadas se impacientan —dijo Quiebrahacha, con los ojos entrecerrados para protegerse del cortante viento—. Quieren luchar o seguir adelante. No forma parte de su temperamento permanecer en un sitio sin hacer nada.
—He oído rumores —comentó Nistur— acerca de un nuevo caudillo que ha unido las tribus.
—Son más que rumores. Llevo tres años oyendo informes sobre este hombre que se hace llamar Kyaga Arco Vigoroso, y he visto ciudades que ha saqueado en la periferia del desierto.
—Cualquier pandilla de bandidos zarrapastrosos puede desvalijar una ciudad indefensa. Se necesita algo más para amenazar una ciudad como ésta.
—He oído algo más —añadió el otro—. Aro de Carey vino aquí esta mañana. Dice que los funcionarios del Señor de la ciudad están reclutando mercenarios, tantos como pueden contratar, y que ofrecen buenos sueldos.
—Qué lástima que no estés en condiciones de buscar empleo —repuso Nistur, dirigiéndole una aguda mirada.
—¡Estoy casi recuperado! —insistió Quiebrahacha—. La debilidad siempre desaparece al cabo de dos o tres días. Estoy en condiciones de servir ahora.
—Y sin embargo, incluso así, ¿sería sensato contratarse en esta coyuntura? Los señores de Tarsis carecen por completo de una reputación como gentes honradas.
—Un mercenario que espere a ser contratado por un señor de excelente reputación no tardará en morirse de hambre. Ellos siempre se resisten cuando llega el día de pagar, pero siempre pagan, porque nos temen. Si tuvieran los medios para controlar a sus mercenarios, ya no tendrían necesidad de contratar guerreros.
—Conoces las costumbres de tu profesión —concedió Nistur—, pero sin duda es una buena idea estar del lado vencedor. ¿Es posible que una gran turba de nómadas pueda vencer a Tarsis?
—No he inspeccionado las defensas de la ciudad —confesó Quiebrahacha—. Jamás pensé que me fueran a contratar aquí. Tarsis es un lugar donde los mercenarios se quedan entre guerra y guerra. Muchos de los reclutadores pasan por aquí, y un combatiente pocas veces tiene que esperar mucho para encontrar empleo una vez que se ha gastado la paga.
»Pero para contestar a tu pregunta: los nómadas luchan sobre todo como arqueros a caballo. Como tales, son formidables en campo abierto. Debido a que son excelentes arqueros, pueden moverse con rapidez y mantener la distancia mientras llenan el aire de flechas. En el cuerpo a cuerpo son buenos lanceros y espadachines regulares. Tales guerreros por lo general no pueden apoderarse de una ciudad amurallada y defendida. Para eso hacen falta técnicas de asedio. Hay que tener cavadores de túneles y constructores de manteletes, arietes y catapultas especializados. Los nómadas desdeñan tales cosas. Defender una ciudad como ésta puede significar sólo mantener las murallas guarnecidas hasta que ellos pierdan interés y se marchen.
—Tal vez —repuso Nistur dubitativo—. Pero se trata de una ciudad de comerciantes, y éstos se sienten muy poco inclinados a separarse de su dinero, excepto que sea por miedo o desesperación.
—Voy a ir —insistió Quiebrahacha—. Tanto si es una guerra fácil como si no, no pienso quedarme aquí a vivir de la caridad del viejo.
—Entonces no tengo otra elección que ir contigo —suspiró el otro con resignación, y se rascó distraídamente bajo la barba, donde la marca del anillo del mercenario le escocía ligeramente.
—Si no querías convertirte en el siervo de un mercenario, no deberías haber aceptado un contrato para matar a uno —indicó su compañero con una sonrisa sin humor—. Anímate, Nistur. Caer bajo el influjo de un geas no es lo peor que podría haberte sucedido.
—Eso está por ver —masculló el antiguo asesino.
El letrero situado sobre la puerta de la taberna se componía de un par de espadas cruzadas. Los dos hombres agacharon la cabeza para cruzar el bajo dintel y penetraron en el oscuro y humeante interior. No era más que media mañana, pero el establecimiento estaba atestado de guerreros armados, la mayoría luciendo retales de piezas de armadura mal emparejadas, señal inequívoca de mercenarios que recogían su indumentaria según sus necesidades de los campos de batalla de muchos países. También acostumbraban venderla pieza a pieza para obtener dinero con el que subsistir entre contrataciones y comprar otras de segunda mano cuando aparecía una nueva guerra en perspectiva. El traje de dragón de Quiebrahacha resultaba toda una rareza.
En un extremo de la larga habitación, de espaldas al fuego de la chimenea, estaba sentado un oficial de reclutamiento con un rollo de pergamino y una pluma con plumín de oro. A su lado se hallaba un contable de la ciudad con un cofre reforzado con bandas de hierro y una colección de monedas de acero alineadas ante él en montones de a cinco. Situados en fila ante el reclutador, numerosos mercenarios permanecían pacientemente en pie. A medida que se registraba el nombre de cada uno, el contable depositaba cinco monedas sobre la palma extendida.
—Cinco de acero como pago por alistarse —dijo Quiebrahacha, pensativo—. No está mal.
—Y al Señor de Tarsis no le cuesta prácticamente nada —indicó su compañero.
—¿Qué quieres decir?
—Los mercenarios se lo gastarán casi todo aquí en Tarsis, sobre todo en las tabernas. El Señor exigirá un impuesto especial para costear la guerra, la mayor parte del cual recaerá sobre los taberneros. Así pues, estas monedas volverán raudas y veloces a sus arcas.
—Cierto —repuso el mercenario—. Es siempre en el momento del pago final cuando ponen dificultades. —Se colocó en fila detrás de un hombre que lucía una coraza de cuero claveteado de la que colgaban cortas mangas de malla de bronce—. La mitad de las veces, dejan de pagar a mitad de campaña, luego prometen saldar todas las cuentas atrasadas cuando finalice la lucha. Es entonces cuando hay que plantarles cara.
—Es una desgracia que gentes de honor tengan que tratar en ocasiones con los innobles.
Por fin llegaron a la cabeza de la fila. El oficial de reclutamiento perdió la expresión aburrida al examinar la armadura y las armas de Quiebrahacha.
—Vaya, aquí tenemos un buen candidato. Aunque tu amigo no tiene aspecto de soldado.
—No lo soy —respondió Nistur—. Soy un poeta.
—Es más diestro con la espada de lo que parece, puedo asegurarlo —le informó Quiebrahacha.
—Bueno, creo que puedo confiar en tu opinión —aceptó el reclutador—. Tienes el aspecto de un oficial.
—He sido capitán de infantería en media docena de ejércitos.
—¡Excelente! Recluto para el regimiento de Shagbar, y éste necesita un capitán con experiencia. La categoría conlleva paga doble. ¿Tu nombre?
—Quiebrahacha.
—¿Quiebrahacha? —La pluma del oficial, recién bañada en tinta verde, se inmovilizó sobre el pergamino—. He oído ese nombre.
—Igual que todos los demás —dijo un hombre que llevaba un viejo peto de bronce y un casco de hierro más viejo aún si cabe—. Es una persona maldita, y nadie querrá servir a sus órdenes. —Varios de los presentes gruñeron en señal de asentimiento.
—¿Es eso cierto? —inquirió el reclutador—. ¿Eres tú ese Quiebrahacha?
—Lo soy, pero no llevo conmigo ninguna maldición. Es…
—Silencio, no digas más. Tengo que tener en cuenta la moral de las tropas. No puedo contratar a quien pueda hacer que los otros se sientan recelosos y, por lo tanto, menos eficaces. No es nada personal.
—Claro, nada personal —repuso el mercenario y, girando en redondo, abandonó a grandes zancadas la taberna, con el rostro encendido.
—Bien —observó Nistur, aliviado—, ¿qué le vamos a hacer? Ahora, ¿por qué no regresamos al barco y nos calentamos, luego haremos planes de viaje?
—No conozco otro oficio que no sea la guerra —repuso su compañero—. Sería la misma historia en todas partes. Ven, hay otros reclutadores.
Con un suspiro de exasperación, Nistur se envolvió en su capa y lo siguió.
Pasadas las primeras horas de la tarde, ya habían sido rechazados en una decena de figones. La reputación de Quiebrahacha lo precedía en todas partes. Nadie podía decir con certeza qué era lo que pasaba con él, pero nadie deseaba servir con un hombre sin suerte. Finalmente, desesperados, volvieron sus pasos hacia un callejón inmundo, en cuyo extremo opuesto se abría una puerta baja y estrecha. Encima del dintel había fijado un cráneo humano con la empuñadura de una daga sobresaliendo de una de las cuencas de los ojos.
—¿Es esto sensato? —preguntó Nistur—. Esta mañana todos los regimientos reputados nos rechazaron, y todos aquellos que hemos probado esta tarde eran menos atractivos que el precedente. Sin duda, quienquiera que reclute en este antro asqueroso sólo dirigirá bandidos y gentes que han conseguido evadir la horca.
—¿Sensato? —repitió Quiebrahacha en un tono casi de amargura—. ¿Quién habla de sensatez? ¡Tengo que encontrar empleo y en algún lugar de esta ciudad ha de existir una banda lo bastante desesperada como para contratar a alguien como yo!
—Amigo mío —vaciló Nistur—, es mi deber advertirte que la mutua desesperación no es el mejor de los vínculos entre guerrero y jefe.
—Perdemos el tiempo —replicó su compañero, que tuvo que girarse ligeramente para conseguir que sus anchas espaldas pasaran por el estrecho umbral.
Los dos penetraron en la taberna. Al instante, Nistur vio que los guerreros del interior hacían realidad con creces sus peores recelos. Incluso la temblorosa luz humeante de las lámparas de aceite era incapaz de disimular las marcas de los hierros, las orejas recortadas y los rostros tatuados por los que una veintena de territorios distinguían a sus criminales. En dos o tres distinguió incluso las cicatrices en el cuello de ahorcamientos fallidos. Pocos poseían algo que pudiera considerarse una armadura, y sus armas apenas eran otra cosa que dagas largas, hachas de filos mellados y unas pocas espadas cortas. No obstante, su aspecto seguía siendo peligroso.
El hombre sentado a la mesa de reclutamiento no parecía mejor que el resto, aunque estaba un poco mejor vestido y equipado. El funcionario situado junto a él mostraba una expresión taciturna, y las monedas que tenía delante estaban apiladas en grupos de tres. Éstos no reclutaban para un regimiento de elite.
El reclutador estudió a los recién llegados con ojos enrojecidos por el humo y la bebida.
—¿Nombres?
—Quiebrahacha. Soy… —Se interrumpió en seco cuando el otro prorrumpió en una carcajada—. ¿Qué es lo que encuentras divertido? —dijo, en voz baja y amenazadora.
Las palabras quedaron cortadas por un graznido estrangulado cuando los dedos de Quiebrahacha se cerraron alrededor del cuello fornido y sin lavar del hombre. Con una fuerza sorprendente en alguien que hacía tan poco había estado tan débil, levantó al reclutador del banco y lo arrojó contra la pared de piedra. Se oyó un violento chasquido cuando su cráneo chocó contra la piedra.
—¿Necesitado de hombres, estás? —rugió el mercenario—. ¿Me crees tan desesperado que permitiré que me insulte un caporal facineroso de baja estofa como tú? ¿Para qué estás alistando a tu grupo, para matar a los heridos y vaciarles las bolsas después de que hombres mejores hayan combatido por vosotros?
Con un bramido inarticulado el reclutador sacó su daga y se abalanzó hacia el diafragma de Quiebrahacha, pero Nistur extrajo el puñal que llevaba en la bota derecha y realizó un corte limpio y preciso en la parte interior de la muñeca del hombre. Al instante, la daga cayó de sus dedos sin fuerza.
—No es necesaria una batalla cuando una lección práctica es suficiente —indicó el antiguo asesino.
—¡Matadlos! —chilló el reclutador, mientras intentaba restañar la hemorragia con una mano.
Ansiosos por complacer a su pagador, los andrajosos mercenarios saltaron sobre los indeseables intrusos, quienes tuvieron sus armas listas en un instante. Nistur golpeó a un atacante en el rostro con el bollón de su pequeño escudo y propinó otro tortazo similar a la mandíbula de otro, usando la cazoleta de acero de su espada. Mientras, Quiebrahacha rechazaba a otros dos atacantes con su espada curva y su daga.
Por el rabillo del ojo, Nistur vio que el tabernero salía precipitadamente por la puerta. Era hora de marchar. Incluso con sus armas más bien cortas el lugar estaba demasiado atestado para luchar de modo eficaz.
—¡Marchemos! —indicó—. ¡Hay demasiada gente aquí, y la guardia no tardará en llegar! —Apartó a un adversario con un limpio tajo en la rodilla e hizo caer a otro de espaldas golpeándolo en la nariz con el borde de su escudo.
—¡Sal! —dijo Quiebrahacha—. Yo te cubriré.
Nistur no discutió. La armadura del mercenario le proporcionaba una ventaja considerable en una acción de retaguardia, de la que el antiguo asesino carecía por completo. En cuanto llegó a la puerta salió a toda velocidad al callejón situado al otro lado y gritó:
—¡Estoy fuera!
Al cabo de un instante, su compañero se abrió paso al exterior, sangrando ligeramente por un rasguño en la parte superior de un pómulo.
—Es hora de que nos vayamos —instó Nistur.
Corrieron callejón adelante mientras los hombres empezaban a surgir de la taberna, pero se vieron obligados a detenerse en seco al llegar a la calle situada al otro extremo. En la entrada de la callejuela había una docena de hombres con una red que les llegaba hasta el pecho extendida entre ellos. Detrás de ellos había otros con alabardas apoyadas a la altura del hombro.
—¡En nombre del Señor de Tarsis —salmodió un hombre que lucía la gorguera de un oficial—, entregad las armas y venid con nosotros a la Sala de Justicia!
—¿Desde cuándo muestra tanto celo la guardia de la ciudad? —bufó Quiebrahacha.
—Desde que nuestro Señor puso la ciudad bajo disciplina militar, extranjero. ¡Entregad vuestras armas ahora!
—Quiere decir que quiere un soborno —indicó el mercenario volviéndose hacia Nistur—. ¿Tienes dinero? El precio de un par de cervezas servirá.
—Amigo mío, no creo…
—¡Cogedlos! —gritó el oficial.
Al instante, los miembros de la guardia arrojaron la red sobre los dos hombres. Los mercenarios que los perseguían habían desaparecido ya de vuelta al interior de la taberna. Quiebrahacha y Nistur forcejearon unos instantes, pero en cuestión de minutos se vieron atados, desarmados y arrastrados a los consumidos calabozos situados en los sótanos de la Sala de Justicia.
—Son una guardia sorprendentemente inútil —comentó Nistur mientras se palpaba las ropas, asegurándose de que conservaba aún su pequeña daga y varias otras armas discretas repartidas por su persona—. No logro entender cómo pueden encontrar el dinero que uno lleva y pasar por alto las armas escondidas.
—Se debe a que quieren tu dinero, y no les importa si te matas o matas a tus compañeros de celda —le informó Quiebrahacha. Los dos hombres estaban sentados en el suelo cubierto de paja de una celda sin ventanas que contenía a una docena de otros desdichados, algunos de los cuales mostraban señales de fuertes palizas y tortura de moderada gravedad—. El único motivo por el que no se llevaron mi armadura es que no le iría bien a ninguno de ellos. Pero no tardarán en encontrar un comprador.
—Si no te hubieras apresurado tanto a buscar empleo —reprendió Nistur—, no nos encontraríamos en este apuro.
—No os podríais callar vosotros dos —gimió uno de sus compañeros de celda—. Al menos a vosotros os cogieron por alterar la paz. Nosotros no hicimos nada. —El hombre sostenía un puñado de paja ensangrentada contra un costado de la boca, como si intentara contener la sangre.
—Si se me permite —observó Nistur—, no he estado jamás en una prisión que no encerrara otra cosa que prisioneros inocentes. Al menos eso es lo que afirman siempre. ¿Cuál fue la naturaleza de tu increíble desgracia, amigo mío? ¿Acaso un carterista dejó caer aquella bolsa de dinero robado en tu túnica, sin saberlo tú, para deshacerse de las pruebas?
—Una vez conocí a un hombre —intervino Quiebrahacha— que había sido atrapado en un callejón, agachado sobre un cadáver con una mano en la daga y la otra registrando bajo las ropas del infeliz. Le juró al juez que había hallado al pobre desdichado caído allí y que cuando la ronda llegó lo único que intentaba era extraer la daga al tiempo que le buscaba el pulso.
Estas palabras provocaron una débil risotada en los prisioneros de su celda y en los de aquellas más próximas, pero otro de sus compañeros de celda dijo:
—No, dice la verdad. Simplemente nos ocupábamos de nuestros asuntos en la taberna El Barril Sin Fondo cuando ésta cerró. Estábamos apelotonados en el exterior cuando alguien gritó que había un cadáver en la base de la estatua que hay frente a la taberna. Estábamos mirando cuando llegó la ronda nocturna y nos retuvo allí. Luego, ¡quién creéis que apareció sino el Señor de Tarsis en persona!
—El Señor y su policía nos han estado apaleando desde entonces —manifestó otro—. Quieren saber a quién vimos y qué oímos. Pero nadie vio ni oyó nada de importancia. Eso no los hace felices y, por lo tanto, cada vez que nos interrogan nos pegan un poco más fuerte. Dentro de poco nos tocarán el potro y los hierros candentes.
—¿Por qué tanto alboroto por un asesinato? —quiso saber Nistur—. ¿Era alguien importante?
—Era uno de los nómadas —explicó el que había hablado primero—. Alguien dijo que era su embajador.
—No es extraño, pues, que los nómadas estén golpeando sus tambores —reflexionó Quiebrahacha—. Ésa es la clase de cosa que los pondría de mal humor. ¿Cómo lo mataron?
—Degollado —dijo un hombre vestido como un mercader ambulante—. Oímos algunos gritos, pero eso fue todo. ¿Quién presta atención a tales cosas? La próxima vez que vea un cadáver en una ciudad extranjera, desapareceré tan rápido como pueda.
—Una acción muy sensata —aprobó Nistur.
Pasaron el tiempo comentando sus diferentes tristes destinos hasta que llegó la hora de comer y les sirvieron unas gachas licuadas extraídas de un cubo de madera. A esas alturas, todos sabían que era mejor no quejarse. En algún momento de lo que juzgaron era ya entrada la tarde, oyeron ruidos como si estuvieran empujando a alguien por el pasillo de piedra en dirección a las celdas.
—¡Eso no es necesario! ¡Mantén las manos quietas! —La voz le resultó familiar al antiguo asesino—. ¡Olvídalo! ¡Ya has cogido todo lo que tenía!
A continuación la persona que había hablado apareció ante la puerta de la celda en que se encontraban ellos; como Nistur había pensado, se trataba de Aro de Carey. El guarda situado detrás de ella vestía la túnica negra y la capucha del uniforme del personal de la prisión de la Sala de Justicia.
—Ésta es la que quiero —dijo ella en voz baja mientras el carcelero abría las esposas que sujetaban sus muñecas. Liberadas las manos, la joven se apartó ligeramente mientras abrían la puerta y, cuando volvió a acercarse, introdujo algo en la palma del guarda, quién la empujó a continuación al interior y cerró la puerta a su espalda.
—Vaya —dijo la muchacha, sonriendo con vivacidad—, ¡mirad a quién he encontrado!
—No debes de ser una ladrona muy buena —manifestó Quiebrahacha—, para que te atrapen dos veces haciendo tu trabajo en cuestión de pocos días.
—¡Me atraparon porque quería que lo hicieran! —insistió ella.
—Tal vez se trate de una pregunta obvia —intervino Nistur—, pero ¿por qué habrías de preferir ser encarcelada en este calabozo a la libertad?
—Vine a buscaros a vosotros dos, claro —anunció la joven, tomando asiento sobre la paja.
—Confieso sentirme conmovido —dijo Nistur—. Pero ¿por qué?
—No fue idea mía en realidad —confesó ella—. Oí que habíais sido arrestados y se lo dije a Aturdemarjal. El viejo temió que acabaseis vuestros días aquí abajo porque no sabéis cómo funciona este lugar, de modo que dijo que debía venir a cuidar de vosotros.
—Le estoy agradecido a ese hombre por haberse ocupado de mi… mi dolencia —refunfuñó Quiebrahacha—, pero no le pedí que se hiciera cargo de mí de modo permanente. No necesito niñera.
—Ya, claro que no. —La ladrona le dedicó una mirada sarcástica—. Un poderoso guerrero como tú puede con todo.
—Puedes ahorrarte el sarcasmo —indicó Nistur—. Te aseguro que agradecemos tu preocupación. Este lugar, por lo que veo, ¿te es familiar?
—Más que familiar —afirmó la joven—. He pasado buena parte de mi vida aquí.
—Entonces tienes suerte —intervino uno de los comerciantes—. En la mayoría de los sitios te cortan las manos por robo reiterado.
—Siempre he sabido dar buenos sobornos —repuso ella—. Los guardas no maltratan una fuente de ingresos continuada.
—A propósito —comentó Nistur—, ¿dónde ocultabas la moneda con la que acabas de pagar tu entrada en esta celda?
—Hay cosas que no deberías preguntar —respondió ella en tono digno.
El Señor de Tarsis desmontó al pie de la torre almenada que flanqueaba el lado norte de la puerta este. Desde el otro lado de la puerta oía el retumbar de tambores que había provocado algo muy cercano al pánico en la ciudad durante todo el día. En su recorrido a caballo por la ciudad se había sentido exasperado ante el terror pintado en los ojos de los ciudadanos. Gentes que hasta el día anterior sólo habían manifestado desdén por los bárbaros del desierto ahora se mostraban desquiciados por un ruidito. Era absurdo.
Mientras ascendía por la escalera de caracol los gruesos muros de la torre le proporcionaron un bienaventurado silencio, pero que no iba a durar. Cuando salió al parapeto que discurría por lo alto de la puerta, el sonido volvió a rugir con incrementada intensidad, que parecía estremecer las piedras mismas de la muralla. El parapeto y las torres estaban profusamente guarnecidos con guardas de la ciudad y, de un modo más eficiente con mercenarios de élite. Ofrecían un espectáculo espléndido, pero el Señor era muy consciente de que grandes partes de las medio derruidas murallas apenas tenían efectivos para defenderlas, e incluso por encima del tronar de los tambores podía oír el martilleo más agudo de los carpinteros y herreros que se esforzaban frenéticamente por poner las máquinas de guerra situadas sobre las plataformas de las murallas de nuevo en condiciones de dar batalla tras años de abandono.
Se encaminó hacia la plataforma del orador levantada sobre la parte central de la puerta, maldiciendo las roñosas políticas del senado dominado por los comerciantes que habían permitido que las defensas de la ciudad cayeran en tal estado de decrepitud. Que él mismo hubiera consentido estas políticas no empañaba en absoluto su furia.
Mientras subía a la plataforma de madera, los trompeteros dispuestos a lo largo de ésta alzaron sus relucientes instrumentos y lanzaron una aguda fanfarria que atravesó el bajo redoble de los tambores.
Así de pie, a plena vista del ejército de salvajes situado abajo y por encima de la protección de las almenas, el Señor de Tarsis se sentía totalmente desprotegido. Pero se esperaban ciertas cosas de quien gobernara y, por lo tanto, no demostró angustia. Además, ciertos hombres de vista aguda estaban destacados para escudriñar el terreno en busca de la aparición de proyectiles, y su escolta personal estaba preparada para arrastrarlo a un lugar seguro ante la primera señal de flecha, saeta o piedra dirigida contra su persona.
Bruscamente, el ritmo enérgico de los tambores cesó y se produjo una agitación en el ejército nómada reunido abajo. Banderas y estandartes empezaron a moverse y, mientras lo hacían, el Señor estudió el espectáculo. Parecía haber al menos el doble de guerreros, animales y tiendas de los que había apenas dos días antes; supuso que Kyaga había llegado con refuerzos. Aquello no era buena señal.
Los nómadas formaban un grupo pintoresco, con los animales adornados con bardas a rayas, de cuadros y de colores abigarrados en tonalidades estridentes. Los guerreros mismos lucían ropas de colores vivos, con los cascos envueltos en pañuelos, los rostros cubiertos por velos hasta la altura de los ojos mientras agitaban sus largas espadas curvas por encima de sus cabezas. También ondeaban pendones en las puntas de las lanzas, pero el Señor era consciente de que aquello era sólo una bravuconada. Sus auténticas armas, los arcos, seguían guardadas en las sillas de montar, y cuando éstas salieran, el espectáculo habría terminado y la guerra empezaría en serio.
De improviso, como si se hubiera dado una señal, la parte central del ejército nómada se dividió, y los hombres comenzaron a cabalgar en dos grupos hacia un lado y otro, para dejar un largo pasillo recto con una tienda enorme en su extremo opuesto, de rayas escarlata y negras. Los jinetes alineados a lo largo del pasillo se volvieron para mirar hacia dentro y alzaron bien altas las lanzas a modo de saludo.
El Señor de Tarsis divisó dos figuras, que a la distancia parecían diminutas, saliendo de la tienda. Montaron sobre caballos magníficamente guarnecidos y cabalgaron hacia las puertas con los guerreros rugiendo su saludo en un clamor continuo. A medida que las dos figuras se acercaban más, el Señor de la ciudad reconoció a uno de los jinetes como el Orador de las Sombras, el chamán. El otro, envuelto en una fabulosa túnica de seda morada bordada con hilo de oro, con el pañuelo de la cabeza y el velo de la misma preciosa tela, sólo podía ser un hombre. Detrás de él cabalgaba una figura siniestra que llevaba una armadura completa de escamas, de la que ni siquiera se distinguían los ojos tras una máscara de bronce; el jinete sostenía un alto estandarte coronado por el cráneo de una bestia astada, debajo del cual colgaba un pendón flanqueado por blancas colas de caballos. El pendón mostraba la figura de un ave de presa que aferraba una espada entre sus garras.
Las dos figuras, custodiadas por el portador del estandarte, tiraron de las riendas de sus monturas al llegar ante las puertas y, por espacio de unos segundos, se hizo el silencio.
—Te saludo en paz, Kyaga Arco Vigoroso —dijo el Señor, y su voz bien adiestrada recorrió la distancia con facilidad.
—Yo no te saludo en paz, Señor de Tarsis —gritó el nómada de la túnica morada—. ¡Has asesinado a mi embajador! ¡Ésta es una ofensa a mi persona, a los nómadas de las Praderas de Arena y a los dioses inmortales! ¡No puede existir paz entre nosotros hasta que se haga justicia!
—Estoy dispuesto a pasar por alto tu descortesía —replicó el Señor, diciéndose que aquello no empezaba bien—. La muerte de un enviado es un asunto grave, pero te aseguro que no tuve parte en ello. Encontraré al asesino o los asesinos. Este infortunio no tiene por qué interrumpir las negociaciones entre nosotros.
—¿Infortunio? ¡Todavía no conoces el significado de la palabra, Señor de Tarsis, pero lo harás! ¡Por este insulto arrasaré tu ciudad, mataré a todos sus habitantes, araré el terreno y lo sembraré de sal para que no crezca nada en este lugar durante cien años! —Ante estas palabras se elevó un feroz rugido de aprobación procedente del ejército bárbaro.
«No lo dice en serio —se dijo el noble—, o habría atacado de inmediato. Además, estos nómadas no saben cómo parar. Está buscando una solución que le permita salvar el honor. Es hora de doblegarse un poco». —A continuación, añadió en voz alta—: Tal acción, incluso aunque pudieras llevarla cabo, es totalmente desproporcionada con respecto a la cuestión que nos ocupa. ¿Qué deseas de mí, camarada soberano? Puedes tener por seguro que hallaré a los asesinos. —Eso ya estaba mejor—. Y te los entregaré yo personalmente.
—¡No pienso dejar que me engañes! —tronó Kyaga—. ¡No me entregarás unos cadáveres y dirás que eran los asesinos, pero que murieron durante el arresto!
—Claro que no. Todos los que hayan estado involucrados en el asesinato se te entregarán con vida y totalmente capaces de apreciar la justicia que les apliques.
—Cinco días, pues. ¡Pasado ese tiempo, prepárate para la guerra! ¡Hasta que tenga a los asesinos en mi poder, nadie abandonará Tarsis!
—Muy bien, pero quiero salvoconductos para que mis investigadores puedan cruzar las puertas y entrar en tu campamento. Deben tener permiso para interrogar a tu gente, cualquiera que sea su rango.
—¿Por qué debería permitir eso?
—¡Porque no estoy seguro de que tu propia gente no matara a Yalmuk Flecha Sangrienta! Durante muchos días tus nómadas han estado deambulando por las calles de Tarsis con la misma libertad que sus ciudadanos. Cualquiera de ellos pudo haber asesinado al embajador.
—¡Eso es absurdo! —chilló Kyaga en tono agraviado—. No obstante, nadie podrá decir jamás que Kyaga Arco Vigoroso no es a la vez justo e indulgente. Tus oficiales pueden venir, interrogar a todos cualquiera que sea su rango, y recibirán respuestas honradas, te doy mi palabra. Encárgate de que lleven tu sello. Cualquiera que intente salir de la ciudad sin uno será eliminado al instante.
—¡De acuerdo! —gritó el Señor de Tarsis.
—¡Cinco días! —repitió Kyaga, y dicho esto, hizo girar su caballo y regresó a su tienda, seguido de cerca por el chamán y el portador del estandarte. Durante la negociación, el chamán no había dicho una sola palabra.
Una vez más, el Señor de Tarsis se reunía con su Consejo de Estado. Sus máscaras le fastidiaban, pues le impedían interpretar sus expresiones con facilidad. De todos modos, ni se le pasó por la cabeza pedir que se las quitaran. No se jugaba con la tradición.
—No veo que exista ningún auténtico problema aquí, Señor —dijo el consejero Rukh—. Nuestras cárceles están llenas de delincuentes. Escoge a dos o tres y entrégaselos a los salvajes. Esos ingenuos bárbaros se sentirán satisfechos, y nadie echará en falta a los criminales.
—Dudo que Kyaga se deje engañar tan fácilmente —replicó el Señor—. Admito que nuestra relación fue breve, pero me dio la impresión de ser un hombre astuto por la forma en que fanfarroneó frente a sus tropas, pero me dejó claro que está dispuesto a hacer tratos y negociar.
—Mi estimado camarada Rukh es en exceso brutal y carente de sutileza —intervino el consejero Mede, el banquero—. Entre la plebe de Tarsis hay unos cuantos hombres muy respetables que están arruinados y muy endeudados conmigo. Algunos de ellos, si yo les perdonara la deuda para poder salvar a sus familias, estarían dispuestos a confesar el asesinato. Esto resultaría mucho más convincente que unos temblorosos presidiarios.
—Convincente sólo hasta que les aplicaran los hierros candentes —replicó el Señor—. Entonces se desmoronarían y se descubriría la treta.
—Señor —intervino el consejero Melkar—, en lugar de maquinar complicados ardides, ¿no sería más sensato encontrar sencillamente al asesino o los asesinos del bárbaro y entregarlos a Kyaga?
—Eso sería deseable —admitió el Señor de la ciudad—, pero presenta dificultades. Primero, carezco de funcionarios con experiencia para investigar un crimen así. Están acostumbrados a estafadores de derechos arancelarios, evasores de impuestos y oficiales malversadores de fondos. Si el asunto no se refiere a registros de impuestos y documentos legales, no sirven para nada. Además, podrían estar involucrados personajes importantes, y éstos por lo general no están dispuestos a responder a las preguntas de cualquiera, mucho menos las de un funcionario de categoría inferior.
—Me satisfaría mucho actuar como tal —se ofreció Rukh con aire congraciador—. Excepto tú, no hay nadie de categoría más elevada, y soy muy capaz de llevar a cabo esa tarea.
—Te lo agradezco —respondió el Señor, al tiempo que pensaba «también podrías ser tú el asesino»—, pero si te nombrara investigador podrían decir que intentamos encubrir actividades inicuas en el consejo. No deseo que nuestra reputación de imparcialidad, honestidad y justicia quede en entredicho. No, señores, encontraré un investigador, alguien neutral, sin vínculos de sangre o fortuna con las familias importantes de Tarsis. Alguien notablemente capaz.
Eran palabras muy elocuentes, se dijo mientras los consejeros marchaban. Pero ¿dónde iba a encontrar a esa persona? Echó una rápida mirada al enorme reloj de arena situado en un extremo de la habitación. Una notable porción de los cinco días ya había discurrido por él.