El Señor de Tarsis se hallaba reunido con su Consejo de Estado. Siguiendo una antigua costumbre, todos los miembros del Consejo llevaban máscaras con el fin de que, al efectuar una votación, supuestamente permanecieran en el anonimato, aunque, en realidad, cada uno de los presentes conocía la identidad de los demás. Sólo el Señor de la ciudad iba sin máscara. Era un hombre alto, con el rostro alargado y taciturno. No había heredado su puesto por nacimiento, sino que el Señor era elegido por el Gran Consejo de doscientos aristócratas, que lo escogían entre los diez miembros del Consejo de Estado. Grandes rivalidades, confabulaciones y puñaladas traperas intervenían en la obtención de un puesto en el Consejo de Estado; pero los enfrentamientos más feroces se producían en la elección del Señor de Tarsis. Así, cada Señor era el aristócrata más capaz y, a la vez, el más despiadado de su territorio.
La gente corriente de Tarsis no sabía nada en absoluto de estas cuestiones. Ciertas personas nacían aristócratas, y el jefe de ellas era el Señor de Tarsis. Los plebeyos raras veces conocían su nombre y jamás se les informaba cuando uno moría, era depuesto o reemplazado por cualquier otro motivo. Para ellos, bien podría haber habido un único Señor en ese puesto desde la fundación de la ciudad.
Los aristócratas de Tarsis, a diferencia de los de la mayoría de las naciones, no debían su posición a extensos territorios con granjas, rebaños y arrendatarios, sino que eran los descendientes de las grandes familias de mercaderes de la ciudad. Muchos de ellos habían sufrido malos tiempos, pero se esforzaban denodadamente por mantener la pompa y la posición de los aristócratas. Cuando una familia quedaba realmente en la miseria, sus miembros acostumbraban abandonar la ciudad antes que soportar la humillación de verse reducidos a la condición de plebeyos.
En realidad, las tierras que rodeaban Tarsis eran pobres, inadecuadas para una agricultura productiva, y las pequeñas granjas campesinas cercanas a la ciudad no producían más que lo necesario para alimentar a los habitantes de la ciudad. Así, las llanuras eran el hogar de rebaños que podían soportar los duros inviernos y vivir de los cortos y resistentes pastos que allí crecían con escasa abundancia. Como en muchas tierras, estos rebaños eran propiedad de nómadas que antes saquearían Tarsis que comerciar con el lugar. Los nómadas eran belicosos e impredecibles y, en ocasiones, rompían tratados que llevaban años en vigor por puro aburrimiento, y podrían haber destruido la ciudad muchos años antes de no haber librado guerras incesantes entre ellos.
Eran estos nómadas los que trastornaban los pensamientos del Señor de Tarsis esta noche.
—Señores —empezó—, ha llegado el momento de tomar ciertas decisiones con respecto a la embajada enviada por Kyaga Arco Vigoroso, el nuevo caudillo de las tribus nómadas.
—¿No será embajada un nombre demasiado noble para una pandilla de salvajes sucios? —dijo uno, al que el Señor de la ciudad reconoció como el consejero Rukh, su principal rival en la última elección y un hombre al que todavía le encantaría convertirse en Señor de Tarsis.
—Es una costumbre diplomática tratar a todos los enviados del mismo modo, tanto si representan grandes naciones civilizadas como si se trata de tribus primitivas. Es una ficción, pero ha funcionado bien durante muchos siglos. Este guerrero-pastor es el embajador Yalmuk Flecha Sangrienta, y él y su séquito serán tolerados mientras mantengan la paz.
—Eso no durará mucho —intervino otro. El Señor de la ciudad reconoció la máscara amarilla que cubría el rostro del consejero Blasim, un hombre gordo y perezoso cuya gran riqueza le había granjeado su puesto en el Consejo de Estado—. Estos salvajes ignorantes no saben dominarse.
—De ser así serán expulsados. Vamos —indicó el Señor con impaciencia—. Éstas son cuestiones insignificantes. Nuestra aversión por los bárbaros no importa demasiado. Debemos habérnoslas con ellos, y sólo un frente unido y una política común lo conseguirán. Estas criaturas serán primitivas, pero enseguida advertirán cualquier desunión en nuestras filas y se aprovecharán con rapidez de ello. ¿Me comprendéis?
—Desde luego, Señor —respondieron todos, asintiendo con la cabeza.
Tuvo que darse por satisfecho con ello, aunque sabía que no podía confiar en ninguno de ellos. Por un momento deseó que Tarsis tuviera una auténtica monarquía y que los grandes señores debieran una lealtad inquebrantable a su soberano, pero aquello no era posible, ya que la ciudad había sido fundada por familias de comerciantes, cada una podía decirse que demencialmente celosa de todas las demás. Sin embargo, habían organizado las cosas de modo que el Señor de la ciudad ostentase la autoridad más alta, pero ninguna familia poseyera el monopolio del título. El resultado era que se veía rodeado de rivales envidiosos en lugar de vasallos.
—Consejero Melkar, te comprometiste a realizar un reconocimiento de los dominios de este Arco Vigoroso. ¿Qué peligro auténtico supone?
—La amenaza es real —respondió sin rodeos el consejero, que se cubría con una túnica blanca y una máscara roja—. Es el principal caudillo desde hace muchas generaciones y se ha constituido en jefe supremo de las Praderas de Arena. Realmente ha conseguido forjar cierta unidad entre las tribus nómadas. Durante mucho tiempo, éstas se han contentado con combatir unas contra otras, y venían aquí únicamente para cambiar su carne y leche, sus pieles y su madera por los productos que necesitan. Kyaga Arco Vigoroso cree que ha llegado el momento de exigir estas cosas como tributo, y con el ejército que ahora posee puede hacer que su demanda tenga éxito.
Al oír sus palabras, todos los asistentes se pusieron a cuchichear.
—¿Has visto ese ejército con tus propios ojos? —exigió un hombre que llevaba una máscara azul.
—Así es. Cinco mil jinetes aguerridos, todos ellos arqueros expertos, y cada uno con cuatro o cinco monturas de primera clase. Y son leales a Arco Vigoroso. Creen que posee una magia especial.
—Arqueros —dijo el consejero Rukh con la voz cargada de desdén—. Todo el mundo sabe que es una imprudencia ser atrapados en las praderas por tales guerreros, quedando expuesto a sus flechas. Pero arqueros a caballo no pueden hacer gran cosa contra las murallas de una gran ciudad.
—Esto es cierto —respondió el Señor—, pero sería mejor eliminar la amenaza antes de que la ciudad sea asediada. —Sus palabras llenas de confianza ocultaban una preocupación mayor: las murallas de Tarsis se habían erigido cuando la ciudad contaba con una población diez veces mayor que la que poseía en la actualidad, cuando los terrenos de los alrededores habían sido fértiles y estaban cubiertos por numerosas aldeas que añadían fuerza al territorio. Ahora, muchas partes de los muros estaban en ruinas, y dudaba que dispusiera de hombres suficientes para defender una tercera parte de las zonas que aún permanecían en condiciones.
—¿Quieres decir sembrar cizaña entre las tribus? —inquirió el consejero Blasim.
—Siempre ha sido nuestra política —repuso el Señor—. Cojamos aparte a algunos de los miembros de mayor categoría de la embajada y sondeémoslos. Tal vez algunos estén más que dispuestos a aceptar un soborno para vender a su caudillo. Los guerreros corrientes quizá piensen que su cabecilla es un dios, pero los jefes saben que no es más que uno de su clase extraordinariamente afortunado. Es más, muchos estarán celosos. He encontrado a muy pocos hombres que no estén dispuestos a traicionar a su señor por el precio adecuado, algo que de buena gana habrían hecho incluso a cambio de nada.
—Sagaz como siempre, Señor —dijo Blasim—. Por desagradable que sea, trabaré amistad con uno de esos hombres y le comunicaré cuán sensato y provechoso sería si colaborara con nosotros.
—Hazlo, vosotros seguid el ejemplo. Hay un campamento de esos hombres instalado fuera de las murallas. Quiero que les hagáis una visita. Fingid un gran interés y amistad. Sondeadlos. Descubrid cuáles de ellos sienten atracción por el oro y las armas de calidad y otros objetos valiosos. Consejero Rukh.
—¿Sí, Señor?
—Como funcionario encargado de la seguridad de la ciudad, realizarás una inspección de las murallas, pero sé discreto al respecto. No quiero que cunda el pánico entre los ciudadanos. Entretanto, contrata a los mercenarios que frecuentan las tabernas del puerto. Ha de ser, aparentemente, para una expedición punitiva contra los bandidos que han estado martirizando a las caravanas que vienen aquí procedentes de la bahía de la Montaña de Hielo, pero pon a los soldados en los viejos barracones del fuerte del puerto, bien lejos del campamento nómada. Si ha de haber lucha, es mejor sacrificar a extranjeros que a ciudadanos.
—Como ordenes, Señor —respondió Rukh, en un tono que bordeaba la insolencia descarada.
—Pero ¿quién pagará esto, Señor? —preguntó el consejero Mede, un banquero cuya mascara estaba bordada con hilo de oro.
El Señor de Tarsis rechinó los dientes. Eran comerciantes y temían más por su dinero que por su seguridad; tenía que mantenerlos satisfechos o su propia posición se tornaría precaria.
—Impondremos un impuesto extra en las mercancías que pasen por Tarsis. Si hay que pelear, se puede organizar la táctica de modo que la mayoría de mercenarios mueran en combate; de esa forma, nos ahorraríamos la mayor parte de su paga. ¿Hay más preguntas antes de que sigamos? —No había ninguna—. Bien. Todos conocéis nuestra política y cómo actuar ante estos salvajes. —Tomó un macillo del brazo de su trono y con él golpeó un gong que colgaba junto al enorme sillón. Mientras los metálicos ecos se apagaban en la habitación, los consejeros se acomodaron en los asientos más bajos que flanqueaban el trono.
En el extremo opuesto de la sala se abrió una puerta enorme y entró el mayordomo, golpeando una vez con su bastón en el suelo de brillante mármol.
—¿Qué deseáis, Señor?
—Haz pasar a los enviados de Kyaga Arco Vigoroso —ordenó el Señor de Tarsis.
El funcionario del palacio se retiró con una reverencia, y un estrafalario grupito atravesó precipitadamente el umbral. En cabeza iba un hombre cubierto con piojosas pieles de cabra, que avanzaba sobre unas piernas cortas y combadas con la arrogancia de un príncipe. La grasienta cabellera le colgaba hasta los hombros en una veintena de trenzas; el rostro estaba cubierto de cicatrices, tatuado con figuras reptilianas y decorado con un largo mostacho que descendía sobre una boca casi desprovista de labios. Los estrechos ojos, de un azul luminoso, despacharon a los consejeros con tranquilo desdén. Lucía un amplio sombrero plano adornado con piel, y de su ala colgaban guedejas de pelo que mostraban un aterrador parecido con cueros cabelludos humanos.
Tras él avanzaba una figura aún más extraña. El hombre llevaba unas prendas de piel de gamuza curtida cubiertas de amuletos: repiqueteantes ristras de huesos humanos y animales, tintineantes campanillas; figuras de animales en miniatura forjadas en bronce y hierro, abalorios de ámbar, coral y lapislázuli. De su cinto colgaban una pandereta y un cuerno, y tenía la cabeza encubierta por un alto gorro cónico de piel del que pendían tantas ristras de abalorios, huesos y amuletos que casi le ocultaban el rostro.
El resto del grupo, una docena aproximada de hombres, estaba constituido por los típicos guerreros de las praderas, vestidos con ropas de cuero y pieles peludas, botas blandas con extremos puntiagudos vueltos hacia arriba, y anchos cinturones tachonados de metal y piedras de colores brillantes. La complejidad de sus tatuajes faciales proclamaba su importancia. Todos aquellos guerreros tenían los rostros pintados sobre todo con figuras en rojo, azul y verde, lo que indicaba que eran jefes de categoría. Ninguno llevaba armas, pero vainas, carcajs y estuches para arcos vacíos formaban parte del atuendo de cada uno de los recién llegados, con la excepción del chamán.
El mayordomo avanzó al frente y golpeó el suelo con su bastón tres veces.
—¡Oíd todos! —exclamó—. El Señor de Tarsis y el Consejo de Estado reciben a la embajada del jefe Kyaga Arco Vigoroso de las Praderas de Arena. El embajador Yalmuk Flecha Sangrienta ha presentado sus credenciales ante el Gran Consejo de acuerdo con la ley y la costumbre en Tarsis, y queda reconocido como el enviado del jefe Kyaga, con todos los privilegios de un embajador. —El mayordomo efectuó una reverencia y se retiró.
—El embajador Yalmuk también ha entregado su espada y daga, su arco y sus afiladas y veloces flechas —manifestó el enviado—. ¡Esto es un insulto! Un guerrero de las praderas no puede estar jamás sin sus armas.
Con gran esfuerzo, el Señor de Tarsis reprimió una violenta réplica ante aquella grosería sin precedentes.
—Me apena que te sientas maltratado, pero ésta es la costumbre en nuestra corte. ¿Se presentan los extranjeros armados ante tu señor?
—¡Desde luego que no! —bufó Yalmuk—. Pero mi señor, Kyaga Arco Vigoroso, es señor del mundo y puede ordenar a los hombres que hagan lo que él desee, ya que es su derecho. —El resto del grupo profirió un sonoro asentimiento a estas palabras.
—Está claro —dijo el Señor de Tarsis— que para seguir con las negociaciones antes deben aclararse las cuestiones de rango.
—¿Quién habló de negociaciones? —exigió Yalmuk—. ¡Vengo aquí con las órdenes de mi caudillo!
—Entonces tendrás que comprender —indicó el Señor de Tarsis en una voz baja de la que había desaparecido toda paciencia—, que no puedo, en modo alguno, tratar con tu señor bajo tal malentendido. Es la costumbre de todos los territorios, incluidos los de las tribus nómadas, que los soberanos se traten entre sí como iguales. No reconoceré a la embajada de tu jefe bajo ningún otro concepto.
—Da la casualidad —repuso Yalmuk, alzando la nariz respingona—, que mi caudillo me ha concedido permiso para mantener esta simulación por el momento. Así pues, te llama hermano y camarada.
—Excelente —respondió el Señor con la más débil de las sonrisas. Como había sospechado, ese pequeño fanfarrón pendenciero lo había estado poniendo a prueba, para comprobar hasta dónde podía llegar antes de que el látigo chasqueara. Era una táctica común, sólo que los enviados civilizados lo hacían de un modo más sutil—. Por favor, da a conocer las peticiones de mi hermano, el jefe Kyaga Arco Vigoroso.
—Las peticiones de Kyaga Arco Vigoroso son las siguientes. Por la razón que fuera, en el pasado era costumbre que los hombres de las praderas vinieran a Tarsis y trocaran los espléndidos productos de nuestros rebaños por las insignificantes mercancías de esta ciudad. A partir de ahora Tarsis entregará como tributo mil sillas de montar trabajadas de la mejor madera y cuero, mil espadas de acero forjado, mil dagas del mismo metal, diez mil puntas de flechas también de acero, mil piezas de seda tejida, diez mil piezas de lana tejida y diez mil monedas de acero. Este tributo se enviará a la corte de Kyaga Arco Vigoroso cada año en la Fiesta del Día Más Largo.
Por un momento reinó un silencio estupefacto.
—Ya veo —respondió el Señor—. Dejando de lado el hecho de que es inaceptable, ¿se le ha ocurrido a Kyaga que es bastante difícil producir lana tejida sin la lana en bruto procedente de las llanuras?
El enviado agitó una mano quitando importancia al asunto. De su muñeca se balanceaba un flexible látigo corto.
—Desde luego podrás adquirir nuestra lana como en el pasado. Sólo ha cambiado el precio. Antes era una onza de fina plata por quintal; el nuevo precio es diez onzas.
—Sus exigencias son inaceptables —repuso el Señor de Tarsis, en un tono que parecía casi aburrido—. No vemos ningún motivo por el que las antiguas relaciones entre nuestra ciudad y vuestro pueblo no deban continuar como han sido durante muchos siglos. No obstante, si consideráis que nuestras tarifas de intercambio ya no son justas, estamos dispuestos a negociar.
—Malinterpretas las intenciones de Kyaga Arco Vigoroso —indicó el embajador—. No desea negociar. ¡Puedes aceptar sus condiciones o enfrentarte a la guerra, el asedio y el exterminio! —Sus seguidores profirieron sonoros vítores.
—Comprendo —dijo el Señor de Tarsis—. Pero debemos discutirlo más. Entretanto, he dispuesto que mañana se celebre un gran banquete para recibir a la primera embajada del nuevo gobernante de las praderas.
—Aceptamos tu invitación —repuso Yalmuk—. Pero no habléis demasiado tiempo. Dentro de tres salidas del sol mi caudillo llegara a nuestro campamento, y ¡si no está satisfecho con vuestra respuesta, destruirá Tarsis!
El embajador giró entonces en redondo sobre los talones de sus botas y abandonó la sala de audiencias a grandes zancadas. En cuanto las puertas se hubieron cerrado tras los bárbaros, los consejeros empezaron a murmurar entre ellos.
—¿Lo he oído bien? —inquirió el consejero Rukh—. ¿Acaba ese salvaje infestado de pulgas de exigir nuestra sumisión y tributo incondicionales?
—Tranquilízate —dijo el Señor—. Esto no es más que una negociación comercial. Este nuevo jefe nómada se ha limitado a colocar su exigencia más extravagante sobre la mesa primero. De ese modo, parecerá razonable y generoso cuando exija algo menos absurdo.
—Señor —intervino el consejero Melkar—, me parece que juzgas mal a Kyaga. Creo que habla muy en serio. Deben realizarse inmediatamente preparativos para defender la ciudad.
—Ya he ordenado tales preparativos. Pero creo que no serán necesarios. Mañana, durante el banquete, iniciad la subversión de estos ingenuos salvajes. Tenemos tres días para conseguir que abandonen a su jefe mediante sobornos. Eso debería ser más que suficiente.
El Señor de Tarsis paseó la mirada por la sala festivamente decorada, satisfecho con su estrategia. El banquete iba bien. Los salvajes se atiborraban sin el menor decoro, fanfarroneaban a grandes gritos y olían de un modo abominable, pero hasta el momento no se habían producido actos manifiestos de violencia. La periferia de la sala de banquetes estaba rodeada por guardas con varas, pero el Señor de Tarsis no tenía demasiada confianza en ellos. Tarsis poseía pocos militares de categoría, y los guardas de la ciudad no eran más que una policía mal preparada e ineficaz.
Todos los miembros del Consejo de Estado, a cara descubierta ahora y sonrientes como si se encontraran entre sus más íntimos amigos, tenían a uno o varios de los enviados sentados junto a ellos. Hacia los extremos de la mesa, otros señores y damas, de la ciudad, de menor categoría, disfrutaban alegremente del banquete.
Junto al Señor de Tarsis se hallaban Yalmuk Flecha Sangrienta y el chamán, que, según había averiguado el Señor, se llamaba Orador de las Sombras. El chamán se comunicaba con los muertos, así como con los miles de espíritus, pequeños dioses y deidades mayores de los hombres de las praderas. Parecía que aquel hombre era una persona de gran importancia entre los nómadas, pues siempre permanecía pegado a Yalmuk y, en cierto modo, el embajador consultaba su opinión. El Señor de Tarsis consideró que el chamán podría ser una persona digna de ser cultivada. El problema era, ¿con qué se soborna a un chamán?
—Divino Orador de las Sombras —dijo el Señor de Tarsis—, ¿es la voluntad de vuestros dioses que Kyaga Arco Vigoroso haya sido elevado a la soberanía de las Praderas de Arena?
El hombre lo contempló por entre las ristras de balanceantes abalorios. Su rostro era aún más difícil de interpretar, ya que estaba pintado de un verde brillante.
—Los espíritus de todos nuestros antepasados vinieron a mí y proclamaron que Kyaga era realmente el que nos habían profetizado.
—Ah, ya veo. ¿De modo que fue a través de ti que se convirtió en caudillo?
—A través de los antepasados —replicó el chamán—, y mediante su propio poder. Reunió muchas tribus bajo su mando mediante muchos años de lucha.
—Qué espléndido. —El panorama parecía prometedor. Si su interlocutor consideraba que Kyaga había ascendido por su mediación con los espíritus, podría sentirse el igual del nuevo líder y, por lo tanto, mostrarse resentido si el caudillo no le concedía honores suficientes—. Tu señor debe valorarte por encima de todos los demás.
—Mi señor escucha cuando hablo —respondió el santón.
—Escucha a su hechicero —intervino Yalmuk—. ¡Pero Kyaga sabe que su gloria descansa en las espadas, los arcos y los corazones de sus guerreros! —Hundió los dientes en una empanada de venado y la engulló con la ayuda de media jarra de fuerte vino.
—Un caudillo debe tener guerreros —dijo el chamán—, pero los mejores arqueros no le sirven de nada si no tiene el favor de los dioses y los antepasados.
—Como tú digas, Orador de las Sombras —repuso Yalmuk entre dientes. Al cabo de unos minutos el nómada abandonó la mesa con una excusa, y el Señor de Tarsis pudo hablar confidencialmente con el chamán.
—Creo que el embajador se considera mejor que tú —comentó.
—Es un gran jefe tribal —respondió Orador de las Sombras tamborileando con las puntas de los dedos sobre el tensado cuero sin curtir de su pandereta—, que sólo se encuentra por debajo de mi señor, que lo aprecia por encima de todos los otros.
—Sin duda ese puesto te pertenece a ti, el hombre responsable de su ascensión y que dejó claro ante todas las tribus que él es su jefe legítimo.
—Kyaga Arco Vigoroso hace su voluntad —replicó el chamán con expresión hosca—. Los hombres corrientes no pueden poner en duda sus acciones.
—Desde luego que no. Pero aquí en Tarsis, concedemos honores según se merecen. —Mientras decía esto Yalmuk regresó a la mesa.
Al cabo de un rato, el chamán se marchó para unirse a un grupo de damas de la corte interesadas en las tradiciones de su tribu, y el Señor de Tarsis se encontró momentáneamente a solas con el embajador.
—Vuestro hombre santo parece pensar muy bien de sí mismo —dijo el noble.
—La mayoría de los que se dedican a hablar con los espíritus son un fraude —refunfuñó el hombre, con los ojos empañados por todo el vino que había bebido—. No trabajan, no poseen rebaños, no luchan y, sin embargo, piensan que pueden vivir cómodamente y disfrutar del respeto de los auténticos hombres.
—Estoy de acuerdo. Observarás que los sacerdotes no tienen voz ni voto en los asuntos de Tarsis. Dejamos que se ocupen del servicio de los dioses, mientras los hombres ricos y guerreros dirigen las cuestiones de la ciudad. Tengo entendido que eres el caudillo de una gran tribu. Tiene que molestarte ver que dirijan tantos honores a un simple chamán en lugar de a una persona valiosa como tú.
—Jamás discutiría las decisiones de mi jefe. Él no es como los otros hombres.
—Desde luego que no. Eres un hombre muy leal, y más que nadie, sé lo valiosos que son los hombres de honor. Aunque sé perfectamente que jamás traicionarías a tu caudillo, ese chamán podría conseguir volverlo en tu contra. Las gentes así jamás soportan ver a otros demasiado altos en el favor de su señor. Si eso sucediera, debes saber que tienes un lugar aquí en Tarsis.
—No tengo ninguna inquietud al respecto —respondió el embajador, pero estaba claro que le faltaba convicción.
Cuando el banquete tocó a su fin, el Señor de Tarsis se sentía muy satisfecho con el veneno que había vertido.
A última hora del día siguiente, los miembros del Consejo de Estado se hallaban sentados en sus puestos de costumbre presentando sus informes al Señor de la ciudad. El consejero Rukh fue el primero en hablar.
—Señor, invité a tres de los enviados a mi casa, el embajador y dos jefes llamados Guklak y Trituralanzas. El embajador Yalmuk tiene sus resentimientos, pero es leal a su caudillo. Guklak es fanáticamente leal a Kyaga. Trituralanzas, por el contrario, está listo para rebelarse. Kyaga lo derrotó en combate y anexionó su tribu a su nación de mayor tamaño. El depuesto jefe se ha tomado a mal esta usurpación de su propio mando. Además, es estúpido y un despilfarrador, ansioso por obtener oro. Podemos comprarlo por unas pocas monedas.
—Muy bien —aprobó el Señor, guardando para sí sus propias dudas sobre la lealtad del embajador Yalmuk.
También se guardó sus dudas sobre el informe del consejero Rukh. Lo que fuera que hubiera ocurrido entre el ambicioso aristócrata y los nómadas, Rukh lo transmitiría de la forma que mejor le sirviera a él para sus propias intrigas. El Señor de Tarsis sabía que sólo podía dar crédito a las informaciones confirmadas por ciertas fuentes, incluida la proporcionada por sus propios espías colocados en los domicilios de cada noble. Uno tras otro escuchó los informes, bastante parecidos, de los otros miembros del consejo.
—Esto es excelente —manifestó cuando todos hubieron hablado—. A partir de vuestros informes, el análisis parece ser aproximadamente éste: un tercio es firmemente leal a Kyaga, un tercio titubea y un tercio está listo para rebelarse ante la simple insinuación de un soborno. Con esta información, podemos empezar a socavar el poder de Kyaga. Es casi seguro que la lealtad del grueso de sus jefes subalternos, que en estos momentos se reúnen en la llanura frente a nuestras puertas, es igualmente incierta. Alargaré las negociaciones todo lo posible, mientras vosotros continuáis subvirtiendo a sus jefes. Dadles gran cantidad de regalos. Prometedles honores y títulos, ya que éstos no nos cuestan nada. Prometedles oro y otras riquezas, incluso mujeres tarsianas como esposas y concubinas. El pago siempre puede aplazarse.
—Kyaga Arco Vigoroso llega mañana, Señor —le recordó el consejero Melkar—. Es posible que no le apetezca negociar.
—Si es así, se aplicarán las disposiciones defensivas —aseguró el Señor de Tarsis.
—Señor —intervino el consejero Alban, un anciano famoso por sus muchas supersticiones—, mi descifrador de estrellas me advierte de que un futuro siniestro aguarda a Tarsis. Dice que las señales indican una guerra de ejércitos, hechiceros y dragones. ¿Podría acaso este chamán dominar una magia poderosa? De ser así, ¿qué pasos deberíamos dar para prevenir sus conjuros?
El Señor de Tarsis tuvo que hacer un esfuerzo supremo para ocultar su disgusto. No tenía paciencia con Alban, pero el aristócrata era inmensamente rico y había que tenerlo en cuenta. ¡Hechiceros! ¡Dragones! ¡Criaturas de historia y leyenda! ¿Qué tenían que ver con guerra y diplomacia en el mundo moderno? No obstante, sus palabras tuvieron un tono tranquilizador.
—Consejero Alban, he hablado con ese hombre y me parece un simple e ignorante miembro de una tribu. También he consultado a comerciantes que han viajado extensamente entre los nómadas, y todos me aseguran que los chamanes de las tribus no son más que charlatanes tramposos. Dicen que se comunican con los muertos, pero ¿y eso qué? ¿Es un salvaje muerto más peligroso que uno vivo? —Esto provocó las risitas del consejo—. Además, practican insignificantes artes curativas y maldiciones. Algunas de ellas ni siquiera precisan magia; algunos son conjuros de lo más sencillo. Si los nómadas conocieran hechicería poderosa, ¿no habrían dominado el mundo hace ya tiempo?
—Son observaciones sensatas —concedió Alban—; sin embargo, existe la posibilidad de que algo haya cambiado. He recibido informes preocupantes, señores. Los centinelas situados en lo alto de las murallas afirman haber visto una extraña aparición en los cielos: una enorme criatura acompañada por un sonido de grandes alas batiendo el aire. Mi cuerpo de hechiceros sostiene que podría ser un dragón de la clase Gran Wyrm. Si es así, esto presagia grandes conmociones y cambios.
El Señor de Tarsis suspiró. Esto era justo lo que no necesitaba en ese momento. ¿Por qué se veía obligado a tratar con ese idiota? Respondió a su propia pregunta en silencio. Porque es rico y poderoso; éste es el motivo. En voz alta dijo:
—Mi estimado consejero, debo recordarte que no se ha visto ningún dragón de ninguna clase por estos lugares desde hace generaciones. Por otra parte, la mayoría de los guardas de nuestras murallas son mercenarios extranjeros, hombres primitivos y supersticiosos, capaces de ver dragones en cada nube de tormenta, del mismo modo que ven dríadas en las sombras de todo bosque y fantasmas en todas las habitaciones oscuras. —Estas palabras provocaron risitas contenidas entre los asistentes—. Sin embargo —continuó—, no debemos pasar nada por alto. Te ruego continúes con tus investigaciones como mejor consideres.
—Si todos vosotros estáis de acuerdo, reuniré un grupo formado por los hombres más eruditos de Tarsis para que proyecten una estrategia contra conjuros.
—Por favor, hazlo, consejero Alban —indicó el Señor. Al menos eso mantendría al viejo loco lejos de su vista mientras él se ocupaba de las cuestiones de diplomacia—. Ahora, pasemos a otros asuntos. ¿Está todo preparado para recibir a Kyaga Arco Vigoroso cuando llegue mañana?
—La guardia de honor está reunida y ha entrenado, Señor —informó el consejero Rukh—. Los músicos ensayan en estos momentos. Los pétalos de las flores secas que sobraron de la última recepción están dispuestos en cestos en los balcones para que las damas los arrojen. Si este salvaje hubiera venido en el verano habría recibido una lluvia de pétalos frescos, pero parece que no tiene sentido de la oportunidad. —Esto provocó otra serie de risitas ahogadas. El consejero Rukh prosiguió—: Hablando en serio, Señor, una procesión por las calles más estrechas ofrece una excelente oportunidad para librarnos del supuesto amo del mundo. Una flecha y habrá desaparecido. Sin su líder, los nómadas se dispersarán en una turba que podremos masacrar gradualmente.
—Es una oportunidad muy tentadora —asintió el Señor de Tarsis—, y he considerado esa posibilidad desde que me enteré de que el salvaje venía hacia aquí. Sería una violación de todas las tradiciones diplomáticas, pero eso no detendría mi mano. Al fin y al cabo, no se trata de un rey civilizado. No, tengo otras razones para rechazar la idea. Primero, porque no creo que represente una amenaza lo bastante seria para justificar una medida tan drástica. Segundo, todavía no sabemos lo suficiente sobre la naturaleza del ejército reunido ante nuestras puertas. Tercero, nuestra política siempre ha sido enfrentar a estas tribus nómadas entre ellas, en lugar de tomar nosotros una acción directa. Hasta que esté satisfecho con respecto a todas estas cuestiones, confiaremos en la negociación prolongada y la subversión. ¿Queda entendido?
—Sí, Señor —respondieron todos a coro.
—Entonces marchad y haced lo que he indicado. —Se dio la vuelta y abandonó la habitación.
Esa noche, convencido de que había previsto todas las posibilidades, el Señor de Tarsis se retiró a su lecho. Sin embargo, no conseguiría dormir demasiado bien.
—¡Señor! —El grito aterrado fue acompañado por un sonoro y prolongado golpeteo—. ¡Señor! ¡Despertad!
El Señor de Tarsis se sentó en el lecho y se pasó una mano por el rostro, intentando apartar las telarañas del sueño.
—¿Qué sucede? —gritó. Le pareció que acababa de recostar la cabeza en la almohada.
—¡Debéis venir enseguida, Señor! ¡Ha habido un asesinato!
Entonces reconoció la voz del visitante. El alguacil Weite era el comandante de la guardia nocturna, un puesto dudoso para alguien que temía a su propia sombra.
—¿Y por qué justifica mi atención? —inquirió el aristócrata. Su tono no auguraba nada bueno para quien alterase su descanso por una nadería.
—¡Es el embajador de los salvajes, Señor, el llamado Yalmuk Flecha Sangrienta!
Ante aquella información el Señor de Tarsis se levantó de la cama y avanzó hacia la puerta, que abrió de golpe. El alguacil se precipitó al interior de la estancia, acompañado por un criado que, sin decir palabra, empezó a vestir a su señor con experta eficiencia.
—Acababa el tercer turno de la ronda nocturna, Señor. La brigada del puerto acababa de terminar su recorrido de los viejos muelles y regresaban a la Sala de Justicia con una cuerda de malhechores arrestados…
El Señor interpretó estas palabras tan grandilocuentes con la naturalidad de la larga experiencia. Los guardas habían estado bebiendo en una de las tabernas que permanecían abiertas toda la noche y regresaban con el cupo prescrito de arrestos. Éstos serían borrachos que los propietarios de las tabernas habían suministrado de buen grado. La ronda nocturna sólo arrestaba borrachos y dejaba a las alborotadoras y belicosas bandas callejeras que camparan por sus respetos. En lo que realmente era eficiente la policía local era para dar la alarma en caso de incendio en plena noche.
—… cuando oyeron un gran alboroto que provenía de la plaza.
—¿Qué plaza? —inquirió el Señor, paciente. Weite era el típico alguacil, lo que significaba que era algo lento incluso estando sobrio.
—La plaza situada ante la Sala de Justicia, Señor, una muchedumbre reunida alrededor de la estatua de Abushmulum IX.
—¿Qué hacía una multitud en la plaza a esa hora?
—La taberna El Barril Sin Fondo acababa de cerrar, milord. Está situada justo detrás de la estatua. El cuerpo yacía a los pies de la figura.
—¿Lo han movido?
—No, Señor. Uno de los hombres de la ronda corrió a la Sala de Justicia y me informó del asunto. Yo situé una guardia alrededor del cuerpo y vine inmediatamente a informar a su señoría.
—¿Tú estabas en el edificio y no viste a la gente reunida en el exterior?
—Estaban en el otro extremo de la plaza. Señor —replicó Weite, imperturbable—, y las paredes son muy gruesas.
«No tan gruesas como tu cráneo», pensó el Señor de Tarsis.
—Alguacil Weite —dijo—, voy a examinar la escena en persona, y no te preocupes porque puedo llegar por mí mismo hasta el lugar. Mientras tanto, quiero que envíes a un mensajero a cada puerta de la ciudad. Hay que informar a los guardianes de las puertas de que bajo ninguna circunstancia permitan que nadie abandone la ciudad esta noche, y por la mañana no deberán abrir las puertas como de costumbre. Las puertas no se abrirán hasta que yo lo ordene explícitamente. ¿Me comprendes?
—Perfectamente, Señor.
—Entonces márchate y haz lo que te ordeno.
Con el pecho hinchado al máximo, el alguacil Weite se cuadró, saludó con energía, giró sobre los tacones de sus botas y abandonó pesadamente el dormitorio.
Trastornado por el asesinato y las consecuencias que podía acarrear, el Señor de Tarsis se marchó casi inmediatamente. Mientras avanzaba por las tenebrosas calles, flanqueado por guardas que portaban antorchas y faroles, temió que su precaución llegara demasiado tarde. No le preocupaba tanto que el asesino pudiera escapar como que la noticia de que su embajador había sido asesinado dentro de la ciudad llegara hasta el campamento nómada. No temía realmente a la guerra con los nómadas, pero no deseaba que la guerra se produjera antes de estar preparado para ella.
Encontró reunido a un nutrido gentío que temblaba de frío en la nevada plaza situada ante la Sala de Justicia. Como tantas partes de la ciudad, la plaza, en el pasado magnífica, estaba ahora sucia y mal conservada; las fachadas de los edificios que daban a ella manchadas por el tiempo y el hollín; las losas con lascas, llenas de agujeros o desaparecidas por completo; las estatuas desgastadas y destrozadas. Una muestra de ello era la estatua de Abushmulum IX, un monarca de una época muy remota en la que Tarsis había tenido reyes, un tiempo tan lejano que nadie sabía por qué había merecido una estatua. Desde luego, no se sabía ninguna otra cosa de él.
Un círculo de guardas de la ciudad rodeaba la base de la estatua, mirando hacia el interior, con las alabardas sujetas en posición terciada. Dentro del anillo de guardas había un grupo de bebedores de última hora, que parecían haber recuperado la sobriedad merced al frío y la situación. Muy pocos parecían tarsianos nativos; la mayoría de ellos eran a todas luces viajeros procedentes de otras partes.
—¿Ha abandonado la escena algún testigo? —preguntó el Señor al guarda de mayor graduación.
—No desde que llegamos, Señor —respondió el hombre.
—Muy bien. Llevadlos dentro y encerradlos en el calabozo hasta el interrogatorio. —De inmediato, algunos bebedores apiñados empezaron a protestar—. A los que os causen molestias podéis matarlos —indico el aristócrata, y las protestas se acallaron al instante.
Los guardas y el grupo procedente de la taberna abandonaron la plaza pesadamente dejando docenas de sucias huellas de pisadas en la nieve. Cuando hubieron desaparecido el Señor volvió su atención a la figura inmóvil que habían dejado atrás.
—Acercad antorchas aquí —ordenó.
Con la iluminación apropiada obtenida, estudió el curioso espectáculo.
El cuerpo yacía sobre la base de la estatua, un bloque de mármol tallado que llegaba a la altura de los ojos del Señor de Tarsis, y éste era un hombre alto. El cadáver descansaba sobre su espalda, con los pies enfundados en las botas que sobresalían del borde del pedestal. El rostro de Yalmuk Flecha Sangrienta mostraba una expresión de gran aflicción, algo comprensible dada la enorme cuchillada que le atravesaba la garganta y llegaba hasta la espina dorsal. La sangre, que se congelaba lentamente, había descendido en cascada por la pared del pedestal, y el río finalizaba en el sombrero adornado de piel, que yacía pisoteado y manchado de barro sobre la acera. Las manos de Yalmuk estaban sobre su pecho, con los dedos curvados como los de un gato luchando panza arriba.
Sobre el cuerpo se levantaba la estatua de Abushmulum IX. El viejo rey estaba de pie, coronado y envuelto en su manto real; el Señor tuvo la impresión, a juzgar por la expresión del monarca, que éste se sentía turbado por haber sido encontrado en tal compañía.
—Bajad esta carroña y trasladadla al palacio —ordenó—. Entregadla a los embalsamadores oficiales y decidles que preparen el cuerpo como lo harían para un funeral de Estado. Era un embajador, a pesar de no ser más que un bárbaro y un nómada. Su caudillo tal vez quiera que le devuelvan el cuerpo.
Mientras sus guardias cumplían sus órdenes, el Señor de Tarsis examinó el pedestal. ¿Cómo había conseguido el asesino subir el cuerpo hasta un lugar tan alto? El difunto Yalmuk había sido fornido y corpulento, por lo que debía ser obra de un hombre poseedor de una fuerza excepcional. Si no, debía de haber intervenido más de un asesino. No importaba. Lo que importaba era que el imbécil de Yalmuk había mostrado la gran descortesía de hacerse matar dentro de los muros de Tarsis, como si hubiera querido deliberadamente deshonrar a la ciudad y a su señor. Era intolerable.
Para empeorar aún más las cosas, se esperaba la llegada de Kyaga Arco Vigoroso por la mañana, y éste sin duda exigiría saber qué había sucedido a su embajador. ¿Podía alguien creer que no llegara a enterarse del asesinato?
El Señor de Tarsis sabía que aquellos pensamientos eran vanos. Los viajeros habían atestado la taberna El Barril Sin Fondo, y muchos de ellos, tras ver el cadáver, podrían haber corrido hasta el campamento nómada para propagar la noticia. Según sus órdenes para la seguridad en tiempo de guerra, no se permitía a nadie atravesar las puertas después del anochecer, pero aquello probablemente significaba que el coste de un soborno para pasar había subido de una moneda de cobre a dos. Si hubiera existido alguna posibilidad de silenciar el asesinato, habría mantenido arrestados a todos los testigos y arrojado el cuerpo fuera de las murallas. Pero, tal como estaban las cosas, esa conducta no haría más que empeorar las cosas.
Mientras se encaminaba hacia la Sala de Justicia para realizar un riguroso interrogatorio a los testigos, el noble creyó ver una sombra pasando sobre él, oscureciendo la fangosa y grisácea plaza. Alzó la mirada, y por un instante le pareció que algo centelleaba, como una larga forma sinuosa lanzándose al interior de un banco de nubes. Inesperadamente, lo embargó una intensa e inexplicable sensación de temor. Volvió la cabeza y vio la estatua de Abushmulum, a la que la distancia y la extraña luz, y tal vez algo más, le daban una apariencia casi de vida. El viejo rey parecía contemplarlo airado, como si lo culpara por el lamentable estado de la antaño gloriosa ciudad.
El Señor se sacudió como para expulsar de su interior este ilógico estado de ánimo. «Estoy permitiendo que estos curiosos acontecimientos y las divagaciones de ese imbécil atontado por la magia de Alban me desquicien», se dijo. No pasa nada. Pero ¿por qué había izado el asesino el cuerpo hasta la base de la estatua?, se preguntó mientras contemplaba la imagen de Abushmulum.