—¿Falta mucho todavía? —inquirió Nistur. Intentaba no demostrar fatiga, pero su respiración empezaba a perder resuello y proyectaba dos chorros de vapor por los orificios de la nariz. El soldado que llevaba al hombro parecía hacerse más pesado por momentos.
—No está muy lejos. Es uno de estos cascos. Por aquí en alguna parte.
Con esta condicional promesa tranquilizadora, siguieron adelante, buscando entre los barcos varados en tierra.
El mar, al retirarse de Tarsis muchos años antes, había dejado una enorme flota encallada en el puerto, ya que el Cataclismo se había producido al final de la temporada de navegación, cuando todos los barcos, desde los pesqueros hasta las galeras de guerra, se encontraban ya amarrados en los muelles o anclados frente a ellos. La mayoría de ellos habían sido naves comerciales: barcos panzudos de dos o tres mástiles, con cascos grandes y amplios camarotes para pasajeros, oficiales y tripulación. Casi todos se habían aposentado sobre el arenoso suelo del puerto en equilibrio sobre las quillas y no habían ido a ninguna parte desde entonces, al menos no intactos.
A través de los años, muchas de estas naves, en especial las pequeñas, se habían desguazado para servir de fuente de madera serrada, otras para ser usadas como leña. Unas cuantas se habían podrido y ya no eran más que malolientes montones de pulpa de madera, pero muchas se habían utilizado como alojamientos baratos para los pobres y los parias. El Cataclismo se había sentido como un tremendo terremoto, en el que miles habían perecido bajo los cascotes y ladrillos que caían; por ese motivo, muchos de los supervivientes nunca volvieron a sentirse seguros en casas de piedra y escogieron los viejos barcos, que les proporcionaban una sensación de seguridad.
Gran parte de los cascos que se usaban para ese fin estaban sujetos en posición vertical mediante grandes maderos inclinados, que impedían que cayeran de costado. En algunos incluso se había construido encima, con superestructuras que usaban madera recuperada de otros barcos, de modo que ahora se alzaban varios pisos por encima de sus antiguas cubiertas, con ventanas, balcones y toldos. Algunos estaban pintados de vivos colores o lucían letreros de posadas, tabernas o tiendas sobre puertas abiertas en sus cascos. La mayoría de ellos, no obstante, eran simples tugurios, que se pudrían bajo el sol del verano o se helaban en invierno, con el viento soplando por entre los maderos de los que hacía tiempo habían desaparecido la brea y el calafateado.
La población del puerto era, técnicamente, tarsiana, pero no pertenecía en realidad a Tarsis. Las gentes de la ciudad no consideraban auténticos ciudadanos a los que vivían en el puerto, y estos últimos no sentían demasiado interés por relacionarse con los primeros, que se mostraban con ellos casi tan despectivos como con los extranjeros y los no humanos.
—¡Éste es! —anunció Aro de Carey en tono triunfal.
La ratera se detuvo ante el casco de un rechoncho navío mercante de regular tamaño, que empequeñecían las gigantescas carracas utilizadas para largas travesías en busca de tesoros. No obstante, a Nistur le pareció confortable y bien cuidado. Como los otros, los mástiles hacía tiempo que habían desaparecido, reemplazados por una única chimenea de la que ascendía una columna tentadora de humo; más tentadora aún por el hecho de que el asesino se sentía por momentos cansado y helado y porque la nieve caía cada vez con más abundancia. Una tenue luz amarilla brillaba a través del cristal emplomado de las ventanas del castillo de popa.
La muchacha aporreó con energía una puerta situada junto a una enorme viga de sostén inclinada.
—¡Anciano! ¡Déjame entrar! —Volvió a golpear, y al cabo de unos instantes la puerta se abrió, derramando una cálida luz amarilla sobre el nevado suelo del puerto.
—¿Quién es? ¿Aro de Carey? ¿Necesitas ayuda?
Nistur no podía ver al que hablaba.
—Yo no. Hay un hombre aquí que se encuentra muy mal. ¿Puedes echarle una ojeada?
—Supongo que sí. Tráelo dentro.
Quienquiera que fuese se hizo a un lado, y la joven pasó al otro lado. Nistur la siguió, inclinándose y retorciéndose para conseguir que su carga pasara por la puerta. En el interior, se encontró en una habitación enorme, que en una ocasión había sido la bodega de proa de un barco mercante. Cuadernas a modo de costillas se curvaban hacia lo alto en los lados, y enormes vigas transversales se alzaban en el techo. La iluminación procedía de lámparas de aceite que ardían en candelabros de pared sujetos a las cuadernas.
—Acuchillado en una pelea, ¿eh?
El que hablaba era un hombre de edad avanzada, de barba y cabellos blancos. Vestía una túnica amplia de austera sencillez confeccionada en una tosca tela marrón, rematada por una capucha y una media capa de un material a juego.
—Poseo algunas modestas habilidades en esa área —indicó el anciano—. Me llamo Aturdemarjal, un muy humilde practicante de las artes.
—El gordinflón puede pagar —indicó Aro de Carey, servicial—. Es un ases… ¡ay! —La mano de Nistur se había cerrado con fuera sobre su huesudo hombro.
—Soy un poeta, de nombre Nistur, y amigo de este tan desdichado hombre. Por favor haz lo que puedas para ayudarlo.
—Eso haré tanto si me pagas como si no. Myrsa, lleva a este hombre a la enfermería y quítale esta piel de reptil.
Una mujer surgió de una zona en sombras de la habitación. Era mucho más alta que Nistur, con un rostro ancho y atractivo flanqueado por gruesas trenzas de un cabello que era una curiosa mezcla de rojo y dorado. Se trataba a todas luces de alguna especie de bárbara, de una raza a la que no podía poner nombre, a pesar de considerarse un buen conocedor de las distintas naciones y tribus del mundo. La mujer se hizo cargo del hombre que Nistur llevaba al hombro y, mientras éste se liberaba de la pesada carga, se asombró ante la facilidad con que ella manejaba al doliente guerrero. Su fuerte y escultural cuerpo estaba cubierto con ropas confeccionadas con pieles bellamente curtidas que se adaptaban a él como una segunda piel, y cuyos complicados dibujos bordados daban la impresión de ser tatuajes bajo la luz de las lámparas. Voluminosa como era, sus botas ribeteadas en piel no hicieron el menor ruido sobre el entarimado de madera cuando trasladó la carga a una pequeña habitación contigua y cerró la puerta a su espalda.
—Lo examinaré dentro de un momento —dijo el sanador—. Venid a calentaros mientras Myrsa lo prepara.
El asesino y la ladrona siguieron al anciano a la zona de popa de la bodega, donde ascendieron por una escalera hasta una habitación de gran tamaño que en el pasado debía de haber sido el camarote del capitán. Tenía ventanas emplomadas, bancos a lo largo de una mesa de madera maciza y, lo mejor de todo, en un extremo de la cabina una robusta chimenea de ladrillos, en la que un chisporroteante fuego ardía sobre unos vistosos morillos.
En el cálido ambiente, Nistur se desprendió del sombrero y la capa y los colgó en perchas que en otros tiempos habían servido para colgar la capa marina del capitán. Aturdemarjal cogió una jarra de cobre batido del hogar y vertió vino caliente en copas de loza.
—Te lo agradezco enormemente —dijo Nistur mientras el vino comenzaba a actuar, calentando su cuerpo helado y aliviando el dolor de su hombro—. No sé qué se apoderó de mi amigo. Estaba luch…, estaba completamente animado, y, de repente, empezó a temblar y a perder el control de sus miembros. Luego se quedó sin voz. Parece como si sólo pudiera respirar, y sus ojos están alerta, está consciente.
—Comprendo —asintió Aturdemarjal—. ¿No mostró ninguna señal de enfermedad antes de sufrir el ataque?
—Antes, durante la tarde, detecté un ligero temblor en una de sus manos —respondió el asesino—. Y algo más tarde… —se detuvo, indeciso.
—¿Más tarde? —lo instó su interlocutor.
—Bueno, esto puede no ser pertinente, pero oímos un sonido extraño, como una especie de trueno, un ruido peculiar en un tiempo como éste. Observé que miraba al cielo y mostraba una expresión de… casi de terror. Sin duda, un mercenario tan duro como él no tendría miedo de un trueno. Tal vez sufrió alguna alucinación, una visión horrorosa.
—¿Un sonido parecido al trueno? Pero ¿tú no viste nada?
—Por un momento pensé… —Se detuvo, como si se sintiera turbado—. Bueno, no, en realidad no vi nada.
—Entiendo —dijo el anciano, reflexionando.
La mujer bárbara entró en la cabina.
—Ya está preparado para ti —anunció, con una voz que tenía un acento tan marcado que Nistur apenas pudo entender qué decía.
—Debo dejaros durante un rato —dijo el sanador—. Por favor, tomad todo el vino con especias que queráis. Myrsa, tráeles algo de comer. La gente necesita reforzarse en una noche como ésta.
El sanador salió y la mujer bárbara pasó a otra habitación que era, sin duda, la cocina o, si se aplicaba todavía la terminología náutica, la galera. Mientras Aro de Carey se tumbaba sobre un acolchado banco adosado a la ventana, Nistur examinó su nuevo entorno con entusiasmo. Sus extensos viajes le habían proporcionado un gran interés por las novedades, y pocas veces se había encontrado en un lugar tan extravagante.
La atmósfera de la cabina estaba impregnada con el aroma de hierbas, ya que ramilletes de ellas colgaban a secar encima del pequeño hogar, y otras bolsas aromáticas parecidas colgaban también de las vigas del techo. Libros de conocimientos mágicos cubrían las estanterías, compartiendo espacio con instrumentos de metal, cristal y vidrio, todos ellos realizados con diseños arcanos. Había anaqueles de tarros extraños etiquetados con una serie de escrituras y sistemas jeroglíficos; también había huesos de muchos animales raros desperdigados, algunos de ellos montados sobre armazones formando esqueletos completos en posturas naturales. Unos morteros contenían minerales machacados y hierbas pulverizadas.
—Un humilde sanador, en efecto —murmuró Nistur.
En un mamparo descubrió un espejo circular y se estudió en él. Alzando la barbilla, estiró el cuello para contemplar la piel que quedaba al descubierto en ese incómodo ángulo y, justo por debajo de la mandíbula, distinguió una marca en la piel, como si le acabaran de aplicar un hierro, aunque no tenía sensación de dolor e, incluso, el entumecimiento empezaba a disiparse. Un dibujo, del tamaño de un pulgar, de brillantes tiras rojas entrelazadas definía con claridad el Nudo de Thanalus. Con un suspiro, desvió la mirada del espejo. ¿Cuánto tiempo se vería dominado por este hechizo?
—Aquí tenéis —anunció la mujer bárbara, regresando a la estancia—. No paséis hambre. —Depositó una bandeja que contenía hogazas planas, queso, fruta seca y pescado salado. Era una comida modesta, pero en esa época del año los alimentos frescos podían encontrarse sólo en las casas de los ricos.
Aro de Carey transfirió su flaca anatomía del asiento de la ventana al banco de la mesa y empezó, sin preámbulos, a llenarse la boca de comida. Nistur se sentó y se dispuso a comer con más decoro pero con el mismo apetito. Su situación era, en aquel momento, precaria en extremo, y sabía muy bien que a alguien atrapado en tales circunstancias le interesaba hacer acopio de energías cuando se presentaba la oportunidad, ya que ¿quién sabía cuándo iba a volver a tener la oportunidad de comer?
—¿No nos acompañas? —preguntó a la mujer.
—No hambrienta —respondió ella, indicando con su tono que ninguna sensación de hambre, por imperiosa que fuera, la impulsaría a sentarse a la misma mesa que él.
Nistur estaba seguro de no haber dado a la mujer ningún motivo de ofensa, pero en su azarosa vida ya se había tropezado en otras ocasiones con hostilidades inmerecidas, y estaba preparado para enfrentarse al rechazo del modo que correspondía a un poeta y filósofo. Se sirvió más pescado.
—Vamos, ablándate un poco, Myrsa —dijo Aro de Carey—. No es tan mala persona. Me pescó huyendo con su bolsa y ni siquiera me dio una patada. —Colocó una loncha queso sobre un grueso trozo de pan y le asestó un mordisco.
—Si tú lo dices, pequeña.
Ante el asombro de Nistur, la enorme mujer revolvió afectuosamente los cabellos cortados a cepillo de la joven. Sin embargo, no había el menor atisbo de afecto en la mirada que le dedicó a él.
—No consigo identificar a tu gente —dijo el poeta—. Esos dibujos bordados en tu túnica se parecen a los trabajos que he visto de algunos habitantes de las montañas, sin embargo el corte de las polainas es el de los Bárbaros de Hielo. En cualquier caso, pareces encontrarte muy lejos de tu hogar.
—¿Quién te dijo que tuviera un hogar? —replicó ella y, dando media vuelta, se alejó a grandes zancadas, mostrando un águila en pleno vuelo bordada en la amplia espalda.
—No es muy amistosa, ¿verdad? —indicó Nistur.
—No le hagas caso. Odia a todo el mundo, excepto a Aturdemarjal y, a veces, a mí. Incluso yo tengo que tener cuidado cuando se encuentra de mal humor.
—Los bárbaros tienen fama por su ferocidad —comentó—, pero casi nunca se otorga con tanta liberalidad. Por lo general reservan su hostilidad para los enemigos hereditarios y muestran sólo diferentes grados de desprecio hacia el resto.
—No creo que tenga una auténtica tribu —indicó Aro de Carey—. Es una especie de solitaria, como yo.
Esto le resultó extraño a Nistur, pues sabía que los bárbaros y otros pueblos primitivos estaban intensamente ligados a sus tribus, clanes y otros grupos familiares. Por lo general, los parias languidecían y morían si estaban separados durante mucho tiempo de su gente. La mayoría de los bárbaros consideraba que las heridas graves y la muerte eran cuestiones sin importancia, mientras que la proscripción y el exilio eran castigos demasiado terribles para tenerlos siquiera en cuenta. Si esa mujer era una exiliada, aquello podía muy bien justificar su mal genio, reflexionó Nistur.
Minutos más tarde se reunió con ellos el sanador. El anciano se sirvió una copa de vino especiado y luego se sentó a la mesa, quitándose unas lentes de cristales redondos.
—Tu amigo no corre peligro por el momento. Se recuperará de este ataque en unos pocos días. Pero su dolencia es mortal y acabará con él en un año o dos. —Tras haber comunicado tan lúgubre información, tomó un trago con cierta satisfacción.
—¿Cuál es la naturaleza de su mal? —quiso saber Nistur—. Lo conozco desde hace poco tiempo, y jamás había visto un ataque así, ni en él ni en nadie.
—Creo que es un hombre audaz, temerario y sumamente desdichado —repuso el sanador.
—Su audacia puede deducirse de su profesión —afirmó Nistur—. No suele encontrarse mercenarios de carácter retraído. La temeridad y la mala suerte son más difíciles de identificar, excepto mediante la observación prolongada del comportamiento de un hombre.
—Sé que es audaz y temerario porque en una ocasión luchó contra un Dragón Negro —manifestó Aturdemarjal—. Tiene mala suerte porque la criatura lo mordió.
—¿Mordido por un dragón? —se maravilló Nistur—. Yo diría que, en tales circunstancias, sobrevivir a semejante contratiempo indica una suerte más allá de toda expectativa.
—No —repuso el otro, negando con la cabeza—, a pesar de sus temibles hocicos y colmillos, muchos dragones son mordedores incompetentes que dependen más de su terrible aliento y de sus zarpas desgarradoras. Se trataba de un ejemplar inmaduro; su veneno no había alcanzado toda su potencia, puesto que, en ese caso, el hombre habría muerto al instante. Fue castigado con una parálisis que aparece una y otra vez y que ha avanzado hasta el punto de que un ataque deja sus miembros inútiles. Con el tiempo, la parálisis se extenderá hasta el corazón y los pulmones y morirá.
—¿Cómo sabes que el dragón era negro? —inquirió Nistur.
—Esta propiedad del veneno del joven dragón negro ha aparecido en las obras que he leído sobre estas criaturas. Además, luce su pellejo.
—Podría haber robado ese traje —sugirió Aro de Carey, que sostenía un pescado en una mano y una pera seca en la otra y parecía no saber cuál comerse primero.
—No, la armadura fue hecha a medida para él y sólo para él —afirmó Aturdemarjal—. Le encaja a la perfección, como a Myrsa sus pieles de bárbara. Un soldado puede hacer que rehagan para él el traje de otro hombre, pero jamás conseguirá que le siente a la perfección. La piel de dragón fue recogida hace unos cinco años. Puedo afirmarlo por el estado de las escamas, y esto concuerda con el grado de su enfermedad. Por lo tanto, el hombre que duerme bajo ella es el que mató al dragón, cogió la piel e hizo que la convirtieran en una armadura para él.
—Y, sin embargo, no ha escapado a la venganza del reptil —dijo Nistur—. Sin duda, éste es un tema apropiado para un poema. Y resulta que el verso heroico es una de mis especialidades.
—¿De veras? —replicó Aturdemarjal—. Yo habría pensado que eras un hombre con una…, digamos, profesión más agresiva.
—¿Es eso cierto? Un examen somero de tu casa —Nistur señaló alrededor, incluyendo los chismes arcanos—, y escuchar tu muy erudita disquisición sobre la naturaleza y las cualidades de los dragones me llevarían a pensar que eres más que un simple sanador de modestos medios y conocimientos.
—No soy más que un estudiante de la ciencia mágica —respondió el otro, al tiempo que limpiaba las manchadas lentes de sus gafas—, tal vez un erudito que goza de cierta reputación, pero practico sólo las artes curativas.
—Comprendo —repuso Nistur—. Debes de ser un hombre con una extraña entereza.
—¿Por qué? —inquirió Aturdemarjal inocentemente.
—Pues porque, señor, es bien sabido que son muy pocas las personas que, tras haber dominado el saber y los conjuros de las artes mágicas, no se sientan tentadas a ponerlas en práctica. Muchos afirman que, mediante el estudio de estas artes, la mente y el espíritu del alumno se ven dominados por un impulso a comerciar con los poderes arcanos y a probar proezas taumatúrgicas.
—También yo he oído ese rumor, pero no le doy demasiado crédito. He oído también decir que nadie que haya dedicado muchos años al ejercicio de las armas puede después evitar usarlas en serio e, incluso, ganarse la vida con ellas. Sin embargo, sabemos que eso es falso, ¿no es cierto?
—Desde luego, docto sanador —coincidió Nistur.
Mientras se desarrollaba esta conversación, los ojos de Aro de Carey no dejaban de ir del uno al otro, como los de un espectador de un duelo. Había vivido de su ingenio durante toda su vida, y sabía cuándo dos hombres se calibraban mutuamente e intentaban averiguar cosas sobre el otro sin revelar demasiado sobre sí mismos.
Su incómodo cruce de palabras fue interrumpido por unos sonoros golpes procedentes de abajo.
—¿Ahora qué? —inquirió Aturdemarjal.
—Las noches en blanco son un riesgo muy corriente en la profesión de sanador —se compadeció Nistur.
La mujer bárbara hizo su aparición con una figura más pequeña rondando detrás de ella.
—Zapador está aquí —anunció, lacónica.
La mujer se hizo a un lado para dejar paso a un enano de una raza que Nistur nunca antes había visto. Sus cabellos y su larga barba eran de un blanco purísimo, si bien el enano no parecía especialmente viejo según los patrones de su raza; tenía la piel sonrosada como una doncella atrapada en pleno sofoco, excepto en el dorso de las manos, atravesado por gruesas venas de color azul oscuro. El recién llegado entrecerraba los ojos como si incluso la luz de las lámparas y del fuego fuera demasiado brillante para sus ojos.
—¿Qué sucede, amigo mío? —preguntó el sanador.
—Hay un nuevo cólico entre los jóvenes, Aturdemarjal —informó el enano con una voz que parecía un conjunto de muelas de molino en acción—. Creemos que algunos pueden morir. ¿Vendrás?
—Si lo consideras tan grave, será lo mejor —suspiró él—. Myrsa, ¿quieres traerme mi bolsa?
La mujer salió y regresó al poco rato con un gran morral de piel de foca.
—Mala noche para salir —anunció—. Peligrosa, también.
—Te esperaré afuera, Aturdemarjal —indicó el enano, que parecía ansioso por alejarse de la luz.
—Puedes acompañarme si estás preocupada —dijo el sanador con un dejo divertido en la voz.
—¿Y dejarlos aquí solos? —La mujer señaló con el dedo en dirección de Nistur y la ladrona.
—Aro de Carey jamás nos roba —repuso el anciano riendo—, y te aseguro que nuestro nuevo amigo Nistur es un personaje demasiado honorable para tales cosas. Es un poeta.
La mujer emitió un gruñido, como si no tuviera demasiada confianza en esta clase de razonamiento.
—¿De dónde venía el enano? —inquirió Nistur—. No vi ninguno en la ciudad. ¿Está de paso su grupo?
—No —respondió Aturdemarjal—, su gente ha vivido aquí casi desde la fundación de la ciudad. Son los descendientes de la gente contratada para excavar los cimientos. Muchos de los edificios más antiguos se extienden varios pisos bajo tierra, y es allí donde habitan los enanos de Tarsis. No quedan muchos de ellos ahora. Sin una infusión de sangre nueva durante siglos, son víctimas ahora de una serie de enfermedades hereditarias. Temo que se extingan dentro de unas pocas generaciones; aunque, desde luego, eso puede ser mucho tiempo tratándose de enanos.
—¡Sorprendente! Había creído que Tarsis era una ciudad totalmente humana.
—Pocos lugares son tan simples como parecen a primera vista. Tarsis no es una excepción. Hay muchas ciudades aquí. La Ciudad Vieja, la Ciudad Nueva, la zona subterránea, el puerto son sólo las divisiones principales. Existen otras. Bueno, debo irme ahora. Aquí hay camarotes donde podéis dormir. Le echaré una mirada a tu amigo a primera hora de la mañana.
—Tienes mi más profunda gratitud —dijo Nistur.
—No me des las gracias hasta que ese hombre se recupere —repuso el sanador. Se puso una capa y se echó la capucha sobre la cabeza. Transportando su bolsa, la mujer bárbara lo siguió. En el umbral se volvió para dedicar una mirada furiosa a Nistur, como si le prometiera terribles consecuencias si todo no estaba en orden cuando regresara. Tras esto, los dos partieron.
—Tu ciudad es un lugar mucho más interesante de lo que había creído —comentó Nistur—. Qué pareja más curiosa. Y ese enano. ¿Los demás son como él?
—Más o menos —respondió la joven—. Viven bajo tierra y no soportan la luz brillante. Jamás le hacen daño a nadie, pero la gente les teme, creen que son fantasmas o algo así.
—Me temo que el tratamiento de mi amigo será caro. Me preocupa cómo voy a pagarlo.
—Esa bolsa que te quité era pesada. —Los ojos de Aro de Carey se abrieron sorprendidos—. El viejo Aturdemarjal nunca pide demasiado.
—Oh, tengo que devolver esa bolsa. Era mi paga, y fracasé en mi misión. —Suspiró ante el cambio de fortuna.
—¿Devolverla? —Sus ojos se abrieron aún más—. ¿Estás loco?
—No, pero soy un hombre de principios. Existe algo llamado ética profesional, sabes.
—¡No te entiendo! Primero intentas matar a un hombre y luego, cuando parece que los dioses te lo entregan como un regalo, no lo haces. A continuación lo llevas a un sanador, ¡y ahora quieres devolver el dinero a un maldito cobarde que te contrató para asesinar al pobre idiota!
—Por favor —dijo Nistur, ofendido—. No soy un asesino. Soy un ejecutor.
—Vaya gran diferencia.
—No espero que lo comprendas. Tú eres una persona curiosa también. Aro de Carey es un nombre encantador para alguien no precisamente encantador. ¿Cómo lo adquiriste?
—Proviene de mi oficio. —La joven le sonrió de soslayo.
En el creciente calor de la cabina se había despojado primero de la capa, luego de la chaqueta, y ahora la parte superior de su cuerpo estaba cubierta sólo por un chaleco de suave cuero, lo que permitió ver a Nistur que no estaba tan demacrada como había creído, sino delgada y fibrosa, como una acróbata. Introdujo la mano en una bolsa que colgaba de su cintura y sacó un ancho anillo de concha que le cubría la primera articulación del pulgar. En los dedos bien unidos centelleaba un diminuto cuchillo, cuya hoja tenía menos de cinco centímetros de longitud.
—Así es como trabajan los carteristas en esta ciudad. Verás, distraes a tu víctima, o un amigo lo hace por ti. Introduces los cordones de la bolsa entre la hoja y el aro y los cortas. La víctima jamás se da cuenta.
—Conozco la técnica. En mi país los rateros usan un dedal de asta para tapar la punta del pulgar. Por este motivo se los denomina «pulgares de asta». Aro de Carey es un nombre mucho más bonito.
—¿Dónde está tu país?
—Muy lejos de aquí. ¿Cómo te llamabas antes de obtener tu nombre profesional?
—Cualquier cosa que la gente quisiera llamarme. Por lo general no eran nombres agradables. Quieres obtener mucha información sin dar demasiada por tu parte.
—Soy de naturaleza curiosa. Y no acostumbro facilitar mucha información. Pero soy muy liberal con mi poesía. ¿Te gustaría escuchar algunas?
—Tal vez en otra ocasión —respondió ella con un bostezo—. Creo que voy a acostarme. No había podido llenar el estómago en muchos días. Ven, te mostraré dónde están los camarotes.
—¿Te quedas aquí a menudo? —preguntó él, levantándose para seguirla.
—Sólo una vez antes, hará casi un año. Me metí en una riña sin importancia y recibí una cuchillada en la pierna. Tenía un lugar en la Ciudad Vieja entonces. Me escondí y esperé a que se curara, pero empeoró. Una anciana pordiosera vino a verme para hacer un trueque y vio lo mal que estaba, de modo que me habló de este sanador que vivía en un casco de barco en el puerto. Conseguí llegar cojeando y él me acogió. Me salvó la vida y la pierna, permitió que me quedara casi todo un mes y jamás pidió que le pagara. Es por eso por lo que no he regresado desde entonces.
El asesino la siguió escaleras abajo hasta un estrecho vestíbulo lleno de puertas.
—No comprendo.
—Cuando alguien te trata de ese modo, uno no abusa de esa persona, ¿entiendes lo que quiero decir? Si siguiera viniendo, podría pensar que me aprovecho, que lo he convertido en mi víctima habitual.
—Ah, comprendo —dijo Nistur. La joven lo condujo a una diminuta habitación equipada con una cama estrecha y un candelero. Debajo de la litera había un espacio lo bastante grande para colocar un arcón. En una ocasión, probablemente el camarote habría sido la residencia de un piloto—. Me disculpo por haberte hablado en un tono despectivo esta tarde. Me doy cuenta ahora de que eres una persona que valora el honor y el comportamiento ético.
—Además —añadió ella—, Myrsa podría pensar que me aprovecho de él, y no quiero de ninguna manera tener un enfrentamiento con esa mujer. Lo protege igual que una gallina clueca.
—Son una pareja extraña —dijo Nistur, bostezando también él; había sido un día azaroso—. Me pregunto cómo acabaron juntos esos dos.
—Jamás he oído la historia —admitió su compañera—. Pero apuesto a que es una muy buena.
Corría por un poblado arrasado. Por todas partes había edificios derrumbados, techos de paja en llamas, paredes pulverizadas. No eran las ruinas de una batalla. Era otra cosa, algo infinitamente más aterrador. Jamás había huido del combate, pero ahora huía de esa terrible cosa que lo perseguía. La resollante respiración le desgarraba los pulmones, pues el aire estaba lleno de un gas maloliente y asfixiante, como el que se libera cuando un ácido disuelve minerales. Los cadáveres de los aldeanos yacían por todas partes quemados o asfixiados, todos ellos mostrando expresiones del terror más indecible, todos los rostros acusándolo a él.
Por delante de él vio una sombra que se alargaba, tan enorme que oscurecía el paisaje. Era la cosa que iba tras él, y no se atrevía a volver la cabeza para mirarla. Por alguna extraña razón, sabía que si se libraba de su traje de escamas, conseguiría escapar. Tiró de la armadura con su mano y descubrió, horrorizado, que no podía quitársela. La piel había pasado a formar parte de su propia piel. En sus oídos resonó el latir de un gigantesco corazón cuando la sombra de las alas se desplegó ante él y descendió sobre su persona.
Quiebrahacha se despertó con una sacudida, cubierto por un sudor frío, los ojos en blanco por el terror. ¿Dónde estaba? El corazón que latía era el suyo, pero ninguna otra cosa en él poseía la menor energía. Apenas era capaz de jadear y mover la cabeza de un lado a otro; las extremidades carecían de fuerza y estaban inertes, pero ya no paralizadas. El recuerdo de su sueño se desvaneció, dejando poca cosa tras él excepto sensación de antiguo horror.
Comprendió que se estaba recuperando de otro ataque. Éste había sido muy fuerte, el peor hasta entonces. Vio vigas sobre su cabeza y olió el aroma a brea quemada del alquitrán. ¿Estaba en un barco? ¿Cómo había llegado allí? ¿Dónde estaba el asesino? La pelea era lo último que recordaba. Se sentía tan débil y agotado que supo que no podía hacer nada con respecto a su estado, ni siquiera llamar a alguien. Sintió que el sueño lo envolvía de nuevo y se deslizó en la inconsciencia murmurando encantamientos que había aprendido años atrás, invocaciones para protegerlo de los sueños malignos.