Los combatientes descansaron en la zona de alojamiento principal de los enanos, donde les curaron las distintas heridas mientras planeaban sus siguientes movimientos. Todos, con excepción de Aturdemarjal, padecían lesiones de poca importancia. Quiebrahacha había sido el más maltratado, además de necesitar desesperadamente un buen baño. Mientras todo esto se llevaba a cabo, los enanos dispusieron un pequeño banquete para sus nuevos amigos. Fraguardiente se sentía sumamente satisfecho con sus amigos humanos, ya que gracias a ellos su nombre brillaría para siempre entre su gente como el que había combatido mano a mano con un behir.
Una vez finalizados sus deberes curativos, Aturdemarjal mantuvo una conversación íntima con Fraguardiente y otros enanos ancianos, y les redactó una lista detallada de los valores y usos de varias partes del cuerpo del behir. Deshacerse del enorme esqueleto sería casi una hazaña, pero él les aseguró que se podían obtener sustanciosos beneficios vendiendo a hechiceros aquellas partes que poseían propiedades mágicas. A continuación, Nistur agasajó al sanador con la extraña historia de las desdichadas primeras aventuras del mercenario, aunque añadiendo adornos poéticos según dictaba su arte. Una vez finalizado su relato, Aturdemarjal meditó largo y tendido sobre los acontecimientos.
En cuanto Quiebrahacha se reunió con ellos, limpio y bien friccionado con linimento, empezaron a hacer planes en serio.
—Aro de Carey nos dijo que interpretaste esos sigilos de las manos de Orador de las Sombras —dijo el mercenario a Aturdemarjal.
—Así es. ¿Recuerdas que dije que no eran de naturaleza protectora, sino engañosa?
—Sí, lo dijiste —afirmó el mercenario.
—En mi libro de sigilos, justo antes de que se nos llevaran, encontré uno que era casi idéntico al que visteis. Es un sigilo de cambio.
—¿Sigilo de cambio?
—Desde luego. Un sigilo de cambio es una parte de un conjuro que en cierta forma altera el aspecto de una persona o cosa. Es un hechizo superficial, en realidad. Altera sólo el aspecto, no la sustancia.
—¿Existen muchos de esos sigilos? —quiso saber Nistur.
—Oh sí, una gran cantidad. Leí con atención páginas y más páginas que hablaban de ellos antes de encontrar el que visteis vosotros.
—¿Qué clase de cambios produce? —preguntó Quiebrahacha.
—Altera el color de los ojos.
Lo miraron atónitos.
—¿Estás seguro? —inquirió Nistur.
—A menos que recordarais el sigilo incorrectamente.
—Pero ¿cómo podría eso protegerlo del demonio de la verdad? —preguntó Aro de Carey.
—Una excelente pregunta, para la que no dispongo de una respuesta inmediata —contestó Aturdemarjal.
—¿Significa eso que Orador de las Sombras es un auténtico hechicero? —interpeló Nistur.
—No necesariamente. Como he dicho, se trata de un conjuro muy superficial. Alguien muy versado en las artes puede preparar tal hechizo, del que el sigilo es sólo una parte, ya que el resto es una invocación, y venderlo a un comprador, que puede luego usarlo a voluntad. Sin embargo, este usuario no puede transferirlo luego a otro. Funcionará sólo para él, y con el tiempo perderá eficacia. Entonces deberá hacer que lo renueve alguien que posea auténtico poder.
—Color de los ojos —dijo Quiebrahacha, como hablando absorto en sus pensamientos.
—Los ojos de ese hombre eran de color castaño oscuro, si no recuerdo mal —reflexionó su compañero—. Aunque no es que fuera fácil juzgarlo en la penumbra de la tienda, detrás de todas esas ristras de amuletos y con la piel circundante untada de pintura verde. ¿Para qué tendría que cambiar el color de sus ojos? Sin duda, un granuja como él está por encima de tales vanidades.
Un enano joven entró corriendo y conversó en voz baja con Fraguardiente. El jefe enano se dirigió entonces a los reunidos.
—Envié algunos espías a tantear la ciudad. Disponemos de lugares donde podemos escuchar sin que nos detecten. Los nómadas están concentrados para efectuar un asalto. Atacarán en dos horas. Se ha convocado una tregua para celebrar una reunión. El Señor de Tarsis y el Consejo de Estado deberán salir a hablar con Kyaga y entregar al asesino de los caudillos. Si no se efectúa la entrega, tienen un salvoconducto para regresar a la ciudad, y el ataque se iniciará en cuanto se cierren las puertas.
—El acceso a los sótanos es muy práctico —observó Nistur.
—Podría ser una trampa —indicó Quiebrahacha—. Una vez que estén todos en su campamento, Kyaga podría no dejarlos marchar. Es una jugada insensata.
—Kyaga juró por los antepasados de todos los nómadas que su promesa de un salvoconducto es sincera —dijo Fraguardiente.
—Si jurar por antepasados —manifestó Badar—, debe mantener juramento. Si romperlo, ningún jefe ni guerrero seguirlo.
—Puesto que no hallamos ningún sospechoso mejor —indicó Nistur—, el Señor entregará al consejero Melkar a Kyaga. Eso será suficiente. Ese hombre es el único soldado competente del consejo. Los otros no sirven para nada.
—Así pues, ¿qué vamos a hacer? —quiso saber Aturdemarjal.
—Confieso que no se me ocurre nada —admitió el antiguo asesino—. Me irrita profundamente que no hayamos encontrado al criminal. El destino del consejero Melkar es injusto, pero ninguna de estas gentes parece destinada a tener un buen final. Son intrigantes empedernidos y sinvergüenzas traicioneros por nacimiento.
—Nos comprometimos a descubrir al culpable —dijo Quiebrahacha en tono tajante—, ¡y eso haremos!
Lo miraron con asombro.
—Fraguardiente —siguió el mercenario—, nos has dicho que vosotros tenéis túneles que pasan por debajo de las murallas y se adentran por los campos situados más allá. ¿Tenéis acceso al campamento nómada?
—Desde luego. Si quieres ir allí, puedo colocarte en el interior de la tienda de Kyaga, si así lo deseas.
—¡Excelente!
—Amigo mío… —empezó a decir Nistur, pero un veloz movimiento de la mano de Quiebrahacha lo interrumpió.
—Déjame unos instantes. Ahora debo planear como un oficial. Vamos a enfrentarnos a todos ellos y tengo que planear cada movimiento con cuidado.
—¿Sabes quién es el asesino, entonces? —preguntó Aturdemarjal esperanzado.
—No, pero puedo percibirlo al alcance de mis manos. —Alzó una enorme mano y cerró los dedos como si aplastara algo—. Está todo aquí, en lo que hemos averiguado.
—Ésa es una base muy débil en la que apoyar nuestras esperanzas —dijo su compañero—. Supongamos que en el último instante la solución aún se te escapa.
—No tienes por qué venir —respondió el otro—. Iré solo si es necesario.
—¡Me herís profundamente, señor! —Nistur apretó una mano sobre su corazón—. Desde luego que iré a donde tú vayas.
—Yo no pienso perdérmelo —intervino Aturdemarjal.
—Y yo voy con él —insistió Myrsa.
—No —dijo Quiebrahacha—, quiero que tú y tu hermano vayáis a la ciudad y nos consigáis caballos. ¿Cuánto dinero tenemos? —Colocaron las monedas de que disponían sobre la mesa—. Esto podría ser suficiente para conseguir rocines decentes. No es necesario que sean corceles briosos. Si sólo obtenéis cinco, Aro de Carey puede montar con alguien.
—Tomad —intervino Fraguardiente, arrojando un abultado saco de cuero sobre la mesa. —Si vais a comprar caballos, que sean buenos. Da la impresión de que no tardaréis en tener que salir huyendo. Si es así, vuestra única esperanza está en disponer de una montura competente. Tenemos muchas monedas, y no demasiadas cosas en las que usarlas.
—Gracias —se limitó a decir el mercenario; a continuación se dirigió a los dos hermanos—: Sin regateos; pagad en exceso si es necesario. Cada segundo cuenta ahora.
—Tengo un favor más que pedirte —dijo Fraguardiente a Aturdemarjal.
—Si está en mi poder concederlo, es tuyo. —Y ambos conferenciaron en voz baja unos instantes.
—Las puertas están cerradas a cal y canto —indicó Aro de Carey—. ¿Cómo planeáis salir?
—Yo os puedo sacar —explicó Fraguardiente—. Os guiaremos desde el mercado de caballos. Hay un amplio pasadizo subterráneo, lo bastante grande incluso para los caballos. Conduce hasta una pequeña elevación situada justo al sur de la ciudad.
—Magnífico. Los demás nos reuniremos con vosotros allí, si seguimos con vida.
Myrsa contempló dubitativa a Aturdemarjal, pero éste asintió con la cabeza, y ella, muy despacio, asintió también.
—Márchate ahora, querida —dijo él—. No tardaremos en reunimos con vosotros.
La mujer le hizo una seña a Badar, y los dos partieron acompañados por Zapador y otros enanos que les indicarían el camino. Aro de Carey siguió con melancólica mirada al joven bárbaro.
—No sirve de nada perder el tiempo —dijo Quiebrahacha, poniéndose en pie—. Marchemos. Quiero estar allí cuando los dos grupos se encuentren.
—¿Por qué no? —repuso Nistur, levantándose a su vez—. Será una proeza digna de un poema. A propósito, ¿supongamos que no conseguimos satisfacer al Señor de Tarsis o a Kyaga o a ambos?
—Entonces tendremos que huir —respondió el mercenario.
—Eso resultaría una persecución corta pero excitante —rio Nistur.
Mientras los enanos los conducían a través de enormes, oscuros y en apariencia interminables túneles, Aturdemarjal, curioso como siempre con respecto a las cosas mágicas, interrogó a Quiebrahacha sobre el Dragón Negro que había matado de joven, pero el mercenario le devolvió respuestas concisas, ya que su mente estaba evidentemente puesta en otras cosas.
Por fin, llegaron a un laberinto de pequeños túneles que en el pasado habían formado parte de un poblado enano. Enanos jóvenes que habían estado espiando desde puntos de observación locales presentaron sus informes, y el caudillo enano informó al pequeño grupo:
—Nos encontramos debajo de un afloramiento rocoso situado justo delante de la tienda de Kyaga. El Señor de Tarsis y sus consejeros están llegando.
—Entonces es hora de que hablemos con esa gente —dijo Quiebrahacha.
—Sí —asintió Aturdemarjal—. Quiero ver de cerca a ese conquistador y a su chamán.
—Desde luego —repuso Nistur.
—Imagino que es la última vez que conseguiré utilizar esto —dijo Aro de Carey echando una pensativa mirada a su sello.
Fraguardiente los condujo por una rampa que ascendía hasta una estancia de forma extraña, con paredes y techo irregulares. Los enanos abrieron de un tirón una puerta igualmente irregular, que dejó al descubierto una hendidura en un enorme canto rodado. La «habitación» no era otra cosa que una roca vaciada.
—Buena suerte, amigos —se despidió Fraguardiente—. Mantendremos esta puerta abierta para vosotros. Cuando llegue el momento de huir, no vaciléis.
Avanzaron hacia la abertura de la grieta, que a esta temprana hora permanecía aún en sombras. Aro de Carey lanzó una ahogada exclamación de sorpresa cuando descubrieron que se encontraban en medio de una enorme hueste bárbara. Pero nadie miraba en su dirección. Por el contrario, toda la atención estaba puesta en la zona despejada situada frente a la gran tienda de Kyaga.
En ese lugar, el caudillo, escoltado por su guardia de honor, aguardaba a los tarsianos que iban hacia él. El bárbaro montaba un caballo bellamente enjaezado. A su lado, Orador de las Sombras se hallaba a lomos de un corcel de aspecto más sombrío, y detrás de ellos se encontraba el portador del estandarte que llevaba el rostro oculto tras la máscara de bronce.
La cabalgata que se acercaba era pura pompa y magnificencia. Una hilera de jóvenes nobles vestidos con doradas armaduras cabalgaban sosteniendo lanzas con pendones. A unos cien pasos de la tienda, la fila se dividió y se desvió a ambos lados, para mostrar al Señor de Tarsis, vestido con su armadura de gala y respaldado por su Consejo de Estado. Rukh, con su media armadura, iba escoltado por su guardia personal; a Alban lo acompañaba su séquito de hechiceros. Sólo el consejero Melkar carecía de escolta; iba en una montura espléndida, pero sus manos estaban ligadas por cadenas, aunque en deferencia a su rango, tales cadenas eran doradas. Al oeste, las murallas de Tarsis estaban atestadas de ciudadanos que contemplaban el inaudito espectáculo.
Con un andar sosegado, el Señor de Tarsis se aproximó hasta quedar a unos veinte pasos de Kyaga Arco Vigoroso. Una vez allí, se detuvo y todo quedó en silencio.
—Kyaga Arco Vigoroso —salmodió el noble—, de conformidad con mi promesa, te he traído al culpable del asesinato de tu enviado y de tu jefe subalterno. Que esto sirva para solucionar la desavenencia entre nuestros pueblos. Jurémonos ahora amistad y reanudemos las negociaciones que se vieron tan trágicamente interrumpidas.
Durante unos interminables segundos Kyaga miró a la comitiva tarsiana, fijando sus ojos verdes, situados por encima del velo, en el maniatado pero orgulloso Melkar.
—Ha habido dos asesinatos —repuso—. Sin embargo, sólo veo a un hombre encadenado. Lo acepto como el asesino de mi jefe Guklak, ya que se encontró a Guklak colgado de la verja de su mansión. Pero no estoy en absoluto convencido de que él matara a Yalmuk Flecha Sangrienta. —A su espalda los otros caudillos profirieron gritos de asentimiento, exigiendo justicia.
—Yo no he matado a nadie —dijo Melkar con desdén—. ¡Pero a ninguno de vosotros le importa en realidad quién es el asesino!
—¡Silencio! —vociferó el Señor de Tarsis—. ¡No agraves tu culpa con una mentira inútil!
Se oyeron rugidos procedentes del campamento nómada y el arrastrar nervioso de pies por parte de la comitiva tarsiana. A pesar de todos los juramentos, la violencia desatada flotaba en el aire.
—¡Esperad! —tronó Quiebrahacha, colocándose a grandes zancadas entre ambos bandos—. ¡Este hombre es inocente! Nosotros, los investigadores encargados de este asunto, hemos aclarado la verdad.
Todos contemplaron boquiabiertos al pequeño grupo que había surgido de la nada para situarse entre los dos bandos enfrentados. El Señor de Tarsis fue el primero en hablar.
—¡Vosotros! ¿De dónde habéis salido? No estabais entre mi séquito.
—¡Y no han pasado junto a mis centinelas! —exclamó Kyaga—. ¿Qué significa todo esto?
Nistur se quitó el emplumado sombrero y se abanicó con aplomo.
—Nosotros, señor, somos investigadores. Tales proezas forman parte de nuestro oficio.
—¡No importa! —exclamó el Señor de Tarsis enfurecido—. Os despedí de mi servicio cuando descubristeis que Melkar era el asesino. ¡Marchad o provocaréis mi más severo desagrado!
—Todavía tenemos esto —replicó Quiebrahacha, alzando su sello—, lo que significa que seguimos encargados de la misión encomendada. Se nos ordenó descubrir la verdad, y eso hemos hecho. ¿Nos escucharéis?
—¡Sois granujas de baja estirpe y unos impostores! —exclamó Kyaga—. ¡No sois quienes para entrometeros en los tratos entre gobernantes!
Un hombre se adelantó a caballo desde la hueste nómada. Era el jefe subalterno del Manantial Pestilente, Laghan el del Hacha.
—¡Quiero escuchar lo que tengan que decir! —anunció.
—¡Sí! —exclamó un jefe que lucía una túnica—. ¡Yo también!
Se oyó un rugido de asentimiento por parte de los jefes alineados detrás de Kyaga. Entretanto, Aturdemarjal estudiaba al caudillo bárbaro y a Orador de las Sombras, frunciendo el entrecejo mientras pasaba la mirada de uno a otro.
La expresión de Kyaga era ilegible tras su velo, pero cada linea de su cuerpo revelaba nerviosismo.
—¡Muy bien! —vociferó—. ¡Decid lo que sea y hacedlo rápido! ¡Mis hombres están ansiosos por ir a la guerra!
—Creo —repuso Nistur—, que sería mejor si todas las partes interesadas desmontaran y se retiraran a la tienda del gran caudillo Kyaga. Nuestro relato requiere un tiempo, y sería conveniente evitar las distracciones, para centramos en lo que digamos.
—¡Esto va mucho más allá de mi compromiso contigo, Señor de Tarsis! —chilló el caudillo, pero entonces miró a sus inquietos jefes y añadió—: Lo permitiré, pero no pongáis a prueba mi paciencia.
—¿Cómo sé que esto no es otro truco más? —exigió el Señor de Tarsis.
—Un momento —intervino Aturdemarjal. Fue hacia el grupito de hechiceros de Alban y habló con ellos unos instantes; estos desmontaron y se colocaron formando un círculo entre los dos bandos—. Necesitaremos una lanza —indicó el sanador.
El Señor de Tarsis señaló a uno de sus guardias y chasqueó los dedos. El hombre cabalgó hasta Aturdemarjal y le entregó una lanza de tres metros y medio de largo, que éste clavó en la tierra para que permaneciera perfectamente vertical. Los magos de Alban empezaron a entonar solemnes cánticos.
—Estos doctos magos están alzando una cortina de paz —explicó el sanador—. Todos los aquí presentes están bajo su poder. Mirad dónde se encuentra el sol ahora. —Señaló la inmensa estera que se hallaba a algo más de medio camino de su cénit—. Si alguien viola la paz antes de que el sol se encuentre justo sobre nuestras cabezas, de modo que la sombra de la lanza desaparezca, la más terrible de las venganzas divinas caerá sobre todos aquellos que se encuentran aquí hoy. —Miró al hombre pintado de verde situado junto a Kyaga—. ¡Tal vez el muy venerable Orador de las Sombras querría ayudarlos en sus labores mágicas!
Sorprendido, el hombre sacudió violentamente la cabeza, provocando que sus ristras de amuletos tintinearan con fuerza.
—Nuestro chamán trata con los espíritus de las Praderas —dijo Kyaga—, no con decadente magia de ciudad.
—Es una lástima —repuso Aturdemarjal—. Me habría gustado verlo en acción. Venid, Señores, la sombra se acorta ya mientras hablamos. —Su dedo alargado señaló la pequeña línea de sombra que se extendía hacia el oeste desde la base de la lanza.
En medio de un arrastrar de pies y de muchos refunfuños, los nobles y los jefes nómadas desmontaron y se encaminaron hacia la gran tienda. Los camaradas conversaron en voz baja mientras se dirigían hacia el lugar.
—El hombre que acompaña a Kyaga no es un chamán —dijo Aturdemarjal—. A decir verdad, se trata de un mudo. Conozco los gestos. Y no hay sigilos pintados en sus manos.
—Varias personas han observado que jamás habla en presencia de Kyaga —indicó Nistur, enarcando las cejas.
Quiebrahacha sonrió ahora de oreja a oreja, con una expresión que recordaba mucho a la de un tiburón.
—«Ojos falsos», dijo la Abuela Florsapo. ¡«Hay uno», dijo!
—¿Es posible que sus desvaríos tengan más sentido ahora? —inquirió Nistur.
—Limítate a observar con atención y a apoyarme —repuso el mercenario.
En el interior de la tienda, el Señor de Tarsis y sus consejeros se alinearon a un lado, Kyaga y sus caudillos en el otro. Todos se miraban entre sí con ferocidad y hostilidad apenas contenidas. Quiebrahacha, Nistur, Aro de Carey y Aturdemarjal se colocaron en el centro.
—Hablad y no pongáis a prueba nuestra paciencia —ordenó Kyaga.
—Mi justicia será terrible si nos traicionáis —prometió el Señor de Tarsis.
—No temáis —replicó Nistur, gesticulando grandilocuente con su sombrero—. Os facilitaremos una diversión que sobrepasará vuestras mayores expectativas. Aquí mi buen compañero os hablará ahora. —Señaló en dirección al mercenario y susurró—: ¡Espero que valga la pena!
—Soy Quiebrahacha el mercenario, investigador especial por nombramiento del Señor de Tarsis. En mi búsqueda del asesino de Yalmuk Flecha Sangrienta, y más tarde de Guklak, esto es lo que he descubierto. —Miró alrededor con ferocidad, convertido en el centro de atención; luego se volvió hacia el grupo formado por los tarsianos—. Señor de Tarsis, hace algunos días tuvisteis como invitados a los enviados de Kyaga Arco Vigoroso. El caudillo Yalmuk Flecha Sangrienta debía llevar a cabo negociaciones en nombre del ausente Kyaga Arco Vigoroso hasta la llegada de éste al campamento nómada. ¿Es así?
—Así es —afirmó el noble.
—No era así —replicó Quiebrahacha—. Ésa fue la primera de muchas mentiras en esta telaraña de engaños. Kyaga no estaba ausente; estuvo presente todo el tiempo. ¡De hecho, llevaba ya algún tiempo en Tarsis antes de la llegada de los emisarios!
Al oír esto, estalló un excitado murmullo de voces.
—¡Mientes! —gritó Kyaga, y Quiebrahacha se revolvió contra él como un león enfurecido.
—¡Escúchame, y luego llámame mentiroso, si te atreves!
—¡Sigue! —chilló Trituralanzas, tambaleándose ya por el efecto de la bebida a tan temprana hora del día, pero disfrutando a todas luces del espectáculo—. ¡Quiero oír más cosas!
—Y vos, Señor de Tarsis —siguió Quiebrahacha, volviéndose ahora hacia el bando tarsiano—, intentasteis sembrar la discordia entre Yalmuk y Orador de las Sombras, poniéndolos uno contra el otro. Disteis instrucciones a vuestros consejeros para que ofrecieran banquetes a los caudillos por separado e intentaran corromper sus lealtades hacia Kyaga.
—No era más que diplomacia. —El Señor de Tarsis extendió las manos en una llamada a la razón—. ¿Qué gobernante sensato no hace tales cosas?
—Es un juego arriesgado, ya que tus propios nobles te traicionaron. Sin embargo, todos vosotros sólo hacíais el trabajo de Kyaga Arco Vigoroso.
—¡Ahora sí que desvarías! —exclamó el noble.
—En absoluto —replicó él—. El consejero Rukh… —señaló en dirección al hombre de la recargada armadura—… os contó que Guklak era fanáticamente leal a Kyaga, ¿no es cierto?
—Lo hizo.
—No obstante, cuando interrogamos a otros caudillos aquí, averiguamos que la lealtad de Guklak no era tal. En realidad, estaba dispuesto a venderse. Rukh ocultaba esa información, para usar al guerrero en provecho propio. Vos mismo erais consciente de la titubeante lealtad de Yalmuk.
—¿Y cómo indica eso que Kyaga estaba en la ciudad cuando yo pensaba que estaba muy lejos? —quiso saber el Señor de Tarsis, lanzando miradas asesinas al consejero Rukh, que le devolvió la mirada con una expresión de afable inocencia.
—Para empezar… —Quiebrahacha avanzó hacia Orador de las Sombras y, antes de que éste pudiera retroceder, el mercenario cogió un puñado de los balanceantes amuletos y les dio un tirón. El amplio sombrero se desprendió, y con él la peluca de largos mechones, dejando al descubierto a un nombre cuyos auténticos cabellos eran muy cortos, y con el rostro pintado de verde; sus ojos castaños se volvieron veloces hacia Kyaga, llenos de temor—. Éste no es ningún chamán. ¡Es un esclavo sin lengua que lleva el atuendo del chamán cuando se encuentra en público junto a Kyaga!
—¡Pues habló muy bien en mi banquete! —objetó el Señor de Tarsis.
—No hablasteis con Orador de las Sombras —anunció el mercenario—. ¡El hombre con el que conversasteis era Kyaga en persona!
Con un movimiento veloz como el de una pantera, agarró la muñeca del caudillo nómada con una mano y con la otra arrancó el guante que cubría la mano del bárbaro, mostrando un complejo sigilo trazado sobre su dorso. Con un veloz movimiento del guante convirtió el dibujo en una mancha sin forma, y los brillantes ojos verdes, desorbitados por el odio, empezaron a perder su color.
—Cuando quería ser Orador de las Sombras, su conjuro convertía sus ojos en castaños. Cuando era Kyaga, los tenía verdes. Ahora veis su color real. —Los ojos habían adoptado un apagado tono azul, y Quiebrahacha sonrió a los caudillos alineados detrás de Kyaga—. Jamás existió un Orador de las Sombras. Este hombre os anunció su propia llegada. —Las expresiones de desengaño de sus rostros resultaban casi cómicas.
—¡No sólo no existe ningún Orador de las Sombras, sino que tampoco existe ningún Kyaga!
—¿Entonces quién es? —exigió el Señor de Tarsis, sin saber qué hacer.
Quiebrahacha le arrebató el velo, para dejar al descubierto un rostro vagamente apuesto pero más bien anodino sobre el que reptaba el temor como una niebla en movimiento.
—Ninguno de vosotros, ni ningún otro de los que hay aquí podría saberlo, excepto yo. Su nombre es Boreas. Es un granuja, un arpista y un actor. En una ocasión, en otro país, era mi amigo. Pero me traicionó y me abandonó creyéndome muerto.
—¡Ja! —intervino Aro de Carey muy excitada—. ¡Abuela Florsapo dijo que había un músico detrás de todo esto! «Ojos falsos», dijo. «Hay uno», dijo.
—Cuando se dio cuenta de que Yalmuk y Guklak estaban dispuestos a traicionarlo —siguió Quiebrahacha—, decidió asesinarlos de modo que resultara provechoso para él. Lo haría de forma que pareciera que los habían asesinado los tarsianos; así sus caudillos se sentirían más unidos a él en su deseo de venganza.
—¡Es infame! —exclamó el Señor de Tarsis.
—Buscó obtener un mayor provecho incriminando al consejero Melkar en el asesinato de Guklak. Quería que le entregarais a vuestro comandante militar más capacitado. Conocía muy bien a los de vuestra clase, Señor. Sabía que aprovecharíais la mínima excusa para deshaceros de un rival en potencia.
Los consejeros contemplaron a su señor con bastante desagrado, pero él hizo como si no se diera cuenta.
—Todavía no estoy convencido.
—Para un actor como Boreas, imitar a un noble tarsiano era un juego de niños. Conoció a varios de ellos personalmente, y lo ayudó el hecho de que con frecuencia lleven máscaras en público. Podía moverse con libertad por toda la ciudad, incluso a través de las puertas fuera de horas, haciéndose pasar por un noble señor u otro. Así fue como atrajo a Yalmuk hasta la plaza situada ante el Palacio de justicia. Simplemente otro noble tarsiano, listo para vender a su Señor u ofrecer un soborno para que Yalmuk hiciera lo mismo. Consiguió hacer que el otro cruzara una de las puertas… vuestros guardias son eminentemente sobornables, Señor… y lo condujo hasta la plaza, donde el esclavo mudo aguardaba sobre el pedestal de la estatua de Abushmulum IX. Uno u otro de los dos pasó el lazo alrededor del cuello de Yalmuk, y los dos lo izaron. Éste es el motivo de que toda la sangre estuviera en el pedestal.
»Supongo que un garrote de alambre es un arma innata para un arpista, ¿verdad, Boreas? —Sonrió directamente a la cara del otro y luego alzó la mirada—. Encontrad su arpa. Aseguraría que le falta una cuerda.
—¿Y Guklak? —inquirió un jefe nómada.
—Fácil —respondió Quiebrahacha—. Probablemente lo mató aquí mismo en el campamento, luego atravesó una de las puertas como un noble en cumplimiento de sus funciones militares con el cadáver envuelto sobre un animal de carga. Las patrullas atraviesan las puertas a todas horas, y los guardias tienen órdenes de no dejar entrar a los nómadas y a otros extranjeros, no a los nobles de su propia ciudad.
—¡Este hombre está contando mentiras! —gritó Kyaga.
Su arranque de ira fue recibido con un silencio sepulcral.
—¡Así es como consiguió superar al demonio de la verdad! —Aro de Carey se volvió de nuevo hacia Nistur—. «Orador de las Sombras no mató a Yalmuk», dijo. ¡Era cierto! ¡Jamás existió un Orador de las Sombras!
—Que esto sea una lección para vosotros —asintió Nistur—. Jamás confiéis en un hombre que se refiere a sí mismo hablando en tercera persona.
—¡No es posible que un granuja nos haya engatusado con tanta facilidad! —protestó un caudillo.
—Creo que podré aclararlo —intervino Aturdemarjal—. De hecho, aquí viene uno de mis colegas con la prueba.
El arrugado y menudo hechicero apareció procedente de un compartimento trasero de la tienda.
—Lo encontré —anunció, alzando un cofre de cobre, que entregó a Aturdemarjal.
La enorme mujer de la túnica adornada con lentejuelas surgió igualmente de la parte posterior de la tienda.
—No había arpa —anunció—, pero hallé esto. —Alzó en alto un laúd de largo cuello, al que le faltaba una cuerda.
—Supongo que un arpa habría resultado demasiado incómoda para llevarla en sus viajes —observó Quiebrahacha.
—Hace algunos años —anunció Aturdemarjal—, estos dos hombres. Quiebrahacha y Boreas, tuvieron un fatídico encuentro con un joven Dragón Negro. Quiebrahacha lo mató, pero sufrió terribles heridas. Boreas, que sin duda se mantuvo aparte durante todo el enfrentamiento, extirpó el corazón de la bestia y huyó, dejando a su compañero para que muriera. He aquí el corazón del dragón.
Echó hacia atrás la tapa y sostuvo el cofre en alto. Incluso los endurecidos nómadas y los intrigantes nobles de Tarsis se quedaron boquiabiertos. En su interior, sobre un lecho de seda, había un órgano de un color rojo grisáceo, más grande que el de un toro adulto; aunque su propietario llevaba muerto mucho tiempo, el corazón palpitaba con una vitalidad misteriosa, latiendo de forma perfectamente audible.
—El corazón de un Dragón Negro —siguió el sanador—, activado de forma correcta por alguien que conozca las artes, confiere un hechizo de atractivo a su poseedor que le concede un gran carisma, haciendo que aquel que sólo es competente parezca magnífico, que el que es apenas adecuado resulte espléndido. ¡Por qué ser sólo un gran actor, pensó Boreas, cuando con este talismán podría actuar en el teatro del mundo!
—¡Ah! —intervino Nistur—. ¡Ahora te reconozco! —Se colocó junto a Quiebrahacha, sacó una bolsa del interior de su túnica y la arrojó a los pies de Boreas—. Debo devolverte tu paga, ya que no pude llevar a cabo tu encargo. —A continuación se dirigió a los reunidos—: Este hombre, ataviado como un noble tarsiano, me contrató para matar a mi amigo aquí presente, al que yo aún no conocía. Este que se da a sí mismo muchos nombres siente una gran atracción por el homicidio bajo mano. Incluso contrató a una banda de matones para que nos tendieran una emboscada en la Ciudad Vieja.
—Tenía en mente más que un simple asesinato cuando encargó ese ataque —explicó Aturdemarjal—, del mismo modo que su planeado ataque contra Tarsis no era por un simple afán de conquista.
—¿Qué podría ser más importante que conquistar Tarsis? —quiso saber el Señor de la ciudad en tono arrogante—. Aunque desde luego yo no habría permitido tal ultraje.
—Al parecer, Boreas dedicó mucho tiempo al estudio del saber popular sobre los Dragones Negros, que son criaturas mucho más complejas de lo que su lúgubre reputación sugería. Él tenía el corazón, pero Quiebrahacha se llevó la piel del animal. Estos dos objetos, junto con un conjuro de un volumen muy antiguo y arcano, le concederían un poder que va más allá de sus aspiraciones más desenfrenadas. En algún lugar bajo las ruinas de la Ciudad Vieja de Tarsis se halla la Biblioteca de Khrystann; esto es algo que los estudiosos del tema saben, y si ese libro de conjuros se halla en alguna parte, es en la antigua biblioteca.
»La gente malvada siempre piensa mal de los otros, y cuando Bóreas se enteró de que Quiebrahacha estaba en Tarsis, imaginó que su antiguo amigo buscaba también el libro de conjuros y que no tardaría en venir a robar el corazón del dragón. Así pues, Boreas contrató a Nistur para que matara a Quiebrahacha, y cuando eso no funcionó, contrató a la banda de matones callejeros para mantenernos alejados de la Ciudad Vieja. Quería ver muerto a su antiguo compañero y obtener los pedazos que quedaban de la piel del dragón.
—¿Qué quieres decir con los pedazos que quedaban? —inquirió el Señor de Tarsis.
—Parece ser que existe una complicación más, amigos míos. Aquellos dos jóvenes provocaron más disparates de los eran conscientes. Aquel animal inmaduro abandonó el nido demasiado joven, y su madre se vio obligada a ir en su busca. Al encontrarlo muerto, se vio poseída por un abrumador impulso de venganza. Durante todos estos años ha buscado a estos dos, eternamente confundida por la separación del corazón y la piel. Encontró una parte de la piel en un pueblo donde Quiebrahacha se hizo hacer su atavío de guerra y destruyó por completo la población antes de proseguir su búsqueda del resto. Aquí, en Tarsis, el corazón y la piel se han juntado.
—¡El dragón! —exclamó el Señor de la ciudad—. ¡El que los centinelas de las murallas han informado haber visto por las noches! Creía que no era más que un fantasma.
—¡No es demasiado tarde! —chilló Boreas, desesperado—. La hembra sólo puede cazar de noche y no soporta el frío durante mucho tiempo. Yo tengo el corazón. Quiebrahacha tiene… —Por primera vez pareció darse cuenta de que el mercenario no lucía su acostumbrada armadura—. Ha ocultado la piel, pero revelará su escondite bajo tortura. Los enanos blancos de Tarsis deben saber dónde se halla la biblioteca. ¡Con mis talismanes y el libro, puedo controlar al animal y a cualquier otro dragón vivo! —Se volvió hacia el Señor de Tarsis—. ¡Compartiré este poder con vos, Señor!
—Tengo que pensar… —empezó a decir éste, pero se vio interrumpido por un grito procedente de Trituralanzas.
—¡En mi vida habla visto tal cúmulo de mentiras y traición! —rugió mientras forcejeaba torpemente con la empuñadura de su espada.
—Han pasado años desde la última vez que viste algo con claridad, ¡borracho! —respondió el caudillo de otra tribu, enfurecido. Sin la influencia unificadora de Kyaga, las antiguas enemistades resurgían de nuevo.
—¡Eres peor que cualquier bárbaro! —dijo despectivo Melkar, volviéndose hacia el Señor de la ciudad—. Fue un día maldito para Tarsis aquel en que asumiste el mando. ¡Quítame estas cadenas!
Se produjo un movimiento general en busca de las armas, y el arrugado y diminuto hechicero de Alban alzó las manos hacia el techo.
—¡Quietos! ¡Cualquier violación de la paz antes de que el sol llegue a su cénit acarreará el desastre sobre todos nosotros!
—Da la casualidad —dijo entonces Aturdemarjal, retomando el tema bajo discusión—, que la armadura de Quiebrahacha ha sido destruida para siempre. Sólo queda el corazón para servirle de blanco. Los Dragones Negros no son muy inteligentes, pero sí bastante despiadados. Está desconsolada, sufre y se siente muy enojada. Creo que podría estar lo bastante furiosa como para atacar a la luz del día. Soy viejo, amigos míos, tal vez mis oídos me engañen. ¿No oye nadie nada?
Se produjo un silencio total; luego se oyó débilmente un ruido como de un trueno lejano. Era el sonido del batir de alas gigantescas, y sonaba más y más cerca con cada segundo que pasaba.
—Es hora de marchar —dijo Nistur a sus compañeros, y tiró del brazo de Quiebrahacha—. Vamos.
Despacio, sin dejar de mirar a Boreas con expresión furiosa, el mercenario retrocedió, aunque su antiguo amigo no pareció darse cuenta apenas. Tenía los ojos desorbitados por un terror desenfrenado, y éstos se abrían aún más a medida que el sonido de las alas se acercaba. En la entrada de la tienda, Nistur se volvió y volvió a quitarse el sombrero.
—Nos retiramos ahora. Nuestra tarea ha finalizado. Caballeros, os deseo mucha suerte a todos.
Se produjo un gran silencio mientras ellos se alejaban de la tienda.
—¡Corramos! —gritó Aro de Carey saliendo disparada en dirección a las rocas.
Los otros la siguieron de cerca, Aturdemarjal sujetándose la túnica por encima de las rodillas y mostrando una sorprendente velocidad para alguien de su edad. Se introdujeron en la grieta, y la puerta camuflada se abrió ante ellos.
—¡Mirad! —exclamó Aro de Carey, deteniéndolos. Se volvieron, y a continuación regresaron con cautela a la abertura de la grieta, impulsados por una horrible curiosidad.
Los hombres salían atropelladamente de la tienda al tiempo que una inmensa sombra caía sobre ella. Entonces una figura gigantesca descendió desde el cielo como un rayo: una forma más oscura que la noche y llena de triunfal malicia. La hembra de dragón estaba demacrada, casi esquelética, las escamas, brillantes en el pasado, estaban opacas ahora como resultado de las privaciones, pero su poder no se había visto afectado por su sufrimiento. Aterrizó sobre las extendidas patas traseras, mientras la enfurecida cola desperdigaba guerreros y bestias como paja arrojada al aire por una aventadora. Con sus salvajes zarpas delanteras, desgarró de arriba abajo la tienda como un hombre que apartara un par de ligeras cortinas. A continuación, la cabeza y el largo cuello, junto con las zarpas alargadas, desaparecieron en su interior.
—Salgamos de aquí —gimió Aro de Carey—. No quiero ver esto. —Pero, al igual que los otros, era incapaz de apartar la mirada.
El dragón abandonó la tienda. En una enorme zarpa, sostenía el cofre; en la otra, una figura humana se retorcía. La criatura alzó su temible hocico y emitió un rugido ensordecedor. Luego las grandes alas correosas se desplegaron, y el dragón se elevó por los aires, dispersando tiendas en medio del huracán generado por su vuelo. Con una velocidad increíble, la negra figura se perdió en el cielo occidental.
—Ahora —anunció Aturdemarjal en voz baja—, podemos marchar.
—Aquí está lo que pediste —dijo Fraguardiente, entregando a Aturdemarjal una enorme jarra de baño con la boca tapada por un tapón de madera y sellada con lacre—. No olvidarás tu promesa, ahora.
—Desde luego que no, amigo mío —respondió él, algo jadeante, ya que los enanos los habían conducido a toda velocidad por el laberinto de túneles. Ahora se encontraban al pie de una rampa que conducía a la superficie.
—¿Qué es? —preguntó Quiebrahacha.
—¿Recuerdas lo que dijo la Abuela Florsapo? —Aturdemarjal efectuó una buena imitación de la enloquecida forma de hablar de la mujer—. «¿Quieres una cura para la mordedura de dragón? ¡Ahí abajo! Encuentra el gusano relampagueante». Esto es una porción del corazón del behir, junto con varias de sus zarpas. Cada una de estas cosas posee propiedades para impedir o contrarrestar los efectos de venenos.
—¿Puede curarme a mí? —inquirió el mercenario.
—Dudo que pueda realizar una curación permanente, pero si podemos encontrar a un practicante de las artes mágicas bien cualificado, creo que podemos conseguir una remisión de los efectos del veneno del dragón durante un buen tiempo, tal vez suficiente para hallar una cura completa.
—Resulta en verdad muy difícil hacerte feliz —se quejó Nistur mientras ascendían penosamente la rampa.
Las puertas se abrieron de par en par, y salieron a un montículo cubierto de maleza. El sol había derretido ya los últimos rastros de nieve, y sobre sus cabezas el cielo se extendía en una amplia extensión azul. Unos metros más allá, Myrsa y Badar sujetaban las riendas de seis caballos; elevaron sonoros vítores al ver surgir a las cuatro fatigadas figuras de debajo de la tierra.
—¿Qué favor prometiste a Fraguardiente? —preguntó Nistur a Aturdemarjal.
—Me pidió que hiciera correr la noticia de su difícil situación entre todos los enanos que encontrara en mi camino. Tiene mucho que intercambiar y, con una infusión de sangre nueva, sus males hereditarios desaparecerían en una o dos generaciones. Los enanos de Tarsis podrían volver a ser numerosos y prosperar de nuevo.
Se volvieron al percibir un sordo sonido incipiente a sus espaldas. Provenía de la ciudad o de justo detrás de ella. Se oían rugidos y un gran estrépito y empezaban a ascender columnas de humo.
—Eso comenzó no hace mucho —explicó Myrsa—. Debe de ser una batalla o un motín.
—Me pareció ver volar un dragón —dijo Badar—. ¿Lo visteis?
—Ya lo creo —asintió Nistur— y desde una proximidad muy incómoda.
—¡Qué desatino! —exclamó Aturdemarjal, sacudiendo la cabeza—. Después de todo lo ocurrido, de toda la información que se les ha facilitado, aún quieren combatir. —Suspiró—. He perdido todos mis libros y objetos, pero el tesoro de un erudito se encuentra aquí. —Se dio unos golpecitos en la sien.
Se dispusieron a montar, pero Aro de Carey vaciló, mirando en dirección a la ciudad.
—Jamás he estado en otro sitio que no sea Tarsis.
—No puedes quedarte —indicó Aturdemarjal—. Tienes demasiados enemigos allí ahora, incluso aunque los nómadas no la destruyan.
—Ven con nosotros —instó Nistur—. Ven a ver algo del mundo.
—Nunca he montado —repuso ella, mirando un caballo con prudencia.
—Yo te enseñaré —ofreció Badar—. Cabalga conmigo durante un rato. Yo mostraré qué hacer. —Alargó una mano. Aro de Carey, sonriente, la tomó, y con un suave tirón, el bárbaro la subió a la silla detrás de él.
—Eso no ha sido nada difícil —dijo Nistur.
—¡Vaya grupo formamos! —observó Quiebrahacha con una sonora carcajada—. Fijaos en nosotros: ¡un mercenario incapacitado para encontrar empleo, un asesino que ya no es capaz de asesinar, un hechicero que ha renunciado a la magia, una ladrona y un par de bárbaros proscritos!
—Y, sin embargo, el destino nos ha unido —indicó Nistur.
—Sí —asintió Aturdemarjal—. Y no puedo por menos que pensar que es con algún propósito.
—Tal vez hayamos salvado al mundo de un tirano —dijo Nistur.
—Cierto —asintió el sanador—, pero gran parte del peligro lo provocamos nosotros mismos. ¿No se os ha ocurrido que nosotros cuatro, Nistur, Quiebrahacha, Aro de Carey y yo, somos muy parecidos? En el pasado, las vidas de cada uno de nosotros tomaron un giro malvado y buscamos obtener la prosperidad por el camino fácil. En realidad, no debería incluir a Aro de Carey, ya que ella estaba desesperada y no tuvo donde elegir antes de adoptar la vida de una ladrona. Nosotros tres no tenemos esa excusa. Creo que a todos se nos ha dado la oportunidad de reparar nuestros pecados y los males que hemos traído al mundo. Debemos usar esta oportunidad con sabiduría. No tendremos otra, pues, como hemos presenciado, todavía existe auténtica justicia en Ansalon.
Mientras montaban y contemplaban la negra humareda que se alzaba ahora sobre Tarsis, meditaron sobre aquellas sensatas palabras.
—Pero ¿qué vamos a hacer? —preguntó Aro de Carey por fin.
—¿No resulta evidente? —contestó Nistur—. Se nos encargó resolver un asesinato, y, si se me permite decirlo, realizamos tal tarea de un modo muy meritorio. Si el Señor de Tarsis tenía un problema de esa índole, ¿no podrían tenerlo también otros? ¡Contratémonos para solucionar crímenes, para descubrir asesinos, como defensores de la justicia! ¿Creéis que esa panda —el movimiento de su brazo abarcó toda la ciudad de Tarsis— son una aberración? ¡En absoluto!
—Entonces, ¿a dónde iremos? —reflexionó Quiebrahacha.
—Ah, amigos míos. —Nistur se inclinó sobre la silla—, ¡eso es lo hermoso de este oficio! Al contrario que los mercenarios, nosotros no tenemos que buscar una guerra. A diferencia de los comerciantes, no hemos de localizar un mercado. —Se recostó en el asiento y extendió los brazos a ambos lados—. ¡No importa a dónde vayamos, siempre encontraremos maldad! Y allí nos hallaremos en nuestro elemento.
Y tras estas palabras hicieron girar a sus monturas y se alejaron al trote de Tarsis la Orgullosa.