11

—El nombre de mi tierra natal —empezó Quiebrahacha— es irrelevante. Nací en una familia honorable, y creía tener un gran futuro ante mí. Desde luego, yo era muy joven.

—Muchos de nosotros empezamos así —dijo Nistur.

—¡Cállate! —espetó Aro de Carey—. Quiero escuchar su historia.

—Mis disculpas. Por favor, continúa. Intentaré no interrumpir.

—Bien, pues, se me adiestró para ser un guerrero, como lo fueron todos los hombres de mi familia. Pero yo deseaba ser más que un guerrero corriente. Sabía que estaba destinado a ser un caballero, un héroe. —Su rostro se torció en una sonrisa pesarosa—. Bueno es un sueño muy corriente entre los jóvenes, aunque pocos intentan convertirlo en realidad. —Vació su copa de cerveza y la dejó sobre la mesa—. No estaba solo en mi jactanciosa ambición. En la ciudad situada junto a la finca de mi padre había otro joven llamado Boreas. Era el hijo díscolo del alcalde y comerciante más rico de la ciudad. Crecimos juntos, fuimos de juerga juntos y también nos metimos en problemas juntos. Su padre quería que entrara en el negocio de la familia, que era el comercio de vino, uno de los más lucrativos en nuestra parte del mundo. Boreas no quería ni oír hablar del asunto. Deseaba aventuras, y le encantaba cantar y tocar el arpa y actuar en el teatro. Toda la población de la ciudad se sentía escandalizada, ya que nadie de buena cuna hacía tales cosas. —Su sonrisa mostró ahora un melancólico afecto.

»A él no le preocupaban en absoluto ni ellos ni sus susceptibilidades agraviadas. Boreas precisaba de la adulación de la multitud, de su aplauso. Adoraba ser el centro de atención. Por desgracia, era demasiado popular con las jovencitas, y llegó un día en que tuvo que huir. Acudió al castillo de mi familia y me rogó que me fuera con él. Había oído una historia, me contó. Se había visto a un joven Dragón Negro en las montañas a unas cuantas leguas de nuestra ciudad. Durante toda la noche hablamos sobre este portento. Boreas pensaba que la criatura debía de custodiar un tesoro, ya que ésa es la naturaleza de los dragones o, al menos, eso cuentan todas las historias. No teníamos modo de saber si el tesoro era de objetos terrenales o mágicos, pero la bestia había matado a algunos viajeros, y la zona se estaba ganando una espantosa reputación.

»Boreas anhelaba hacerse con el tesoro y le atraía la aventura en sí misma que aquello significaba. Ya se veía extendiendo el relato de sus propias hazañas con su arpa y su voz. Pero mis ambiciones eran distintas. Yo sólo veía la reputación que podría obtener si mataba al dragón. Sabía que muchos héroes se esforzaban y padecían durante muchos años antes de obtener la estima de sus iguales. Desde luego, siendo joven, este arduo sendero no me atraía en absoluto. Pero si mataba a un dragón, podría convertirme en un héroe con una veloz hazaña. Los peligros que ésta entrañaba no hacían más que acrecentar lo excitante de tal perspectiva.

»Los hombres jóvenes a menudo piensan de ese modo —comentó, volviéndose hacia Aro de Carey—. Desean gloria, pero no quieren enfrentarse a los largos y duros años de esfuerzos necesarios para obtenerla. Se sienten tentados con facilidad a intentar hazañas para las que aún son demasiado jóvenes con tal de acortar el camino. Esto a menudo conduce al desastre.

—Comprendo —aseguró ella.

—De modo que nos pusimos en marcha. Los dos teníamos buenos caballos. Yo tenía una lanza y la espada larga de mi abuelo, pero sólo la deslustrada armadura con la que entrenaba, ya que mi familia no estaba dispuesta a facilitarme un equipo nuevo hasta que estuvieran seguros de que ya no iba a crecer más. No obstante, me sentía un héroe de pies a cabeza.

»A medida que nos acercábamos a la guarida del dragón, empezamos a oír historias sobre la criatura. Era a todas luces un animal joven, ya que había establecido su cubil hacía sólo un año más o menos. A Boreas esta información le pareció decepcionante, pues significaba que el dragón no podía haber acumulado gran cantidad de tesoros. Como he dicho, a mí no me importaba el tesoro, y los informes me resultaron reconfortantes. Mientras viajábamos, mis grandes aspiraciones se habían visto asaltadas por una duda terrible. ¿Era yo un guerrero capaz de matar a un gran wyrm? ¿Una criatura capaz de eliminar a un ejército de héroes antes de haber alcanzado la madurez total? Por lo tanto, aquello me produjo cierto alivio. Sin duda, me decía, podía ocuparme sin problemas de un dragón muy joven. Y, en mi opinión, matar a cualquier clase de dragón me conferiría la categoría de héroe.

»Un día llegamos a un pueblo situado al pie de las montañas. Se trataba de una barrera ceñida de tres cordilleras paralelas. Los aldeanos nos dijeron que su carretera nos conduciría al paso más cercano que atravesaba las montañas. La guarida del dragón estaba en lo alto de una ladera encima del desfiladero, en el centro de la segunda cordillera. Nos hablaron de un lago situado en la montaña, rodeado por un tupido bosque, y que entre las sombras de este bosque la criatura acechaba y a veces se lanzaba sobre los viajeros que pasaban.

»Los aldeanos se alegraron al vernos, ya que el dragón les estaba costando gran parte del comercio de caravanas. Los mercaderes y otros viajeros evitaban pasar por aquel desfiladero, y en una ocasión el animal incluso se había acercado al pueblo y se había llevado a un pastor. Se nos festejó y alabó como si ya hubiéramos alcanzado la categoría de héroes. De hecho, la hospitalidad de la gente era tan agradable que nos quedamos allí durante cinco o seis días, hasta que empezaron a insinuar que era hora de que lleváramos a cabo la tarea para la que habíamos ido. Así pues, en medio de muchos cantos y lluvias de flores, abandonamos el lugar a caballo y tomamos la calzada que conducía a las montañas. —Tomó la copa que le habían vuelto a llenar y bebió, luego permaneció en silencio.

—¿Bien? —instó Aro de Carey, impaciente—. ¿Qué sucedió después?

—No lo recuerdo —respondió Quiebrahacha.

—¿Qué? —exclamó ella con incredulidad—. ¿Saliste y mataste a un dragón y no lo recuerdas? ¡He contado a los jueces mentiras mejores que ésa!

—Dejemos que cuente su historia a su manera —intervino Nistur en tono conciliador.

—Sí, es cierto, no recuerdo nada de los tres días siguientes. Creo que fueron tres días. Lo que recuerdo es que desperté en una ladera helada y que sentía un dolor terrible. —Sus ojos mostraban una expresión atormentada. Sin duda, ése era su recuerdo más vívido y, a la vez, el más doloroso.

»Estaba solo. La espada de mi abuelo había desaparecido. Mi armadura estaba hecha pedazos, y mi muslo derecho destrozado. Contemplé con horror la armadura despedazada y la carne desgarrada hasta el hueso. Había sangre por todas partes alrededor, y un reguero de ella conducía ladera arriba. Todo lo que se me ocurría era que estaba solo. ¿Qué le había sucedido a Boreas? Estaba seguro de que la respuesta se encontraba al final de aquel rastro de mi propia sangre.

»Así pues, me incorporé como pude, y os diré que nunca antes ni desde entonces he conocido una tarea tan terrible. El dolor en todo mi cuerpo era intenso, y me sentía débil y mareado por la pérdida de sangre. No tenía nada en que apoyarme, y mi pierna derecha no aguantaba mucho peso. Tenía que cojear unos centímetros cada vez, y eso provocaba que la sangre manara de mis heridas. Supe por esto, y por el color casi negro de la sangre del suelo, que había estado inconsciente durante muchas horas, tal vez un día o más.

»En lo alto de la ladera había una extraña peculiaridad orográfica: un bosque espeso dentro de una depresión de unos pocos cientos de pasos de diámetro, todo ello envuelto en una espesa niebla. En el bosque encontré una rama caída que pude usar como bastón, y así la marcha no me resultó tan ardua. Distinguir mi sangre sobre la alfombra de agujas de pino del suelo no era tan fácil como en la nieve, pero me las arreglé. Incluso a través del aturdimiento provocado por el dolor, me di cuenta de que la temperatura era mucho más cálida en el bosque que en las laderas de la montaña.

»La distancia a través del bosque no era grande, pero fue uno de los viajes más largos que he llevado a cabo jamás. No podía dar más de dos o tres pasos sin tener que detenerme, luchando contra el mareo y las náuseas todo el tiempo. Realmente, creía que me moría. Pero tenía que saber qué había sido de mi amigo antes de darme por vencido. Después de lo que me pareció una eternidad llegué al pequeño lago del centro del bosque. Era de este lago del que se alzaba la neblina. Introduje la mano en el agua y descubrí que estaba muy tibia, casi caliente. Sin la menor duda, la alimentaban corrientes subterráneas de aguas termales, y era el lago el que sustentaba un bosque tan espeso en aquellas frías montañas. No llegué a averiguar dónde desaguaba, ya que no surgía ningún arroyo de él. Me quité la ahora inútil armadura y me detuve unos instantes para descansar y lavar mis heridas.

»El agua parecía poseer algún poder curativo o al menos reconstituyente, pues me sentí mucho mejor después de bañarme en ella. Mis heridas dejaron de sangrar y el dolor se redujo a un límite tolerable. Recogí mi bastón y rodeé el lago, cojeando. Al cabo de un rato llegué a una estribación de la montaña que sobresalía de una escarpada ladera rocosa y se hundía en el lago. Allí donde el agua y la piedra se encontraban había una hendidura, y en cuanto descubrí esa grieta en la roca, supe que ésa debía ser la madriguera del dragón.

Calló unos instantes, mientras la anciana enana se llevaba las bandejas y volvía a llenar las copas. Sus compañeros aguardaron con impaciencia apenas contenida. Tomó otro trago de su copa de cerveza e hizo una mueca.

—No he hablado tanto en muchos años. Se me seca la garganta.

—Pero es bueno para el espíritu —dijo Nistur—. Por favor, sigue.

—Sí, ¿qué pasó a continuación? —instó Aro de Carey.

—En años posteriores —explicó él—, averigüé que a los Dragones Negros les gustan por lo general las tierras bajas. Les encantan las ciénagas y los bosques espesos. Seguramente éste acababa de dejar el nido, buscando su propio territorio, y tal vez se encontraba al límite de sus fuerzas cuando divisó ese estrafalario lago caliente con su bosque y su cueva. Sin duda decidió que serviría como primer hogar. En cuanto recuperó las fuerzas, inició sus depredaciones.

»Pero yo no sabía nada de eso entonces. Sólo sabía que tenía que encontrar a Boreas. Así pues, desarmado y casi desnudo, vadeé el lago de nuevo y me encaminé, por la parte menos profunda, hasta la cueva. —Su boca se torció en una amarga sonrisa—. Incluso en mi miedo, el hedor del interior me pareció espantoso. En los relatos, siempre oyes hablar de enormes wyrms tumbados sobre montones de riquezas. En esas historias el cubil del dragón es una cueva transformada en un palacio. Bien, pues dejad que os informe de que eso no es cierto en el caso de un joven reptil al que sólo interesa alimentarse y crecer. Pasé junto a pedazos de esqueletos, la mayoría de ovejas y caballos, aunque algunos podrían haber sido humanos. Todos olían igualmente mal. Cerca del fondo de la cueva, encontré al dragón.

Aspiró con fuerza, mientras los otros parecían no respirar siquiera.

—Estaba muerto y había huellas de una pelea terrible por todas partes. Vi pedazos de mi propia armadura y, sin duda, pedazos de mí mismo, desperdigados por la cueva. La criatura yacía sobre el suelo de arena, atravesada por varias heridas terribles. Mi lanza rota se hallaba a poca distancia, como también la espada de mi abuelo, ahora retorcida como un pedazo de alambre. Sangre humana y de dragón se entremezclaba por todo el suelo. El dragón tenía aproximadamente el tamaño de un caballo de tiro, aunque el cuello y la cola le proporcionaban una longitud mucho mayor. Cuando lo vi, y vi lo que éste había hecho, comprendí por primera vez lo estúpido que había sido al soñar que podría matar a un gran wyrm yo solo. Fue una experiencia humillante.

»Tenía que tomar una decisión. No se veía ni rastro de Boreas ni de nuestros caballos. Podría helarme en las laderas, y tenía que recuperar las fuerzas antes de salir de las montañas. A decir verdad, no estaba muy seguro de poder sobrevivir a mis heridas. Pero había ido a ese lugar para ser un matadragones y quería una prueba de la hazaña. Tenía aún mi cuchillo, de modo que empecé a despellejar a la criatura. Es una tarea larga y dura, despellejar a un dragón. —Miró a sus compañeros, sombrío—. Tardé varios días en conseguirlo.

—Pero ¿de qué te alimentabas? —preguntó Aro de Carey—. ¿Cazaste?

—No necesitaba hacerlo —intervino Nistur—. Tenía carne de dragón.

—Sí, y puedo afirmar que es muy nutritiva —afirmó Quiebrahacha—. De hecho, entre la carne del dragón y las aguas del lago, me curé con sorprendente velocidad. Más tarde me enteré de que ésa era la auténtica venganza de la criatura sobre mí, pues empecé a tener esperanzas. Todavía no sabía que mis heridas eran mortales. Eso llegaría más tarde.

»El dragón tenía muchas heridas pequeñas procedentes de la pelea, y dos que podrían haber sido mortales. Una era un enorme desgarro en el pecho. Otra le atravesaba el paladar. No sé cuál fue el golpe mortal, ni quién lo asestó. En realidad, ni siquiera sé si maté a esa criatura. Podría haberlo hecho Boreas. A lo mejor me he mentido a mí mismo todos estos años. Registré el cubil del animal y no descubrí ningún tesoro. Al parecer, éste no había desarrollado aún sus tendencias codiciosas. —Alzó la mano sobre la que relucía el anillo con el nudo—. Sólo encontré esto, que sin duda había estado en la mano de una de sus víctimas. Incluso yo conocía su significado, de modo que lo cogí, pensando que a lo mejor me sería útil algún día, como en realidad ha sido.

»Finalmente tuve la piel del dragón enrollada en un fardo. Quería llevarme la cabeza también, pero sabía que jamás conseguiría soportar el peso. La piel pondría ya a prueba mi resistencia al máximo. Una cosa no me atreví a hacer de ningún modo: abrir el estómago del animal. Temía encontrar los restos de Bóreas allí.

—Comprendo que era una perspectiva desalentadora —dijo Nistur, pero la mirada airada de Aro de Carey lo hizo callar.

—Mucho había soñado yo con regresar a mi hogar como un héroe, para ser adorado durante el resto de mi vida. Ahora tenía mi piel de dragón, pero sabía que jamás podría regresar. Estaba seguro de haber causado la muerte de Boreas, que había sido mucho más popular en la zona que yo, y cuyo padre era un hombre poderoso, y cuya desaparición me producía una paralizante sensación de culpa. Así pues, me encaminé hacia el otro extremo del desfiladero.

»Durante meses anduve a pie por aquel territorio salvaje. Cuando mi reserva de carne de dragón curada se agotó, viví de lo que podía coger en trampas, con mis propias manos o derribar a pedradas o con mi cuchillo sujeto a un palo. Cien veces me vi tentado a abandonar aquella piel, ya que era su peso lo que me obligaba a ir tan despacio, y a veces tenía que arrastrarla más que transportarla. Pero entonces reflexionaba sobre todo lo que me había costado, y me la volvía a echar al hombro y seguía adelante.

Al cabo de un tiempo me encontré fuera de las montañas y en una región de fértiles campos cultivados. En los poblados cambié unas cuantas escamas de dragón por comida y ropas. La gente me miraba de un modo extraño, y sin duda yo ofrecía un aspecto estrafalario. Seguramente me creían loco, pero un loco que lleva una piel de dragón a la espalda merece respeto en todas partes. En un desembarcadero de río cambié algunas zarpas de dragón por un pasaje en la gabarra hasta la ciudad más cercana, y allí encontré a un armero. —Extendió los largos brazos, mostrando la armadura de escamas—. El armero me hizo este traje. Sólo necesitó la mitad de la piel, y se quedó con la otra mitad como pago por su trabajo. Se sintió tan satisfecho por el negocio, que añadió un casco, una espada decente y un caballo pasable. Desde ese día hasta éste, me he ganado el pan como un mercenario, un mesnadero corriente que lucha en las guerras de los otros a cambio de una paga. No se parece en nada a ser un caballero, pero ya no aspiro a tal tontería.

—Es una historia digna de un gran poema —observó Nistur.

—¿Cuándo te enteraste de tu… hum, tu estado de salud? —inquirió Aro de Carey, vacilante.

—Fue al cabo de unos dos años —respondió él—. Empecé a sentir un hormigueo en los dedos de vez en cuando. Pensé que me entrenaba con demasiada dureza con la espada y el escudo y no le presté atención. Luego empezó en los dedos de los pies. A continuación, mis manos y pies empezaron a quedarse totalmente entumecidos. Cuando mis manos temblaban, intentaba ocultarlo a mis camaradas, pero con el tiempo algunos se dieron cuenta.

»Un ejército es un pequeño mundo compacto, amigos. Todo el mundo lo sabe todo sobre todos los demás o imagina que lo sabe. Los rumores se consideran revelaciones de los dioses. Yo ya era una figura extraña en la hermandad de mercenarios, un hombre que tal vez mató a un dragón pero que no era ningún héroe. Entonces mi enfermedad se hizo pública porque me afectó mientras estábamos en plena batalla. En más de una ocasión resulté herido debido a ella, aunque no era ni mucho menos tan incapacitadora entonces como lo es ahora. Los rumores empezaron a centrarse en mí. Yo era un hombre víctima de una maldición; algún dios o espíritu funesto flotaba sobre mi persona, esperando para hacerme daño. Yo era alguien que traía mala suerte.

»Una vez que un soldado adquiere una reputación así, las valerosas hazañas, la lealtad y la habilidad con las armas no sirven de nada. Los hombres lo evitan. Los capitanes no quieren tenerlo a su cargo. Un hombre que tiene mala suerte trae mala suerte a todos los que lo rodean. Y hubo algo más. —Los ojos del mercenario se mostraron más atormentados que nunca.

—¡Cómo si no tuvieras suficientes problemas! —manifestó Nistur.

—¿Qué es? —preguntó Aro de Carey, asestando un codazo al otro para que permaneciera en silencio.

—Empecé a ver a un dragón, a veces en sueños, a veces despierto. Al principio pensé que las visiones eran fantasmas de una mente trastornada, ya que sólo lo veía por la noche o al anochecer, a gran distancia. Creí que podía tratarse del espíritu del que había matado en la montaña, pero éste no era una cría. Era un wyrm enorme; eso resultaba evidente incluso desde lejos. Pero luego, otros vieron a la criatura. Era real.

»Al cabo de un tiempo, dio la casualidad de que volví a pasar por la ciudad donde me habían hecho la armadura. Quedé horrorizado al verla totalmente destruida, el ataque era tan reciente que las ruinas aún humeaban. No eran los escombros de una guerra; el lugar había sido atacado por un dragón, y nadie había salido indemne. Hombres, mujeres y niños fueron asesinados a cientos, y los supervivientes estaban medio locos por el terror. Comprendí que no era una coincidencia. No se había visto a ningún dragón por aquella zona desde hacía generaciones. Todos los que podían hablar estuvieron de acuerdo en una cosa: el dragón era negro. Busqué a un hechicero Túnica Roja, uno versado en dragones y le conté mi historia. Encontró mi caso muy interesante. Dijo que la presencia de un Dragón Negro en tierras frías era muy insólita, ya que a aquella raza le gustaban los territorios cálidos y habitaban en selvas profundas y ciénagas tenebrosas. Supuso que la cría debía de haber abandonado el nido demasiado pronto y se había extraviado en las frías montañas mientras buscaba una madriguera propia. El manantial de agua caliente y la oscura caverna lo atrajeron al lugar donde lo encontramos, aunque él seguramente no habría tardado en abandonarlo en busca de climas más cálidos. —Hizo una pausa, como si lo que seguía fuera especialmente doloroso.

—Puesto que abandonó el nido demasiado joven, su madre lo buscaba. Debió de encontrar la cueva poco después de que yo la abandonara tambaleante. —Golpeó las escamas que le cubrían el pecho—. De algún modo, me ha seguido la pista por esta armadura. Destruyó la ciudad porque el armero todavía tenía el resto de la piel de la cría en su poder. Me habría localizado hace tiempo, pero yo me movía constantemente, y ella busca sólo de noche, y además únicamente durante unos pocos días, porque no puede soportar el frío durante mucho tiempo.

—¿Por qué no te deshaces de esa piel? —inquirió Aro de Carey—. No puede ser tan valiosa.

—Lo he intentado —respondió el mercenario—. Algo me impide quitármela, o incluso dejar las costuras abiertas durante más de unos pocos minutos cada vez. En una ocasión intente que un compañero me la quitara mientras yo estaba drogado. En cuanto él tiró de ella, yo desperté de golpe y casi lo maté antes de recuperar el juicio.

—Una perspectiva de lo más descorazonadora, amigo mío —dijo Nistur—. Parece que tienes dónde escoger con respecto a tu destino, y que tu principal diversión radica en ver quién te mata primero, si los efectos del veneno del joven dragón o la venganza de su madre.

—Con el tiempo —siguió Quiebrahacha, recostándose en su asiento con expresión agotada—, como todo mercenario en cien leguas a la redonda, fui a parar a Tarsis. Las guerras locales habían desaparecido, y era una de las ciudades importantes que aún no había probado. Esperaba hallar una banda de mercenarios que no hubiera oído hablar de mí. Si eso fracasaba, empezaba a considerar la idea de dedicarme al bandidaje. —Los miró con expresión lúgubre—. Fijaos en qué han quedado mis ansias juveniles de convertirme en un gran héroe.

—Tal vez el destino te depara alguna otra cosa —comentó Nistur.

—Pues sería mejor que empezara a tomar forma pronto —replicó Quiebrahacha—. Tengo la sensación de que no queda mucho tiempo.

—Ese chamán insinuó conocer una cura —indicó Aro de Carey en tono esperanzado—. ¿Crees que es verdad?

—Yo no confiaría en Orador de las Sombras —dijo Nistur—, ni para curar una verruga. —Captó la expresión de duda en las duras facciones del mercenario—. ¡Nada de eso, amigo mío! Puedo ver lo que piensas: a lo mejor el chamán conoce algo. Eso no es más que tu esperanza que habla. Por razones muy comprensibles deseas desesperadamente creer que el maloliente salvaje tiene una cura para tu dolencia, y eso presta a sus afirmaciones una inmerecida credibilidad en tu mente. Es así como los astutos comerciantes de caballos se aprovechan de nosotros, haciendo que percibamos virtudes en sus rocines que descubrimos no existen una vez que hemos cabalgado con ellos unas cuantas leguas. Se nos embauca con facilidad, ya que ¿quién de entre nosotros no desea encontrar un magnífico, pero al mismo tiempo barato corcel?

—Y no deberías darte por vencido tan pronto —intervino Aro de Carey—. Vamos a sacar a Aturdemarjal de la prisión. Dale tiempo suficiente, ¡él puede encontrar cura para cualquier cosa!

—Nuestra amiga de dedos ágiles exagera un poquito —repuso Nistur—, pero tiene la verdad de su lado. ¿Quién sabe lo que podemos encontrar aún? Éste es un mundo enorme y lleno de magia.

—No temáis —bufó el mercenario—, si yo fuera de los que abandonan, lo habría hecho hace mucho tiempo. —Frunció el entrecejo—. ¿Qué han logrado los enanos?

Se levantaron y fueron hacia la puerta, pero enseguida tuvieron que hacerse a un lado para dejar paso a un enano de más edad que empujaba una carretilla de escombros procedentes de la excavación. Los tres miraron el interior admirados. Los laboriosos enanos parecían haberse fundido en el interior de la roca y ahora un túnel de paredes rectas se extendía ante los camaradas. Había grupos de hongos luminosos fijados al techo, pero ellos apenas pudieron distinguir nada más allá de los primeros pasos. El aire estaba lleno de polvo de roca, y desde muy lejos les llegó el repiquetear de herramientas contra la piedra, trabajando con la velocidad de una máquina.

—No nos dijeron ninguna mentira sobre su afinidad para cavar —dijo Nistur, emitiendo un apagado silbido—. Atraviesan la piedra como un topo la tierra blanda. —Mientras lo decía se vio obligado a apartarse para dejar paso a otra carretilla cargada que salía, y luego para otras tres que regresaban vacías.

—¿Cómo conociste a esta gente? —preguntó Quiebrahacha a Aro de Carey.

—He pasado la mayor parte de mi vida en los sótanos de la Ciudad Vieja. Cuando era una niña exploraba todos los túneles que podía encontrar. Algunas veces me tropezaba con un enano. No son muy amistosos con la gente que vive en la superficie, pero se dieron cuenta de que yo no representaba ninguna amenaza. Cuando Aturdemarjal vino a vivir al puerto, les hablé de él.

—¿No tienes familia? —inquirió Nistur, mientras regresaban a la mesa.

—Si la tuve, no la recuerdo. Me he ganado la vida en las calles y en los sótanos desde que puedo recordar. —Rio pesarosa. Al menos vosotros dos habéis sido algo y habéis viajado. Yo no he estado nunca en otra parte que no sea aquí, y tampoco he sido otra cosa que una ladrona.

—Pero eres una ladrona muy buena —indicó Nistur—. Un auténtico modelo para los ladrones.

—Y has sido una amiga leal —alabó Quiebrahacha.

—Estos últimos días con vosotros dos han sido los más interesantes de mi vida —admitió la joven. Alzó el sello que colgaba de su cuello y lo contempló con afecto—. Y ha sido muy divertido tener esto y poder mandar sobre los ciudadanos gracias a él. —Lo dejó caer y suspiró—. Supongo que todo eso se acabará pronto.

—De todas las posibles afirmaciones —dijo el antiguo asesino—, los pronósticos para el futuro son las menos aconsejables. Enfrentémonos a las horas venideras lo mejor que podamos. Dudo que ninguna experiencia previa nos sirva de gran ayuda, pero eso es lo que hace la vida tan apasionante.

Con los estómagos llenos, descansaron durante un rato, y luego descabezaron un sueñecito en la mesa con las cabezas acomodadas sobre los brazos, sin hacer caso del lejano tintineo de las herramientas y del retumbo de las carretillas. Despertaron cuando unas manos enanas sacudieron sus hombros.

—Estamos debajo de la celda ahora —anunció Fraguardiente—. ¿Queréis estar ahí cuando los saquemos?

—¡Desde luego! —exclamó Nistur, poniéndose en pie al tiempo que recogía su sombrero—. ¡He participado en evasiones con anterioridad, pero ninguna fue tan original como ésta!

Quiebrahacha bostezó y se desperezó, haciendo crujir su armadura.

—No me lo perdería por nada —asintió.

Aro de Carey estaba ya en pie y corriendo hacia la puerta cuando una sorda vibración retumbó por la gran habitación.

—¿Qué es eso? —inquirió—. ¿Un terremoto? —Levantó la vista presa casi del pánico; el Cataclismo había dejado a los tarsianos con un temor permanente a la caída de pedazos de mampostería.

—Probablemente no sea nada —respondió el enano—. Esperemos que así sea.

Lo siguieron por la penumbra del túnel, donde el polvo de roca empezaba a depositarse sobre el suelo y el ruido de herramientas había cesado. El corredor era suficientemente ancho, pero Quiebrahacha tenía que agacharse para no chocar con el bajo techo, y Nistur tuvo que quitarse el sombrero. Sólo Aro de Carey podía andar erguida con soltura.

Llegaron al final del túnel, que había sido ampliado en forma de habitación circular con un techo mucho más alto. En el centro se habían dejado unos cuantos bloques para que un postrer trabajador pudiera permanecer en pie y trabajar en las últimas piedras de lo alto. Con un cincel, el enano iba desportillando el mortero con golpecitos casi silenciosos de un martillo. A medida que cada bloque se soltaba, él lo recogía y lo entregaba a otro obrero.

Para Nistur, ese lugar no parecía distinto del resto del túnel por el que habían llegado.

—¿Estáis seguros de que éste es el punto correcto? —quiso saber.

—¿Cómo podríamos estar equivocados? —El cabecilla enano lo miró con expresión ofendida.

—¿Sí, cómo? —reflexionó el otro.

Entonces todos interrumpieron su actividad cuando una nueva vibración retumbó por el pasillo. Un polvo fino descendió del nuevo corte de la roca, y los presentes intercambiaron miradas en silencio. Al cabo de unos instantes, uno de los enanos jóvenes lleco corriendo.

—¡Está despertando! —gritó.

—¡Deprisa, ahora! —ordenó Fraguardiente—. ¡Bajad esas últimas piedras! No tenemos tiempo de ser silenciosos ni pulcros. ¡Hemos de marchar de aquí a toda prisa!

El enano situado en lo alto del montón de bloques redobló sus esfuerzos, pero la obligación inconsciente que sentían los enanos por llevar a cabo una obra de albañilería perfecta iba más allá de las exigencias de una emergencia, y el obrero siguió retirando el mortero, trabajando alrededor de los bordes de los bloques.

—¡Apartaos de mi camino! —exclamó Quiebrahacha apoderándose de una almádena.

El mercenario trepó a saltos hasta lo alto del montón de piedras, y apartó a un lado al melindroso enano. Con un violento impulso, lanzó el martillo contra la piedra de lo alto, y una lluvia de pedazos de roca cayó al suelo. Tras sacudirse el polvo de los ojos, volvió a golpear, esta vez cerrando los párpados en el último momento. Ahora fueron fragmentos de mayor tamaño los que cayeron al suelo.

—¡Esto es vergonzoso! —gimió el albañil—. ¡Un escándalo!

—En momentos como éstos hay que dejar la tradición de lado —dijo Fraguardiente a modo de consuelo.

Con un tercer ataque, empezaron a caer pedazos mucho mayores, y el mismo Quiebrahacha cayó de espaldas de la plataforma, siendo sujetado por manos enanas. El polvo se disipó, y apareció un gran agujero en el techo.

—¿Qué sucede? —tronó una voz cavernosa desde lo alto.

—¿Aturdemarjal? —chilló Aro de Carey—. ¡Te estamos sacando de la cárcel!

Una cabeza asomó por la nueva abertura. El amplio y atractivo rostro parecía atónito, y las largas trenzas colgaban hacia abajo en dirección al suelo.

—¿Aro de Carey? —llamó Myrsa.

—¡Vamos! —instó la joven, bailando casi de impaciencia—. No tenemos mucho tiempo. ¡Una especie de monstruo viene hacia aquí!

Mientras lo decía se oyó otro retumbo, acompañado por un potente estallido y un prolongado y siseante alarido.

—¡Se está abriendo paso a través de la barrera! —gritó Fraguardiente. Agarró a uno de los enanos jóvenes por la túnica—. Corre y di a todos que salgan y bajen el rastrillo de hierro que cierra la sala de banquetes. —Se volvió hacia los otros trabajadores—. ¡Fuera! Hemos hecho lo que hemos podido aquí. Si la criatura atraviesa el rastrillo, seguid retrocediendo y bajando las barreras. Intentad atraerla hacia una de las trampas. ¡Marchad! —Los obreros salieron corriendo.

—¿Y tú? —preguntó Nistur.

Quiebrahacha volvía estar en lo alto de la plataforma de bloques, golpeando frenéticamente la piedra del techo para ampliar el agujero.

—Yo me quedaré —afirmó el enano—. Soy viejo y no importa si muero. Si no matamos a esa cosa, nos comerá a todos. Entonces es posible que se eche a dormir, y los nuestros que sobrevivan quizá puedan matarla.

—No temas —le aseguró Nistur—, mi compañero matadragones se ocupará de ella.

—Puede que sea un matadragones —tronó el enano—, pero es un pésimo cantero. —Echó una mirada al desigual agujero del techo con profundo disgusto.

—¡Están bajando ahora! —anunció el mercenario, saltando fuera de los bloques.

Myrsa fue la primera en dejarse caer, aterrizando sobre los bloques con el mismo pie firme que una cabra montesa. Quiebrahacha la sostuvo mientras alargaba los brazos y cogía a Aturdemarjal, al que ayudó a descender Badar. Luego ambos dejaron libre la plataforma cuando el joven bárbaro salió por la abertura.

—Siento mucha curiosidad por saber cómo lo habéis conseguido —dijo el sanador, sacudiéndose el polvo de roca de las ropas.

—No hay tiempo para eso —dijo Nistur, liberando su espada de la vaina—. Hay algo llamado un behir que viene hacia nosotros. Se rumorea que es una criatura formidable.

—¿Qué ser este lugar? —preguntó Badar parpadeando, al tiempo que su rostro mostraba una extraña mezcla de júbilo y pánico.

—Estamos en una caverna enana —explicó Aro de Carey, corriendo a su lado—. No te preocupes; hay una salida. Pero tenemos una preocupación mayor en estos momentos.

—¿Crees que tengo miedo? —dijo él—. ¡No temo a ninguna bestia! Sólo necesito un arma.

—He aquí la voz llena de confianza de la juventud —repuso Nistur, con una sonrisa cariñosa.

—¡Vamos! —gritó Quiebrahacha, y su espada estaba ya desenvainada—. ¡Salgamos de aquí!

Fraguardiente iba ya en cabeza, y lo siguieron por el mal iluminado túnel en dirección a la sala de banquetes. Los prisioneros recién liberados no tuvieron problemas para adaptarse a la luz de los hongos, ya que su celda era aún más oscura. A la entrada del túnel, el enano se detuvo y atisbó el interior de la gran sala.

—Todavía no hay señal de él —murmuró—. Es una larga carrera hasta la puerta, pero si lo conseguimos y ellos levantaran el rastrillo y pudiéramos cruzar antes de que…

De improviso, algo surgió por una puerta lateral, fluyendo de forma líquida por la estancia, al tiempo que arrancaba trozos de piedra de los costados y el dintel de la puerta al entrar. Con gran parte de su longitud fuera de la puerta, pudieron ver que si bien el ser era un reptil, no era una autentica serpiente. Se movía sobre múltiples pares de cortas patas, y éstas impulsaban sus doce metros de longitud con sorprendente rapidez. Su largo cuello se balanceó de un lado a otro, con los ojos de saltonas pupilas rasgadas de su cabeza de saurio escudriñando la gran sala en busca de una presa. Largas y finas púas surgían de la cabeza y recorrían su cuello, alzándose y cayendo al compás de su respiración.

El amenazado grupo retrocedió hacia el interior del pasillo. En aquellos momentos todos, excepto Aturdemarjal, iban equipados con alguna clase de arma. Badar y Fraguardiente sujetaban sendas almádenas; Aro de Carey y Myrsa sostenían barras para hacer palanca que tenían aproximadamente un metro ochenta de largo, con un extremo aplanado y ligeramente curvo, mientras que el otro era puntiagudo.

—¿Puede oírnos la bestia? —susurró Nistur.

—No, si hablamos bajo —respondió Fraguardiente.

—En ese caso si alguien tiene alguna idea —dijo Nistur—, ahora es el momento de compartirla. Confieso que yo no tengo ninguna.

—¡Dijiste que éste… —Fraguardiente agitó un pulgar gordezuelo en dirección a Quiebrahacha—… es un gran matadragones!

—Eso fue hace mucho tiempo —respondió el mercenario—, y fue un dragón pequeño.

—Siempre podemos regresar a la celda —propuso Nistur—. Acabaríamos por salir con el tiempo.

—¡No abandonaré a mi gente en su lucha contra el behir! —exclamó el enano—. ¡No pienso esconderme en una mazmorra tarsiana!

—Tranquilidad, amigos míos —aconsejó Aturdemarjal—. Dejadme evaluar nuestra situación. Luego tal vez podamos elaborar un plan.

Se agazaparon unos pocos pasos en el interior del túnel mientras el sanador se acercaba de puntillas a la entrada. Por lo visto, el behir no había descubierto aún el corredor, pues en su lugar se dirigió hacia la mucho mayor puerta principal y contempló el rastrillo de hierro. Empujó la reja de metal, que crujió pero no se movió. Contrariada, la criatura golpeó la cabeza contra ella, pero la reja no cedió.

Mientras el ser se dedicaba a tal ocupación, Aturdemarjal estudió la sala y a la criatura. Además de sus dimensiones, tomó nota de las abrazaderas de hierro para las antorchas que sobresalían de las paredes y de los candelabros de bronce en forma de rueda que colgaban del techo de piedra. Las largas mesas y sus bancos estaban fijos, al parecer tallados en el macizo lecho rocoso y formando una misma pieza con el suelo. Cuando el behir empezó a girar, el sanador retrocedió al interior del túnel. Hizo una seña a los otros, y todos retrocedieron.

—¿Averiguaste algo que resulte útil? —preguntó Quiebrahacha.

—Lo que tenemos aquí —anunció él—, es realmente un auténtico behir. No se trata de un dragón, pero será igualmente difícil matarlo.

—Esperaba algo más alentador —interpuso Nistur.

—Dejad que termine. El behir posee algunas cualidades mágicas, pero básicamente no es más que un reptil muy grande: feroz, activo cuando tiene hambre, perezoso cuando está saciado y casi irracional. En estos momentos, muestra todas las señales de estar hambriento.

—¡Escupe rayos! —exclamó Fraguardiente.

—Cierto —concedió Aturdemarjal—, pero una vez que haya utilizado esta formidable arma, necesitará cierto tiempo para generar otro rayo.

—Estupendo —intervino Quiebrahacha en tono agrio—. Dejamos que fría a uno de nosotros, y el resto intenta matarlo a golpes y a cuchilladas.

—Permitid que me ponga pedante por un momento —repuso el sanador—. Existen dos clases de rayos, los naturales y los mágicos. Los rayos naturales son la clase corriente que vemos surgir de las nubes en una tormenta. Son terribles y peligrosos, pero no están dirigidos de modo inteligente a menos que los use un dios. Los dioses no se han manifestado desde hace mucho tiempo. Los rayos mágicos los convocan hechiceros muy competentes o los emplea una criatura con cualidades mágicas, como la que nos aguarda hambrienta ahí fuera. Ambas clases de rayos poseen una fuerte afinidad por la tierra, y se sabe que pueden ser atraídos hacia la tierra por el metal, y que su poder se agota de este modo.

—¿Crees que podemos neutralizar sus rayos? —inquirió Nistur.

—Si usamos los medios de que disponemos —el sanador los miró de uno en uno— y actuamos muy deprisa y con mucha valentía, creo que podemos.

—Y después de eso, ¿cómo lo matamos? —quiso saber Fraguardiente.

—En cuanto a eso —respondió él—, debo delegarlo a nuestro matadragones.

Todos miraron a Quiebrahacha, por un momento, su expresión reflejó desaliento, pero entonces sus facciones se endurecieron.

—Bien —dijo—, pongámonos manos a la obra, entonces. Tenemos poco tiempo.

Durante un rato permanecieron agazapados bien juntos, con las cabezas pegadas, mientras Aturdemarjal y Quiebrahacha realizaban dibujos sobre el polvo del suelo del túnel con los dedos. Cuando hubieron terminado, Aro de Carey y Badar retrocedieron por el túnel y regresaron con más palancas largas. Luego ya no tuvieron nada más que hacer a modo de preparativos.

—¡Vamos! —gritó Quiebrahacha, quien, una vez tomada la decisión, no mostró la menor vacilación.

Encabezó la marcha, sujetando una de las barras de acero con ambas manos, en tanto que Aro de Carey sostenía su espada, lista para entregársela o utilizarla ella misma en caso de extrema necesidad. Ninguno de ellos tenía demasiada fe en la eficacia de las espadas contra la piel acorazada de la bestia.

En cuanto se encontraron fuera del túnel, el behir, al percibir el movimiento, giró con sorprendente velocidad sobre sus numerosas patas. La cola serpentina chasqueó de un lado a otro, golpeando las paredes mientras la cabeza se alzaba sobre el largo cuello para obtener una mejor visión. Desde la altura del candelabro colgante, miró el suelo, mientras giraba la cabeza a derecha e izquierda, aplastando las púas contra el cuello, a medida que posaba la mirada de uno de sus ojos de rasgadas pupilas primero, luego la otra, sobre cada uno de sus adversarios. Todos se encontraban a la misma distancia e igual de activos, y la aterradora criatura parecía padecer el conocido problema de los reptiles de cerebro primitivo de efectuar una elección.

Quiebrahacha, Myrsa, Badar y Nistur, cada uno sosteniendo una palanca, corrieron hasta cuatro de los soportes de las antorchas. Aro de Carey brincaba de un lado a otro agitando la espada curva para distraer al animal, y Fraguardiente blandió su martillo y aulló instrucciones a los jóvenes enanos situados al otro lado de la reja. Éstos empezaron de inmediato a dar saltos y a abuchear a la bestia. Aturdemarjal había hecho hincapié en que la verja de hierro absorbería rápidamente y sin problemas el rayo.

Pero el behir estaba interesado únicamente en las exasperantes y tentadoras criaturas que ocupaban la habitación con él. Y estaba hambriento. Despojado de cualquier otro criterio para juzgar, su atención se centró en lo que parecía la comida más satisfactoria. Sin hacer caso de los otros, su cabeza se balanceaba de un lado a otro entre Quiebrahacha y Myrsa. Los dos la maldijeron internamente, sujetando con fuerza sus barras contra los soportes de antorcha que tenían a su espalda, al tiempo que apretaban los dientes en preparación al terror que iba a desencadenarse.

Myrsa calló y palideció cuando la enorme cabeza, tres veces la longitud de un caballo, se detuvo. Los enormes ojos amarillos, a pesar de estar dispuestos lateralmente, giraron y se clavaron en ella con una fijeza aterradora. La mujer sujetó la barra con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, incrustando la punta en una abertura de las tiras de hierro del candelabro situado detrás de ella; sabía que cuando soltara la barra, ésta permanecería encajada sólo una fracción de segundo antes de caer al suelo, y que su vida dependía de ese instante.

La larga mandíbula inferior del behir se abrió, mostrando unos dientes apiñados y parecidos a los de un tiburón y una temblorosa lengua dividida en tres partes. Las delgadas púas se irguieron veloces para formar un abanico semicircular alrededor de la cabeza de cocodrilo.

—¡Ahora! —gritó Aturdemarjal.

La palabra, la embestida desesperada de Myrsa, el fogonazo y la atronadora explosión parecieron ocurrir todos al mismo tiempo. Fraguardiente y los enanos situados detrás del rastrillo chillaron todos al unísono cuando el deslumbrador rayo agredió sus sensibles ojos. Los demás quedaron aturdidos unos instantes; cuando su visión se adaptó vieron que la barra y el candelabro de pared refulgían con un rojo apagado y se encontraban ahora firmemente soldados entre sí. Myrsa yacía tres metros más allá; tenía los ojos abiertos, pero era imposible saber si estaba muerta, sin sentido o simplemente desorientada.

Durante un rato el behir permaneció inmóvil, al parecer paralizado por este acontecimiento inesperado. Luego, con un grito, Badar corrió hacia su hermana, y el animal se enroscó sobre sí mismo para atacar.

—Bien, amigo mío —dijo Quiebrahacha, volviéndose hacía Nistur con una amplia sonrisa—, aquí es donde un héroe se gana su paga. —Con un rugido, el mercenario sujetó la barra con ambas manos y embistió.

Distraída su atención un instante, la terrible cabeza se volvió veloz hacia él. Nistur aulló y atacó, pero con menos entusiasmo. Aro de Carey giró y chilló como una posesa, e incluso Aturdemarjal saltó, agitando los brazos, la túnica arremolinada alrededor, olvidada toda dignidad. Su mejor oportunidad radicaba en mantener el diminuto cerebro de la criatura sobrecargado de estímulos.

Pero ahora que su atención estaba firmemente fijada, el ser se olvidó de todo lo demás. Quería a Quiebrahacha. Las mandíbulas del behir volvieron a abrirse, y la cabeza se abalanzó hacia adelante desde el extremo de su largo y robusto cuello. Con una precisa arremetida, el mercenario introdujo la punta de la barra en su lengua, ensartándola a la mandíbula inferior. Con un berreante siseo, la cabeza del behir se agitó de un lado a otro, en un intento de deshacerse del arma y del hombre, pero su adversario mantuvo la barra bien sujeta contra su costado y se aferró a ella como una lapa.

Nistur atacó con su barra el costado del monstruo, arrojando todo su peso tras el arma, pero la punta rebotó en las placas de la coraza. Entonces la enfurecida cola le hizo perder el equilibrio y fue a caer de espaldas, sin respiración, mientras su palanca salía volando por la estancia y se estrellaba con estrépito metálico contra una pared.

Con una última sacudida de la cabeza, el behir se deshizo de la barra clavada en su boca e, impelido ahora por la furia y el odio tanto como por el hambre, volvió a embestir en dirección a Quiebrahacha. Éste había conseguido mantenerse en pie, pero en esta ocasión no pudo mantener el equilibrio, y la punta del arma se deslizó a un lado de la mandíbula en lugar de hundirse en la lengua como antes. Con desesperación, empujó la barra de hierro lateralmente hacia el interior de la boca y la sujetó con ambas manos. Con los brazos extendidos al máximo a cada lado de las terribles fauces, su cabeza se encontraba a cinco centímetros de ellas cuando el animal las cerró. Enfurecido con esta inusitadamente obstinada cena, el behir alzó la cabeza hasta golpearla violentamente contra el techo. Quiebrahacha permaneció colgado de la palanca como un acróbata en un trapecio mientras la cabeza del reptil se balaceaba a un lado y a otro y la barra se doblaba adoptando el aspecto de una «U» invertida. En ese instante algo sucedió en el diminuto cerebro del monstruo, y su cabeza descendió al tiempo que el cuerpo se arqueaba ligeramente desde el suelo y el par de patas situadas más al frente fueron en busca de su atormentador.

Badar ayudó a Myrsa a incorporarse, y la mujer sacudió la cabeza, escuchando sus balbuceos mientras las lucecitas desaparecían de su visión. Vio cómo las patas delanteras se cerraban sobre el mercenario y las zarpas arañaban la dura armadura, pero al mismo tiempo dejando el vientre de la bestia al descubierto. Apartando a su hermano de un empujón, corrió a agarrar la palanca que había volado de las manos de Nistur. Profiriendo un grito de guerra bárbaro, se abalanzó sobre la bestia y lanzó el arma como si fuera una lanza desde una distancia de tres metros. El metálico proyectil se hundió hasta la mitad en las escamas más pequeñas y blandas del vientre del behir.

Siguiendo el ejemplo de su hermana, Badar entró en acción y arrojó su propia barra desde una distancia corta, y ésta se clavó a un palmo de la de Myrsa. El monstruo chilló, y Quiebrahacha cayó al suelo; aunque los dientes del animal habían partido toscamente su barra en dos pedazos, consiguió mantener agarrado el extremo puntiagudo, que ahora medía menos de un metro de longitud.

Nistur, en pie de nuevo con la espada desenvainada, corrió hacia el costado de la criatura y atacó con su espada. Al ver que el golpe no producía ningún efecto, intentó una arremetida con la punta, golpeando entre las escamas grandes. Con todo el impulso de su cuerpo volcado en la embestida, la magnífica hoja forjada por enanos se dobló en un arco perfecto, pero no penetró. Mientras daba un salto atrás para esquivar un coletazo, el antiguo asesino profirió un juramento.

—¡Es como si asaltáramos un castillo con un palillo de dientes! —exclamó, volviendo a envainar la espada sin bajar la mirada hacia la vaina. Miró alrededor en busca de un arma.

A pesar de los denodados esfuerzos de todos, el behir había elegido a Quiebrahacha con obsesión de reptil. El mercenario volvía a estar de pie, sujetando la corta barra puntiaguda con ambas manos, y con una furia comparable a la de su enemigo. Los dos estaban frenéticamente decididos a matarse entre sí.

La cabeza del behir se alzó y, con un bramido ronco, cayó sobre Quiebrahacha, con las mandíbulas abiertas hasta extremos imposibles, envolviendo la mitad superior del cuerpo del mercenario. Mientras los otros permanecían paralizados presa de estupefacta incredulidad, su compañero dio un salto desde el suelo como si estuviera ansioso por ser engullido. Las terribles mandíbulas se cerraron y los dientes mordieron la acorazada cintura, levantando al hombre del suelo mientras las fauces se movían de costado, triturando, intentando conseguir que esa antipática cena se deslizara por su gaznate.

—¡No! —chilló Nistur, agarrando una almádena y corriendo a situarse junto a la bestia.

Descargó la cabeza de acero de nueve kilos contra el cuello del ser, aparentemente sin resultado. Fraguardiente, que había recuperado parcialmente la visión, hizo uso de su marrillo del mismo modo desde el otro lado, y Myrsa y Badar liberaron de un tirón sus palancas, para a continuación volver a lanzarlas. Entretanto, Aro de Carey sujetaba la espada de Quiebrahacha con ambas manos y acuchillaba con energía pero inútilmente el cuello cubierto de escamas.

El behir, decidido a tragarse a su presa, no les prestó la menor atención; efectuó una última contorsión con sus mandíbulas, y los pies cubiertos con la armadura desaparecieron en su interior. La cabeza se balanceó adelante y atrás sobre el largo cuello con el inconfundible aspecto de un ave o reptil que se acaba de tragar algo demasiado grande.

Los otros redoblaron sus esfuerzos, pero todos salieron despedidos por los aires cuando la cola empezó a asestar latigazos a diestro y siniestro y las doce patas salieron disparadas lateralmente. El cuello se transformó en una inmensa «S» y se quedó rígido. Los ojos miraron al vacío, y todo movimiento cesó durante varios interminables segundos. Entonces, despacio y con elegancia, el behir se desplomó. El cuello rodó por el suelo y la cabeza descendió, estrellándose la larga mandíbula inferior sobre el pavimento. Los ojos sin párpados fueron quedándose en blanco hasta que las rasgadas pupilas resultaron invisibles; entonces las amarillas órbitas se apagaron.

Lentamente, incapaces de creerlo y sospechando alguna especie de truco por parte del reptil, los supervivientes se aproximaron a él.

—¡Mirad eso! —jadeó Aro de Carey, señalando a un punto en lo alto de la cabeza del behir, unos quince centímetros detrás de los ojos, del que sobresalían unos treinta centímetros de estaca de acero ensangrentada.

—Sencillamente, no merece la pena tragarse a un héroe —manifestó Nistur, sacudiendo la cabeza admirado.

—¡Todavía vive! —exclamó la muchacha cuando una convulsión muscular recorrió el cuello.

—Sus músculos conservarán una apariencia de vida durante horas, pero está muerto.

—Sigue intentando tragar —comentó Nistur.

Un gran bulto descendía por el cuello en dirección al cuerpo. Se detuvo, y un bulto más pequeño se formó sobre el de mayor tamaño, mientras ellos contemplaban asombrados este prodigio; entonces apareció un desgarrón en la blanda zona inferior del cuello y emergió un brazo cubierto por una armadura de escamas, cuya mano empuñaba una daga curva.

—¡Aún está vivo! —chilló Aro de Carey, y empezó a asestar cuchilladas al duro cuello hasta que Myrsa cogió con suavidad la espada de las manos.

—Déjame eso.

La mujer bárbara agarró la espada con ambas manos y la alzó; luego apuntaló un pie sobre el cuello del monstruo e hizo bajar la afilada hoja con enorme fuerza y, si cabe, mayor precisión, hasta alcanzar el borde del corte que había hecho Quiebrahacha, pero sin tocar el brazo del mercenario, abriendo una herida de casi un metro.

—¡Sacadlo de ahí! —gritó Nistur.

Él y Badar asieron el brazo que sobresalía y tiraron con fuera. Quiebrahacha surgió por la abertura, cubierto de sangre y de una baba maloliente. Mientras lo observaban, asombrados, su armadura de escamas de dragón empezó a cambiar de aspecto. Las escamas negras se tornaron de color azul oscuro, luego de un azul más claro, y el color se fue desvaneciendo hasta que las escamas se volvieron transparentes. Las puntas empezaron a curvarse hacia arriba; a continuación cayeron como hojas de invierno arrastradas por el viento, para mostrar la moteada piel gris que había debajo, aunque también esta piel empezó a caer a jirones.

—¡Se ha librado de esa maldita armadura! —exclamó Aturdemarjal. El sanador se agachó para arrancar la destrozada piel a puñados—. ¡Los ácidos digestivos del behir deben de ser lo bastante potentes como para disolver las escamas de dragón! Lo han protegido el tiempo suficiente para preservar su vida. —Aturdemarjal rio entre dientes jubiloso—. Puede que hayamos añadido algo nuevo al saber popular sobre esta curiosa criatura.

—Interprétalo así si lo deseas —murmuró Nistur, ayudando al sanador a retirar los restos de la que había sido una armadura magnifica—. Yo más bien lo llamaría la recompensa al heroísmo. Pero, claro está, yo soy un poeta.

El mercenario aspiraba largas y estremecidas bocanadas de aire.

—¿Estoy vivo? —jadeó cuando tuvo aliento suficiente.

Aturdemarjal se agachó a su lado y realizó un rápido examen.

—No sólo vivo, sino que ni siquiera estás malherido.

Nistur sonrió y posó una mano sobre un sucio hombro de Quiebrahacha.

—Y ahora, amigo mío —dijo, sonriente—, ¿dudas realmente de que fuiste tú quien mató a aquel Dragón Negro?