10

—Esto plantea un problema —dijo el Señor de Tarsis—. Resulta muy conveniente que hayáis descubierto al asesino, dentro del plazo límite fijado por Kyaga Arco Vigoroso, pero es inquietante que se trate del consejero Melkar. Es el único soldado capaz de mi Consejo de Estado. Cualquiera de los otros habría sido más aceptable. —Miró con expresión airada a Quiebrahacha y a Nistur como si le hubieran fallado personalmente.

—Seguramente —dijo Nistur—, no creéis que Melkar en persona matara a Guklak.

—El cuerpo fue hallado colgado de la entrada de su mansión —repuso el Señor.

—En ese caso también podríais sospechar que Abushmulum IX mató a Yalmuk —interpuso Quiebrahacha—. Al fin y al cabo, el cuerpo fue descubierto sobre la base de la estatua.

—El consejero Melkar se encontraba en su puesto de guardia hasta el tercer gong de la noche —indicó Nistur—. Encontramos el cadáver pocos minutos después de la hora en que cedió el puesto a un subordinado. Apenas si tuvo tiempo de llevar a cabo el crimen, incluso aunque tuviera ganas de colgar al tipo de su propia verja.

—Debo señalar —repuso el Señor—, que un gran noble de Tarsis no carece de criados. En el caso de Melkar, éstos incluyen un gran número de los soldados que están bajo su mando y su guardia personal. Todos ellos estarían más que dispuestos a exterminar a alguien como Guklak y, al mismo tiempo, facilitar a su Señor una coartada inquebrantable.

—Pero ¿por qué Guklak? —quiso saber Quiebrahacha—. ¿Y cómo entró él en la ciudad?

—Las murallas de Tarsis son demasiado permeables —respondió el noble—. Además de las tareas de reparación que en estos momentos se llevan a cabo, he decidido tomar medidas extraordinarias para mejorar nuestra seguridad. Cuando recibí la noticia de este último asesinato, promulgué la orden de reunir a todos los descontentos, elementos subversivos y extranjeros sospechosos. En estos momentos están siendo arrestados y encarcelados.

—Dudo mucho que tales medidas aumenten la seguridad de un modo sustancial —dijo Nistur—, ni tampoco es probable que calme la inevitable cólera de Kyaga Arco Vigoroso.

—De todos modos, el Señor de Tarsis debe dar la impresión de estar tomando medidas firmes. Ello convencerá a la ciudadanía de la gravedad de la situación. En el arte de gobernar, la percepción es tan importante como la realidad.

—Comprendo —respondió el antiguo asesino, dubitativo.

—¿Se ha informado ya a Kyaga sobre lo sucedido a Guklak Amansacaballos? —preguntó Quiebrahacha.

—Espero averiguarlo de un momento a otro —respondió el Señor con una mueca—. En esta ocasión no había una multitud de holgazanes para irle con el cuento, pero ese hombre parece disponer de abundantes fuentes de información dentro de las murallas. Dudo que mi redada las haya pescado a todas.

—Vuestros propios mercenarios son la fuente más probable —indicó Nistur—. Debo disculparme ante mi amigo aquí presente, pero no todos sus hermanos de profesión comparten sus elevados principios e inquebrantable sentido del honor.

—No discutiremos por eso —admitió Quiebrahacha—. Algunos de los soldados que contratasteis son una completa escoria. Si es posible conseguir una vieja pieza de cobre a cambio de transmitir información vital al campamento exterior, no tengáis duda que lo harán sin la menor vacilación.

—Estoy rodeado de traidores a todos los niveles —suspiró el noble—. Pero ésa es la triste suerte del gobernante.

—¿Cuál es vuestra decisión, Señor? —inquirió Nistur, jugueteando con las plumas de su ancho sombrero—. Nos hacen falta vuestras órdenes.

—Muy bien. Podéis proseguir con vuestra investigación. Tengo al consejero Melkar bajo arresto domiciliario en su mansión. Si no podéis encontrar un mejor sospechoso cuando se cumpla el plazo dado por Kyaga, se lo entregaré al bárbaro. Podéis marcharos.

Abandonaron los aposentos del aristócrata con una reverencia y se dirigieron al exterior.

—¿Qué clase de soberano entrega a uno de sus vasallos más competentes a su enemigo, no importa a cuántos bárbaros haya asesinado? —preguntó Quiebrahacha.

—Uno que es a la vez astuto e inseguro —respondió su compañero, volviendo a colocarse el sombrero pata proteger su calva de la nieve que caía—. Un gobernante siempre sospecha de sus subordinados más poderosos e ingeniosos. En el Consejo de Estado, ésos son los Señores Rukh y Melkar. El Señor de Tarsis habría preferido a Rukh, pero éste podría muy bien ser un modo conveniente de deshacerse de un rival en potencia.

—¿Aunque el hombre no le haya hecho jamás el menor daño? —dijo el mercenario, escandalizado.

—Eso me temo. Si Melkar es honesto a la vez que valiente, es posible que disponga de seguidores leales entre los miembros del Gran Consejo, y esos seguidores podrían querer ver a su héroe entronizado como Señor de Tarsis. Más de un buen general ha pagado su popularidad y aclamación con la cabeza.

—¡Estoy harto de este maldito lugar! —exclamó el mercenario—. Quiero marchar de aquí. ¡Hay traiciones en cada esquina y, si la gente no sonríe, es porque no quiere revelar que tiene colmillos en lugar de dientes!

—Vaya, ésa es una excelente metáfora poética —dijo Nistur, sorprendido—. No creía que poseyeras ese don. Deberías… —Se interrumpió al ver que alguien se abalanzaba sobre ellos por entre la nieve que caía—. ¿Ésa no es Aro de Carey? Y no parece que traiga buenas noticias.

—¡Nistur! ¡Quiebrahacha! —jadeó la muchacha patinando sobre el suelo hasta detenerse frente a ellos—. ¡Se han llevado a Aturdemarjal a la prisión! ¡Y también se llevaron a Myrsa y a su hermano! ¡Vamos, hemos de sacarlos! —Empezó a tirar de los dos en dirección a la Sala de Justicia, y tan apremiante era su desesperación que incluso consiguió arrastrarlos varios pasos.

—¡Un momento! —exclamó Nistur, soltándose—. Antes de hacer nada, debemos saber qué ha sucedido.

—Sí —dijo Quiebrahacha—. No hay prisa. Sabemos por experiencia que una cosa de la que disponen en abundancia los que están en la cárcel es tiempo. Cuéntanos la historia.

—Acababa de salir el sol. Aturdemarjal seguía todavía con aquel libro, Myrsa y su hermano continuaban hablando, y yo me acababa de dormir, cuando se oyeron unos golpes en la puerta de abajo. Myrsa fue a abrir la puerta como lo hace siempre, y entonces oímos gran cantidad de gritos. Badar bajó la escalera con la espada en la mano, y en un instante el lugar se llenó de guardias y mercenarios, con el alguacil Weite dándose aires y ordenando que nos pusieran grilletes a todos. Me habría arrestado, pero este sello todavía sirve para algo, al menos. —Empezó a jadear, ya que había relatado todo esto sin tomar aliento.

—¡Es la redada del Señor de Tarsis! —Quiebrahacha reprimió un juramento—. ¡Debiera haberlo esperado!

—¿Cuál fue la acusación? —quiso saber Nistur.

—Negociar con el enemigo, dijo Weite, porque Aturdemarjal es un extranjero y Myrsa una bárbara y estaban reunidos con un hombre del ejército de Kyaga. ¡Intenté explicarlo, pero no quisieron escuchar!

—Eso era previsible —suspiró el antiguo asesino—. Oh, muy bien, vayamos a ver si podemos arreglar las cosas.

Una caminata de unos pocos minutos los llevó a la pequeña plaza situada ante la Sala de Justicia, donde se hallaba reunida gran cantidad de vigilantes y se había instalado un cercado temporal para contener a la multitud de desgraciados recogidos en la red del Señor de la ciudad. La mayoría de ellos eran extranjeros desconcertados, algunos eran ciudadanos de aspecto infame, y otros tenían aspecto de locos pero inofensivos. Quedaba claro que los oficiales que habían llevado a cabo los arrestos no discriminaban en demasía. Dirigiendo sus sellos en todas direcciones, los tres se abrieron paso en dirección a la entrada.

—¡No, no puedo dejaros entrar! —exclamó el guardián a cargo de la puerta—. Las órdenes del Señor de Tarsis son muy estrictas. Mientras procesamos a los prisioneros no debe haber intrusiones ni visitas.

—¡Aquí está el sello del Señor, que nos permite la entrada en todas partes! —Quiebrahacha sostuvo el sello ante los ojos del hombre.

El funcionario sacudió la cabeza, esparciendo nieve desde su sombrero.

—¡No en esta ocasión! Para esta operación, todos los poderes judiciales menores quedan suspendidos por orden del Señor de Tarsis y con el respaldo del consejero Rukh, que se encuentra a cargo de la Sala de Justicia durante este tiempo.

—No existe nada tan magnífico como el poder de un oficialillo insignificante —masculló Nistur mientras se alejaban.

—Y no nos servirá de nada apelar al consejero Rukh —añadió Quiebrahacha—. Le molesta nuestra autoridad. Seguro que le encantaría ponernos él mismo los grilletes.

—He estado escudriñando esta multitud —indicó Aro de Carey—, y nuestros amigos no están aquí. Sin duda se encuentran ya en las celdas.

—Bueno, pues no podemos hacer nada por ahora —dijo Nistur—. Dentro de unos días estaremos en posición de sacarlos.

—O bien Kyaga habrá destruido la ciudad —interpuso Quiebrahacha—. En cuyo caso, no importará.

—Vosotros dos os dais por vencidos con mucha facilidad —replicó la muchacha, disgustada—. Vamos, dadme un poco de dinero.

Perplejo, Nistur le entregó unas monedas. Aro de Carey se dirigió a uno de los vigilantes que supervisaban a la muchedumbre de arrestados y le musitó al oído al tiempo que deslizaba parte del dinero en la bolsa que el hombre llevaba al cinto. Al cabo de unos momentos, el guardián abandonó su puesto en el cordón y penetró en el recinto. Tras una breve espera, volvió a salir del edificio y dijo algo a la joven, cuya expresión se tornó insólitamente seria.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó el antiguo asesino.

—Se encuentran en el nivel más bajo, pero eso es sólo porque estuvieron entre los primeros que trajeron. La redada se inició en el viejo puerto. Las celdas de ahí abajo son pequeñas y están construidas como una colmena: redondas, con techos que se inclinan como un cono y una puerta circular en lo alto. A los prisioneros los bajan con una escala de mano, y luego suben la escala. De ese modo no hace falta ni puerta ni cerradura.

—Suena siniestro —dijo Nistur, meneando la cabeza.

—Lo es, desde luego —afirmó ella—. Es un lugar frío, estrecho y oscuro. Pero creo que nos brinda una oportunidad de sacarlos.

—A mí me parece todo lo contrario —replicó él.

—Sí —convino Quiebrahacha—. Si están tan abajo, nada que no sea el perdón del Señor o que Kyaga se apodere de la ciudad conseguirá sacarlos.

—Jamás habría pensado que abandonaríais tan fácilmente —protestó la muchacha.

—Tal vez es que carecemos de tus recursos —dijo Nistur—. ¿Cuál es tu plan?

—¿Podéis vosotros dos seguirme a mí por una vez?

—Me gustaría ver al anciano fuera de aquí —manifestó Quiebrahacha—, pero tenemos muy poco tiempo para encontrar a nuestro asesino.

—¿Y estabais cerca? —inquirió ella, sarcástica.

—He de admitir que no —respondió Nistur.

—Bueno, pues cuando arrastraban a Aturdemarjal fuera, éste me dijo que os buscara y os dijera que ya había averiguado qué era ese sigilo.

—Hagamos lo que ella dice —aconsejó el mercenario—. No estamos logrando nada nosotros solos.

—Muy bien —asintió su compañero, quitándose el sombrero y sacudiendo la nieve de su ala—. ¿Adónde vamos?

—Voy a mostraros una parte de mi zona de la ciudad —explicó ella, aspirando con fuerza—, los lugares que ni siquiera el Señor de Tarsis y todos sus espías conocen.

El Señor de Tarsis estaba demasiado preocupado por los acontecimientos como para pensar en lo que estarían haciendo sus investigadores. El capitán de la puerta este había hecho llegar la noticia al palacio: Kyaga Arco Vigoroso se hallaba ante la puerta, exigiendo ver al Señor de la ciudad de inmediato.

Maldiciendo y propinando patadas y bofetones como incentivo a sus criados, el noble fue equipado con su armadura ceremonial más elegante, un traje de metal de ingenioso ensamblaje lujosamente revestido de oro y plata, con piedras preciosas engastadas en los bordes de las láminas y raras plumas adornando el yelmo. Tras sujetar a las placas de los hombros una capa inmensa de seda ribeteada de armiño, subieron al aristócrata a la silla de su mejor caballo de revista.

Una vez montado, el Señor fue acompañado por corredores que lo precedían y corrían junto a él, manteniendo a la chusma bien alejada de su persona, al tiempo que sostenían la larga capa para que no rozara la sucia calle. Ya en la puerta, el aristócrata desmontó y subió a pie los peldaños. A pesar de los metales preciosos, su armadura de desfile era mucho más ligera que su armadura de combate, pero subir la escalera siguió siendo tarea ardua. A su espalda los mozos de cuadra se encargaban de su capa, que él empezaba a lamentar haberse puesto, ya que, aunque añadía majestuosidad, en aquellas circunstancias, resultaba bastante ridícula.

Cuando por fin se encontró sobre la puerta y vio a Kyaga abajo, pensó que debería haber adoptado una apariencia más guerrera. El jefe de los nómadas iba vestido todo de negro, hasta la punta misma de sus enguantados dedos. Sobre la túnica llevaba una cota de mallas negra, y su caballo lucía un sencillo arnés de cuero negro que sujetaba las armas de su dueño. Kyaga tenía todo el aspecto de un caudillo dispuesto a llevar a su ejército a la guerra.

—He acudido por solicitud tuya, no obstante lo grosera que ésta fue —empezó el noble—. ¿Qué deseas de mí?

—¡Tengo todos los motivos para exigir tu cabeza, Señor de Tarsis! —Kyaga lo señaló con un dedo acusador.

—Pero tendrás que tomar mi ciudad para conseguirla —replicó él.

—Y lo haré, si no me respondes satisfactoriamente de inmediato. ¡Otro de mis jefes ha sido asesinado en Tarsis! ¡Quiero que me entregues a su asesino!

El noble suspiró en silencio. En realidad, no había esperado que se pudiera ocultar a Kyaga la noticia de la muerte de Guklak.

—¿Y cómo es que tu caudillo se encontraba dentro de las murallas de Tarsis, Kyaga Arco Vigoroso? ¿Fui yo a tu campamento, pasando por entre tus centinelas, y lo secuestré? ¿O acaso entró él en la ciudad a hurtadillas para tratar con alguien de aquí, tal vez alguien que no tiene tus intereses, ni los míos, en su corazón?

—¡Eso es lo único que me impide ordenar un ataque inmediato a tu ciudad! Pero te diré esto: mi paciencia se agota. ¡Entrégame a los asesinos de Yalmuk y Guklak mañana al amanecer! ¡Tú, Señor de Tarsis, debes traerlos personalmente a mi tienda y entregármelos, ya que no pienso aceptar a ningún lacayo tuyo!

—Sin duda me tomas por un imbécil, Kyaga Arco Vigoroso —respondió él—. Tu propuesta es a todas luces una estratagema para atraerme a tu campamento, donde podrías matarme o retenerme para pedir un rescate. Más de un general ha sido engañado de este modo, y yo no pienso seguir su ejemplo.

—¡Yo vengo ante ti en persona para efectuar esta petición, cabalgando hasta estar a tiro de cualquiera situado en tus murallas, porque así es como actúan los nómadas! Juro por los espíritus de mis antepasados que no sufrirás ningún daño ni se te retendrá si vienes ante mí para entregar a los asesinos. Ningún guerrero de esta horda volverá a seguirme jamás si rompo esta promesa.

El Señor de Tarsis hizo una pausa, sospechando una trampa más sutil.

—Es cierto, Señor —intervino el capitán Karst, que permanecía a cierta distancia—. Ningún nómada toleraría que se rompiera un juramento así. Si lo hace un caudillo, deshonraría a toda la tribu.

—Muy bien —replicó el noble—. Mañana, cuando el sol se levante, tendrás a los asesinos.

—Ocúpate de que así sea —instó Kyaga—. ¡Tendré a los asesinos o habrá guerra! —Hizo girar en redondo su montura y galopó de regreso a su tienda, mientras su ejército elevaba un feroz vocerío a su paso.

—Espero que podáis satisfacerlo, Señor —dijo el capitán Karst—. Los preparativos no están ni mucho menos finalizados. Necesitamos otros diez días al menos para tener las murallas en condiciones. Un mes sería mucho mejor. Vuestros defensores aficionados necesitan con urgencia un poco de adiestramiento.

—Oh, creo que podré satisfacerlo al amanecer —repuso el Señor—. Después habrá que regresar a las negociaciones. Puedo conseguir fácilmente un mes de tiempo de ese modo. Y a lo mejor ni siquiera habrá guerra.

—Como el Señor diga —repuso otro con una inclinación.

El capitán contempló con el entrecejo fruncido cómo la espalda cubierta de seda y armiño de su amo se alejaba en dirección a la escalera. Karst sabía muy bien qué había querido decir el aristócrata: excepto que apareciera un sospechoso mejor, a la mañana siguiente entregaría al consejero Melkar a los tiernos cuidados de Kyaga. Y Melkar era el único miembro del Consejo de Estado que poseía la autoridad y la experiencia necesarias para coordinar la defensa de la ciudad.

Karst advirtió que tenía mucho que meditar. Siempre había servido a su Señor con lealtad, pero existía un límite a la estupidez que un soldado sensato debiera soportar. Decidió consultar con sus camaradas oficiales. Podría ser una buena idea considerar la posibilidad de una retirada de esta desdichada ciudad.

—Confío en que no nos lleves al encuentro de otro miembro de la familia de Abuela Florsapo —masculló Nistur.

Los tres se hallaban nuevamente en la Ciudad Vieja, en una zona de edificios ruinosos que se inclinaban de modo alarmante unos sobre otros a través de las estrechas callejas.

—No exactamente —respondió ella. Se detuvo al llegar a un cruce, en cuyo centro había uno de los desagües de agua de lluvia con la acostumbrada tapa en forma de reja. La muchacha se arrodilló junto a ella y examinó la reja. Luego introdujo una mano de delicados huesos por uno de los agujeros cuadrados y palpó alrededor. Tiró de algo que produjo un ruido metálico, luego retiró la mano—. Sujetadla por este lado.

Desconcertados, los otros dos se agacharon y apoyaron las manos sobre el frío metal. Con un tirón que puso en tensión todos sus músculos, alzaron la reja sobre un par de bisagras internas hasta dejarla en posición vertical.

—¡Qué fascinante! —exclamó Nistur, pensativo, atisbando la oscuridad del fondo—. Otra parte de esta ciudad que aún no hemos explorado, una zona tal vez más repelente que la que ya conocemos.

—No tiene que ser bonita —replicó Quiebrahacha—, mientras nos conduzca a alguna parte. Aro de Carey, supongo que tienes alguna especie de plan.

—Lo tengo. Vosotros seguidme. —Se introdujo ágilmente en el agujero, y ellos la siguieron—. Hay una escala aquí —les informó mientras desaparecía—. El último en bajar que cierre la reja. Dale un tirón y déjala caer, se cerrará despacio.

Quiebrahacha fue el siguiente en descender, seguido de cerca por Nistur. Como la joven le había ordenado, tiró de la reja y luego agachó la cabeza, temiendo que el pesado objeto descendiera precipitadamente; pero, como ella había indicado, la reja descendió despacio y se situó en su lugar sin hacer apenas ruido. El antiguo asesino continuó bajando por la escalera que parecía ser desmesuradamente larga. La oscuridad era impenetrable.

—Deberías habernos dicho que nos harían falta antorchas o faroles —reprendió; su voz resonó como si estuviera en un largo túnel.

—No los necesitaremos —respondió ella; su voz sonaba como si surgiera del fondo de un pozo.

El descenso prosiguió hasta que a Nistur le dolieron los brazos y las piernas; de improviso se encontró colgando del último peldaño.

—Salta —aconsejó Aro de Carey.

—Eso requiere un acto de fe —repuso él. Alguien asestó un tirón a su cinto, y el antiguo asesino lanzó un gritito al caer; pero la caída apenas fue de quince centímetros.

—Si fueras un poco más alto no habrías sufrido tal susto —indicó Quiebrahacha.

—No estaba asustado —contestó él con ofendida dignidad—. Es sólo que la altura no es algo que acepte como acto de fe en condiciones de total oscuridad.

—No está tan oscuro —manifestó su compañero.

Nistur miró alrededor y advirtió que distinguía las figuras de sus amigos, si bien por el momento no podía ver en detalle.

—Tus ojos se acostumbrarán enseguida. Y hay más luz en el lugar al que vamos —aseguró Aro de Carey.

—¿Cuál es el origen de la luz? —inquirió él.

—No estoy segura. Una parte proviene de champiñones que brillan en la oscuridad. Me parece que hay también rocas incandescentes.

Con sumo cuidado, Nistur se aproximó a una pared cercana y la escudriñó desde unos pocos centímetros de distancia. Incrustadas en ella había unas motas que relucían con un mortecino azul verdoso. Las arañó, pero sus uñas encontraron sólo una superficie dura.

—Sí, esto es un mineral luminoso. ¡Qué fascinante!

—Marchemos —instó Aro de Carey—. Ahora veis lo suficiente como para no tropezar.

Los condujo por un túnel bajo y circular que se inclinaba ligeramente hacia abajo. El aire era húmedo pero no viciado, y percibían un leve pero constante movimiento en él, como si circulara por algún medio desconocido. Aunque fresco, el aire era bastante más cálido que en la calle.

Llegaron a una gran estancia donde la luz era más fuerte, pues del techo brotaban profusamente los champiñones que brillaban en varios tonos de azul y verde. La luz seguía siendo débil, pero parecía más brillante después del lugar por el que habían pasado. Varios túneles laterales desembocaban en esta sala, y en la boca de cada túnel había una hornacina que contenía una estatua. La luz no era suficiente para mostrar el aspecto de las figuras, excepto que eran achaparradas y de aspecto primitivo.

—Veamos —dijo la muchacha—, ¿cuál era?

—¡No nos habrás traído hasta aquí abajo sin una clara idea de a dónde vamos! —espetó Nistur, un tanto acobardado por el fantasmal entorno en el que se hallaban.

—Ha transcurrido un tiempo desde la última vez —repuso ella—. Tened paciencia. Creo que es ése. —Señaló un túnel de paredes cuadradas y penetró en él. A falta de otra alternativa, los otros dos la siguieron.

El pasadizo se bifurcó en más de una ocasión, pero Aro de Carey parecía ahora segura en su sentido de la dirección. Tras anclar durante unos cuantos minutos, se detuvo en un punto que parecía ser como cualquier otro lugar del túnel.

—Esto es —anunció.

—Esto es ¿qué? —preguntó Quiebrahacha, mirando en derredor.

No había nada que llamara la atención en el tenue y difuso resplandor, excepto un trozo de papel del que no surgía ningún fulgor. La joven alargó la mano hacia allí, y se oyó el inconfundible sonido de unos nudillos golpeando madera.

—¿Una puerta? —inquirió Nistur.

Obtuvo la respuesta al cabo de unos instantes al oír unos pies que se arrastraban anunciando la llegada de alguien al otro lado. Con un crujido, una mancha redonda de luz reemplazó el punto en blanco de la pared del túnel. Desde el otro lado surgió una luz que no era más potente que la proyectada por dos o tres velas, pero, tras la penumbra que habían atravesado, parecía brillante. Bajo la luz apareció un enano con los cabellos y la barba de un blanco deslumbrante.

—¿Quién es? —inquirió el enano—. Oh, Aro de Carey. Pero ¿quiénes son esos dos?

—Creo que nos conocimos brevemente hará unas cuantas tardes en el barco de Aturdemarjal —dijo Nistur, quitándose el sombrero—. Me llamo Nistur, y éste es mi compañero, Quiebrahacha, que se encontraba indispuesto esa noche.

—Zapador, Aturdemarjal tiene problemas —explicó Aro de Carey—. Creo que tú y tu gente podéis ayudarlo.

El enano los contempló con ojos entornados, no tanto por desconfianza como por perplejidad, como si no estuviera acostumbrado a intrusiones en su plácida vida.

—Bien, entrad, pues. Si Aturdemarjal necesita ayuda, queremos hacer lo que podamos por él. La mitad de los niños habrían muerto en estos dos últimos años, de no haber sido por él.

Quiebrahacha y Nistur tuvieron que agacharse ligeramente para entrar, y se vieron obligados a mantenerse muy juntos, ya que la habitación estaba construida a escala enana.

Aro de Carey relató con rapidez una versión abreviada de los últimos acontecimientos, que habían culminado con el arresto y la encarcelación de Aturdemarjal, Myrsa y Badar. El enano escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando.

—Hemos oído algo de eso —dijo—. Deambulamos por ahí, ya sabes, pero intentamos mantenernos apartados de las actividades del exterior. Se puede decir que se han olvidado de nosotros allí arriba, y así es como nos gusta que sea. Pero para ayudar a Aturdemarjal, creo que podemos hacer algo.

—¡Maravilloso! —exclamó Aro de Carey—. ¿Cómo lo hacemos?

—Bueno, para empezar, no será fácil ni sencillo.

—Oh —repuso ella, alicaída—, pensaba que podíamos sencillamente subir allí arriba y sacarlos.

—No, no en esa parte de la ciudad. Algunos de los viejos túneles están obstruidos. Hará falta cavar un poco. Y hay… Bueno, vayamos a consultar con la asamblea, y averiguaremos cuál es la situación. Existe un peligro, sabes, que podría hacer que las cosas resultaran difíciles, incluso imposibles.

—¿Un peligro? —inquirió Nistur—. ¿Cuál?

—El behir —respondió Zapador—. Pero no sirve de nada preocuparse antes de tiempo. Hay quienes conocen cuál es la situación en esa zona de la ciudad mejor que yo. Vamos.

El enano atravesó la pequeña estancia para penetrar en otra, y ellos lo siguieron. Parte de su vivienda parecía ser un taller de cantero, con herramientas pulcramente dispuestas en estanterías y un número de aparentes trabajos en curso colocados sobre pedestales.

Desde la vivienda pasaron a un pasillo mucho más largo que los que habían atravesado antes. Éste poseía un techo abovedado del que colgaban cestos de hierro llenos de hongos luminosos, que proyectaban una luz al menos igual a la que había dentro de la casa. Llegados a cierto punto Zapador se detuvo y abrió una puertecilla. Ésta conducía a un armario que era del tamaño justo para que el enano pudiera introducirse en él solo. De su techo colgaba un trozo de cadena que terminaba en un tirador. Zapador agarró el asa y tiró de ella hacia abajo tres veces. Mientras abandonaba el armario y cerraba la puerta, un potente y resonante gong se dejó oír por el pasillo; a éste siguió un segundo retumbo, luego un tercero. Las reverberaciones continuaron durante un buen rato después de apagarse el sonido.

—Es la llamada para que se reúna la asamblea —explicó el enano—. Se puede oír en toda la zona subterránea. Venid.

Se pusieron en marcha tras él y llegaron a una estancia inmensa. La luz era demasiado tenue para iluminar sus extremos, pero el suelo estaba cubierto de piedras que habían caído del techo. Desde esta habitación pasaron a una amplia escalera que descendía; luego llegaron a otro pasillo y más salas.

A Nistur la cabeza le daba vueltas al pensar en la ingente cantidad de trabajo que había requerido tallar esos pasillos y salas en la roca maciza, y luego decorarlos y adornarlos. Por fin llegaron a una estancia no tan amplia como las otras, donde encontraron a unos cuarenta o cincuenta enanos reunidos en hileras de bancos de piedra que habían sido diseñados para acomodar a un número mucho mayor de ocupantes.

—¿Qué sucede, Zapador? —inquirió un enano anciano cuyas cejas descendían por los costados de su rostro como un largo bigote—. Esa señal vino de tu zona de los subterráneos.

—Y ¿quiénes son estos extranjeros? —exigió una mujer casi igual de vieja.

—Son amigos de Aturdemarjal, que han venido aquí con noticias que nos atañen a todos nosotros —respondió Zapador—. Hay problemas arriba.

—¿Qué nos importa eso a nosotros? —bufó el enano anciano—. Los nómadas pueden saquear e incendiar la ciudad si lo desean. Eso jamás nos afectará. No se atreverán a bajar aquí.

—No se trata de los nómadas, Fraguardiente —dijo Zapador—. Escuchad a Aro de Carey.

La ladrona se adelantó y contó su historia una vez más. Los reunidos la escucharon con expresiones sombrías.

—No podemos dejar que Aturdemarjal se pudra en las mazmorras —manifestó una mujer que parecía joven, según los patrones enanos—. Salvó a mi hija, cuando yo ya la había dado por muerta.

—Sí, le debemos demasiado —asintió el llamado Fraguardiente.

—Sólo queremos que los liberéis a él y a los otros dos —dijo Aro de Carey—. No os causaremos ningún problema. Seguiremos nuestro camino en cuanto ellos estén fuera.

—¿Estamos de acuerdo? —preguntó el enano anciano, volviéndose para mirar a los presentes. Todo el mundo asintió, gruñó o indicó de algún modo su asentimiento—. Muy bien, pues. ¿Quién conoce mejor esa zona? —Un enano calvo de mediana edad alzó una mano—. Magnífico, háblanos de ella, Rompepicos.

—Cuando se excavaron los cimientos de la Sala de Justicia —empezó el enano calvo, alzándose en todo su metro veinte de estatura—, nuestros antepasados dejaron allí muchos de los túneles de acceso, como era su costumbre cuando se trataba de los edificios más importantes de la ciudad. El Cataclismo debilitó seriamente estos túneles, y se tuvieron que rellenar para evitar que el edificio se hundiera.

—¿Cuánto se tardaría en excavar el relleno hasta la celda donde tienen a Aturdemarjal? —preguntó Zapador.

—Tendré que ir al archivo y coger los planos, pero estoy seguro de que se necesitarán varias horas como mínimo y luego está el behir.

—Aunque estoy seguro de que no me gustará la respuesta —intervino Nistur—, debo preguntar. Exactamente ¿qué es el behir?

—¿No sabes lo que es un behir? —inquirió Zapador, perplejo.

—Deben de ser raros en otras partes —respondió él.

—Es un gusano enorme —respondió Fraguardiente—. Un reptil maligno con una longitud de veinte pasos, que come todo lo que atrapa.

—¿Un dragón? —preguntó Quiebrahacha.

—No. —Fraguardiente sacudió la cabeza—, el behir no tiene alas, no habla, ni posee un aliento abrasador o venenoso.

—Es un alivio —observó Aro de Carey, con voz temblorosa.

—En su lugar, arroja rayos por la boca —dijo Fraguardiente.

—Ah, ¿es eso todo? —replicó Nistur—. Bien, no temas. Mi compañero, Quiebrahacha… —dio una palmada en el hombro acorazado del mercenario— es un célebre matadragones. ¿Veis? Lleva la piel de un Dragón Negro que mató hace unos años. Un campeón así no tendrá problemas para eliminar a un simple behir. —Alzó los ojos y quedó atónito al ver que el rostro de su compañero había adquirido una palidez cadavérica, una visión realmente espectral bajo la luz de los hongos.

—Pongámonos a trabajar, entonces —instó Fraguardiente—. Rompepicos, ve en busca de esos planos. Los demás, traed herramientas y reuníos en el antiguo salón de banquetes bajo el edificio en cuestión.

La asamblea se dispersó y la pequeña multitud abandonó la estancia por diferentes salidas. Se respiraba una atmósfera de alegre excitación, como si estas gentes no tuvieran gran cosa con la que romper la deprimente monotonía de su existencia y los entusiasmara la idea de esta tarea insólita.

—Esto será divertido —dijo Zapador, doblando los largos dedos de sus manos nudosas—. No he cavado en serio desde hace muchos años.

—¿Hasta dónde llegan vuestras excavaciones? —preguntó Nistur mientras lo seguían al interior de otro de los interminables túneles.

—Allí donde veas ciudad en la superficie, hay zonas subterráneas debajo. Mis antepasados cavaron los cimientos de Tarsis, y cuando el trabajo finalizó extendieron las excavaciones para su propio uso. Hay túneles que pasan bajo las murallas. En el pasado, existieron pequeños poblados enanos y ciudades fuera, y la gente que cultivaba la tierra en la superficie jamás supo que estaban allí. —El enano suspiró—. Eso fue hace mucho tiempo. Ahora somos un pueblo moribundo. Todos los poblados están abandonados, y también lo está gran parte de nuestra ciudad subterránea. Sólo quedan unas pocas docenas de los muchos miles que había en los viejos tiempos.

—Eso es triste —se compadeció Nistur. Se rezagó un poco y dijo a Quiebrahacha en voz baja—. ¿Qué te aflige? ¿Es tu enfermedad que regresa tan pronto?

—No, es sólo que… —Vaciló—. Bueno, la noticia de esta criatura reptiliana me cogió por sorpresa.

—Pero no es un auténtico dragón, según dicen, sólo una especie de dragón.

—¡No tiene por qué parecerse mucho! ¿A quién le importa si no tiene alas? Tampoco le servirían de gran cosa aquí abajo. Y ¿por qué pusieron los tarsianos esas pesadas rejas sobre los desagües de la calle?

—Bueno, los enanos se las han apañado con la criatura durante siglos, de modo que no nos dejemos desalentar. ¡He proclamado tu fama como matadragones, de modo que actúa como tal!

—Tampoco tengo mucha elección —se quejó Quiebrahacha.

Minutos más tarde estaban todos reunidos en la sala de banquetes, una habitación larga y estrecha con mesas de piedra en el centro y chimeneas abiertas en cada extremo. En una punta de una mesa, el enano llamado Rompepicos había extendido un pergamino y sujetado sus esquinas con trozos de roca.

—Éstos son los planos originales hechos por el maestro cavador cuando se planificó la ciudad. Se han ido rectificando a través de los siglos a medida que se añadían nuevas excavaciones y las viejas se cerraban. Las últimas adiciones se hicieron justo después del Cataclismo. Fue entonces cuando éstos… —señaló con un dedo gordezuelo unas líneas y garabatos incomprensibles— se cerraron.

—¿A qué tarea nos enfrentamos? —preguntó Fraguardiente.

—Hay un tapón de unos casi cuarenta y cinco metros de mampostería compacta entre el túnel de acceso más próximo y la mazmorra más baja, donde tienen a Aturdemarjal.

—¿Cuarenta y cinco metros? —exclamó Nistur, espantado—. ¡Seguramente harán falta muchos días para cavar a través de tanta piedra!

—Si hubieran utilizado granito se necesitarían días, incluso para nosotros —asintió Rompepicos—. Incluso si hubieran usado piedra de coral procedente del puerto, resultaría toda una tarea. Por suerte, no obstante, usaron toba blanda de las colinas cercanas. Resultaría un trabajo arduo para vosotros, pero nosotros somos enanos. Cavamos con la misma naturalidad con que respiramos.

—Haced el túnel bastante grande —aconsejó Aro de Carey—. Aturdemarjal no es un peso ligero, y Myrsa es tan fornida como nuestro amigo Quiebrahacha. —Dio un suave puñetazo al mercenario en el estómago, luego realizó una mueca de dolor y agitó la dolorida mano. Mientras lo hacía un par de enanos jóvenes penetraron a toda velocidad en la estancia.

—El behir está en una madriguera a dos niveles por debajo de la mazmorra —indicó uno de ellos—. Pero está dormido.

—Espero que duerma profundamente —observó Nistur.

—Un behir puede dormir durante años —repuso Fraguardiente—, pero éste se muestra inquieto últimamente. Lo hemos oído moverse. Sin duda empieza a tener hambre.

—¿Por qué no lo habéis matado? —inquirió Quiebrahacha en tono irritado—. Si la criatura duerme así, no debe de ser difícil.

—¿Has matado alguna vez algo que escupe rayos? —inquirió Zapador.

—Se ha eliminado a muchos de ellos a través de los siglos —explicó Fraguardiente—. Pero cada vez que creemos que se ha matado al último, aparece otro. Incuban los huevos en los túneles naturales situados debajo de nuestras propias excavaciones. Cuando una cría crece demasiado para los conductos de ventilación del viejo volcán, se traslada aquí arriba donde tiene más espacio.

—Muy desafortunado —repuso Nistur—. ¿Lo despertaran vuestras excavaciones?

—Eso es lo que vamos a averiguar —respondió Zapador, y se volvió hacia los demás enanos—: Trabajaremos en dos equipos. Mientras uno excava el tapón, el otro trasladará los escombros para obstruir el acceso del behir hasta nosotros. Tal vez, de esa forma irá más despacio cuando venga por nosotros.

—Una idea excelente —alabó el antiguo asesino.

—Nos interesa tanto mantenernos con vida como a vosotros —comentó Fraguardiente.

—¿A qué distancia se encuentra este túnel obstruido? —preguntó Quiebrahacha.

—Venid. Os lo mostraré.

Siguieron al caudillo enano desde la sala de banquetes a una ancha puerta cuadrada de unos dos metros y medio de altura. No estaba cerrada, pero sí esculpida de arriba abajo con escritura enana. Los enanos de aspecto más sano se encontraban ya reunidos allí con picos, almádenas, barras de acero y cuñas. Un equipo de enanos de más edad se mantenía a poca distancia con carretillas para trasladar los escombros.

—Nos encontramos —anunció el anciano enano—, justo debajo de la parte central de la plaza situada ante la Sala de Justicia. Al otro lado de esta puerta se hallaba el antiguo túnel de acceso, uno de los muchos que se utilizaron para realizar los cimientos de esta parte de la ciudad.

—Esos túneles debieron de resultar muy prácticos —comentó Nistur—. Os darían cierta ventaja en el caso de que las gentes de la Ciudad Superior se tornaran hostiles hacia tu gente.

—Abridla —ordenó Fraguardiente.

Con un considerable crujir de bisagras oxidadas, la puerta giró hacia atrás para dejar al descubierto un sólido muro de roca grisácea. La piedra estaba tallada con meticulosidad, y tan compulsivo era el sentido de la pulcritud en los enanos que los bloques de revestimiento se habían pulido hasta darles un brillo apagado. El bloque central lucía unas cuantas líneas de escritura y debajo de ellas un sigilo. El dedo de Fraguardiente recorrió las líneas de la inscripción.

—Esto indica qué túnel se cerró y por qué, junto con la fecha en que se realizó la obra. El sigilo situado debajo de la marca del maestro albañil. —Se volvió hacia uno de los trabajadores situados a poca distancia—. Retirad este bloque con cuidado; ocupaos de que no sufra daños. Volveremos a colocarlo cuando rehagamos el muro. Bien, empecemos.

Los enanos se pusieron manos a la obra de inmediato con la intensidad de termitas perforando madera. En cuanto el bloque con la inscripción quedó libre, Fraguardiente en persona extrajo el sillar situado justo debajo y trasladó el terrón de toba a una de las mesas de banquete.

—Grabaré en éste la historia de nuestra misión y la fecha y colocaré mi marca en él.

—Os tomáis vuestro trabajo de cantería muy en serio —comentó Nistur.

—¿Qué podría ser más importante? —Las largas cejas del anciano enano se alzaron sorprendidas.

—Sí, ¿qué?, desde luego —repuso el antiguo asesino.

—Claro está —siguió el otro en tono entristecido—, que tal vez no quede nadie para leerlo dentro de poco. Pero de todos modos, eso es algo que quiero discutir con Aturdemarjal.

—¿Crees que os puede ayudar? —preguntó Aro de Carey.

—Saquémoslo primero —repuso el enano—. Podemos hablar de ello luego.

Sin nada importante que hacer por el momento, los tres amigos se sentaron en el extremo de una mesa, y unas enanas ancianas les sirvieron comida y cerveza, de la que ellos dieron cuenta con buen apetito.

—Odio tener que esperar así —se quejó Quiebrahacha.

—Eso se debe a que eres un hombre de acción. A mí me gusta utilizar mi tiempo libre para la adquisición de conocimientos. Tal vez podremos usar este tiempo en nuestra mutua satisfacción.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el mercenario.

—Amigo mío. —Nistur se inclinó sobre la mesa—, creo que es hora de que averigüemos cosas sobre ti. Para bien o para mal, nuestras vidas se han unido. Quizás en otra ocasión yo hablaré de mí mismo, pero por el momento al parecer estamos sumamente involucrados con tu persona: tu pasado, tu extraordinaria dolencia, la curiosa hostilidad que ciertos grupos te guardan. Estas cosas nos afectan y ponen en peligro. —Se reclinó en su asiento y sonrió, alzando una copa de alabastro bellamente tallado—. Además, puede que te haga olvidar a ese monstruo que duerme debajo de nosotros.

Durante un buen rato Quiebrahacha lo miró fijamente con una expresión casi de hostilidad. Aro de Carey paseó la mirada de uno a otro indecisa. Luego el mercenario empezó a hablar.