Un delgado manto de nieve cubría la ciudad, reflejando los destellos de la luna llena, que plateaban sus torres, mansiones y magníficos edificios públicos. Algunas ventanas brillaban con la suave y tamizada luz amarilla de las lámparas; otras relucían con los alfilerazos más brillantes de las velas, y unas cuantas parpadeaban en tonos naranja por el resplandor de las lumbres de los hogares. Por encima de muchos tejados, los cañones de las chimeneas dejaban escapar finas columnas de humo plateado, que se desvanecían en el quieto aire nocturno.
El hombre que contemplaba esta tranquila escena la encontraba encantadora, aunque cargada con un ineludible aire de melancolía, ya que grandes segmentos de la ciudad se hallaban oscuros y en ruinas. De aquellas zonas no surgían ni fulgores halagüeños ni humos aromáticos; pero esta tristeza no le resultaba en absoluto desagradable, ya que se consideraba a sí mismo un poeta, y los poetas se sienten eternamente atraídos por la melancolía.
Estaba de pie junto a una ventana bajo el alero de la posada El Feliz Regreso, bautizada así en la época en que la ciudad era un gran puerto y los regresos felices no eran algo extraordinario, cuando sus carracas navegaban por los grandes mares del mundo. A decir verdad, cualquier clase de regreso era feliz, si se tenía en cuenta la alternativa. La posada se erguía en una elevación del terreno en el rincón sudoeste de la ciudad, cerca del fuerte rectangular que en el pasado había defendido su puerto. Desde este lugar, el tercer piso de la hostería, podía contemplar toda la ciudad, pues se encontraba por encima del nivel de todos los edificios, con excepción de las torres más altas.
En aquellos tiempos se la conocía como Tarsis la Orgullosa, reflexionó, y Tarsis la Bella, incluso Tarsis la de las Diez Mil Naves, aunque sin duda se trataba de una exageración. Y ¿qué era ahora?, se dijo. Tarsis la Moribunda, tal vez. Durante el gran Cataclismo el mar había huido de la ciudad, abandonándola como una novia desdeñada por su amante en la escalinata del templo. El comercio terrestre permitió que siguiera siendo una ciudad viable, pero ya no podía mantener a la población de antaño ni disfrutar de la prosperidad que en una ocasión la había convertido, si no en la ciudad reina del mundo, al menos en la primera entre las princesas.
Se sintió inducido a componer un poema sobre esta famosa tragedia, pero apenas había tenido tiempo de desarrollar el verso inicial para convertirlo en un pareado cuando sonó un golpe en la puerta.
—Adelante —murmuró sin volverse.
Entró un hombre rechoncho que llevaba un delantal y un gorro de tela cuya larga cola de borlas se balanceaba junto al redondo rostro patilludo.
—Tiene una visita —anunció el posadero.
El hombre que hizo su aparición detrás de él era un personaje demasiado altivo para llamar a puertas plebeyas. Iba íntegramente vestido de terciopelo negro bordado en hilo de plata y lucía la media máscara que se había puesto de moda entre los hombres y mujeres elegantes. En la cintura llevaba ceñida una fina espada y una daga a juego.
—Aviva el fuego, posadero —ordenó el aristócrata, sin dignarse siquiera a señalar con la cabeza en dirección al diminuto resplandor de la chimenea de la esquina—, y cierra esos postigos.
—Prefiero respirar el fortalecedor aire de la noche invernal —indicó el poeta con la más dulce de las voces, deteniendo al posadero en mitad de la tarea—. Pero desde luego que puedes reavivar el fuego.
Mientras el hospedero atizaba las llamas y colocaba leña, los dos hombres permanecieron en silencio. Una muchacha con un corpiño ajustado sobre una falda llena de manchas entró en la habitación una bandeja con una jarra, dos copas, un surtido de corras de alcaravea, frutos secos y bizcochos bien horneados; tras llenar las copas, se retiró sin decir una palabra.
Satisfecho del fuego que ahora ardía como era debido, el posadero se irguió.
—¿Alguna cosa más, señores? —Sonrió esperanzado, pero no obtuvo respuesta. Abandonó la habitación entre reverencias, cerrando la puerta a su espalda.
El hombre del traje de terciopelo tomó una copa con una mano enguantada y bebió.
—Tú eres Nistur —dijo, sin que fuera una pregunta.
—Lo soy —respondió el poeta, cogiendo la otra copa.
—Vienes muy bien recomendado.
—Siempre he complacido a mis clientes.
—Mi nombre no es asunto tuyo —indicó el otro con altivez.
—Y por ese motivo no os lo he preguntado.
El aristócrata se quedó algo perplejo, ya que estaba acostumbrado a cierto servilismo por parte de sus inferiores, incluso de aquellos que gozaban de una temible reputación, como era el caso de su interlocutor. A decir verdad, aquel tipo no era en absoluto lo que esperaba; estudió la figura que tenía delante con atención mientras meditaba sus siguientes palabras.
El hombre llamado Nistur era bajo y bastante corpulento. Su jubón de suave cuero marrón tensaba sus cintas sobre la barriga, la lanilla raída y brillante en algunos puntos. Las botas amarillas, en el pasado espléndidas pero ahora muy desgastadas y manchadas, le llegaban hasta la mitad del muslo, con los bordes superiores vueltos. Entre el jubón y las botas vestía unas holgadas calzas cortas, de listas negras y naranjas; la camisa de hilo blanco con sus mangas afolladas estaba deshilachada en el cuello y los puños.
Con todo, un aire de pulcritud y precisión envolvía a aquel hombre. Sus manos de largos y anchos dedos tenían un aspecto inmaculado; los extremos de su bigote estaban rizados con cuidado y la barba recortada hasta terminar en una punta simétrica. La abundante cabellera rizada finalizaba unos dos centímetros por encima de las orejas, dejando una cúpula de desnudo y reluciente cuero cabelludo para que reflejara la luz de las llamas. Bajo las cejas enarcadas en una expresión sarcástica, resaltaban sus ojos negros, agudos y firmes.
—Estaba componiendo un poema sobre la semitrágica caída de vuestra ciudad cuando llegasteis —dijo Nistur.
—Mejores poetas que tú lo han convertido en la tarea de su vida —replicó el otro, mofándose de su presunción—. Y ¿cómo es que consideras este tema simplemente semitrágico? —Mientras lo decía se sintió irritado consigo mismo por admitir un interés en los pensamientos de un hombre como aquél.
—En las grandes tragedias, las ciudades perecen en la cima de su gloria, como sucedió con Istar. Que una ciudad siga adelante tan reducida resulta innoble y no es tema apropiado para una auténtica epopeya.
—No he venido aquí a hablar de poesía —dijo el aristócrata—. Deseo la muerte de un hombre. ¿No es ése tu oficio?
—Lo es, ciertamente —afirmó Nistur—. En realidad soy un poeta, pero estos tiempos son crueles para alguien que desee ejercer el divino don, por lo que debo tener un medio de ganarme el pan. Para ello elegí la antigua y muy honorable vocación de asesino.
—Adorna tu profesión como desees —replicó el hombre del traje de terciopelo, alisándose un largo y canoso bigote con un dedo enguantado en el que relucía un anillo de oro forjado con la forma de un dragón que sujetaba en las zarpas una enorme perla azul—. El hombre que debe morir se llama a sí mismo Quiebrahacha. Es un mercenario que en estos momentos reside en una posada de los antiguos muelles como acostumbran hacer los de su clase. La razón por la que debe morir…
—No es asunto mío —lo interrumpió Nistur—. Sí, lo sé. No os sentís obligado a explicar vuestros motivos para encargar un asesinato, por favor no os sintáis forzado a recordármelo una y otra vez. No sois mi primer cliente.
Herido por su descaro, el otro estaba a punto de colocar al asesino en su sitio cuando fueron sorprendidos por unos ruidos procedentes de la calle. Un intercambio de gritos, que el eco producido por las paredes de los innumerables ángulos que bordeaban la estrecha calle volvía confusos e incoherentes, fue seguido por el sonido del entrechocar del metal. El tintineo del metal producía un ligerísimo y apagado tonillo que los oídos experimentados de los dos hombres del piso superior reconocieron como el sonido producido por armas de temple mediocre.
Ambos se acercaron a la ventana y observaron con interés la escena que se desarrollaba abajo, cada uno por sus propios motivos. El aristócrata alzó su media máscara para ver mejor, pero mantuvo el rostro parcialmente tapado, con su mano enguantada situada entre él y la mirada de Nistur. El asesino ni siquiera intentó mirarlo. Por lo que a él se refería, cuanto menos supiera sobre sus patrones, mejor.
En la calle, una docena de hombres estaban enzarzados en combate, empuñando espadas curvas para dos manos con más entusiasmo que arte. Mientras observaban, un hombre cayó, luego otro, entre maldiciones, gritos y alaridos, y la sangre, que la luz de Solinari convertía en negra, empezó a acumularse sobre la nieve.
La batalla continuó durante tal vez un par de minutos; luego los supervivientes de un bando decidieron que ya era suficiente, se dispersaron y salieron huyendo, perseguidos de cerca por los hombres del otro grupo, que aullaban como perros de presa tras la pista de su presa. Dos hombres yacían inmóviles sobre la calle entre negros charcos que crecían por momentos, y un tercero se alejó cojeando, usando su larga espada como muleta, mientras apretaba la mano sobre un muslo malherido.
El aristócrata y el asesino se apartaron de la ventana.
—Bandas de rufianes pendencieros —dijo el primero—. La ciudad está llena de ellos últimamente. Todos utilizan esas espadas para dos manos. En mis tiempos, los hombres se batían en duelo con el estoque. —Acarició la fina espada que colgaba a su costado.
—La vuestra era una época más elegante —respondió Nistur—. La única ventaja de su arma es que permite causar el mayor daño posible con un mínimo de habilidad, lo que la convierte en ideal para los alborotadores callejeros, como los que acabamos de ver. Mis propias armas son algo anticuadas. —Señaló con la cabeza en dirección a una esquina de la pequeña habitación, donde había una espada envainada apoyada con el cinto enrollado en espiral alrededor.
No se trataba de un estoque como el del aristócrata, ni de una espada curva para dos manos como las de los bravucones callejeros; tampoco era la larga, recta y ancha arma que preferían los soldados ni el machete de los marinos. Era una espada con empuñadura de cazoleta de un tamaño mediano, tal vez de unos sesenta y cinco centímetros; junto a ella descansaba una pequeña rodela claveteada de acero batido, que no superaba los treinta centímetros de diámetro.
—La empuñadura de cazoleta está pasada de moda, desde luego —manifestó el aristócrata—. Pero al menos es el arma de un caballero. ¿Espadón o sable? —inquirió con cierto interés, ya que a los nobles de Tarsis les gustaba considerarse una aristocracia guerrera, aunque en realidad habían cedido ese papel a los profesionales hacía ya muchas generaciones. No obstante, la destreza con las armas se consideraba una habilidad propia de caballeros.
—Sable —respondió Nistur, dando a entender que era un arma de un solo filo, en lugar del espadón de dos filos—. Lo forjaron hace doscientos años enanos del clan Rompeyunques.
—Crearon armas que han hecho historia —reconoció el noble—. Poseo algunos ejemplares en mi propia armería familiar. Bien, pasemos a los negocios. Pareces conocer tu oficio y ahora ya conoces el nombre de tu vic… el sujeto en cuestión. ¿Necesitarás algo más?
—Me da reparo molestar a alguien tan noble como vos con pequeñeces —admiró Nistur—, pero todavía queda la cuestión de la recompensa.
—Oh, sí. —El hombre del traje de terciopelo introdujo la mano en un monedero que llevaba en el cinto y extrajo una bolsita de cuero que arrojó sobre la mesa con una mueca de repugnancia—. Aquí hay la mitad, como está acordado. Una vez completada con éxito tu misión, deja el recado al posadero y tendrás el resto.
No podía haber regateo alguno, ya que el pago para tales servidos estaba fijado por una antigua tradición.
—Hay algo más —continuó el aristócrata—, una nadería pero que desearía que se llevara a cabo.
—Y ¿qué es eso? —preguntó el otro.
—El hombre lleva una armadura bastante insólita. Una vez cumplido tu encargo, sé tan amable de quitársela y entregarla cuando recojas el resto de tu paga.
—Señor, ¡me insultáis! —repuso, lleno de indignación, el hombre de corta estatura—. Soy un asesino de gran reputación. ¡No robo a los muertos! Comprendo que es costumbre de los héroes e incluso de los reyes arrebatar la armadura a un adversario eliminado de gran categoría, pero eso puede llevarse a cabo únicamente en el campo de batalla. ¡Sería una deshonra para un hombre de mi prestigio! Sin duda tendréis lacayos que puedan hacer eso por vos, una vez que yo haya llevado a cabo mi misión.
Su interlocutor pareció estar a punto de dar rienda suelta a un estallido de cólera, pero se contuvo.
—Muy bien, si tienes tan buen concepto de ti mismo. Limítate a eliminarlo y recoge tu pago.
—Tal como está acordado —replicó Nistur, algo más tranquilo—. Sabréis que he cumplido mi misión por aquellos que os informan de todo lo que ocurre en esta ciudad. Cuando así os lo comuniquen, enviadme el resto del dinero aquí.
—Como desees —repuso el aristócrata, al tiempo que se ajustaba la media máscara al rostro—. No espero volver a verte. Será mejor para ti que abandones la ciudad en cuanto hayas recogido tu dinero de sangre, asesino.
—No se me ocurre qué podría retenerme aquí, faltándome el placer de vuestra compañía, señor —contestó el otro.
El hombre vestido de terciopelo giró veloz, abrió la puerta de golpe, y desapareció entre un remolino formado por los faldones de su capa y un centelleo de hilo plateado.
La puerta se cerró y Nistur dejó escapar un suspiro. Ya desde hacía tiempo sabía que, al adoptar su lúgubre profesión, estaría al servicio de hombres como aquél; también sabía que el hombre que lo había contratado intentaría que lo mataran en cuanto terminara el trabajo, probablemente por medio de la persona que enviara a entregar el resto del pago. Los hombres de aquella clase hablaban mucho de su honor, pero se molestaban en comportarse con honorabilidad sólo hacia sus iguales y superiores, y en esos casos únicamente cuando podían obtener algún provecho. Nistur se había visto obligado a castigar a muchos de tales clientes en el pasado.
Volvió a llenar su copa y regresó a la ventana. Mientras tomaba un sorbo intentó recordar el poema que había iniciado antes, pero descubrió que se había esfumado de su mente. Se encogió de hombros. No importaba. La ciudad de Tarsis le parecía ahora indigna de un poema hermoso. Era mejor dejarlo morir y que quedara olvidado.
La guardia nocturna se había llevado ya los cuerpos caídos en la calle, quedando como testimonio del suceso oscuros charcos sobre la nevada calle, largas señales que indicaban por dónde se habían arrastrado los cadáveres, y un arco de sangre sobre una pared encalada del que resbalaban largos y finos hilillos según la curva descrita por el semicírculo. La plateada luna iluminaba la escena con suma claridad, pero le arrebataba todo el color, lo que provocó en Nistur el impulso de crear otro poema, éste en el sucinto y elegante estilo del epigrama poético istariano.
Sangre sobre la nieve.
El bello rostro de la luna plateada brilla
sobre la sangre de los indignos.
¿Será la luna que ilumina la noche o el sol que alumbra el día
quien brille sobre mi sangre?
Profundamente complacido con este ejercicio de su talento, Nistur se preparó para salir y realizar la tarea para la que lo habían contratado.
Como tenía por costumbre, introdujo la mano en el jubón y se aseguró de que la corta daga de doble filo seguía en su lugar de siempre, colgando de una tira de cuero anudada a su cuello. A continuación, hundió su mano en la vuelta de la parte superior de su bota derecha y palpó el mango plano de hueso de su puñal largo. Todo estaba en orden. Se ciñó la espada de empuñadura de cazoleta y colgó el pequeño escudo del gancho de la vaina de la espada. De una percha junto a la puerta recogió el amplio sombrero de copa baja, adornado con largas plumas, y con finas cuchillas cosidas a los bordes del ala. Se echó una capa ribeteada de piel sobre los hombros y, por último, se colocó un par de guantes de excelente cabritilla, bordados con hilos de colores.
Así ataviado, el poeta abandonó la habitación, descendió dos tramos de escalera, cruzó la sala común y salió a la helada noche, con toda la apariencia de un ciudadano corriente provisto sólo de una única arma, y siendo ésta la burda espada de un hombre de ciudad que despreciaban tanto aristócratas como espadachines profesionales.
La taberna se llamaba El Marinero Ahogado. Estaba construida con una mezcla de piedra y madera, esta última recuperada en su mayor parte de viejos barcos. A pesar de la larga ausencia del mar que en el pasado había lamido los muelles a sólo unos pocos pasos de la puerta principal, el lugar conservaba cierto aire náutico, como lo había tenido en los tiempos en que era realmente un establecimiento dedicado a los marineros. En las zonas alejadas de la chimenea, viejos faroles de barco proporcionaban la iluminación; maquetas de antiguos navíos colgaban de las traviesas, y las paredes estaban decoradas con pinturas de batallas navales. La barra consistía en una enorme y plana paletilla de dragón marino. Al menos, eso era lo que afirmaba el propietario y, desde luego, se trataba del hueso de una criatura de un tamaño impresionante.
Pese a la ausencia de marineros en la ciudad, la taberna disfrutaba de una clientela abundante y heterogénea. Carreteros, boyeros y jinetes de muchas caravanas frecuentaban el local, ya que cuatro grandes calzadas y cierto número de otras de menor importancia convergían en Tarsis. También había una buena cantidad de soldados mercenarios, desocupados desde que el agotamiento había puesto fin a varias pequeñas guerras locales.
Sólo algunos de los clientes pertenecían a la clase no humana, pues la ciudad no los acogía de buen grado. En el pasado un puerto cosmopolita, la ciudad se hacía recluido sobre sí misma, aislándose a medida que el mar retrocedía. Incluso a los numerosos viajeros humanos que iban de paso, se les dejaba bien claro que su bienvenida no duraría más allá de su capacidad para gastar dinero.
Cualquiera que fuese la actitud que les demostraran los próceres de la ciudad, los comerciantes u otros residentes del lugar, los parroquianos de la taberna se mostraban festivos mientras se gastaban y se jugaban tranquilamente la paga, descansaban y hallaban diversión tras los rigores y las austeridades del largo viaje, preparándose para la siguiente y larga etapa de sus distintas expediciones, tanto si eran en dirección al mar, a Thorbardin al otro lado de las Praderas de Arena, las tierras legendarias del este, o a otros destinos anónimos, el vino y la cerveza corrían en abundancia, entre canciones en media docena de lenguas que se dejaban oír de vez en cuando y el tintineo incesante de los dados.
En esta sociable compañía, una figura destacaba por su solitaria reserva, sentada como estaba sola en una mesa diminuta en un rincón alejado de la chimenea. Aunque parecía un hombre joven, la expresión de su oscuro rostro curtido era la de una madurez amarga. Una cabellera negra y lacia, algo descuidada, le rozaba los hombros. Contemplaba meditabundo el fondo de una jarra casi vacía. Al alzar el recipiente, su mano empezó a temblar, y el hombre se apresuró a colocarlo sobre la mesa, al tiempo que miraba aquella mano con odio, como si lo hubiera traicionado.
Cuando el solitario hombre intentaba por segunda vez alzar la jarra, la puerta se abrió para dejar paso a un tipo bajo y corpulento con un amplio sombrero con plumas y una capa de invierno, cuyo aspecto, pulcro, casi primoroso, desentonaba en medio del carácter chabacano de los parroquianos de El Marinero Ahogado. Habló unos instantes con el tabernero, y tan digno personaje indicó con la cabeza en dirección al solitario cliente de la mesa del rincón. El hombre del sombrero atravesó la sala y se detuvo ante la pequeña mesa hasta que su ocupante alzó la mirada hacia él.
—Disculpadme, señor —dijo el hombre que estaba de pie—, pero se me ha dado a entender que sois mercenario de profesión.
—Lo soy —asintió el otro.
—Mi nombre es Nistur. ¿Permitís que me una a vos?
—Haz lo que quieras —repuso el hombre solitario en tono desagradable. Volvió a levantar la jarra. Su mano tembló ligeramente, y la sujetó con la otra.
—Si me perdonáis el comentario, señor —dijo Nistur, mientras se sentaba—, vuestra expresión es la de un hombre que contempla el fondo de su última copa.
—Y si es así, ¿qué os importa?
—Sólo que deseo invitaros a otra. —Al tiempo que lo decía, el tabernero apareció con un par de enormes jarras.
—Dos jarras de mi mejor bebida, como se me pidió —anunció con orgullo.
Mientras colocaba los recipientes sobre la mesa, una figura pequeña, cubierta con capa y capucha, pasó por detrás de él; pero, con una rapidez inusitada en un hombre tan corpulento, el tabernero giró en redondo y echó hacia atrás la capucha, dejando al descubierto el rostro de facciones delicadas y algo manchado de una persona joven de sexo indefinido.
—¡Aro de Carey! —le espetó el cantinero—. ¿Cuántas veces te he advertido que no entres aquí? ¡No pienso permitir que molestes a mis clientes!
—Sólo entré para huir del frío durante un rato. —Los enormes ojos grises se abrieron de par en par con ofendida inocencia—. ¿Me echarías en una noche tan horrible? —La voz podría haber sido la de un muchacho o la de una joven a las puertas de la edad adulta. Los cabellos rojizos de Aro de Carey estaban rapados de modo irregular en un erizado rastrojo que no facilitaba precisamente un dictamen sobre su sexo.
—Claro que lo haré. ¡Largo! ¡Corre hacia la puerta o avisaré ahora mismo a la ronda!
Con un siseo, la persona llamada Aro de Carey salió huyendo. El tabernero se volvió hacia los dos clientes a los que acababa de servir.
—Lamento esto, señores. Intento mantener a la chusma fuera de este lugar, pero es como intentar cortarle el paso a una corriente de aire helado. Siempre parecen encontrar un modo de entrar. —Se alejó apresuradamente para ocuparse de sus otros parroquianos, dejando a los dos hombres aislados en medio de la multitud.
—Te doy las gracias —dijo de mala gana el hombre solitario. Alzó la nueva jarra y bebió. Esta vez no le tembló la mano, y depositó el alquitranado recipiente de madera sobre la mesa con un golpe sordo—. Ahora, ¿cuál es tu proposición?
—¿Proposición? —inquirió Nistur, sobresaltado por su brusquedad.
—Claro, propuesta. Me has llamado mercenario, y mercenario soy. Debes de saber que esta palabra significa «motivado por dinero». Sospecho que vas a ofrecer un poco.
—Oh, sí, desde luego —farfulló el otro, examinando a su compañero al tiempo que bebía de su jarra.
Como el tabernero había indicado, la cerveza era de calidad. El hombre que tenía delante parecía tener entre veinte y treinta años, pero había algo en la forma de sus ojos y orejas que sugería sangre elfa, lo cual podría requerir una nueva evaluación de su edad. Las manos que ahora rodeaban suavemente la base de la jarra eran grandes, con palmas gruesas y nudillos prominentes. Un fino aro de oro parpadeaba en un dedo. Eran las manos de un luchador, pero también parecían las manos de un enano. ¿Qué clase de tipo era éste?
No había la menor duda de que se trataba realmente de un mercenario. Iba vestido con una armadura de una clase muy peculiar: un traje ajustado de diminutas escamas relucientes que lo cubría desde el cuello y las muñecas hasta la parte superior de sus botas altas. Nistur no estaba seguro de si las escamas eran de alguna especie de metal o el pellejo de un extraño reptil. Guanteletes del mismo material colgaban del cinturón del hombre, que también sujetaba en un costado una espada curva más bien corta y, en el otro, una larga daga con una hoja excepcionalmente ancha. Sobre la mesa, junto a su jarra, descansaba un casco que no era más que un ligero casquete de acero.
—Desde luego que deseo contrataros. Soy un comerciante y debo realizar una expedición a Zeriak. Es una empresa comercial, para averiguar si existe allí un mercado lucrativo para ciertos tintes y especias. Actúo como agente para estos artículos, en representación de un sindicato de mercaderes.
—¿Zeriak? Existe una gran extensión de terreno casi sin caminos de aquí a Zeriak.
—Motivo por el que necesito un guarda que sea un luchador y un viajero experimentado. Vos parecéis ser tal persona.
—Lo soy. Como también lo es la mitad de los hombres de esta taberna. ¿Por qué no te diriges a ellos?
—Pertenecen a bandas. Si contratas a uno tienes que contratarlos a todos. Sólo necesito un único escolta. El cantinero me aseguró que estáis solo.
—¡Solo! —El hombre profirió una carcajada desprovista de alegría—. Sí que lo estoy. Y por razones más que suficientes.
—Parecéis poco dispuesto, señor —indicó Nistur, con un suspiro—. Por anteriores experiencias, sé que los mercenarios inactivos debido a una paz prolongada están más que ansiosos por encontrar empleo. Si no tenéis tal propensión, preguntaré en otra parte. —Empezó a levantarse.
—¡Quédate! —dijo el mercenario con un gesto imperativo—. Estoy interesado. Pero no soy una persona confiada. Si la paga es conveniente, iré contigo. En estos momentos, cualquier cosa que me aleje de estos deprimentes sonidos urbanos resulta más que tentador.
—Excelente. —Nistur volvió a sentarse—. ¿Cómo puedo llamaros, señor?
—Quiebrahacha.
—Y ¿a qué tierra llamáis vuestro hogar?
—A ninguna. Renuncie a mi pasado cuando adopté la profesión de mercenario. No es sensato investigar demasiado a fondo en el pasado de mis colegas.
—Estoy familiarizado con tal costumbre. Los mercenarios no son las únicas personas que prefieren crear sus propias vidas en lugar de continuar con aquellas con las que nacieron. —Tomó un sorbo con expresión meditabunda—. Bien, pues. Pienso ponerme en marcha a primeras horas de la mañana. ¿Venís conmigo ahora?
—Estoy listo —anunció Quiebrahacha, poniéndose en pie tras vaciar su jarra.
—¿No tenéis pertenencias que recoger?
—Lo que ves es todo lo que poseo. El alojamiento y las provisiones son costosos en Tarsis. He vendido o me he jugado todo lo demás, y me he quedado sólo con los medios para obtener más. —Se encasquetó el gorro de acero en la coronilla—. Pongámonos en marcha.
Abandonaron la posada, y Nistur advirtió que Quiebrahacha carecía incluso de capa. La armadura no podía ofrecer excesiva protección contra el frío, y un viento cortante arremolinaba los cristales de nieve por las callejuelas. Sintió un momentáneo remordimiento, consciente de que no tenía nada en contra de ese hombre al que le había caído en suerte una mala racha. Intentó sacarse de encima aquel estado de ánimo, pues era de mal agüero para alguien de su oficio. La compasión no era cosa suya, sólo debía llevar a cabo una ejecución limpia y elegante para su cliente.
Mientras cruzaban una plazoleta con una fuente en el centro, situada en un punto donde confluían dos calles estrechas, se detuvieron ante un ruido extraño procedente de lo alto. Era como un sordo trueno lejano. Con el entrecejo fruncido, Nistur estudió las plateadas nubes que avanzaban hacia la luna desde el sur.
—Esas nubes son más de nieve que de lluvia —indicó pensativo—. Es extraño oír truenos en esta época del año.
—No son truenos —repuso el mercenario.
Sobresaltado ante lo que parecía temor en la voz del hombre, Nistur lo miró y descubrió que su expresión estaba tan agitada como su voz. Siguió con los ojos la dirección de la mirada del mercenario hacia el banco de nubes y por un instante creyó ver una extraña figura revoloteando de una ondulante torre a otra, que tras de sí sólo dejaba la impresión de una enorme forma alada.
El asesino se estremeció. Ahora, cuando necesitaba todas sus facultades profesionales, no era el momento de verse perturbado por apariciones en los cielos.
—Vamos —dijo, regresando a la calle con pasos cortos y rápidos.
Torcieron por un callejón que la luna, brillando sobre su cabezas, por entre los tejados, convertía en una cinta plateada y, al llegar a un lugar donde el callejón se ensanchaba un poco, Nistur se detuvo.
—Éste parece un buen lugar —anunció.
—¿Eh? —inquirió Quiebrahacha, suspicaz—. Un buen lugar ¿para qué? ¿A dónde vamos, además?
Nistur se dio la vuelta y le dedicó una reverencia con gran cortesía.
—Amigo mío, cierto individuo desea vuestra muerte, y se me ha contratado para satisfacer este deseo. Por favor, no os lo toméis como algo personal; es un asunto profesional. En estos momentos podéis consideraros en peligro mortal. —Tras haber pronunciado esta advertencia, desenvainó la espada de cazoleta.
—Un asesino, ¿eh? —dijo Quiebrahacha con desdén, pero sin sorpresa. Estaba claro que había recibido más malas noticias que buenas durante toda su vida—. ¿Y quieres resolverlo peleando? Los de tu clase suelen preferir la daga en la espalda o el veneno en la copa.
—Únicamente la escoria de la profesión —le aseguró su contrincante—. Nos dan a todos mala reputación. —Dejó caer la capa y se deslizó al frente, con la pequeña rodela extendida ante él.
En un único y veloz gesto, Quiebrahacha introdujo las manos en los guanteletes que llevaba al cinco y sacó su espada corta y la daga de hoja ancha. Nistur advirtió que las armas de su adversario eran tan insólitas como las suyas. Esto daría pie a un enfrentamiento interesante, pero que sólo podía tener un resultado. Se sabía un gran maestro de la espada, y jamás había encontrado a un soldado que fuera más que meramente competente con el arma. Los soldados dependían de la fuerza y el valor y de la armadura protectora, sin poseer casi nunca la total destreza de un hombre que ha dedicado cada día durante muchos años al ejercicio de las armas.
La hoja recta de Nistur centelleó y fue repelida por la amplia daga del mercenario. Quiebrahacha lanzó su espada curva contra la cabeza, la rodilla y el costado de Nistur, y en cada ocasión repicó sobre el repujado del pequeño escudo, que su oponente de menor estatura parecía manejar con una habilidad que resultaba casi milagrosa. No se oía un gran estrépito, ya que se trataba de expertos, no de alborotadores asestando mandobles como locos. Las hojas resonaban con el nítido tintineo del acero perfectamente templado, pero el ruido no se habría oído a más de veinte pasos de distancia.
Nistur estaba sorprendido ante la habilidad del mercenario. En pocas ocasiones se había tropezado con un soldado que poseyera tan exquisito dominio de sus armas. Aun así, los quites de la ancha daga empezaban a flaquear, y en dos ocasiones fallaron por completo, obligando a Quiebrahacha a desviar la espada con el acorazado antebrazo. No le hizo daño, pero reveló que su coordinación flojeaba a medida que avanzaba el combate.
El asesino comprendió que la armadura representaría un problema. Podía romperla a mandobles con el tiempo, pero eso carecería de estilo, e incluso la excelente arma forjada por enanos que empuñaba resultaría dañada por tal maltrato. Hasta el momento, sólo había utilizado el filo, pero su espada tenía una punta y también servía para estocadas. Decidió que, cuando el duelo llegara a la fase adecuada, lanzaría una estocada inesperada justo por encima del cuello de escamas; de esta forma pondría un apropiado remate poético a su poema en acción.
El poeta preparaba la combinación definitiva de golpes y paradas que finalizarían con la estocada final cuando, de improviso, Quiebrahacha se tambaleó hacia un lado. La mano que Nistur había visto temblar sobre la jarra se estremecía con violencia ahora.
El mercenario apretó los dientes y maldijo en una lengua que su oponente no entendió.
—¡Ahora no! —gruñó el hombre, en tanto que su rodilla derecha parecía doblarse bajo su peso.
Nistur se sintió tentado de probar el raro pero efectivo ataque frontal y poner fin al combate al momento, pero la cautela lo instó a contenerse. Existían muchas tretas en la esgrima calculadas para engañar al oponente y provocar un movimiento imprudente: el falso traspié, los efectos exagerados de una herida superficial, la distracción fingida, todas ellas eran formas mediante las cuales se arrastraba a los duelistas imprudentes a llevar a cabo ataques prematuros. Todo ataque realmente peligroso dejaba al atacante momentáneamente a merced de una respuesta letal, y tales acciones debían intentarse sólo cuando era seguro que el contrario seria incapaz de sacar provecho de tal oportunidad.
De modo que en lugar de embestir, Nistur retrocedió, totalmente en guardia. En lugar de atacar al hombre que tenía delante, golpeó con fuerza la curva espada, y la empuñadura salió despedida de una mano que parecía haberse quedado sin fuerzas. El mercenario parecía dedicar todas sus energías a mantenerse en pie. Pero Nistur sabía muy bien que la daga defensiva era también un arma de ataque, de modo que, usando su punta para amenazar el rostro del otro, se adelantó y golpeó la ancha hoja con el borde de la rodela. El arma patinó musicalmente sobre un tramo de adoquines libre de nieve.
Poco a poco, las rodillas de Quiebrahacha se doblaron bajo su cuerpo, y el hombre se desplomó en el callejón con un susurro de escamas. «Después de todo se trataba de piel de reptil», pensó Nistur. No era metal. Dio la vuelta al caído con el pie, y los negros ojos lo miraron furiosos, mientras los brazos se contraían impotentes.
—Me temo que debo acabar esto, mi desdichado amigo —anunció Nistur, envainando la espada—. No os lo toméis mal. No sé qué mal padecéis, pero está claro que no tenéis demasiado futuro como mercenario, y ahora comprendo por qué estabais tan solo.
Sacó su puñal de la bota alta, y la hermosamente bruñida hoja de veinticinco centímetros centelleó a la luz de la luna. Al igual que la espada, tenía un solo filo, y estaba pensada principalmente para la estocada pero con un grueso temple que añadía fuerza al corte, una característica práctica al usarla contra un oponente que no esperase tal maniobra.
Mientras se arrodillaba junto a su caído adversario, el asesino se vio invadido por una oleada de repugnancia. No había honor en aquello. El hombre estaba indefenso y no era por su culpa, ni tampoco gracias a ningún esfuerzo por parte de Nistur. Un espadachín excelente pero sin suerte iba a morir a requerimiento de un aristócrata repulsivo que odiaba al mercenario y despreciaba al asesino, pero que deseaba mantener limpias sus manos enguantadas de terciopelo.
Eran pensamientos improductivos, se dijo. Apoyó la punta contra la garganta del hombre y, al mismo tiempo que lo hacía, Quiebrahacha disparó su mano izquierda hacia arriba, con un objeto reluciente en ella. Nistur sintió un golpe bajo la barbilla y un entumecimiento creciente. Intentó hundir la punta pero descubrió que no podía. ¡Una daga oculta! ¡Qué infamia! Se sentó pesadamente, y la nieve le transmitió una sensación helada a través de las posaderas de sus calzas.
—Me has vencido, y ha sido por culpa de mi cobarde vacilación —dijo el asesino, deseando haber tenido preparadas unas mejores últimas palabras. Era un descuido imperdonable en un poeta—. De todos modos, señor, eso ha sido deshonroso, ¡incluso en un mercenario! Habría esperado algo mejor de vos.
Quiebrahacha profirió una chirriante carcajada.
—Si hubiera sido una daga, ¿estarías hablando ahora? —Parecía como si obligara a sus palabras a salir por una laringe medio paralizada—. No, tu lengua estaría clavada al paladar. Aquí está la doncella que te besó. —La mano izquierda del mercenario temblaba, pero Nistur vio con claridad el anillo de oro de su dedo meñique. Vuelto ahora, de modo que el fino aro estaba en la parte interior, mostraba cintas forjadas en un complicado nudo. El asesino había visto otro parecido con anterioridad.
—¡El Nudo de Thanalus! —resolló.
—Sí. Incluso alguien como yo guarda algo con que defenderse en caso de necesidad. Ahora, asesino, estás ligado a mí y no puedes hacerme daño. —El mercenario intentó reír, pero finalmente lo abandonó la capacidad de hablar y pareció haber perdido por completo el control de sus extremidades. Nistur esperó verlo poner los ojos en blanco, pero éstos permanecieron firmes, obedeciéndole todavía cuando todo lo demás había dejado de hacerlo. Quedaba claro que el ataque con el anillo había sido el último acto de volición de Quiebrahacha y que debía de haberle requerido un gran esfuerzo de voluntad.
El asesino se encontraba en un dilema. Ahora estaba obligado a servir al hombre al que había intentado matar, hecho que no ponía en duda. Si el hechizo no hubiera sido eficaz, habría conseguido hundirle el cuchillo, incluso después de recibir una herida mortal. ¿Qué podía hacer? No tenía ni idea de cuál era el mal del mercenario. ¿Era mortal o temporal? En cualquier caso, un callejón helado no era lugar para que ninguno de los dos pasara la noche.
Se incorporó, recuperó su capa y luego recogió la espada y la daga de su oponente. Al volverse vio una figura embozada agachada sobre su antigua víctima y actual dueño.
—¡Eh, tú! ¿Quién eres? ¡Aparta de ese hombre!
La figura levantó la cabeza. Debajo de la capucha, Nistur reconoció el rostro del llamado Aro de Carey, a quien el cantinero había expulsado de la taberna.
—Necesita ayuda —dijo él o ella, el asesino no podía asegurarlo.
—Vaya. Mi pobre mente jamás lo habría adivinado por sí sola.
—Conseguiré ayuda —indicó el otro. Se irguió y chocó contra Nistur cuando este se adelantó para apartar a aquel estrafalario personaje—. Perdonadme, señor. Regresaré enseguida.
Antes de que el recién llegado pudiera dar dos pasos, Nistur lo agarró por su delgado hombro, lo obligó a darse la vuelta, y realizó un veloz y experto cacheo. Esto le proporcionó información sobre dos cosas: una, que Aro de Carey pertenecía al sexo femenino, aunque era joven y delgada hasta resultar casi demacrada, y la otra, la naturaleza de su profesión. El asesino sostuvo ante los ojos de la muchacha dos bolsas, una abultada y la otra plana, con los cordones para colgarlas pulcramente seccionados.
—Obtener la suya no fue ninguna hazaña, pero te ruego aceptes mis felicitaciones por cómo te apropiaste de la mía. Ni lo noté.
—¿Cómo lo supiste, entonces? —La joven no se mostró en absoluto avergonzada.
—En primer lugar, sé por experiencia que los actos de caridad desinteresada son lamentablemente escasos. En segundo lugar, te he visto moverte con gran destreza esta tarde, y sin embargo me empujaste como un auténtico zoquete. Esto por sí solo era suficiente para justificar una inspección más concienzuda. Aunque me sorprende que no le quitaras el anillo —repuso Nistur.
—Lo intenté —admitió ella—, pero no salía.
—Muchos le habrían cortado el dedo para conseguirlo.
—¿Por quién me has tomado? —Ahora la muchacha parecía ofendida.
—Pasemos por alto esa cuestión en un sutil silencio. ¿Hay algún lugar donde mi amigo pueda hallar alivio para su estado?
La joven contempló la figura tumbada, que ya ni siquiera se retorcía.
—¿Es tu amigo? Jamás lo habría creído.
—Lo es ahora, y siento una perentoria necesidad de conseguir que se recupere. Responde a mi pregunta. Te pagaré bien por tu asesoramiento.
—Conozco a un sanador. Es uno muy bueno. Vive allá en el viejo puerto. Y no tienes que pagarme —añadió con altivez—, puedo robar lo que necesite.
—No era mi intención insultar tu competencia profesional. Toma, lleva su cinto y su casco. Ve delante, pero no te adelantes demasiado.
—¿Piensas cargar con él tú mismo? —inquirió con escepticismo—. ¡Si es casi el doble de alto que tú!
—La gente se deja engañar fácilmente por las apariencias. —Nistur se inclinó y agarró al desplomado mercenario por un brazo. Lo levantó un poco y colocó su hombro a la altura de la cintura del guerrero. Se irguió lentamente y acomodó el cuerpo del mercenario bien equilibrado sobre el hombro—. Por ejemplo, probablemente no habrías imaginado que soy un poeta, ¿verdad?
—No, en absoluto —admitió la ladrona.
Mientras recorrían despacio el callejón para dirigirse al puerto, comenzaron a formarse finas nubes y la nieve comenzó a caer de nuevo.